23

ERA doloroso negarse a hablar con los periodistas. Siguieron a Jake hasta la acera opuesta de Washington Street, donde se disculpó sin comentario alguno y se refugió en su despacho. Un denodado fotógrafo de Newsweek logró penetrar en el edificio y pidió a Jake que posara para una fotografía. Quería uno de esos retratos importantes de mirada severa, con gruesos libros de cuero de telón de fondo. Jake se arregló la corbata e invitó al fotógrafo a entrar en la sala de conferencias, donde posó en silencio, como obedeciendo la orden del tribunal. El fotógrafo le dio las gracias y se marchó.

—¿Puede concederme unos minutos? —preguntó Ethel con suma cortesía cuando su jefe se dirigía a la escalera.

—Desde luego.

—¿Por qué no se sienta? Tenemos que hablar.

Por fin se larga, pensó Jake al tiempo que se sentaba junto a la ventana.

—¿De qué se trata?

—De dinero.

—Usted es la secretaria legal mejor pagada de la ciudad. Recibió un aumento hace sólo tres meses.

—No se trata de mi dinero. Por favor, escúcheme. No tiene suficiente dinero en el banco para pagar las cuentas de este mes. Estamos casi a finales de junio y los ingresos brutos son de mil setecientos dólares.

Jake cerró los ojos y se frotó la frente.

—Fíjese en estas facturas —dijo Ethel, con un puñado de documentos en la mano—. Sumara un total de cuatro mil dólares. ¿Cómo se supone que debo pagarlos?

—¿Cuánto hay en el banco?

—El saldo del viernes era de mil novecientos dólares. Esta mañana no se ha ingresado nada.

—¿Nada?

—Ni un céntimo.

—¿Qué ha ocurrido con los honorarios del caso Liford? Son tres mil dólares.

—Señor Brigance —respondió Ethel al tiempo que movía la cabeza—, el sumario todavía no está cerrado. El señor Liford no ha dado su conformidad. Usted tenía que llevárselo a su casa. Hace tres semanas, ¿no lo recuerda?

—No, no lo recuerdo. ¿Qué ha ocurrido con el anticipo de Buck Britt? Son mil dólares.

—Nos dio un cheque sin fondos. El banco nos lo devolvió y hace dos semanas que está sobre su escritorio. Usted ya no atiende a sus clientes —suspiró Ethel, después de una pausa—. No contesta a sus llamadas y…

—¡No me sermonee, Ethel!

—Y lleva un mes de retraso en todo.

—Basta ya.

—Desde que se hizo cargo del caso Hailey. Es lo único en lo que piensa. Está obsesionado y nos va a hundir.

—¿Nos? ¿Cuántos salarios ha dejado de cobrar, Ethel? ¿Cuántas cuentas vencidas e impagadas? Dígame.

—Varias.

—¿Pero no más que de costumbre?

—Sí, ¿pero qué ocurrirá el mes próximo? Todavía faltan cuatro semanas para el juicio.

—Cierre el pico, Ethel. Limítese a cerrar el pico. Si la presión es excesiva para usted, lárguese. Y si es incapaz de mantener la boca cerrada la pondré de patitas en la calle.

—¿Le gustaría despedirme, no es cierto?

—Me importa usted un rábano.

Era una mujer fuerte y dura. Catorce años con Lucien habían reforzado su coraza y endurecido su conciencia, pero no dejaba de ser una mujer y, en aquel momento, empezó a temblarle el labio y se le humedecieron los ojos. Agachó la cabeza.

—Lo siento —susurró—. Sólo estoy preocupada.

—¿Qué le preocupa?

—Bud y yo.

—¿Qué le ocurre a Bud?

—Está muy enfermo.

—Eso ya lo sé.

—Su tensión sanguínea es inestable. Especialmente después de las llamadas telefónicas. Ha tenido tres ataques en los últimos cinco años y estamos a la espera del próximo. Tenemos mucho miedo.

—¿Cuántas llamadas?

—Varias. Han amenazado con incendiarnos la casa o hacerla volar. Siempre nos dicen que saben dónde vivimos, y que si Hailey es absuelto incendiarán la casa o colocarán dinamita bajo ella cuando durmamos. Nos han amenazado un par de veces con matarnos. Simplemente, no vale la pena.

—Tal vez debería dimitir.

—¿Y morirnos de hambre? Sabe perfectamente que Bud no trabaja desde hace diez años. ¿Dónde iba yo a encontrar otro empleo?

—Escúcheme, Ethel, yo también he recibido amenazas, pero no las tomo en serio. He prometido a Carla que abandonaré el caso antes de poner en peligro a mi familia. Eso debería tranquilizarla. Usted y Bud procuren relajarse. No deben tomarse en serio las amenazas. El mundo está lleno de locos.

—Eso es precisamente lo que me preocupa. Hay gente bastante loca para cometer algún disparate.

—No se preocupe demasiado. Le diré a Ozzie que vigile su casa más de cerca.

—¿Lo hará?

—Por supuesto. Han estado vigilando la mía. Le doy mi palabra, Ethel; no tiene de qué preocuparse. Probablemente, no son más que jóvenes gamberros.

—Discúlpeme por llorar y por lo muy irritable que he estado últimamente —dijo mientras se secaba los ojos.

Hace cuarenta años que está irritable, pensó Jake.

—No se preocupe.

—¿Qué hacemos con esto? —preguntó, señalando las facturas.

—Conseguiré el dinero. Olvídelo.

Willie Hastings acabó el segundo turno a las diez de la noche y registró su salida en el reloj automático junto al despacho de Ozzie. Esta noche le tocaba dormir en casa de los Hailey, en el sofá. Alguien dormía en el sofá de Gwen todas las noches: un hermano, un primo, o un amigo. Los miércoles le tocaba a él. Era imposible dormir con las luces encendidas. Tonya se negaba a acercarse a la cama a no ser que estuvieran encendidas todas las luces de la casa. Aquellos hombres podrían ocultarse en la oscuridad, al acecho. Los había visto muchas veces arrastrándose por el suelo hacia su cama y escondidos en armarios oscuros. Había oído sus voces junto a su ventana y había visto sus ojos irritados que la miraban cuando se preparaba para acostarse. Había oído ruidos en el desván, como los de las botas de vaquero con que la habían pateado. Sabía que estaban ahí, a la espera de que todo el mundo se durmiera, para llevársela de nuevo al bosque. Una vez por semana, su madre y su hermano mayor subían al desván por la escalera plegable con una linterna y una pistola.

Ni una sola habitación de la casa podía estar a oscuras cuando se acostaba. Una noche, cuando estaba acostada sin pegar ojo junto a su madre, se fundió una bombilla del pasillo. Tonya no dejó de llorar desconsoladamente hasta que el hermano de Gwen fue a Clanton a comprar bombillas en una tienda abierta día y noche.

Dormía con su madre, que la abrazaba con fuerza durante horas hasta que los demonios se perdían en la noche y se quedaba profundamente dormida. Al principio, Gwen tuvo problemas con las luces, pero después de cinco semanas dormía periódicamente durante la noche. El pequeño cuerpo de Tonya se sacudía y contorsionaba incluso cuando dormía.

Willie dio las buenas noches a los niños y un beso a Tonya. Le mostró su pistola y le prometió quedarse despierto en el sofá. Dio una vuelta por la casa e inspeccionó los armarios. Tonya, cuando quedó satisfecha, se acostó junto a su madre con la mirada fija en el techo, lloriqueando.

Alrededor de la medianoche, Willie se quitó las botas y se relajó en el sofá. Se quitó el cinturón y dejó la pistola en el suelo. Estaba casi dormido cuando oyó un grito. Era el grito agudo y horrible de una niña torturada. Cogió la pistola y fue corriendo al dormitorio. Tonya estaba sentada en la cama, de cara a la pared, chillando y temblando. Los había visto por la ventana, al acecho. Gwen la abrazó. Los tres chicos se acercaron a la cama y la miraron sin saber qué hacer. El mayor, Carl Lee Junior, se acercó a la ventana y no vio nada. Se había repetido muchas veces en cinco semanas y sabían que no podían hacer gran cosa.

Gwen la tranquilizó y colocó su cabeza suavemente sobre la almohada.

—Estás a salvo, cariño. Mamá está aquí y el tío Willie está aquí. Nadie te hará ningún daño. Tranquilízate, cariño.

Tonya quería que el tío Willie se sentara bajo la ventana pistola en mano y que sus tres hermanos se acostaran alrededor de su cama. Ocuparon sus puestos. Gimió lastimosamente durante unos momentos, pero luego se tranquilizó.

Willie se quedó sentado junto a la ventana hasta que estuvieron todos dormidos. Llevó a los niños uno por uno a la cama y los arropó. Y volvió a sentarse junto a la ventana, a la espera de que saliera el sol.

Jake y Atcavage se reunieron el viernes para almorzar en Claude’s. Comieron costillas de cerdo y col aliñada. El local estaba lleno como de costumbre y, por primera vez en cuatro semanas, no había rostros desconocidos. Los clientes habituales charlaban como en los viejos tiempos. Claude estaba en plena forma: chillando y riñendo a los parroquianos. Era una de esas raras personas capaces de gritarle a la gente y lograr que, sin embargo, se sienta a gusto.

Atcavage había presenciado la vista y habría declarado si hubiese sido necesario. El banco prefería que no lo hiciera y Jake no quería causar problemas. Los banqueros tienen un miedo innato a los juzgados, y Jake admiraba a su amigo por sobreponerse a su paranoia asistiendo a la vista, convirtiéndose así en el primer banquero en la historia de Ford County que había asistido voluntariamente a una vista sin verse obligado a ello por una orden judicial. Jake estaba orgulloso de él.

Claude pasó apresuradamente junto a ellos y les dijo que les quedaban diez minutos, que comieran y cerrasen el pico. Jake acabó de comerse una costilla y se limpió la cara.

—A propósito, Stan, hablando de préstamos, necesito cinco mil dólares durante noventa días, sin aval.

—¿Quién ha hablado de préstamos?

—Has dicho algo referente a los bancos.

—Creí que estábamos condenando a Buckley. Me resultaba divertido.

—No deberías criticar, Stan. Es un hábito que se adquiere con facilidad, pero imposible de romper. Despoja tu alma de personalidad.

—Cuánto lo siento. ¿Podrás perdonarme?

—¿Qué me dices del préstamo?

—De acuerdo. ¿Para qué lo necesitas?

—Escúchame, Stan, lo único que debe preocuparte es si puedo o no devolverte el préstamo en noventa días.

—De acuerdo. ¿Puedes devolvérmelo?

—Buena pregunta. Claro que puedo.

—¿Hailey te ha entrampado? —sonrió el banquero.

—Sí —confesó sonriente el abogado—. Es difícil concentrarse en otros temas. El juicio se celebrará dentro de tres semanas a partir del lunes y, hasta entonces, no podré concentrarme en otra cosa.

—¿Cuánto ganarás con este caso?

—Novecientos menos diez mil.

—¡Novecientos!

—Sí. ¿Olvidas que no pudo conseguir un préstamo a cambio de su tierra?

—Trabajas por muy poco dinero.

—Por supuesto. Si le hubieras prestado a Carl Lee el dinero a cambio de su tierra, ahora no tendría que pedirte ningún préstamo.

—Prefiero prestártelo a ti.

—Magnífico. ¿Cuándo me entregarás el cheque?

—Pareces desesperado.

—Sé lo mucho que tardáis con vuestras juntas de préstamos, inspectores, vicepresidentes por aquí, vicepresidentes por allí, hasta que, por fin, algún vicepresidente aprueba tal vez el préstamo más o menos al cabo de un mes siempre y cuando lo permitan las normas de la casa y todo el mundo esté de buen humor. Sé cómo funcionáis.

—¿Te parece bien a las tres? —preguntó Atcavage después de consultar su reloj.

—Supongo.

—¿Sin aval?

Jake se secó la boca y se inclinó sobre la mesa.

—Mi casa es un monumento histórico, con hipoteca como tal, y no habrás olvidado que la financiación de mi coche está en tus manos. Puedo hipotecar a mi hija con la condición de que te mato si intentas arrebatármela. ¿Qué se te ocurre como aval?

—Lamento haberlo preguntado.

—¿Cuándo me entregas el cheque?

—A las tres.

—Cinco minutos —exclamó Claude, al tiempo que les llenaba los vasos de té.

—Ocho —replicó Jake.

—Escúchame, señor importante —respondió Claude con una enorme sonrisa—. Esto no es el Juzgado y su fotografía en los periódicos aquí no tiene ningún valor. He dicho cinco minutos.

—No tiene importancia. En todo caso, las costillas estaban duras.

—Veo que ha limpiado el plato.

—Puesto que hay que pagarlas, es preferible comérselas.

—Aumenta el precio cuando hay quejas.

—Nos vamos —dijo Atcavage después de ponerse de pie y arrojar un dólar sobre la mesa.

El domingo por la tarde la familia Hailey comió a la sombra del árbol, alejada de la violencia del baloncesto. Había llegado la primera ola de calor del verano, y del suelo emanaba una humedad densa y pegajosa que impregnaba incluso la sombra. Gwen ahuyentaba las moscas mientras los niños y su papá comían pollo frito y sudaban. Los niños terminaron apresuradamente de comer para jugar en unos columpios que Ozzie había instalado para los hijos de los internos.

—¿Qué te hicieron en Whitfield? —preguntó Gwen.

—A decir verdad, nada. Me formularon un montón de preguntas y me hicieron algunas pruebas. Un puñado de basura.

—¿Cómo te trataron?

—Con esposas y paredes acolchadas.

—¿En serio? ¿Te instalaron en una habitación con paredes acolchadas?

A Gwen le parecía cómico y llegó incluso a sonreír.

—Desde luego. Me observaban como si fuera un animal. Dijeron que era famoso. Mis guardianes, uno blanco y otro negro, me dijeron que se sentían orgullosos de mí, que había hecho lo que debía, y que ojalá me absuelvan. Se portaron muy bien conmigo.

—¿Qué dijeron los médicos?

—No dirán nada hasta el día del juicio, y entonces declararán que estoy perfectamente bien.

—¿Cómo sabes lo que dirán?

—Me lo ha dicho Jake. Hasta ahora nunca se ha equivocado.

—¿Ha encontrado a un médico?

—Sí, un loco borracho que ha sacado de algún lugar. Dice que es psiquiatra. Hemos hablado un par de veces en el despacho de Ozzie.

—¿Qué dice?

—Poca cosa. Jake dice que declarará lo que nosotros queramos.

—Debe de ser un médico realmente bueno.

—Encajaría perfectamente en Whitfield.

—¿De dónde es?

—De Jackson, creo. No estaba muy seguro de nada. Actuaba como si fueran a matarlo también a él. Juraría que las dos veces que ha hablado conmigo estaba borracho. Formuló preguntas que ninguno de nosotros comprendió y tomó notas con mucha pompa. Dijo que creía poder ayudarme. Le pregunté a Jake sobre él y me dijo que no me preocupara, que estaría sobrio en el juicio. Pero creo que Jake también está preocupado.

—¿Entonces por qué le utilizamos?

—Porque trabaja gratis. Le debe algunos favores a alguien. Un auténtico psiquiatra cobra mil dólares sólo para evaluarme y, después, otros mil más o menos por declarar en el juicio. Un loquero barato. Sabes perfectamente que no puedo pagarlo.

—También necesitamos dinero en casa —dijo Gwen, después de dejar de sonreír y desviar la mirada.

—¿Cuánto?

—Unos doscientos para comida y saldar cuentas.

—¿Cuánto tienes?

—No llegan a cincuenta.

—Veré lo que puedo hacer.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Gwen, mirándole—. ¿Cómo puedes conseguir dinero en la cárcel?

Carl Lee levantó las cejas y señaló a su esposa con el dedo. No debía formularle preguntas. Todavía era él quien llevaba los pantalones, aunque se los pusiera en la cárcel. Él era el jefe.

—Lo siento —susurró Gwen.