HABÍAN transcurrido cinco semanas desde el tiroteo en el que habían perecido Billy Ray Cobb y Pete Willard. Faltaban cuatro semanas para el juicio. Ya no quedaba una sola habitación en ninguno de los tres moteles de Clanton a partir de la semana anterior a la del juicio. El Best Western, mayor y más bonito que los demás, había atraído a los periodistas de Memphis y Jackson. El Clanton Court, con el mejor bar y restaurante, había sido reservado por corresponsales de Atlanta, Washington y Nueva York. En el East Side Motel, difícilmente calificable de elegante a pesar de que las tarifas del mes de julio, curiosamente, habían doblado, no quedaba tampoco una sola habitación libre.
Al principio los lugareños habían sido amables con los forasteros, la mayoría de los cuales eran mal educados y hablaban con un acento extraño. Pero algunas de las descripciones de Clanton y sus habitantes no eran exactamente halagadoras, y la mayoría honraba ahora el código secreto del silencio. Un bullicioso café se sumía instantáneamente en el silencio cuando entraba un desconocido. Los vendedores de la plaza ofrecían escasa ayuda a las personas que no reconocían. Los empleados del Juzgado hacían oídos sordos a preguntas repetidas un millar de veces por vociferantes entrometidos. Incluso a los corresponsales de Memphis y de Jackson les resultaba difícil extraer algo nuevo a los lugareños. Estaban hartos de que les describieran como retrasados, fanáticos y racistas. Hacían caso omiso de los forasteros, en quienes no podían confiar, y se ocupaban de sus asuntos.
El bar del Clanton Court se convirtió en centro de reunión de los periodistas. Era el único lugar de la ciudad donde podían encontrarse con un rostro sonriente y una buena conversación. Sentados a las mesas bajo un enorme receptor de televisión, comadreaban acerca de la pequeña ciudad y el juicio venidero. Comparaban notas, relatos, pistas y rumores, y bebían hasta emborracharse porque no había otra cosa que hacer en Clanton cuando caía la noche.
Los moteles se llenaron el domingo por la noche, veintitrés de junio, pocas horas antes de la vista para evaluar la solicitud de cambio de lugar. A primera hora del lunes por la mañana se reunieron en el restaurante del Best Western para tomar café y especular. Aquella vista suponía la primera escaramuza importante y, probablemente, el único acontecimiento procesal antes del juicio. Se rumoreaba que Noose estaba enfermo y que, como no deseaba presidir la sala, solicitaría al Tribunal Supremo el nombramiento de otro juez. Era un simple rumor sin fundamento, decía un corresponsal de Jackson. A las ocho cargaron sus cámaras y sus micrófonos para dirigirse a la plaza. Un grupo se instaló frente a la cárcel y otro detrás del Juzgado, pero la mayoría se dirigió a la sala. A las ocho y media estaba llena.
Desde el balcón de su despacho, Jake contemplaba el bullicio alrededor de la Audiencia. Tenía el pulso más acelerado que de costumbre y un cosquilleo en el estómago. Sonrió. Estaba listo para Buckley y para las cámaras de televisión.
Noose miró más allá de su nariz, por encima de las gafas, de un lado a otro de la abarrotada sala. Todo el mundo estaba en su lugar.
—Se ha presentado ante esta sala —comenzó a decir—, una solicitud del acusado para transferir el juicio a otra localidad. La fecha fijada para este juicio ha sido lunes, veintidós de julio. Según mi calendario, dentro de cuatro semanas. He fijado una fecha límite para la presentación de mociones y su resolución, y creo que éstas son las dos únicas fechas concernientes al juicio hasta su celebración.
—Su señoría está en lo cierto —gritó Buckley medio levantado, desde su mesa.
Jake levantó la mirada y movió la cabeza.
—Gracias, señor Buckley —respondió escuetamente Noose—. El acusado ha informado debidamente a la sala que se propone alegar enajenación mental. ¿Ha sido sometido a un reconocimiento en Whitfield?
—Sí, señoría, la semana pasada —respondió Jake.
—¿Presentará también a su propio psiquiatra?
—Por supuesto, señoría.
—¿Ha sido reconocido por el mismo?
—Sí, señoría.
—Bien. Asunto resuelto. ¿Qué otras mociones se propone presentar?
—Con la venia de su señoría, nos proponemos presentar una solicitud para que se convoque a un número de miembros potenciales del jurado superior al de costumbre.
—La acusación se opondrá a dicha solicitud —chilló Buckley, después de incorporarse de un brinco.
—¡Siéntese, señor Buckley! —ordenó severamente Noose, al tiempo que se quitaba las gafas y miraba fijamente al fiscal—. Tenga la bondad de no volver a levantarme la voz. Claro que se opondrá. Se opondrá a todas las solicitudes que presente la defensa. Es su obligación. Pero no vuelva a interrumpir. Cuando se levante la sesión, tendrá amplias oportunidades de actuar para las cámaras.
Buckley se desplomó en su silla y ocultó su rostro ruborizado. Noose nunca le había levantado la voz.
—Prosiga, señor Brigance.
A Jake le asustó la agresividad de Ichabod. Parecía enfermo y cansado. Tal vez a causa de la tensión.
—Puede que presentemos algunas objeciones por escrito anticipadas a posibles pruebas.
—¿Mociones in limine?
—Sí, señoría.
—Las resolveremos durante el juicio. ¿Algo más?
—Eso es todo por ahora.
—Bien, señor Buckley, ¿piensa la acusación presentar alguna moción?
—No se me ocurre ninguna —respondió sumisamente el fiscal.
—Bien. Quiero asegurarme de que no habrá ninguna sorpresa desde ahora hasta el día del juicio. Estaré aquí una semana antes del juicio para ocuparme de cualquier prolegómeno. Espero que las mociones se presenten cuanto antes para poder atar los cabos sueltos bastante antes del veintidós.
Noose hojeó el sumario y estudió la solicitud de Jake para celebrar el juicio en otra localidad. Jake le hablaba al oído a Carl Lee, cuya presencia no era necesaria en la vista, pero él había insistido. Gwen y sus tres hijos estaban sentados en la primera fila, detrás de su padre. Tonya no estaba en la sala.
—Señor Brigance, su solicitud parece estar en orden. ¿De cuántos testigos dispone?
—Tres, señoría.
—Señor Buckley, ¿a cuántos testigos piensa llamar?
—Veintiuno —respondió Buckley con orgullo.
—¡Veintiuno! —exclamó el juez.
—Pero es posible que no sea necesario llamarlos a todos —agregó sumisamente Buckley, con una mirada de reojo a Musgrove—. En realidad, estoy seguro de que no los llamaremos a todos.
—Elija a sus cinco mejores testigos, señor Buckley. No quiero estar aquí todo el día.
—Sí, señoría.
—Señor Brigance, usted ha solicitado que el juicio se celebre en otra localidad. Es su solicitud. Prosiga.
Jake se puso de pie y cruzó lentamente la sala, por detrás de Buckley, hasta colocarse junto a la peana situada frente al palco del jurado.
—Con la venia de su señoría, el señor Hailey ha solicitado que su juicio se celebre en una localidad ajena a Ford County. La razón es evidente: la publicidad del caso impedirá un juicio imparcial. Los ciudadanos de este condado se han formado ideas preconcebidas de la culpabilidad o inocencia de Carl Lee Hailey. Se le acusa de haber matado a dos hombres, ambos nacidos en este condado, donde todavía residen sus familias. No eran famosos en vida, pero ciertamente lo son después de la muerte. Hasta ahora, pocos conocían al señor Hailey fuera de su comunidad. Ahora, todo el mundo en este condado sabe quién es, conoce a su familia, a su hija, lo que le ha ocurrido, y conoce la mayoría de los detalles de sus presuntos crímenes. Será imposible encontrar doce personas en Ford County que no hayan prejuzgado ya este caso. Este juicio debería celebrarse en otro lugar del Estado, donde los habitantes no estén tan familiarizados con los hechos.
—¿Dónde sugiere? —interrumpió el juez.
—No recomendaría ningún condado en particular, pero tendría que ser lo más lejano posible. Tal vez en Gulf Coast.
—¿Por qué?
—Es evidente, señoría. Está a seiscientos kilómetros de este condado y estoy seguro de que sus habitantes no saben tanto como los de aquí.
—¿Cree que la gente del sur de Mississippi no ha oído hablar del caso?
—Estoy seguro de que han oído hablar del mismo. Pero están mucho más lejos.
—Pero también disponen de receptores de televisión y de periódicos, ¿no es cierto, señor Brigance?
—Sin duda.
—¿Cree que en algún lugar de este Estado podría encontrar doce personas que no hubieran oído hablar del caso?
Jake consultó sus notas. Oía el rasgueo de los dibujantes a su espalda y, de reojo, vio cómo Buckley sonreía.
—Sería difícil.
—Llame a su primer testigo.
Harry Rex Vonner prestó juramento y subió al estrado. La silla de madera destinada a los testigos crujió y chirrió bajo su enorme peso. Sopló en el micrófono y un fuerte zumbido llenó la sala. Miró a Jake, sonrió y asintió.
—¿Cuál es su nombre?
—Harry Rex Vonner.
—¿Y su dirección?
—Ochenta y cuatro noventa y tres, Cedarbrush, Clanton, Mississippi.
—¿Desde cuándo vive en Clanton?
—Toda la vida. Cuarenta y seis años.
—¿Profesión?
—Soy abogado. Hace veintidós años que estoy colegiado.
—¿Conoce a Carl Lee Hailey?
—Le he visto una sola vez.
—¿Qué sabe acerca de él?
—Se supone que abatió dos hombres a disparos, Billy Ray Cobb y Pete Willard, e hirió a un agente de policía, DeWayne Looney.
—¿Conocía a alguno de esos muchachos?
—No personalmente. Tenía referencias de Billy Ray Cobb.
—¿Cómo se enteró del tiroteo?
—Pues, si mal no recuerdo, ocurrió un lunes. Yo estaba en el primer piso de este Juzgado, consultando unas escrituras en el Registro de la Propiedad, cuando oí los disparos. Salí al pasillo y comprobé que se había organizado un gran revuelo. Pregunté a un policía y me dijo que los chicos habían muerto cerca de la puerta trasera del Juzgado. Me quedé un rato y pronto empezó a circular el rumor de que había sido el padre de la niña violada quien había efectuado los disparos.
—¿Cuál fue su reacción inicial?
—De estupefacción, como la mayoría de la gente. Pero también quedé estupefacto cuando oí hablar por primera vez de la violación.
—¿Cuándo se enteró de la detención del señor Hailey?
—Aquella misma noche. Salió por todas las cadenas de televisión.
—¿Qué vio por televisión?
—Todo lo que pude. Las emisoras locales de Memphis y Tupelo dieron la noticia. A través de la televisión por cable, vi también las noticias de Nueva York, Chicago y Atlanta. Casi todas las cadenas dieron la noticia del tiroteo y la detención, acompañada de filmaciones en el Juzgado y en la cárcel. Fue algo sensacional. Nunca había ocurrido algo tan espectacular en Clanton, Mississippi.
—¿Cómo reaccionó cuando se enteró de que el padre de la niña era el presunto autor de los disparos?
—No me sorprendió. Creo que todos suponíamos que había sido él. Me llenó de admiración. Soy padre y simpatizo con lo que hizo. Todavía le admiro.
—¿Qué sabe referente a la violación?
—¡Protesto! —gritó Buckley, después de incorporarse de un brinco—. ¡La violación no viene al caso!
Noose se quitó las gafas y de nuevo miró enojado al fiscal. Transcurrieron los segundos y Buckley agachó la cabeza. Se movió nervioso y se sentó. Noose se inclinó hacia delante y le miró fijamente.
—Señor Buckley, no me levante la voz. Si se repite, le aseguro por Dios que le acusaré de desacato. Puede que esté en lo cierto, que la violación no venga al caso. Pero ahora no se celebra el juicio. ¿No se ha percatado de que esto no es más que una vista preliminar, de que no está ante un jurado? Protesta denegada. Y ahora no se mueva de su silla. Comprendo que es difícil ante semejante público, pero le ordeno que permanezca en su escaño a no ser que tenga algo realmente importante que decir. En cuyo caso, está autorizado a levantarse y, con cortesía y sin levantar la voz, puede expresar lo que le preocupe.
—Gracias, señoría —dijo Jake, mientras sonreía a Buckley—. Pues bien, señor Vonner, como iba diciendo, ¿qué sabe referente a la violación?
—Sólo lo que he oído.
—¿Y qué ha oído?
Buckley se puso de pie e hizo una reverencia como la de los luchadores japoneses.
—Con la venia de su señoría —dijo con dulzura y sin levantar la voz—. En este punto, y con la venia de la sala, deseo protestar. El testigo puede declarar sólo respecto a lo que conoce de primera mano, pero no repetir lo que otros le han contado.
—Muchas gracias, señor Buckley —respondió Noose, con la misma delicadeza—. Tomo nota de su protesta, que queda denegada. Señor Brigance, le ruego que prosiga.
—Gracias, señoría —dijo Jake antes de dirigirse de nuevo al testigo—. ¿Qué ha oído respecto a la violación?
—Que Cobb y Willard agarraron a la pequeña Hailey y se la llevaron a algún lugar del bosque. Estaban borrachos. La ataron a un árbol, la violaron repetidamente e intentaron ahorcarla. Incluso orinaron sobre ella.
—¿Cómo ha dicho? —preguntó Noose.
—Que se le mearon encima.
Se formó un bullicio en la sala ante tal revelación. Jake no estaba enterado, tampoco lo estaba Buckley ni, evidentemente, lo sabía nadie, a excepción de Harry Rex. Noose movió la cabeza y dio unos ligeros golpes sobre la mesa. Jake tomó unas notas, maravillado del conocimiento esotérico de su amigo.
—¿Dónde se enteró de lo de la violación?
—Por toda la ciudad. Es de dominio público. Los policías contaban los detalles al día siguiente por la mañana en el Coffee Shop. Todo el mundo lo sabe.
—¿Es de dominio público en todo el condado?
—Sí. No he hablado con nadie desde hace un mes que no conociera los detalles de la violación.
—Cuéntenos lo que sepa acerca del tiroteo.
—Como ya les he dicho, ocurrió un lunes por la tarde. Los muchachos estaban en este Juzgado, según tengo entendido para asistir a la vista en la que habían solicitado la libertad bajo fianza, concluida la cual los agentes les esposaron para conducirles a la escalera posterior. Cuando bajaban por la escalera, salió el señor Hailey de un armario con un M-16 en las manos. Ambos murieron y DeWayne Looney recibió un balazo. Tuvieron que amputarle parte de la pierna.
—¿Dónde tuvo lugar eso exactamente?
—Debajo de donde nos encontramos ahora, junto a la puerta trasera del Juzgado. El señor Hailey estaba escondido en el trastero, salió y abrió fuego.
—¿Cree que esto es cierto?
—Sé que lo es.
—¿Cómo se ha enterado?
—Un poco por aquí, un poco por allá. Circulando por la ciudad. En los periódicos. Todo el mundo lo sabe.
—¿Dónde ha oído que se hablara de ello?
—En todas partes. En los bares, las iglesias, el banco, la tintorería, el Tea Shoppe, los cafés, la bodega. En todas partes.
—¿Ha hablado con alguien que crea que el señor Hailey no mató a Billy Ray Cobb y Pete Willard?
—No. No encontrará a nadie en este condado que crea que no lo hizo.
—¿Ha decidido la mayoría acerca de su inocencia o culpabilidad?
—Todos y cada uno de ellos. En este caso no hay indecisos. Es un tema candente y todo el mundo se ha formado una opinión.
—En su opinión, ¿podría recibir el señor Hailey un juicio imparcial en Ford County?
—De ningún modo. Entre los treinta mil habitantes de este condado, sería imposible encontrar tres personas indecisas en un sentido u otro. El señor Hailey ya ha sido juzgado. No hay forma de encontrar un jurado imparcial.
—Gracias, señor Vonner. He terminado, su señoría.
Buckley se pasó la mano por la cabeza, para asegurarse de que todos sus pelos estaban en su lugar, y se acercó decididamente al estrado.
—Señor Vonner —declamó—, ¿ha prejuzgado usted a Carl Lee Hailey?
—Maldita sea, por supuesto.
—Tenga la bondad de moderar su lenguaje —dijo Noose.
—¿Y cuál sería su veredicto?
—Señor Buckley, permítame que se lo explique de este modo. Y lo haré con la lentitud y el cuidado necesarios para que incluso usted lo comprenda. Si yo fuera el sheriff, no le habría detenido. Si estuviese en el lugar del gran jurado, no habría dictado auto de procesamiento contra él. Si fuera juez, no le juzgaría. Si fuera fiscal, no le acusaría. Si formase parte del jurado, votaría para que le ofrecieran la llave de la ciudad y una placa para colgar de la pared. Y le mandaría a su casa, junto a su familia. Además, señor Buckley, si alguien violara a mi hija, ojalá yo tuviese las agallas de hacer lo mismo que hizo él.
—Comprendo. ¿Cree usted que la gente debería llevar armas y saldar sus diferencias a tiros?
—Creo que los niños tienen el derecho de no ser violados y sus padres el de protegerlos. Creo que las niñas son algo especial, y que si un par de drogatas ataran a mi hija a un árbol y la violaran repetidamente, estoy seguro de que me pondría furioso. Creo que los padres buenos y honrados deberían gozar del derecho constitucional de ejecutar a cualquier pervertido que tocara a sus hijos. Y creo que es un mentiroso cobarde quien afirme que no querría matar al individuo que hubiera violado a su hija.
—¡Modérese, señor Vonner! —exclamó Noose.
Buckley tuvo que hacer un esfuerzo, pero conservó la calma.
—Parece que este caso le afecta de un modo muy apasionado.
—Es usted muy perspicaz.
—¿Y a usted le gustaría que se declarara inocente a Carl Lee Hailey?
—Pagaría por ello, si pudiera.
—¿Y le parece más probable que le declaren inocente en otro condado?
—Creo que tiene derecho a un jurado formado por personas que no conozcan todos los detalles del caso antes de que empiece el juicio.
—Usted le declararía inocente, ¿no es cierto?
—Eso he dicho.
—Y, sin duda, habrá hablado con otras personas que también le declararían inocente.
—Por supuesto.
—¿Hay personas en Ford County que votarían para declararle culpable?
—Evidentemente. Muchísimas. No olvidemos que es negro.
—En sus conversaciones por el condado, ¿ha detectado una mayoría clara en un sentido u otro?
—No.
Buckley escribió algo en su cuaderno.
—Señor Vonner, ¿son usted y el señor Brigance íntimos amigos?
Harry Rex sonrió y miró sugestivamente a Noose.
—Soy abogado, señor Buckley, mis amigos son muy escasos. Pero él se cuenta entre ellos. Sí señor.
—¿Y le ha pedido él que viniera a declarar?
—No. Hace unos momentos pasaba por casualidad por esta sala y me he tropezado con esta silla. No tenía ni idea de que esta mañana celebraran ustedes una vista.
Buckley dejó caer el cuaderno sobre la mesa y se sentó. A Harry Rex se le concedió permiso para retirarse.
—Llame a su próximo testigo —ordenó Noose.
—El reverendo Ollie Agee —dijo Jake.
El oficial del Juzgado fue en busca del reverendo a la antesala y le acompañó junto al estrado. Jake se había entrevistado con él el día anterior en la iglesia, con una lista de preguntas. El pastor quería declarar. No habían hablado de los abogados del NAACP.
Era un excelente testigo. Su profunda y potente voz no necesitaba micrófono para llenar la sala. Sí, conocía los detalles de la violación y del tiroteo. Eran feligreses de su parroquia. Hacía muchos años que les conocía, eran casi como parientes, y había estado y sufrido con ellos después de la violación. Sí, había hablado con innumerables personas desde el suceso y todo el mundo tenía una opinión de culpabilidad o inocencia. Había hablado del caso Hailey con los otros veintidós pastores negros, que formaban parte del consejo. No, no había nadie indeciso en Ford County. En su opinión, no podría celebrarse un juicio imparcial en dicho condado.
Buckley le formuló una sola pregunta:
—Reverendo Agee, ¿ha hablado con alguien dispuesto a votar para que se condenara a Carl Lee Hailey?
—No, claro que no.
La sala concedió permiso al pastor para que abandonara el estrado y fue a sentarse entre dos hermanos del consejo.
—Llame a su próximo testigo —dijo Noose.
—El sheriff Ozzie Walls —anunció Jake, al tiempo que sonreía al fiscal.
Buckley y Musgrove juntaron inmediatamente sus cabezas y se hablaron al oído. Ozzie debía estar de su parte: la parte de la ley y el orden; la de la acusación. Su función no era la de ayudar a la defensa. Eso demuestra que no se puede confiar en los negros, pensó Buckley. Se ayudan entre sí cuando saben que son culpables.
Jake indujo a Ozzie a hacer un repaso de la violación y de las personalidades de Cobb y Willard. El relato era monótono y repetitivo, y Buckley quería protestar, pero no le apetecía ser nuevamente humillado. Jake intuyó que el fiscal no se movería de su silla, e insistió en los detalles más macabros de la violación hasta que, por último, a Noose se le agotó la paciencia.
—Le ruego que prosiga, señor Brigance.
—Sí, señoría. Sheriff Walls, ¿detuvo usted a Carl Lee Hailey?
—Sí.
—¿Cree usted que ha matado a Billy Ray Cobb y a Pete Willard?
—Sí.
—¿Ha hablado usted con alguien en este condado que crea lo contrario?
—No.
—¿Es del dominio público en este condado la convicción de que el señor Hailey mató a esos muchachos?
—Sí. Todo el mundo lo cree. Por lo menos todas las personas con las que yo he hablado.
—Dígame, sheriff, ¿circula usted por el condado?
—Por supuesto. Mi trabajo consiste en saber lo que ocurre.
—¿Y habla con mucha gente?
—Más de la que quisiera.
—¿Ha hablado con alguien que no haya oído hablar de Carl Lee Hailey?
—Una persona tendría que ser sorda, muda y ciega para no saber nada sobre Carl Lee Hailey —respondió lentamente Ozzie, después de una pausa.
—¿Ha hablado con alguien que no tuviera una opinión sobre su culpabilidad o inocencia?
—No existe tal persona en este condado.
—¿Podría recibir aquí un juicio imparcial?
—No lo sé. Lo que sí sé es que es imposible encontrar doce personas que no lo sepan todo acerca de la violación y del tiroteo.
—He terminado —dijo Jake, dirigiéndose a Noose.
—¿Es éste su último testigo?
—Sí, señoría.
—¿Desea interrogar al testigo, señor Buckley?
El fiscal movió la cabeza negativamente sin moverse de su asiento.
—Bien —dijo el juez—. Nos tomaremos un pequeño descanso. Ruego a los letrados que vengan a mi despacho.
Estalló el bullicio en la sala en el momento en que los abogados siguieron al juez y al señor Pate por la puerta adjunta al estrado. Noose cerró la puerta de su despacho y se quitó la toga. El señor Pate le trajo una taza de café solo.
—Señores, estoy pensando en dictar una orden de secreto sumarial hasta que se haya celebrado el juicio. Me preocupa la publicidad y no quiero que sea la prensa quien juzgue el caso. ¿Algún comentario?
Buckley parecía pálido y trastornado. Abrió la boca, pero no emergió de ella ningún sonido.
—Buena idea, señoría —afirmó dolorosamente Jake—. Había pensado en solicitar dicha orden.
—Estoy seguro de ello. Me he percatado de que rehuye la publicidad. ¿Qué opina usted, señor Buckley?
—¿Para quién será vinculante?
—Para usted, señor Buckley. A usted y al señor Brigance les estará prohibido hablar con la prensa de cualquier aspecto del caso o del juicio. Será vinculante para todo el mundo, por lo menos para todo el mundo bajo la jurisdicción de este Juzgado: abogados, funcionarios, oficiales del Juzgado, el sheriff.
—¿Por qué? —preguntó Buckley.
—No me gusta la idea de que ustedes dos juzguen el caso a través de la prensa. No soy ciego. Ambos luchan por las candilejas y no quiero imaginarme cómo será el juicio. Un circo, eso es lo que será. No un juicio, sino un circo —dijo Noose antes de dirigirse a la ventana, refunfuñar algo, hacer una pausa y seguir refunfuñando.
Los abogados se miraron entre sí y, a continuación, al hombre que seguía hablando entre dientes en la ventana.
—Dicto orden de secreto sumarial, vigente desde este mismo momento y hasta la terminación del juicio —prosiguió el juez—. El quebrantamiento de esta orden se considerará como desacato. No se les permite hablar de ningún aspecto de este caso con los periodistas. ¿Alguna pregunta?
—No, señoría —se apresuró a responder Jake.
Buckley miró a Musgrove y movió la cabeza.
—Ahora regresemos a la sala. Señor Buckley, usted me ha dicho que dispone de más de veinte testigos. ¿Cuántos necesita en realidad?
—Cinco o seis.
—Eso ya está mejor. ¿Quiénes son?
—Floyd Loyd.
—¿Quién es?
—El supervisor del primer distrito, Ford County.
—¿Cuál es su testimonio?
—Ha vivido aquí cincuenta años y hace unos diez que ocupa el cargo. En su opinión, un juicio imparcial es posible en este condado.
—¿Supongo que nunca ha oído hablar del caso? —preguntó Noose con sarcasmo.
—No estoy seguro.
—¿Quién más?
—Nathan Baker. Juez de paz, tercer distrito, Ford County.
—¿El mismo testimonio?
—Pues, básicamente, sí.
—¿Quién más?
—Edgar Lee Baldwin, ex supervisor de Ford County.
—¿No se dictó auto de procesamiento contra él hace unos años? —intervino Jake.
Jake no había visto nunca a Buckley tan ruborizado. Abrió su enorme boca de par en par y se le empañaron los ojos.
—No le condenaron —exclamó apresuradamente Musgrove.
—No he dicho que lo hubieran hecho. Sólo que se había dictado auto de procesamiento contra él. ¿No fue el FBI?
—Basta, basta —interrumpió Noose—. ¿Qué nos contará el señor Baldwin?
—Ha vivido aquí toda la vida. Conoce a la gente de Ford County y cree que el señor Hailey puede recibir un juicio imparcial —respondió Musgrove mientras Buckley permaneció sin habla, con la mirada fija en Jake.
—¿Quién más?
—El sheriff Harry Bryant, de Tyler County.
—¿El sheriff Bryant? ¿Qué va a contarnos?
—Su señoría —respondió Musgrove, que hablaba ahora en nombre de la acusación—, proponemos dos teorías opuestas a la solicitud de cambio de localidad. En primer lugar, creemos que es posible celebrar un juicio imparcial aquí en Ford County. En segundo lugar, si la sala opinara que aquí no se podría celebrar un juicio imparcial, la fiscalía cree que la enorme publicidad ha llegado a todos los miembros potenciales del jurado en este Estado. Los mismos prejuicios y opiniones, a favor y en contra, que existen en este condado están también presentes en los demás condados. Por consiguiente, de nada serviría celebrar el juicio en otro lugar. Disponemos de testigos para apoyar esta segunda teoría.
—Sorprendente concepto, señor Musgrove. No creo haberlo oído nunca.
—Yo tampoco —agregó Jake.
—¿De qué otros testigos disponen?
—Robert Kelly Williams, fiscal del distrito noveno.
—¿Dónde está eso?
—En el extremo sudoeste del Estado.
—¿Ha hecho este enorme desplazamiento para declarar que todo el mundo, en sus remotos confines, ha prejuzgado ya el caso?
—Sí, señoría.
—¿Quién más?
—Grady Liston, fiscal del distrito catorce.
—¿El mismo testimonio?
—Sí, señoría.
—¿Es eso todo?
—Disponemos de unos cuantos más, señoría, pero sus declaraciones serían bastante parecidas a las de los demás testigos.
—Bien, ¿entonces podemos limitar sus pruebas a dichos seis testigos?
—Sí, señoría.
—Oiré sus pruebas. Concederé cinco minutos a cada uno para resumir sus conclusiones y dictaré sentencia en el plazo de dos semanas. ¿Alguna pregunta?