EL salón de congregaciones de la iglesia de Springdale había sido limpiado a fondo, así como sus mesas y sillas plegables, perfectamente ordenadas alrededor de la estancia. Era la mayor iglesia negra del condado y se encontraba en Clanton, razón por la cual el reverendo Agee había considerado necesario que se celebrara allí la reunión. El motivo de la conferencia de prensa era dar a conocer su apoyo a un miembro de la comunidad que había actuado con justicia y, en consecuencia, anunciar la fundación del Fondo de Defensa Legal de Carl Lee Hailey. El director nacional del NAACP estaba presente con un cheque de cinco mil dólares y la promesa de cantidades más importantes en el futuro. El director ejecutivo de la sucursal de Memphis trajo otros cinco mil, que depositó ostentosamente sobre la mesa. Estaban sentados junto a Agee, tras dos mesas plegables, en compañía de todos los miembros del consejo. Ante ellos doscientos feligreses negros abarrotaban la sala. Gwen estaba muy cerca de Agee. Un grupo de periodistas con sus correspondientes cámaras, más reducido de lo que se esperaba, filmaba los acontecimientos desde el centro de la sala.
Agee, estimulado por las cámaras, fue el primero en tomar la palabra. Habló de los Hailey, de su bondad e inocencia, y del bautismo de Tonya cuando tenía sólo ocho años. Habló de una familia destruida por el racismo y por el odio. Sollozos entre el público. De repente, se puso furioso. Atacó al sistema judicial y su deseo de acusar a un hombre bueno y honrado que no había hecho nada malo; un hombre a quien, de haber sido blanco, no se le juzgaría; un hombre a quien sólo se había acusado por ser negro, y eso era lo verdaderamente lamentable de la acusación y persecución de Carl Lee Hailey. Encontró su ritmo, el público le acompañó y la conferencia de prensa adquirió el fervor de un acto de fe. Habló durante cuarenta y cinco minutos.
No era fácil seguir sus pasos. Sin embargo, el director nacional no titubeó. Pronunció una diatriba de treinta minutos contra el racismo. Aprovechó la oportunidad para divulgar estadísticas nacionales sobre el crimen, las detenciones, las condenas y la población carcelaria, hasta llegar a la conclusión de que el sistema judicial estaba controlado por blancos que perseguían injustamente a los negros. A continuación, en un asombroso alarde de racionalidad, trasladó las estadísticas nacionales a Ford County y declaró que el sistema era inapropiado para ocuparse del caso de Carl Lee Hailey. Le sudaba la frente bajo los focos de las cámaras de televisión y creció su entusiasmo. Su furor superó al del reverendo Agee, e hizo temblar los micrófonos con los puñetazos que daba sobre la mesa. Exhortó a los negros de Ford County y de Mississippi a que contribuyeran con donativos hasta el límite de sus posibilidades. Prometió congregaciones y manifestaciones. El juicio sería un grito de guerra para todos los negros y oprimidos.
Contestó a todas las preguntas. ¿Cuánto dinero esperaban recoger? Por lo menos cincuenta mil. La defensa de Carl Lee Hailey sería cara y acaso no bastase con cincuenta mil, pero recogerían tanto como pudieran. Sin embargo, quedaba ya poco tiempo. ¿A qué se destinaría el dinero? Gastos jurídicos y los propios del litigio. Se necesitarían muchos abogados y médicos. ¿Intervendrían los abogados del NAACP? Por supuesto. El departamento jurídico de Washington trabajaba ya en el caso. La unidad de defensa penal se ocuparía de todos los aspectos del juicio. Carl Lee Hailey se había convertido en su máxima prioridad y todos los recursos disponibles se dedicarían a su defensa.
Cuando terminó, el reverendo Agee tomó de nuevo la palabra y le hizo una seña al pianista. Empezó la música. Se pusieron todos de pie, cogidos de la mano, e interpretaron apasionadamente Venceremos.
Jake se enteró de lo del Fondo de Defensa por el periódico del martes. Había oído rumores sobre la contribución especial del consejo, pero le habían dicho que el dinero era para ayudar a la familia. ¡Cincuenta mil para gastos legales! Estaba enojado, pero interesado. ¿Volverían a prescindir de sus servicios? ¿Qué ocurriría con el dinero en el supuesto de que Carl Lee se negara a contratar a los abogados del NAACP? Faltaban cinco semanas para el juicio, tiempo más que suficiente para que pudiera llegar a Clanton el equipo de defensa penal. Había leído acerca de ellos: un equipo de seis especialistas en asesinatos que circulaba por el Sur para defender a los negros acusados de crímenes nefastos y famosos. Se les conocía por el apodo de «escuadrón de la muerte». Eran unos abogados muy inteligentes, de mucho talento y excelente formación, dedicados a rescatar a los asesinos negros de las cámaras de gas y sillas eléctricas en la zona meridional. Sólo se ocupaban de asesinatos y eran excelentes profesionales. El NAACP les preparaba el terreno recaudando fondos, organizando a los negros y generando publicidad. El racismo era su mejor y a veces única defensa, y a pesar de que perdían muchos más casos de los que ganaban, su historial no era malo. Todos los casos que defendían estaban en principio perdidos. Su objetivo era el de convertir al acusado en mártir antes del juicio con la esperanza de que no hubiera unanimidad en el jurado.
Ahora vendrían a Clanton.
Hacía una semana que Buckley había presentado la solicitud correspondiente para que los médicos estatales reconocieran a Carl Lee. Jake solicitó que el reconocimiento se efectuara en Clanton, preferiblemente en su despacho. Noose denegó la solicitud y ordenó al sheriff que trasladara a Carl Lee al hospital psiquiátrico estatal de Mississippi, en Whitfield. Jake solicitó que se le permitiera acompañar a su defendido y estar presente durante el reconocimiento. Una vez más, Noose denegó la solicitud.
El miércoles por la mañana, temprano, Jake y Ozzie tomaban café en el despacho del sheriff, a la espera de que Carl Lee acabara de ducharse y se cambiase de ropa. Whitfield estaba a tres horas de camino y debía llegar a las nueve. Jake le dio las últimas instrucciones a su cliente.
—¿Cuánto durará esta operación? —preguntó Jake a Ozzie.
—Tú eres el abogado. ¿Cuánto crees que durará?
—Tres o cuatro días. Has estado antes ahí, ¿no, Ozzie?
—Por supuesto, hemos tenido que llevar a muchos locos.
—Pero nada parecido a esto. ¿Dónde le alojarán?
—Tienen toda clase de celdas.
El agente Hastings entró tranquilamente en el despacho, medio dormido, comiendo un buñuelo del día anterior.
—¿Cuántos coches vamos a utilizar? —preguntó.
—Dos —respondió Ozzie—. Yo conduciré el mío y tú el tuyo. Pirtle y Carl Lee viajarán conmigo, y Riley y Nesbit contigo.
—¿Armas?
—Tres escopetas en cada coche. Abundante munición. Todo el mundo con chalecos antibalas, incluido Carl Lee. Prepara los coches. Me gustaría salir a las cinco y media.
Hastings farfulló algo y se retiró.
—¿Anticipas algún problema? —preguntó Jake.
—Hemos recibido algunas llamadas. Dos en particular mencionaban el desplazamiento a Whitfield. Hay mucho camino de un lugar a otro.
—¿Por dónde iréis?
—La mayoría de la gente iría por la interestatal veintidós, ¿no crees? Puede que sea más prudente viajar por carreteras secundarias. Probablemente nos dirigiremos hacia el sur por la catorce hasta la ochenta y nueve.
—Parece una ruta improbable.
—Bien. Me alegro de que estés de acuerdo.
—No olvides que se trata de mi cliente.
—Por ahora.
Carl Lee se zampaba unos huevos y unas galletas mientras Jake le anticipaba lo que podía esperarse durante su estancia en Whitfield.
—Lo sé, Jake. Quieres que me haga el loco, ¿no es cierto? —reía Carl Lee.
A Ozzie también le parecía gracioso.
—Hablo en serio, Carl Lee. Escúchame.
—¿Por qué? Tú mismo me has dicho que no importa lo que diga o haga en ese lugar. No declararán que estuviera enajenado cuando efectué los disparos. Esos médicos trabajan para el Estado, ¿no es cierto? ¿Qué importa lo que diga o haga? Han tomado ya su decisión. ¿No es verdad, Ozzie?
—No quiero inmiscuirme. Yo trabajo para el Estado.
—Tú trabajas para el condado —dijo Jake.
—Nombre, número y rango. Es todo lo que me van a sacar —declaró Carl Lee mientras vaciaba una pequeña papelina.
—Muy gracioso —respondió Jake.
—Está perdiendo el juicio, Jake —agregó Ozzie.
Carl Lee se insertó dos pajas en la nariz y empezó a caminar de puntillas por la habitación, mirando al techo y haciendo como si cogiera algo con la mano por encima de su cabeza, que guardaba en la papelina. Dio un salto y fingió coger otra cosa. También la guardó en la papelina. Hastings regresó y se detuvo en el umbral de la puerta. Carl Lee le miró con los ojos desorbitados y volvió a coger algo por encima de su cabeza.
—¿Qué diablos está haciendo? —preguntó Hastings.
—Cazando mariposas —respondió Carl Lee.
Jake cogió su maletín y se dirigió a la puerta.
—Creo que deberíais dejarle en Whitfield —dijo, antes de salir y dar un portazo.
Noose había decidido que la vista para estudiar la solicitud de transferencia del juicio a otra localidad se celebraría el veinticuatro de junio en Clanton. La vista sería prolongada y rodeada de abundante publicidad. Jake había solicitado la transferencia, y tenía el deber de demostrar que Carl Lee no recibiría un juicio justo e imparcial en Ford County. Necesitaba testigos. Personas que gozaran de credibilidad social dispuestas a declarar que un juicio justo no era posible. Atcavage había dicho que tal vez lo haría como favor, pero quizá el banco no querría que se involucrara. Harry Rex estaba encantado de cooperar. El reverendo Agee había dicho que estaba dispuesto a declarar, pero eso era antes de que el NAACP anunciara que sus abogados se ocuparían del caso. Lucien no gozaba de credibilidad y Jake no había pensado seriamente en pedirle que declarara.
Por su parte, Buckley presentaría una docena de testigos respetables: funcionarios elegidos, abogados, hombres de negocios y tal vez algún sheriff, todos los cuales declararían que habían oído hablar vagamente de Carl Lee Hailey y que sin duda podía recibir un juicio justo en Clanton.
Personalmente, Jake prefería que el juicio se celebrara en Clanton, en su Audiencia, al otro lado de la calle de su despacho, en presencia de su gente. Los juicios eran hazañas tediosas, tensas y agotadoras. Sería agradable librar la batalla en su propia arena, a tres minutos de su casa. En los descansos, podría trabajar en su despacho, investigar, preparar a los testigos o, simplemente, relajarse. Podría comer en el Coffee Shop, en Claude’s, o incluso almorzar en su propia casa. Su cliente permanecería en la cárcel de Ford County, cerca de su familia.
Además, estaría, desde luego, mucho más expuesto a los medios. Los reporteros se reunirían delante de su despacho cada mañana del juicio y le seguirían mientras caminaría lentamente hacia el Juzgado.
¿Importaba dónde juzgaran a Carl Lee? Lucien tenía razón: la publicidad había alcanzado a cada uno de los residentes en cada condado de Mississippi. Entonces, ¿por qué cambiar el lugar? Su culpabilidad o inocencia ya había sido prejuzgada por cada posible miembro del jurado en todo el estado.
Pues claro que importaba, algunos posibles miembros del jurado eran blancos y otros eran negros. Porcentualmente, había más blancos en Ford County que en los condados de los alrededores. Jake adoraba los jurados negros, especialmente en los casos penales y, en particular, si el acusado era negro. No eran tan propensos a condenar. Tenían menos prejuicios. También los prefería en los casos civiles. Simpatizaban con el oprimido frente a las grandes corporaciones o compañías de seguros, y eran más generosos con el dinero de los demás. Por regla general, elegía para el jurado a todos los negros que encontraba, aunque en Ford County eran escasos.
Era esencial que el juicio se celebrara en otro condado con mayor porcentaje de negros. Un solo negro podía impedir la unanimidad del jurado. Una mayoría podría, tal vez, conseguir que le declararan inocente. Dos semanas en un motel y trabajar en otro Juzgado no era una perspectiva agradable, pero las pequeñas incomodidades se veían ampliamente compensadas por la necesidad de rostros negros en el jurado.
Lucien había investigado a fondo el cambio de lugar. Aunque a regañadientes, Jake obedeció sus instrucciones y fue a verle puntualmente a las ocho de la mañana. Sallie sirvió el desayuno en el porche. Jake tomó café y zumo de naranja; Lucien, whisky y agua. Durante tres horas cubrieron todos los aspectos del cambio de lugar. Lucien tenía copias de todos los casos del Tribunal Supremo en los ocho últimos años y hablaba como un catedrático. El alumno tomó notas y discutió un par de puntos pero, en general, se limitó a escuchar.
Whitfield estaba a pocos kilómetros de Jackson, en una zona rural de Rankin County. En la puerta de la verja, dos guardias discutían con periodistas mientras esperaban. La llegada de Carl Lee estaba prevista para las nueve; eso era todo lo que sabían. A las ocho y media llegaron dos coches de policía con distintivos de Ford County, y pararon junto al portalón. Los periodistas y cámaras se acercaron inmediatamente al conductor del primer coche. Ozzie llevaba la ventanilla abierta.
—¿Dónde está Carl Lee Hailey? —preguntó excitado uno de los periodistas.
—En el otro coche —respondió tranquilamente Ozzie, al tiempo que le guiñaba el ojo a Carl Lee, en el asiento trasero.
—¡Va en el segundo coche! —gritó alguien. Y todos corrieron hacia el vehículo de Hastings.
—¿Dónde está Hailey? —preguntaron.
—Es ése —respondió Pirtle, en el asiento delantero, señalando a Hastings, que iba al volante.
—¿Es usted Carl Lee Hailey? —exclamó uno de los periodistas.
—Sí.
—¿Por qué va al volante?
—¿Cómo va vestido de uniforme?
—Me han nombrado agente de policía —respondió Hastings con toda seriedad.
Se abrió el portalón de la verja y los dos coches entraron a toda velocidad.
Después de fichar a Carl Lee en el edificio principal, le trasladaron junto con Ozzie y los demás agentes a otro edificio, donde le instalaron en una celda, o habitación, como allí la llamaban. Tras cerrar la puerta, Ozzie y sus ayudantes habían cumplido su misión y regresaron a Clanton.
Al término del almuerzo, llegó un funcionario de bata blanca, carpeta en mano, y empezó a formular preguntas. Empezando con la fecha de nacimiento, le preguntó a Carl Lee por todos los sucesos y personas significativas en su vida. El interrogatorio duró dos horas. A las cuatro, dos guardias esposaron a Carl Lee y le condujeron en un coche de golf a un moderno edificio de ladrillo, a un kilómetro de su habitación. Le acompañaron al despacho del doctor Wilbert Rodeheaver, jefe de personal, y esperaron en el pasillo junto a la puerta.