POCO después de que Lester se marchara, Jake se acercó medio dormido al portalón con el albornoz puesto para recoger los periódicos dominicales. Clanton estaba a una hora al sudeste de Memphis, a tres horas al norte de Jackson, y a cuarenta y cinco minutos de Tupelo. En las tres ciudades se publicaban periódicos con gruesos suplementos dominicales, distribuidos en Clanton. Jake se había suscrito a todos ellos y ahora se alegraba de haberlo hecho, porque Carla dispondría de abundantes recortes para su álbum. Abrió los periódicos y empezó a escudriñar sus columnas.
Nada en el periódico de Jackson. Esperaba que Richard Flay hubiera escrito algo. Debió haberle dedicado más tiempo cuando habló con él junto a la cárcel. Nada en Memphis. Nada en Tupelo. No le sorprendió, aunque tenía la esperanza de que, de algún modo, hubiese corrido ya la voz.
Tal vez el lunes. Estaba harto de ocultarse, de sentirse avergonzado. Hasta que la noticia apareciera en los periódicos y la leyesen los clientes del Coffee Shop, y los feligreses de la parroquia, y los demás abogados, incluidos Buckley, Sullivan y Lotterhouse, hasta que todo el mundo supiera que se ocupaba de nuevo del caso, se mantendría discretamente alejado del público. ¿Cómo debía comunicárselo a Sullivan? Carl Lee llamaría a Marsharfsky, o al macarra, probablemente al macarra, quien comunicaría la noticia a Marsharfsky. ¿Qué clase de declaración haría Marsharfsky a la prensa? A continuación, el famoso abogado llamaría a Walter Sullivan para darle la maravillosa noticia. Esto ocurriría el lunes por la mañana, a lo más tardar. Pronto se divulgaría la noticia en el bufete de Sullivan, y desde decanos hasta pasantes se reunirían en la sala de conferencias decorada en caoba para maldecir a Brigance y sus tácticas inmorales. Los abogados más jóvenes intentarían impresionar a sus jefes citando normas y artículos del reglamento ético que Brigance probablemente había infringido. Jake odiaba a todos y cada uno de ellos. Mandaría una carta breve y concisa a Sullivan, con una copia para Lotterhouse.
No llamaría ni escribiría a Buckley. Quedaría atónito al leer el periódico. Bastaría con hacerle llegar una copia de la carta que remitiría al juez Noose. No le concedería el honor de escribirle personalmente.
Jake tuvo una idea, titubeó y llamó a Lucien. Pasaban algunos minutos de las siete. Contestó su enfermera-doncella-camarera.
—¿Sallie?
—Sí.
—Habla Jake. ¿Está Lucien despierto?
—Un momento —respondió mientras se daba la vuelta para entregarle el teléfono a Lucien.
—Diga.
—Lucien, soy Jake.
—Bien, ¿qué quieres?
—Buenas noticias. Carl Lee Hailey me ha vuelto a contratar. He recuperado el caso.
—¿Qué caso?
—¡El caso Hailey!
—Ah, el del vengador. ¿Lo has recuperado?
—Desde ayer. Tenemos mucho que hacer.
—¿Cuándo se celebrará el juicio? ¿En julio?
—El veintidós.
—Falta poco. ¿Qué es lo primero?
—El psiquiatra. Uno barato que esté dispuesto a declarar cualquier cosa.
—Conozco al individuo adecuado —respondió Lucien.
—Perfecto. Manos a la obra. Te llamaré dentro de un par de días.
Carla despertó a una hora razonable y se encontró a su marido en la cocina, con los periódicos abiertos encima y debajo de la mesa del desayuno. Preparó café y, sin decir palabra, se sentó frente a él. Jake le sonrió y siguió leyendo.
—¿A qué hora te has levantado? —preguntó.
—A las cinco y media.
—¿Por qué tan temprano? Es domingo.
—No podía dormir.
—¿Demasiada emoción?
—El caso es que estoy emocionado —respondió, después de bajar el periódico—. Muy emocionado. Qué lástima no poder compartirlo.
—Lamento lo de anoche.
—No tienes por qué disculparte. Sé cómo te sientes. Tu problema consiste en sólo ver el lado negativo de las cosas; nunca el positivo. No tienes idea de lo que este caso puede hacer por nosotros.
—Jake, tengo miedo. Las llamadas telefónicas, las amenazas, la cruz ardiente. Aunque el caso valiese un millón de dólares, ¿merecería la pena si algo ocurriera?
—No ocurrirá nada. Recibiremos algunas amenazas y nos mirarán fijamente en la iglesia y por la ciudad, pero nada grave.
—No puedes estar seguro de ello.
—Lo discutimos anoche y no me importaría repetirlo ahora. Pero estoy bastante seguro.
—Estoy impaciente por oírtelo decir de nuevo.
—Tú y Hanna os trasladáis a casa de tus padres en Carolina del Norte hasta después del juicio. A ellos les encantará y no tendremos que preocuparnos del Klan ni de ningún aficionado a quemar cruces.
—¡Pero todavía faltan seis semanas para el juicio! ¿Pretendes que nos quedemos seis semanas en Wilmington?
—Sí.
—Quiero a mis padres, pero esto es absurdo.
—Apenas los ves y ellos apenas ven a Hanna.
—Y nosotras apenas te vemos a ti. No pienso ausentarme seis semanas.
—Hay mucho que hacer. Pienso dedicarme enteramente al caso hasta después del juicio. Trabajaré por la noche, los fines de semana…
—¿Hay algo de nuevo en ello?
—No os prestaré atención alguna porque me dedicaré enteramente al caso.
—Ya estamos acostumbradas.
—¿Me estás diciendo que puedes soportarlo? —sonrió Jake.
—Puedo soportarlo. Lo que me asusta son esos locos que deambulan por ahí.
—Cuando esos locos se pongan serios, cederé. Abandonaré el caso si mi familia corre peligro.
—¿Me lo prometes?
—Claro que te lo prometo. Pero mandemos a Hanna a casa de tus padres.
—Si no corremos peligro, ¿por qué quieres mandar a alguien?
—Por mayor seguridad. Se lo pasará de maravilla en casa de los abuelos. Y a ellos les encantará.
—No durará una semana sin mí.
—Y tú no durarías una semana sin ella.
—Cierto. Olvídalo. Hanna no me preocupa, siempre y cuando pueda estrecharla entre mis brazos.
Acababa de hacerse el café y Carla llenó las tazas.
—¿Hay algo en el periódico?
—No. Pensé que tal vez el periódico de Jackson publicaría alguna cosa, pero supongo que ocurrió demasiado tarde.
—Puede que tu sincronización esté ligeramente oxidada después de una semana de descanso.
—Espera a mañana por la mañana.
—¿Cómo lo sabes?
—Te lo prometo.
—¿Vas a ir a la iglesia? —preguntó Carla, mientras buscaba en la prensa las secciones de modas y cocina.
—No.
—¿Por qué no? Vuelves a ser responsable del caso. Eres de nuevo una estrella.
—Sí, pero nadie lo sabe todavía.
—Comprendo. El próximo domingo.
—Por supuesto.
En Mount Hebron, Mount Zion, Mount Pleasant, Brown’s Chapel, Green’s Chapel, Norris Road, Section Line Road, Bethel Road, God’s Temple, Christ’s Temple y Saints’ Temple, circulaban los cepillos y las bandejas, y se dejaban junto al altar y las puertas con el propósito de recaudar fondos para Carl Lee Hailey y familia. En muchas de las iglesias utilizaban como cepillos las enormes cestas de Kentucky Fried Chicken. Cuanto mayor era el cepillo, o la cesta, menores parecían las ofrendas individuales que caían al fondo del mismo, con lo cual el sacerdote se sentía perfectamente justificado al ordenar que se pasara de nuevo entre la congregación. Se trataba de una colecta especial, independiente de las aportaciones habituales, que en casi todas las iglesias iba precedida de un conmovedor relato de lo ocurrido a la encantadora pequeña Hailey y de lo que les sucedería a su padre y parientes si no se llenaban los cepillos. En muchos casos se mencionaba el sagrado nombre del NAACP para que los feligreses abrieran generosamente sus carteras y monederos.
Surtió efecto. Se vaciaron los cepillos, se contó el dinero y la operación se repitió durante las ceremonias vespertinas. Por la noche del domingo, cada párroco juntó y contó las colectas para entregar un elevado porcentaje de las mismas al reverendo Agee al día siguiente. Él guardaría el dinero en algún lugar de su iglesia y buena parte del mismo se utilizaría para ayudar a la familia Hailey.
Todos los domingos por la tarde, de dos a cinco, los presos de la cárcel de Ford County eran trasladados a un extenso patio cercado después de cruzar una pequeña calle que daba a la parte trasera. En dicho patio se permitía la entrada de un máximo de tres parientes o amigos de cada preso durante una hora a lo sumo. Había un par de árboles, algunas mesas deterioradas y un cuidado tablero de baloncesto. Agentes con perros vigilaban atentamente al otro lado de la verja.
Gwen y los niños habían adoptado la costumbre de abandonar la iglesia después de la bendición para dirigirse a la cárcel. Ozzie permitía a Carl Lee entrar un poco antes en el área de recreo a fin de que pudiera hacerse con la mejor mesa, la que tenía cuatro patas y estaba a la sombra de un árbol, donde se sentaba a solas y contemplaba las refriegas del campo de baloncesto a la espera de su familia. No era baloncesto a lo que jugaban, sino una mezcla de rugby, lucha libre, judo y baloncesto. Nadie se atrevía a arbitrar. Si no había sangre, no había falta. Y, sorprendentemente, no había peleas. Pelearse significaba la incomunicación inmediata y quedarse sin tiempo de ocio durante un mes.
Las visitas eran escasas: algunas novias y esposas sentadas sobre el césped con sus compañeros cerca de la verja, contemplando en silencio el tropel del baloncesto. Una pareja preguntó a Carl Lee si podía utilizar su mesa para comer. Él movió la cabeza negativamente y se instalaron en el césped.
Gwen y los niños llegaron antes de las tres. El agente Hastings, su primo, abrió la verja, y los niños echaron a correr para reunirse con su padre. Gwen colocó la comida sobre la mesa. Carl Lee era consciente de la mirada de los menos privilegiados y le satisfacía provocar su envidia. De haber sido blanco, o menos corpulento, o de estar acusado de un delito de menor gravedad, tal vez le habrían pedido que compartiera su comida. Pero era Carl Lee y nadie le miraba demasiado tiempo. Cuando el juego recuperó su furor y violencia, la familia comió en paz. Tonya se sentaba siempre junto a su padre.
—Esta mañana han empezado una colecta para nosotros —dijo Gwen, después del almuerzo.
—¿Quién?
—La iglesia. El reverendo Agee ha dicho que todas las iglesias negras del condado harán colectas cada domingo para nosotros y los gastos de abogado.
—¿Cuánto?
—No lo sé. Ha dicho que se repetiría todos los domingos hasta el día del juicio.
—Es un detalle maravilloso. ¿Qué ha dicho sobre mí?
—Se ha limitado a hablar del caso en general. Ha dicho lo caro que sería y que necesitábamos la ayuda de todas las iglesias. Ha hablado de la generosidad cristiana y todo lo demás. Dice que eres un héroe para tu pueblo.
Vaya agradable sorpresa, pensó Carl Lee. Esperaba cierta ayuda de su iglesia, pero no financiera.
—¿Cuántas iglesias?
—Todas las negras del condado.
—¿Cuándo nos darán el dinero?
—No lo ha dicho.
Después de separar su parte, pensó Carl Lee.
—Muchachos, llevaos a vuestra hermana a jugar junto a la verja. Vuestra mamá y yo tenemos que hablar. Tened cuidado.
Los niños cogieron a su hermana de la mano y obedecieron a su padre.
—¿Qué dice el médico? —preguntó Carl Lee mientras contemplaba a sus hijos, que jugaban a lo lejos.
—Se recupera satisfactoriamente. Su mandíbula se va curando. Puede que dentro de un mes le retire la prótesis. Todavía no corre ni salta, pero pronto lo hará. Aún le duele.
—¿Y… lo otro?
Gwen movió la cabeza, se cubrió los ojos y se echó a llorar.
—Nunca podrá tener hijos —respondió con la voz entrecortada, mientras se frotaba los ojos—. El médico dice…
Gwen se interrumpió, se frotó la cara e intentó proseguir, pero empezó a sollozar y ocultó el rostro en una servilleta de papel. Carl Lee sintió náuseas y se cubrió la cara con la palma de las manos.
—¿Qué dice? —preguntó entre dientes, con lágrimas en los ojos.
—El martes me dijo que el daño era excesivo… —respondió Gwen cabeza en alto, con un esfuerzo para controlar las lágrimas—. Pero quiere mandarla a un especialista de Memphis —agregó mientras se secaba las mejillas húmedas con los dedos.
—¿No está seguro?
—Noventa por ciento de probabilidades. Pero cree que debería examinarla otro médico de Memphis. En principio debemos llevarla dentro de un mes.
Gwen cogió otra servilleta de papel y se secó el rostro. Le entregó otra a su esposo, quien se frotó inmediatamente los ojos.
Junto a la verja, Tonya escuchaba a sus hermanos que discutían sobre cuál de ellos sería policía y cuál preso. Veía cómo sus padres hablaban, movían la cabeza y lloraban. Sabía que no estaban bien. Se frotó los ojos y se echó también a llorar.
—Las pesadillas empeoran —Gwen rompió el silencio—. He de dormir con ella todas las noches. Sueña con hombres que la acechan en el bosque, o escondidos en los armarios. Despierta gritando, empapada en sudor. El médico dice que debe ver a un psiquiatra. Dice que, si no, seguramente empeorará.
—¿Cuánto costará?
—No lo sé. Todavía no le he llamado.
—Debes hacerlo. ¿Dónde está el psiquiatra?
—En Memphis.
—Me lo figuraba. ¿Cómo la tratan los niños?
—Son maravillosos. La tratan como a alguien muy especial. Pero les dan miedo las pesadillas. Tonya despierta a todo el mundo con sus gritos. Los niños se le acercan e intentan ayudarla, pero tienen miedo. Anoche, para que volviera a dormirse, los niños tuvieron que acostarse en el suelo junto a su cama. Estábamos todos a su alrededor con las luces encendidas.
—No hay que preocuparse por los niños.
—Echan de menos a su papá.
—No tardaré mucho en regresar —respondió Carl Lee, con una sonrisa forzada.
—¿Realmente lo crees?
—Ya no sé qué creer. Pero no pienso pasar el resto de mi vida en la cárcel. He contratado de nuevo a Jake.
—¿Cuándo?
—Ayer. Ese abogado de Memphis no vino a verme una sola vez, ni siquiera me llamó. He prescindido de sus servicios para contratar de nuevo a Jake.
—Pero dijiste que Jake era demasiado joven.
—Estaba equivocado. Es joven, pero es bueno. Pregúntaselo a Lester.
—Se trata de tu juicio.
Carl Lee paseaba lentamente por el patio, sin alejarse nunca de la verja. Pensaba en aquellos dos muchachos, muertos y enterrados en algún lugar, con sus cuerpos en estado ya de descomposición y sus almas ardiendo en el infierno. Antes de morir habían conocido a su pequeña hija, sólo brevemente, y en menos de dos horas habían destrozado su delicado cuerpo y perturbado su mente. Tal había sido la brutalidad de su agresión que nunca podría tener hijos; tan violento su encuentro, que ahora los veía al acecho en los armarios. ¿Lograría algún día olvidarlo, bloquearlo, borrarlo de su mente, para llevar una vida normal? Tal vez el psiquiatra lo conseguiría. ¿Le permitirían los demás niños ser normal?
No es más que una negrita, pensarían probablemente. Una negrita bastarda, por supuesto, la hija ilegítima de alguien; como todas. La violación no era nada nuevo.
Los recordaba en el Juzgado. Uno, soberbio, el otro, temblando. Los recordaba en la escalera, cuando esperaba para ejecutarlos. Sus miradas de horror cuando salió con el M-16 en las manos. El ruido de los disparos, los gritos de socorro, sus gemidos cuando caían juntos, uno sobre otro, esposados, chillando y contorsionándose, sin ir a ningún lugar. Recordó su propia sonrisa, incluso su risa, cuando les vio luchar con la cabeza medio destrozada, cuando sus cuerpos dejaron de moverse y echó a correr.
Sonrió de nuevo. Estaba orgulloso de lo que había hecho. Mayor había sido su trastorno después de matar al primer enemigo en Vietnam.
La carta a Walter Sullivan iba directa al grano:
«Señor J. Walter:
Cabe suponer que el señor Marsharfsky ya le ha comunicado que Carl Lee Hailey ha prescindido de sus servicios. Evidentemente, su colaboración como letrado local ha dejado de ser necesaria. Que pase un buen día.
Atentamente,
JAKE.»
Remitió una copia a L. Winston Lotterhouse. La carta a Noose era igualmente concisa:
«Ilustrísimo señor Noose:
Le ruego tome nota de que he sido contratado por Carl Lee Hailey. Preparamos el juicio para el veintidós de julio. Tenga la bondad de registrarme como abogado defensor.
Atentamente,
JAKE.»
Remitió una copia a Buckley.
Marsharfsky llamó a las nueve y media del lunes. Después de observar durante dos minutos cómo parpadeaba el piloto del teléfono, Jake levantó el auricular:
—Diga.
—¿Cómo se las ha arreglado?
—¿Con quién hablo?
—¿No se lo ha dicho su secretaria? Soy Bo Marsharfsky y quiero saber cómo se las ha arreglado.
—¿Arreglado para qué?
—Para apropiarse de mi caso.
Conserva la calma, pensó Jake. Es un agitador.
—Si mal no recuerdo, fue usted quien me lo arrebató a mí.
—Jamás le había visto antes de que me contratara.
—No tuvo necesidad de hacerlo. ¿No recuerda que mandó a su macarra?
—¿Me acusa de apropiarme indebidamente de casos?
—Sí.
Marsharfsky hizo una pausa y Jake se preparó a recibir insultos.
—¿Sabe lo que le digo, señor Brigance? Que está usted en lo cierto. Me apropio de casos todos los días. Soy un profesional de la apropiación. Ésa es la razón por la que gano tanto dinero. Si hay un caso penal importante, procuro agenciármelo. Y utilizo el método que sea necesario.
—Es curioso: eso es algo que no mencionó en el periódico.
—Y si quiero el caso Hailey lo conseguiré.
—Venga a vernos.
Jake colgó el teléfono y se rió durante diez minutos. Encendió un cigarro barato y empezó a preparar la solicitud de transferencia del juicio a otra localidad.
Al cabo de dos días llamó Lucien dando instrucciones a Ethel para que Jake fuese a verle. Era importante. Había alguien en su casa a quien Jake necesitaba conocer.
Se trataba del doctor W. T. Bass, psiquiatra retirado de Jackson. Conocía a Lucien desde hacía muchos años y habían colaborado en un par de casos de supuestos enajenados mentales. Ambos estaban todavía en el penal de Parchman. Su jubilación se adelantó un año a la expulsión de Lucien del Colegio de Abogados, y la causa principal de su retiro fue la misma, a saber, su gran afición al Jack Daniel’s. De vez en cuando visitaba a Lucien en Clanton y, con mayor frecuencia, Lucien le visitaba a él en Jackson. Gustaban de visitarse porque disfrutaban cuando los dos estaban borrachos. Sentados en el portal, esperaban la llegada de Jake.
—Limítate a decir que estaba enajenado —ordenó Lucien.
—¿Lo estaba? —preguntó el doctor.
—Eso no importa.
—¿Qué es lo que importa?
—Lo que importa es facilitar un pretexto al jurado para que le declare inocente. Si estaba loco o no, les dará lo mismo. Pero necesitarán un pretexto para declararle inocente.
—Sería conveniente reconocerlo.
—Puedes hacerlo. Puedes hablar con él tanto como se te antoje. Está en la cárcel, a la espera de charlar con alguien.
—Tendré que verle varias veces.
—Lo sé.
—¿Qué ocurre si no creo que estuviera enajenado cuando efectuó los disparos?
—Que no declararás en el juicio, no aparecerá tu nombre ni tu fotografía en los periódicos ni te entrevistarán por televisión —dijo Lucien antes de hacer una larga pausa para tomar una copa—. Limítate a hacer lo que te digo. Habla con él y toma un montón de notas. Hazle preguntas estúpidas. Tú sabes como hacerlo. Y declara que estaba loco.
—No estoy seguro. No ha funcionado muy bien en ocasiones anteriores.
—Oye, tú eres médico, ¿no es cierto? Entonces, actúa con soberbia, vanidad, arrogancia. Condúcete como se supone que debe hacerlo un médico. Declara tu opinión y desafía a cualquiera a que la ponga en duda.
—No lo sé. No funcionó en el pasado.
—Limítate a hacer lo que te digo.
—Lo he hecho en dos ocasiones anteriores y están ambos en Parchman.
—Eran casos perdidos. Hailey es distinto.
—¿Tiene posibilidades de salvarse?
—Escasas.
—¿No me has dicho que era distinto?
—Es un hombre honrado, con buenas razones para matar.
—¿Entonces por qué sus posibilidades son escasas?
—La ley dice que sus razones no son lo suficientemente poderosas.
—Visión lógica de la ley.
—Además, es negro y este condado es blanco. No confío en esos fanáticos de por aquí.
—¿Y si fuera blanco?
—Si fuera blanco y hubiese matado a dos negros que hubieran violado a su hija, el jurado le otorgaría una medalla.
Bass vació la copa y la llenó de nuevo. Sobre la mesa de mimbre que les separaba había un cubo con hielo y una botella de tres cuartos.
—¿Qué me dices de su abogado? —preguntó el médico.
—Estará aquí de un momento a otro.
—¿Trabajaba para ti?
—Sí, pero creo que no llegaste a conocerle. Entró en la empresa unos dos años antes de que yo me marchara. Es joven, poco más de treinta años. Limpio, agresivo y tenaz.
—¿Y trabajaba para ti?
—Eso he dicho. Tiene mucha experiencia en la sala para su edad. Éste no es su primer caso de asesinato pero, si no me equivoco, será el primero en el que alegue enajenación.
—Eso me consuela. No quiero que alguien me formule un montón de preguntas.
—Admiro tu confianza en ti mismo. Espera a conocer al fiscal del distrito.
—Esto no me gusta. Lo hemos probado dos veces y no ha funcionado.
—Eres el médico más modesto que he conocido en mi vida —dijo Lucien, al tiempo que movía con asombro la cabeza.
—Y el más pobre.
—Pues tienes que ser soberbio y arrogante. Eres el experto. Actúa como tal. ¿Quién va a cuestionar tu opinión profesional en Clanton, Mississippi?
—La acusación tendrá sus peritos.
—Tendrá un psiquiatra de Whitfield que examinará al acusado unas horas, irá al juicio y declarará que el reo es la persona más cuerda que ha visto en su vida. Nunca ha visto a un acusado legalmente enajenado. Para él todo el mundo es cuerdo. Todo el mundo goza de una perfecta salud mental. Whitfield está lleno de gente cuerda excepto en lo que se refiere al dinero del Gobierno: entonces, la mitad del Estado está loco. Le pondrían de patitas en la calle si empezara a declarar que los acusados están legalmente enajenados. De modo que ya sabes a quién te enfrentas.
—¿Y el jurado me creerá automáticamente?
—Hablas como si ésta fuera la primera vez.
—Lo he hecho dos veces, recuérdalo. Un violador y un asesino. Ninguno de ellos estaba enajenado, a pesar de lo cual yo declaré que sí. Y ambos están encerrados donde les corresponde.
Lucien tomó un prolongado trago y observó el líquido castaño en el que flotaban unos cubos de hielo.
—Has dicho que me ayudarías. Dios sabe que me debes un favor. ¿Cuántos divorcios te he resuelto?
—Tres. Y cada vez me he quedado sin blanca.
—Te lo merecías. Era cuestión de ceder o ir a juicio, donde se habrían discutido abiertamente tus costumbres.
—Lo recuerdo.
—¿Cuántos clientes, o pacientes, te he mandado a lo largo de los años?
—No los suficientes para pagar mi pensión matrimonial.
—¿Recuerdas la acusación de estupro por parte de aquella mujer cuyo tratamiento consistía predominantemente en sesiones semanales sobre el sofá? Los abogados de tu seguro médico se negaron a defender el caso y recurriste a tu buen amigo Lucien, que lo solucionó por cuatro cuartos sin entrar en la sala.
—No había testigos.
—A excepción de la propia implicada. Además de los antecedentes judiciales de tus esposas, cuyos divorcios se habían fundamentado en tu adulterio.
—No lograron demostrarlo.
—No tuvieron oportunidad de hacerlo. No queríamos que lo intentaran, ¿recuerdas?
—De acuerdo, basta, basta. He dicho que te ayudaría. Pero ¿y mis credenciales?
—¿No dejas nunca de preocuparte?
—No. Me pongo nervioso sólo de pensar en los juzgados.
—Tus credenciales son impecables. Ya te han aceptado anteriormente como perito ante los tribunales. Deja de preocuparte.
—¿Y esto? —preguntó el doctor al tiempo que mostraba la copa a su compañero.
—No deberías beber tanto —respondió modestamente Lucien.
El médico dejó el vaso sobre la mesa y empezó a soltar carcajadas. Se dejó caer de la silla, se arrastró por el suelo hasta el borde de la terraza y, aguantándose el estómago, se convulsionó de risa.
—Estás borracho —dijo Lucien mientras iba a por otra botella.
Cuando una hora después, llegó Jake, Lucien se balanceaba suavemente en su enorme mecedora de mimbre. El médico dormía sobre el columpio situado al fondo de la terraza. Los pasos de Jake sobresaltaron a Lucien.
—Jake, muchacho, ¿cómo estás? —farfulló.
—Muy bien, Lucien. Veo que no te van mal las cosas —dijo al contemplar una botella vacía y otra casi por terminar.
—Quería que conocieras a ese individuo —declaró Lucien, mientras intentaba incorporarse.
—¿Quién es?
—Nuestro psiquiatra. El doctor W. T. Bass, de Jackson. Buen amigo mío. Nos ayudará con Hailey.
—¿Es bueno?
—El mejor. Hemos trabajado juntos en varios casos de enajenación.
Jake dio unos pasos en dirección al columpio y se detuvo. El doctor estaba tumbado de espaldas, con la camisa desabrochada y la boca completamente abierta. Emitía potentes ronquidos acompañados de otros sonidos guturales que parecían gorgoteos. Alrededor de su nariz revoloteaba un moscardón del tamaño de un pajarito, que se retiraba a la parte superior del columpio con cada estrepitosa exhalación. Un rancio vaho emanaba de su garganta con los ronquidos, impregnando el fondo de la terraza de una especie de niebla invisible.
—¿Es médico? —preguntó Jake, después de sentarse junto a Lucien.
—Psiquiatra —respondió Lucien con orgullo.
—¿Te ha ayudado con eso? —preguntó Jake señalando las botellas.
—Yo lo he ayudado a él. Bebe como un cosaco, pero siempre está sobrio en el Juzgado.
—Menos mal.
—Te gustará. Es barato. Me debe un favor. No costará un centavo.
—Ya empieza a gustarme.
—¿Te apetece una copa? —preguntó Lucien, con el rostro tan rojo como los ojos.
—No. Son las tres y media de la tarde.
—¿En serio? ¿Qué día es hoy?
—Miércoles, doce de junio. ¿Cuánto hace que estáis bebiendo?
—Unos treinta años —rió Lucien mientras hacía sonar los cubitos de hielo en el vaso.
—Me refiero a hoy.
—Desde la hora del desayuno. ¿Qué importancia tiene eso?
—¿No trabaja?
—No, está jubilado.
—¿Se jubiló voluntariamente?
—¿Te refieres a que si lo expulsaron, por así decirlo?
—Eso es; por así decirlo.
—No. Todavía está colegiado y sus credenciales son impecables.
—Su aspecto es impecable.
—Le hundió la bebida hace algunos años. La bebida y las pensiones matrimoniales. Me ocupé de tres de sus divorcios. Llegó a un punto en el que todos sus ingresos eran absorbidos por las pensiones matrimoniales y el mantenimiento de sus hijos, y entonces dejó de trabajar.
—¿Cómo se las arregla?
—Logramos, es decir logró, esconder un poco de dinero. Se lo ocultó a sus esposas y a sus voraces abogados. En realidad disfruta de una posición bastante acomodada.
—Parece cómodo.
—Además, trafica con un poco de droga, pero sólo con una clientela adinerada. En realidad no se trata de droga, sino de narcóticos que puede recetar legalmente. Lo que hace no es ilegal; simplemente, poco ético.
—¿Qué está haciendo aquí?
—Viene a verme de vez en cuando. Vive en Jackson, pero detesta el lugar. Le llamé el domingo, después de hablar contigo. Quiere ver a Hailey cuanto antes. A ser posible, mañana.
El médico gruñó y se giró de costado, provocando un movimiento repentino del columpio. Se movió varias veces, sin dejar de roncar. Estiró la pierna derecha, tocó con el pie una gruesa rama de un matorral, el columpio se sacudió de lado y el buen doctor cayó al suelo de la terraza. Hizo una mueca y tosió cuando se golpeó la cabeza contra el suelo de madera, con el pie derecho enredado en la cuerda del columpio, y a continuación siguió roncando. Jake empezó a acercársele instintivamente, pero se detuvo cuando comprendió que seguía ileso y dormido.
—¡Déjalo! —ordenó Lucien entre carcajadas, al tiempo que arrojaba un cubito de hielo, que casi le dio al médico en la cabeza.
El segundo cubito aterrizó exactamente en la punta de su nariz.
—¡Un disparo perfecto! —exclamó Lucien a carcajada limpia—. ¡Despierta, borracho!
Jake empezó a descender por los peldaños en dirección a su coche mientras oía las carcajadas e insultos que su ex jefe dirigía al doctor W. T. Bass, psiquiatra, testigo de la defensa.
El agente DeWayne Looney abandonó el hospital con muletas y, acompañado de su esposa y de sus tres hijos, se dirigió en coche a las dependencias de la policía, donde el sheriff, los demás agentes, reservistas y un grupo de amigos le esperaban con un pastel y pequeños regalos. De ahora en adelante trabajaría como telefonista, con el mismo rango y salario.