OZZIE Walls era el único sheriff negro de Mississippi. En los últimos tiempos había habido otros, pero en aquellos momentos era el único. Era algo de lo que se sentía muy orgulloso, puesto que el setenta y cuatro por ciento de la población de Ford County era blanca y los demás sheriffs negros lo habían sido de condados donde la población negra era mucho más numerosa. Desde la reconstrucción, ningún negro había sido sheriff en un condado blanco de Mississippi.
Se había criado en Ford County y estaba emparentado con la mayoría de los negros, así como con algunos blancos. Después de abolirse la segregación a finales de los años sesenta, ingresó en el primer curso mixto del Instituto de Clanton. Quería jugar al fútbol en el cercano Ole Miss, pero ya había dos negros en el equipo, así que tuvo que iniciarse en Alcorn State, donde jugó como defensa para los Rams, pero una lesión en la rodilla le obligó a regresar a Clanton. Echaba de menos el fútbol, pero disfrutaba con su cargo de sheriff, especialmente durante las elecciones, cuando recibía más votos de la población blanca que sus rivales blancos. Los niños blancos lo admiraban porque para ellos era un héroe, una estrella del fútbol a quien habían visto por televisión y cuya fotografía aparecía en las revistas. Sus padres lo respetaban y votaban por él porque era un policía severo que no hacía distinciones entre los gamberros blancos y negros. Los políticos blancos le brindaban su apoyo, pues, desde que ocupaba el cargo de sheriff, el Departamento de Justicia no había tenido que inmiscuirse en los asuntos de Ford County. Los negros lo adoraban por tratarse de Ozzie, uno de los suyos.
En lugar de ir a cenar, esperó en su despacho a que Hastings regresara de la casa de Hailey. Tenía a un sospechoso. Billy Ray Cobb no era desconocido del sheriff. Ozzie sabía que traficaba, pero no lograba atraparlo. También sabía que Cobb era capaz de cometer barbaridades.
Su ayudante llamó a todos los agentes y, cuando se presentaron en su despacho, Ozzie les ordenó que localizaran a Billy Ray Cobb pero que no lo detuvieran. Había doce agentes en total, nueve blancos y tres negros, que se dispersaron por el condado en busca de una caprichosa camioneta Ford amarilla con una bandera rebelde en la ventana posterior.
Cuando regresó Hastings, se dirigieron juntos al hospital de Ford County. Como de costumbre, Hastings conducía y Ozzie daba órdenes por radio. En la sala de espera del segundo piso se encontraron con el clan Hailey: tías, tíos, abuelos, amigos y desconocidos apiñados en el pequeño aposento, y algunos en los pasillos. Se oían susurros y un discreto llanto. Tonya estaba en el quirófano.
Carl Lee estaba sentado en un ordinario sofá de plástico en un oscuro rincón de la sala, con Gwen a su lado y los niños junto a ella. Tenía la mirada fija en el suelo, sin prestar atención alguna al resto de la gente. Gwen apoyaba la cabeza sobre su hombro y sollozaba. Los niños estaban rígidos, con las manos sobre las rodillas, y de vez en cuando miraban a su padre como a la espera de algún comentario tranquilizador.
Ozzie se abrió paso entre la gente, al tiempo que estrechaba la mano de algunos, daba unos golpecitos en la espalda de otros y susurraba que atraparía a los culpables.
—¿Cómo está? —preguntó, después de agacharse frente a Carl Lee y Gwen.
Carl Lee ni siquiera lo vio. Gwen se echó a llorar con mayor fuerza y los niños dieron bufidos y se enjugaron las lágrimas. Ozzie acarició la rodilla de Gwen y se incorporó. Entonces, uno de sus hermanos acompañó al sheriff y a Hastings al pasillo, lejos de la familia. Estrechó la mano de Ozzie y le agradeció que hubiera venido.
—¿Cómo está la niña? —preguntó el sheriff.
—No muy bien. Está en el quirófano y seguramente tiene para rato. Tiene huesos rotos y contusiones múltiples. Ha recibido una buena paliza. Tiene rozaduras de cuerda en el cuello, como si hubieran intentado colgarla.
—¿La han violado? —preguntó, seguro de conocer la respuesta de antemano.
—Sí. Le ha contado a su madre que se turnaban y le hacían mucho daño. Los médicos lo han confirmado.
—¿Cómo están Carl Lee y Gwen?
—Muy afectados. En estado de shock. Carl Lee no ha dicho palabra desde que llegamos.
Ozzie le aseguró que no tardarían en encontrar a los responsables y que, cuando lo hicieran, los encerrarían en lugar seguro. El hermano de Gwen le sugirió que, por su propia seguridad, los metieran en otra cárcel.
A cinco kilómetros de Clanton, Ozzie indicó un camino sin asfaltar.
—Para aquí —le dijo a Hastings, que salió de la carretera para detenerse frente a un remolque abandonado.
Era casi de noche. Ozzie cogió la porra y golpeó violentamente la puerta de la vieja caravana.
—¡Abre la puerta, Bumpous!
Tembló el remolque y Bumpous corrió al cuarto de baño para arrojar al retrete un porro recién liado.
—¡Abre, Bumpous! —exclamó Ozzie sin dejar de golpear—. Sé que estás ahí. Si no abres, derribaré la puerta.
Bumpous abrió y Ozzie entró en el remolque.
—Es curioso, Bumpous, siempre que vengo a verte huelo algo extraño y oigo que alguien acaba de tirar de la cadena del retrete. Vístete, tengo un trabajo para ti.
—¿De qué se trata?
—Te lo explicaré en la calle, donde pueda respirar. Ponte algo y date prisa.
—¿Y si me niego?
—Estupendo. Mañana hablaré con las autoridades carcelarias.
—Tardaré sólo un momento.
Ozzie sonrió y se dirigió al coche. Bobby Bumpous era uno de sus favoritos. En los últimos dos años, desde que había salido en libertad condicional, había ido generalmente por el buen camino, a excepción de alguna movida ocasional para ganarse un par de pavos. Ozzie, que lo vigilaba como un halcón, estaba al corriente de sus transacciones, y Bumpous lo sabía. Por consiguiente, siempre estaba dispuesto a echar una mano a su amigo: el sheriff Walls. Lo que Ozzie se proponía, a la larga, era utilizar a Bumpous para atrapar a Billy Ray Cobb por tráfico de drogas, pero, de momento, eso habría que posponerlo.
Al cabo de unos minutos salió del remolque, todavía arreglándose la camisa y abrochándose los pantalones.
—¿A quién busca? —preguntó.
—A Billy Ray Cobb.
—Eso es fácil. No me necesita.
—Calla y escúchame. Quiero que tú le encuentres y pases un rato con él. Hace cinco minutos su camioneta fue vista en Huey’s. Invítale a tomar una cerveza. Juega con él al billar, a los dados o a lo que te dé la gana. Averigua lo que ha hecho hoy, con quién ha estado y dónde. Ya sabes que le gusta charlar, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—Llama a mi despacho cuando lo encuentres. Ellos me lo comunicarán. No estaré lejos. ¿Comprendes?
—Desde luego, sheriff. Pan comido.
—¿Algún problema?
—Sí. Estoy sin blanca. ¿Quién va a pagar los gastos?
Antes de marcharse, Ozzie le entregó un billete de veinte dólares. Los policías emprendieron el camino de Huey’s, junto al lago.
—¿Está seguro de poder confiar en él? —preguntó Hastings.
—¿En quién?
—En ese Bumpous.
—Claro que confío en él. Ha demostrado ser muy responsable desde que le dieron la condicional. Es un buen chico que procura ir por el buen camino. Está siempre dispuesto a ayudar al sheriff y haría cualquier cosa que le pidiera.
—¿Por qué?
—Porque el año pasado le atrapé con doscientos ochenta gramos de marihuana. Hacía un año que había salido de la cárcel cuando cogí a su hermano con veinticinco gramos y le dije que le esperaba una condena de treinta años. Pasó toda la noche llorando en la celda. Al día siguiente, estaba dispuesto a hablar. Me dijo que el suministrador era Bobby, su hermano. Entonces lo solté y fui a ver a Bobby. Mientras llamaba a la puerta oía cómo tiraba de la cadena del retrete. No me abría la puerta y la derribé. Le encontré en paños menores, en el cuarto de baño, intentando desatascar el retrete. Estaba todo lleno de marihuana. No sé la que había tirado, pero una buena parte flotaba en el agua. Le metí tanto miedo que se meó en los calzoncillos.
—¿Bromea?
—No. Se meó encima. Fue todo un espectáculo verle con los calzoncillos meados, un desatascador en una mano, un puñado de marihuana en la otra y el baño inundado por el agua del retrete.
—¿Qué hizo entonces?
—Dije que le mataría.
—¿Cómo reaccionó él?
—Se echó a llorar. Lloraba como un bebé. Lloraba por su mamá, por la cárcel y por todo lo imaginable. Prometió no volver a meter nunca la pata.
—¿Lo detuvo?
—No, fui incapaz de hacerlo. Le hablé muy severamente y volví a amenazarle. Le concedí la condicional en su propio cuarto de baño. Desde entonces trabajo muy a gusto con él.
Al pasar frente a Huey’s vieron la camioneta de Cobb en el aparcamiento de gravilla, junto a otra docena de camionetas y vehículos con tracción a las cuatro ruedas. Aparcaron tras una iglesia negra, en una colina cercana a Huey’s, desde donde vislumbraron perfectamente el tugurio, o antro, como preferían llamarlo cariñosamente sus parroquianos. Otro coche patrulla estaba oculto tras unos árboles, al otro lado de la carretera. Al cabo de unos momentos, llegó Bumpous a toda velocidad y entró en el aparcamiento. Después de dar un frenazo, con el que levantó una enorme nube de polvo y gravilla, retrocedió hasta detenerse junto a la camioneta de Cobb. Echó una ojeada a su alrededor y entró tranquilamente en Huey’s. Al cabo de treinta minutos comunicaron a Ozzie desde su despacho que el informador había localizado al sospechoso, un varón blanco, en Huey’s, un establecimiento situado en la carretera trescientos cinco, cerca del lago. Pocos minutos después, había otros dos coches de policía ocultos en los alrededores. Esperaban.
—¿Por qué está tan seguro de que es Cobb? —preguntó Hastings.
—No lo estoy. Es sólo una corazonada. La niña ha dicho que era una camioneta con llantas cromadas y neumáticos todo terreno.
—Eso lo limita a unos dos mil vehículos.
—También ha dicho que era amarilla, parecía nueva y llevaba una bandera en la ventana posterior.
—Eso lo reduce a unas doscientas posibilidades.
—Puede que no tantas. ¿Cuántos de ellos son tan depravados como Billy Ray Cobb?
—¿Y si no ha sido él?
—Ha sido él.
—¿Y de lo contrario?
—Pronto lo sabremos. Habla por los codos, especialmente cuando ha bebido.
Esperaron durante dos horas, mientras observaban el ir y venir de las camionetas. Camioneros, taladores, obreros y labriegos aparcaban sus vehículos todo terreno y entraban en el local para tomar una copa, jugar al billar o escuchar música, pero sobre todo en busca de alguna mujer fácil. Algunos salían para entrar en Ann’s Lounge, que estaba al lado, donde paseaban unos minutos antes de regresar a Huey’s. Ann’s Lounge era más oscuro, tanto por dentro como por fuera, y no tenía pintorescos anuncios luminosos de cerveza ni música en directo como Huey’s, por lo que éste era el preferido de los lugareños. Ann’s era conocido por el tráfico de drogas, mientras que Huey’s lo tenía todo: música, mujeres, buenos ratos, máquinas para jugar al póquer, dados, baile y abundantes peleas. Una de las refriegas llegó hasta el aparcamiento. Un grupo de exaltados sureños se arañaban y pateaban al azar, hasta que se cansaron y volvieron a entrar en el local para seguir jugando a los dados.
—Espero que no haya sido cosa de Bumpous —comentó el sheriff.
Los retretes de la casa eran pequeños y asquerosos, por lo que la mayoría de los clientes hacían sus necesidades en el aparcamiento. Esto era particularmente cierto los lunes, cuando la cerveza a diez centavos atraía a la chusma de cuatro condados y todos los vehículos del aparcamiento recibían por lo menos tres riegos. Aproximadamente una vez por semana, gente que iba de paso se asustaba por lo que veía en el aparcamiento, y Ozzie se veía obligado a detener a alguien. De lo contrario, los dejaba tranquilos.
Ambos locales infringían numerosas leyes. Permitían el juego, las drogas, el whisky clandestino, los menores de edad, se negaban a cerrar a la hora establecida, etcétera. Poco después de ser elegido por primera vez, Ozzie cometió el error, debido en parte a una precipitada promesa durante la campaña, de cerrar todos los tugurios del condado. Fue una equivocación terrible. Aumentó enormemente la delincuencia en el lugar, la cárcel estaba abarrotada y se multiplicaron los sumarios en el juzgado. Los fanáticos sureños iban en caravana a Clanton y aparcaban en la plaza alrededor del edificio judicial. Eran varios centenares. Todas las noches invadían la plaza, bebían, peleaban, tocaban música a gran potencia y chillaban obscenidades a los aterrados ciudadanos. Por las mañanas, la plaza, cubierta de latas y botellas de cerveza, parecía un campo de batalla. Cerró también los antros de los negros, y en un mes se triplicaron los robos y ataques con arma blanca. Hubo dos asesinatos en una sola semana.
Por último, con la ciudad sitiada, un grupo de concejales se reunió en secreto con Ozzie para suplicarle que permitiera el funcionamiento de los tugurios. Él les recordó discretamente que, durante la campaña, habían insistido en que los cerrase. Admitieron haberse equivocado y le rogaron que cambiara de actitud. Sin duda le apoyarían en las próximas elecciones. Ozzie cedió y la vida de Ford County volvió a la normalidad.
A Ozzie no le gustaba que aquellos establecimientos florecieran en su condado, pero estaba plenamente convencido de que los buenos ciudadanos estarían mucho más seguros mientras los tugurios permaneciesen abiertos.
A las diez y media, el sheriff recibió una llamada por radio desde su oficina para comunicarle que el informador estaba al teléfono y deseaba verle. Ozzie dio su posición y, al cabo de un minuto, vieron cómo Bumpous salía del local y se dirigía a su vehículo haciendo eses. Giraron los neumáticos, se levantó una nube de polvo y Bumpous aceleró en dirección a la iglesia.
—Está borracho —dijo Hastings.
Entró en el aparcamiento de la iglesia y dio un frenazo a pocos metros del coche patrulla.
—¡Hola, sheriff! —chilló.
—¿Por qué has tardado tanto? —preguntó Ozzie después de acercarse a la camioneta.
—Usted me ha dicho que disponía de toda la noche.
—Lo encontraste hace dos horas.
—Cierto, sheriff, ¿pero ha intentado alguna vez gastarse veinte dólares en cerveza a cincuenta centavos la lata?
—¿Estás borracho?
—No, sólo me divierto. ¿Puede darme otros veinte?
—¿Qué has averiguado?
—¿Sobre qué?
—¡Cobb!
—Ah, sí, está ahí.
—¡Ya sé que está ahí! ¿Algo más?
Bumpous dejó de sonreír y echó una ojeada al tugurio.
—Bromea sobre el tema, sheriff. Lo cuenta como un chiste. Dice que por fin ha encontrado a una negra que era virgen. Alguien le ha preguntado qué edad tenía y Cobb ha respondido que unos ocho o nueve años. Todo el mundo se ha reído.
Hastings cerró los ojos y bajó la cabeza. Ozzie crujió los dientes y desvió la mirada.
—¿Qué más ha dicho?
—Está muy borracho. No recordará nada por la mañana. Ha dicho que se trataba de una negrita muy mona.
—¿Quién estaba con él?
—Pete Willard.
—¿Está también ahí?
—Sí, lo están celebrando juntos.
—¿Dónde están?
—A la izquierda, junto a las máquinas tragaperras.
—De acuerdo, Bumpous. Te has portado muy bien —sonrió Ozzie—. Ahora lárgate.
Hastings llamó al despacho del sheriff para comunicar los dos nombres. El telefonista transmitió el mensaje al agente Looney, que estaba aparcado frente a la casa del juez Percy Bullard. Looney llamó a la puerta y entregó al juez dos declaraciones juradas y dos órdenes de detención. Bullard firmó las órdenes y se las devolvió a Looney, quien le dio las gracias antes de marcharse. Al cabo de veinte minutos, el agente entregaba a Ozzie detrás de la iglesia los documentos firmados.
A las once en punto, la orquesta cesó de tocar a media canción, desaparecieron los dados, la gente dejó de bailar, pararon las bolas en las mesas de billar y alguien encendió las luces. Todo el mundo miraba fijamente al corpulento sheriff, que cruzaba lentamente la pista de baile seguido de sus hombres en dirección a una mesa junto a las máquinas tragaperras. Cobb y Willard estaban sentados con otros dos individuos, rodeados de latas vacías de cerveza. Ozzie se acercó a la mesa y sonrió a Cobb.
—Lo siento, señor, pero aquí no se permite la entrada a los negros —exclamó Cobb.
Y los cuatro soltaron una carcajada. Ozzie no dejó de sonreír.
—¿Os estáis divirtiendo, Billy Ray? —preguntó el sheriff cuando cesaron las risas.
—Hasta hace un momento.
—Eso parece. Lamento estropearos la fiesta, pero tú y el señor Willard vais a venir conmigo.
—¿Adónde? —preguntó Willard.
—A dar un paseo.
—No pienso moverme de aquí —afirmó Cobb al tiempo que sus otros dos compañeros de mesa se levantaban para reunirse con los demás espectadores.
—Estáis los dos detenidos —dijo Ozzie.
—¿Tiene órdenes de detención? —preguntó Cobb.
Hastings sacó los documentos y Ozzie los arrojó sobre las latas de cerveza.
—Sí, tenemos órdenes de detención. Y, ahora, levantaos.
Willard miraba angustiado a Cobb, quien tomó un sorbo de cerveza y dijo:
—Yo no pienso ir a la cárcel.
Looney le entregó a Ozzie la porra más larga y oscura jamás utilizada en Ford County. Willard estaba muerto de miedo. Ozzie la levantó, dio un porrazo sobre la mesa y las latas de cerveza se esparcieron en todas direcciones desparramando espuma. Willard se incorporó de un brinco, juntó las manos y se las ofreció a Looney, que esperaba con unas esposas. Le sacaron del local para llevarlo a un coche patrulla.
Ozzie se golpeó la palma de la mano izquierda con la porra sin dejar de sonreír a Cobb.
—Tienes derecho a guardar silencio —dijo—. Todo lo que digas será utilizado contra ti ante los tribunales. Tienes derecho a un abogado. Si careces de medios, el tribunal nombrará uno de oficio. ¿Alguna pregunta?
—Sí. ¿Qué hora es?
—Hora de ir a la cárcel, fanfarrón.
—Vete a la mierda, negro.
Ozzie le agarró por el cabello, le levantó de la silla y le empujó la cara contra el suelo. Apoyó una rodilla en su espalda, le colocó la porra bajo la barbilla y tiró de la misma mientras presionaba con la rodilla. Cobb gimió hasta que la porra empezó a estrujarle la laringe.
Después de colocarle las esposas, Ozzie le arrastró por el cabello a través de la pista de baile, le sacó al aparcamiento y le metió en la parte trasera del coche junto a Willard.
Pronto se divulgó la noticia de la violación. La sala de espera y los pasillos del hospital estaban cada vez más abarrotados de amigos y parientes. Tonya había salido del quirófano y su estado era crítico. Ozzie se acercó al hermano de Gwen en el pasillo y le comunicó las detenciones. Sí, eran ellos, estaba seguro.