19

EL viernes, poco antes de que el Juzgado cerrase, Jake llamó a la secretaria para preguntarle si se celebraba algún juicio. Le respendió que no y que Noose ya se había marchado. Buckley, Musgrove y todos los demás, también. No quedaba nadie en el Juzgado. Con esta seguridad, Jake cruzó sigilosamente la calle, entró por la puerta posterior de la Audiencia y avanzó por el pasillo hasta las oficinas de las secretarias. Mientras galanteaba con ellas, localizó el sumario de Carl Lee, se aguantó la respiración y lo hojeó. ¡Magnífico! Lo que suponía. Ninguna adición en toda la semana a excepción de su solicitud para dimitir como representante del acusado. Marsharfsky y su representante local no habían tocado el sumario. No se había hecho nada. Después de galantear un poco más con las secretarias se retiró de la oficina.

Leroy Glass seguía en la cárcel. Se le había concedido una fianza de diez mil dólares, pero su familia no podía conseguir los mil dólares necesarios para que una financiera pagara el resto de la fianza, y no le quedaba más remedio que seguir compartiendo la celda de Carl Lee. Jake tenía un amigo en una financiera que se ocupaba de sus clientes. Cuando quería que alguien saliera de la cárcel y el riesgo de que se fugara era mínimo, se le facilitaba la fianza. Aceptaba que los clientes de Jake pagaran a plazos; por ejemplo, el cinco por ciento de entrada y el resto a plazos mensuales. Si Jake se proponía sacar a Leroy Glass de la cárcel conseguiría inmediatamente su fianza. Pero le necesitaba dentro.

—Lo siento, Leroy. Estoy negociando con el representante de la financiera —explicó Jake a su cliente en la sala de toxicoanálisis.

—Pero usted aseguró que me sacaría.

—Su familia no tiene el dinero de la fianza, Leroy. Yo no puedo pagarlo. Le sacaremos, pero tardaremos unos días. Quiero que salga para que vuelva a trabajar y pueda pagar mis honorarios.

—De acuerdo, señor Jake, haga lo que pueda —dijo Leroy, aparentemente satisfecho.

—Dicen que aquí la comida es bastante buena —bromeó Jake con una sonrisa.

—No está mal. Pero no tan buena como en casa.

—Pronto saldrá —prometió el abogado.

—¿Cómo está el negro al que di el navajazo?

—No estoy seguro. Ozzie dice que sigue en el hospital. Moss Tatum afirma que le han dado de alta. No sé. Creo que su herida no es demasiado grave. Por cierto —agregó Jake, que no lograba recordar los detalles—, ¿quién era la mujer?

—Una que iba con Willie.

—¿Quién es Willie?

—Willie Hoyt.

—Ése no es el individuo a quien apuñaló —dijo Jake, después de reflexionar unos instantes para recordar los cargos.

—No, ése era Curtis Sprawling.

—¿Quiere decir que se peleaban por una mujer que iba con otro?

—Eso es.

—¿Dónde estaba Willie?

—También se peleaba.

—¿Contra quién?

—Otro individuo.

—¿O sea que los cuatro se peleaban por la mujer que iba con Willie?

—Eso es. Por fin lo ha comprendido.

—¿Qué provocó la pelea?

—Su marido había salido de la ciudad.

—¿Está casada?

—Efectivamente.

—¿Cómo se llama su marido?

—Johnny Sands. Cuando se va de la ciudad, suele haber pelea.

—¿Por qué?

—Porque ella no tiene hijos, no puede tenerlos y no le gusta estar sola. ¿Me comprende? Cuando su marido se marcha, todo el mundo lo sabe, y si ella aparece por el tugurio, seguro que habrá pelea.

Menudo juicio, pensó Jake.

—¿Pero no me había dicho que llegó con Willie Hoyt? —preguntó el abogado.

—Sí, pero eso no impide que todo el mundo se le acerque para ofrecerle una copa e invitarla a bailar. Es irresistible.

—Una señora hembra, ¿eh?

—Está muy buena, señor Jake. Tendría que verla.

—Lo haré. Cuando declare en la sala.

Leroy dirigió la mirada a la pared, con una sonrisa en los labios y sueños lujuriosos por la esposa de Johnny Sands. No le importaba la perspectiva de veinte años en la cárcel por haber apuñalado a alguien. Había demostrado su valor en la lucha cuerpo a cuerpo.

—Escúcheme, Leroy, ¿no habrá hablado con Carl Lee?

—Claro que hablamos. Estoy todavía en su misma celda. No dejamos de hablar. Es lo único que se puede hacer.

—¿No le habrá contado lo que hablamos ayer?

—Por supuesto que no. Le dije que no lo haría.

—Me alegro.

—Pero no me importa decirle, señor Jake, que está bastante preocupado. No sabe nada de su nuevo abogado. Está muy disgustado. Tuve que morderme la lengua para no contárselo, pero no lo hice. Le conté que usted era mi abogado.

—Eso está bien.

—Respondió que usted era un buen abogado en cuanto a pasar por la cárcel, hablar, ocuparse del caso y todo lo demás. Que había hecho bien al contratarlo.

—Pero no soy lo suficientemente bueno para él.

—Creo que Carl Lee está hecho un lío. No sabe en quién confiar ni está seguro de nada. Es un buen tipo.

—Bien, pero no le cuente lo que hemos hablado, ¿de acuerdo? Es confidencial.

—De acuerdo. Pero alguien debería hacerlo.

—No me consultó, ni a mí ni a nadie, antes de prescindir de mis servicios para contratar a un nuevo abogado. Es un hombre adulto y ha tomado una decisión. Debe enfrentarse a las consecuencias —dijo Jake, antes de acercarse a Leroy y bajar el tono de su voz—. Y le diré algo más, pero no se lo repita. Hace media hora he visto su sumario en el Juzgado y he comprobado que su nuevo abogado no se ha ocupado del caso en toda la semana. Ni un solo dato adicional. Nada.

—Válgame Dios —exclamó Leroy con el ceño fruncido, al tiempo que movía la cabeza.

—Así es como actúan los famosos —prosiguió el abogado—. Mucha palabrería, mucho ruido y pocas nueces. Aceptan más casos de la cuenta y acaban perdiendo más de los que ganan. Los conozco. No dejo de observarlos. Por lo general, su reputación es inmerecida.

—¿Es ésa la razón por la que no ha visitado a Carl Lee?

—Por supuesto. Está demasiado ocupado. Tiene otros muchos casos importantes. Carl Lee no le preocupa.

—Eso no está bien. Carl Lee merece algo mejor.

—Él fue quien tomó la decisión. No le queda más remedio que atenerse a las consecuencias.

—¿Cree que le condenarán, señor Jake?

—No me cabe la menor duda. Acabará en la cámara de gas. Ha contratado a un abogado famoso que no tiene tiempo de ocuparse de su caso ni de visitarlo en la cárcel.

—¿Quiere decir que usted podría salvarlo?

Jake se relajó y cruzó las piernas.

—No, eso es algo que nunca prometo. Un abogado tiene que ser imbécil para prometerle a su cliente que se le declarará inocente. Puede haber imprevistos en el juicio.

—Carl Lee dice que su abogado prometió en los periódicos que se le declarará inocente.

—Es un insensato.

—¿Dónde has estado? —preguntó Carl Lee a su compañero de celda cuando el carcelero cerró la puerta.

—Hablando con mi abogado.

—¿Jake?

—Sí.

Leroy se sentó al otro lado de la celda, frente a Carl Lee, que leía un periódico. Dejó de leer, dobló el periódico y lo abandonó sobre su catre.

—Pareces preocupado —dijo Carl Lee—. ¿Malas noticias sobre tu caso?

—No. Sólo que no puedo conseguir la fianza. Jake dice que se solucionará en unos días.

—¿Ha hablado de mí?

—No. Sólo un poco.

—¿Sólo un poco? ¿Qué ha dicho?

—Sólo ha preguntado cómo estabas.

—¿Eso es todo?

—Sí.

—¿No está furioso conmigo?

—No. Puede que esté preocupado por ti, pero no furioso.

—¿Por qué está preocupado por mí?

—No lo sé —respondió Leroy, al tiempo que se tumbaba en su catre, con las manos cruzadas tras la nuca.

—Vamos, Leroy. Sabes algo que no me cuentas. ¿Qué ha dicho Jake sobre mí?

—Me ha dicho que no podía contarte lo que habíamos hablado. Dice que es confidencial. ¿Verdad que no te gustaría que tu abogado repitiera lo que le cuentas?

—No he visto a mi abogado.

—Tenías un buen abogado hasta que decidiste prescindir de sus servicios.

—Ahora tengo un buen abogado.

—¿Cómo lo sabes? Nunca le has visto. Está demasiado ocupado para venir a hablar contigo y, si está demasiado ocupado, no tiene tiempo para trabajar en tu caso.

—¿Cómo lo sabes?

—Se lo he preguntado a Jake.

—¿Sí? ¿Y qué te ha dicho?

Leroy guardó silencio.

—Quiero saber lo que te ha dicho —exigió Carl Lee después de acercarse para sentarse al borde del catre de Leroy y mirar fijamente a su compañero de celda, de menor corpulencia.

Leroy decidió que estaba asustado y ahora tenía un buen pretexto para contárselo todo a Carl Lee a fin de evitar que le agrediera.

—Es un bribón —dijo Leroy—. Es un soberano bribón que se aprovechará de ti. No le importas tú, ni tu caso. Sólo le interesa la publicidad. No ha trabajado en tu caso en toda la semana. Jake lo sabe, ha visto tu sumario esta tarde en el Juzgado. Ni rastro del famoso abogado. Está demasiado ocupado para salir de Memphis y ocuparse de ti. Hay demasiados bribones importantes a los que debe cuidar en Memphis, incluido tu amigo el señor Bruster.

—Estás loco, Leroy.

—De acuerdo, estoy loco. Ya veremos quién alega enajenación mental. Veremos cuánto trabaja en tu caso.

—¿Desde cuándo te has convertido en un experto?

—Tú me preguntas y yo te respondo.

Carl Lee se acercó a la puerta de la celda y agarró fuertemente los barrotes con sus enormes manos. El espacio había empequeñecido a lo largo de tres semanas, y cada vez le resultaba más difícil pensar, razonar, organizar y reaccionar. No lograba concentrarse en la cárcel. Sólo sabía lo que le contaban y no tenía en quién confiar. Gwen pensaba de modo irracional. Ozzie no se comprometía. Lester estaba en Chicago. La única persona en quien confiaba era Jake pero, incomprensiblemente, él ahora tenía otro abogado. Lo había hecho por el dinero. Mil novecientos dólares al contado, suministrados por el mayor macarra y narcotraficante de Memphis, cuyo abogado se especializaba en la defensa de chulos, camellos, asesinos y delincuentes en general. ¿Representaba Marsharfsky a alguna persona honrada? ¿Qué pensaría el jurado cuando viera a Carl Lee sentado junto a Marsharfsky? Evidentemente, que era culpable. De lo contrario, ¿por qué contrataría a un famoso bribón de la gran ciudad como Marsharfsky?

—¿Sabes lo que dirán los blancos fanáticos del jurado cuando vean a Marsharfsky? —preguntó Leroy.

—¿Qué?

—Pensarán: ese pobre negro es culpable y ha vendido su alma para contratar al mayor bribón de Memphis a fin de que nos diga que es inocente.

Carl Lee murmuró algo entre los barrotes.

—Te van a crucificar, Carl Lee.

Moss Junior Tatum estaba de guardia a las seis y media de la mañana del sábado cuando sonó el teléfono en el despacho de Ozzie. Era el sheriff.

—¿Qué haces despierto a estas horas? —preguntó Moss.

—No estoy seguro de estar despierto —respondió el sheriff.

—Oye, Moss, ¿recuerdas a un viejo predicador negro llamado Street, el reverendo Isaiah Street?

—No creo recordarlo.

—Claro que le recuerdas. Predicó durante cincuenta años en la iglesia de Springdale, al norte de la ciudad. Fue el primer miembro del NAACP en Ford County. Enseñó a todos los negros de la región a manifestarse y a boicotear, allá por los años sesenta.

—Sí, ahora le recuerdo. ¿No le cogió en una ocasión el Klan?

—Sí, le dieron una paliza e incendiaron su casa, pero nada grave. En el verano del sesenta y cinco.

—Creí que había muerto hace unos años.

—No, hace diez años que está medio muerto, pero todavía se mueve un poco. Me ha llamado a las cinco y media y me ha tenido una hora al teléfono. Me ha recordado todos los favores políticos que le debo.

—¿Qué desea?

—Vendrá a las siete para ver a Carl Lee. Desconozco el motivo de su visita. Pero sé atento con él. Instálalos en mi despacho y déjales que hablen. Yo vendré más tarde.

—De acuerdo, sheriff.

En su apogeo, durante los años sesenta, el reverendo Isaiah Street había sido la fuerza motriz del movimiento de derechos humanos en Ford County. Había acompañado a Martin Luther King por Memphis y Montgomery y organizó manifestaciones y protestas en Clanton, Karaway y otras ciudades al norte de Mississippi. En verano del sesenta y cuatro recibió a estudiantes del norte y coordinó sus esfuerzos para registrar electores negros. Algunos se hospedaron en su casa durante aquel memorable verano, y todavía le hacían visitas de vez en cuando. No era un radical. Era discreto, compasivo, inteligente, y se había ganado el respeto de todos los negros y de la mayoría de los blancos. La suya era una voz tranquila y sosegada en un ambiente de odio y controversia. En 1969 organizó extraoficialmente la abolición de la segregación en la escuela pública, consiguiendo que en Ford County se llevara a cabo sin casi ningún problema.

En el setenta y cinco, un derrame cerebral paralizó el costado derecho de su cuerpo, pero le dejó la mente intacta. Ahora, a sus setenta y ocho años, caminaba despacio, orgulloso, serio y tan tieso como podía, con la sola ayuda de un bastón. El agente le acompañó al despacho del sheriff, donde tomó asiento. No quiso café y Moss Junior fue en busca del acusado.

—¿Estás despierto, Carl Lee? —susurró a su oído para no levantar a los demás presos, que empezarían a pedir el desayuno, medicinas, abogados, representantes financieros y visitas femeninas.

—Sí, he dormido muy poco —respondió Carl Lee, incorporándose inmediatamente.

—Tienes visita. Vamos —agregó Moss, al tiempo que abría silenciosamente la celda.

Carl Lee había conocido al reverendo hacía muchos años, cuando pronunció una conferencia ante los alumnos del último curso de la escuela negra de East High. Después, tuvo lugar la abolición de la segregación y la escuela se convirtió en un instituto mixto. No había visto al religioso desde que sufrió su ataque.

—¿Carl Lee, conoces al reverendo Isaiah Street? —preguntó educadamente Moss.

—Sí, nos conocimos hace muchos años.

—Bien, cerraré la puerta y les dejaré solos.

—¿Cómo está usted, reverendo? —preguntó Carl Lee, sentado junto a él en el sofá.

—Muy bien, hijo, ¿cómo estás tú?

—Bien, dadas las circunstancias.

—Sabrás que yo también estuve en la cárcel. Hace muchos años. Es un lugar terrible, pero supongo que necesario. ¿Cómo te tratan?

—Bien, muy bien. Ozzie deja que haga lo que se me antoje.

—Claro, Ozzie. Nos sentimos muy orgullosos de él, ¿no es cierto?

—Desde luego. Es un buen hombre —respondió Carl Lee mientras observaba al frágil y débil anciano con su bastón. Su cuerpo estaba decrépito y cansado, pero su mente era clara y su voz poderosa.

—También nos sentimos orgullosos de ti, Carl Lee. No soy partidario de la violencia, pero supongo que a veces también es necesaria. Cometiste una buena acción, hijo.

—Desde luego —dijo Carl Lee, inseguro de la respuesta apropiada.

—Supongo que te preguntarás por qué estoy aquí.

Carl Lee asintió y el reverendo golpeó ligeramente el suelo con su bastón.

—Me preocupa que no salgas airoso del juicio. La comunidad negra está preocupada. Si fueras blanco, lo más probable sería que te declararan inocente. Violar a una niña es un crimen horrible. ¿Quién puede recriminar al padre que corrige una maldad? Siempre y cuando el padre sea blanco, está claro. Un padre negro evoca los mismos sentimientos entre los negros, pero hay un problema: el jurado será blanco. Por consiguiente, un padre negro y un padre blanco no cuentan con las mismas oportunidades ante el jurado. ¿Comprendes lo que te digo?

—Creo que sí.

—El jurado es de suma importancia. Culpable o inocente. Libre o encarcelado. Vivo o muerto. Todo ello puede decidirlo el jurado. Es un sistema frágil el que deja la vida en manos de doce personas comunes, que no comprenden las leyes y que se sienten intimidadas por el proceso.

—Desde luego.

—El hecho de que un jurado blanco te declare inocente después de haber matado a dos hombres blancos, será más positivo para la comunidad negra de Mississippi que cualquier otro acontecimiento desde la integración de las escuelas. Y no sólo en Mississippi, sino en cualquier lugar donde haya negros. Tu caso es muy famoso y son muchos los que lo observan atentamente.

—Me limité a hacer lo que debía.

—Exactamente. Hiciste lo que creíste justo. Fue justo; aunque feo y brutal, fue justo. Y la mayoría de la gente, tanto negra como blanca, está convencida de ello. ¿Pero te tratarán como si fueras blanco? He ahí la cuestión.

—¿Y si me condenan?

—Tu condena supondría otro bofetón para nosotros: símbolo de un racismo profundo, de antiguos odios y prejuicios. Sería un desastre. Es preciso que no te condenen.

—Hago lo que puedo.

—¿Estás seguro? Hablemos, si no te importa, de tu abogado.

Carl Lee asintió.

—¿Le conoces?

—No —respondió Carl Lee, al tiempo que agachaba la cabeza y se frotaba los ojos—. ¿Le conoce usted?

—Sí.

—¿Cuándo le conoció?

—En 1968, en Memphis. Yo estaba con el doctor King. Marsharfsky era uno de los abogados que representaban a los basureros en huelga. Le pidió al doctor King que abandonara Memphis porque, según él, agitaba a los blancos, incitaba a los negros e impedía el progreso de las negociaciones. Era soberbio y abusón. Insultó al doctor King; por supuesto en privado. Estábamos convencidos de que traicionaba a los obreros y recibía dinero, bajo mano, de las autoridades municipales. Estoy seguro de que teníamos razón.

Carl Lee respiró hondo y se frotó las sienes.

—Le he observado a lo largo de los años —prosiguió el reverendo—. Se ha hecho famoso defendiendo pistoleros, ladrones y chulos. Logra que algunos de ellos salgan en libertad, pero son todos culpables. No hay más que ver a uno de sus clientes para darse cuenta de que es culpable. Eso es lo que más me preocupa de ti. Me temo que te considerarán culpable por asociación.

—¿Quién le ha dicho que viniera a verme? —preguntó débilmente Carl Lee, todavía más encogido y con los codos sobre las rodillas.

—He charlado con un viejo amigo.

—¿Quién?

—Sólo un viejo amigo, hijo, que está preocupado por ti. Todos lo estamos.

—Es el mejor abogado de Memphis.

—Esto no es Memphis.

—Es un experto en derecho penal.

—Tal vez porque él es un delincuente.

De pronto, Carl Lee se levantó, cruzó la sala y se detuvo de espaldas al reverendo.

—Me sale gratis. No me cuesta un centavo.

—Sus honorarios carecerán de importancia cuando te hayan condenado a muerte, hijo.

Transcurrieron unos momentos sin que nadie dijera palabra. Por último, el reverendo apoyó el bastón en el suelo y, con un esfuerzo, se puso en pie.

—Ya he dicho bastante. Te dejo. Buena suerte, Carl Lee.

—Agradezco su interés y su visita —dijo Carl Lee mientras le estrechaba la mano.

—Sólo quiero que tengas en cuenta una cosa, hijo. Tu caso ya es bastante difícil. No lo empeores con un bribón como Marsharfsky.

Lester salió de Chicago poco antes de la medianoche del viernes para dirigirse hacia el sur. Iba solo, como de costumbre. Poco antes, su esposa había emprendido viaje al norte para pasar una semana en Green Bay con su familia. Él tenía mucho menos apego por Green Bay que ella por Mississippi, y ninguno de ellos sentía el menor deseo de visitar a la familia del otro. Los suecos eran buena gente y lo habrían tratado como miembro de la familia si él se lo hubiera permitido. Pero eran distintos, y no sólo por el color de su piel. Lester se había criado con blancos en el sur y los conocía. No le gustaban todos, ni lo que generalmente sentían por él, pero por lo menos los conocía. Sin embargo, los blancos del norte, y especialmente los suecos, eran diferentes. Sus costumbres, su forma de hablar, su comida y casi todo lo demás le resultaba desconocido, y nunca podría sentirse a gusto con ellos.

Habría divorcio. Probablemente, aquel mismo año. La prima mayor de su esposa se había casado también con un negro a principios de los años setenta, y había llamado mucho la atención. Lester era un simple capricho del que su mujer ya se había hartado. Por suerte, no había hijos de por medio. Él sospechaba que ella tenía un amante. Lester también mantenía relaciones extramatrimoniales, e Iris había prometido casarse con él y trasladarse a Chicago cuando lograra deshacerse de Henry.

Ambos lados de la Interestatal 57 tenían el mismo aspecto pasada la medianoche: luces aisladas de pequeñas granjas desparramadas por el campo y alguna que otra ciudad como Champaign o Effingham. El norte era donde vivía y trabajaba, pero no era su casa. Su casa era donde su mamá se encontraba, en Mississippi, aunque nunca volvería a vivir allí. Demasiada ignorancia y demasiada pobreza. No le importaba el racismo, que no era tan exacerbado como en otra época, y al que ya estaba acostumbrado. Nunca dejaría de existir, pero cada vez era menos tangible. Aunque los blancos eran todavía los propietarios y quienes lo controlaban todo, la situación no era insoportable, por más que aún no se viese la hora del cambio. Lo que le resultaba intolerable era la ignorancia y la extrema pobreza de muchos negros, sus miserables chabolas, el elevado índice de mortalidad infantil, el enorme desempleo, las madres solteras y sus hijos hambrientos. Era deprimente hasta él punto de la desesperación, y desesperante hasta el punto de abandonar Mississippi, como otros muchos millares que habían emigrado al norte en busca de trabajo, cualquier trabajo con un salario decente que mitigara el dolor de la pobreza.

Regresar a Mississippi era al mismo tiempo agradable y deprimente. Era agradable reunirse de nuevo con la familia, y era deprimente reencontrar su pobreza. Aunque no todos eran tan pobres. Carl Lee tenía un buen trabajo, una casa limpia e hijos bien vestidos. Su caso era excepcional, y ahora corría peligro de perderlo todo por dos asquerosos blancos borrachos de baja estofa. Los negros tenían una excusa para ser despreciables, pero para los blancos no la había. Gracias a Dios que habían muerto. Se sentía orgulloso de su hermano mayor.

Seis horas después de salir de Chicago, apareció el sol cuando cruzaba el río en Cairo. Al cabo de dos horas volvió a cruzarlo en Memphis. Siguió hacia el sudeste en dirección a Mississippi y, después de una hora, circulaba alrededor del Palacio de Justicia de Clanton. Hacía veinticuatro horas que no dormía.

—Carl Lee, tienes visita —dijo Ozzie, a través de los barrotes de la puerta.

—No me sorprende. ¿De quién se trata?

—Sígueme. Creo que es preferible que vayas a mi despacho. Esto puede durar un rato.

Jake paseaba por su despacho a la espera de que sonara el teléfono. Las diez. Lester debía estar en la ciudad, si había venido. Las once. Jake se dedicó a repasar antiguos sumarios y redactar unas notas para Ethel. Mediodía. Llamó a Carla y mintió sobre una cita con un nuevo cliente a la una, que le impediría almorzar en casa. Se ocuparía más tarde del jardín. La una. Encontró un antiguo caso de Wyoming, en el que se había declarado inocente a un individuo después de ajusticiar al violador de su esposa. En 1893. Copió el caso y, a continuación, lo arrojó a la papelera. No, no parecía apropiado. Echó una siesta en el sofá del despacho.

A las dos y cuarto sonó el teléfono. Jake se incorporó de un brinco y se acercó al aparato con el pulso muy acelerado.

—¡Diga!

—Jake, soy Ozzie.

—¿Qué ocurre, Ozzie?

—Es preciso que te persones en la cárcel.

—¿Por qué? —preguntó Jake, haciéndose el inocente.

—Te necesitamos aquí.

—¿Quién me necesita?

—Carl Lee quiere hablar contigo.

—¿Está ahí Lester?

—Sí, él también quiere hablar contigo.

—Estaré ahí dentro de un momento.

—No se han movido de ahí en cuatro horas —dijo Ozzie, al tiempo que señalaba la puerta de su despacho.

—¿Haciendo qué? —preguntó Jake.

—Hablando, discutiendo, chillando… Hace unos treinta minutos que se han tranquilizado los ánimos. Carl Lee me ha pedido que te llamara.

—Gracias. Entremos.

—Ni soñarlo. No pienso entrar ahí. No es a mí a quien han llamado. Debes afrontarlo a solas.

Jake llamó a la puerta.

—¡Adelante!

Abrió lentamente y entró en el despacho. Carl Lee estaba sentado detrás del escritorio y Lester acostado en el sofá.

—Encantado de verte, Jake —dijo Lester después de levantarse para darle la mano.

—El placer es mío, Lester. ¿Qué te trae por aquí?

—Asuntos de familia.

Jake miró a Carl Lee, se acercó al escritorio y le tendió la mano. El reo estaba claramente irritado.

—¿Me habéis mandado llamar?

—Sí, Jake, siéntate. Es preciso que hablemos contigo —respondió Lester—. Carl Lee tiene algo que decirte.

—Díselo tú —replicó Carl Lee.

Lester suspiró y se frotó los ojos. Estaba cansado y frustrado.

—No pienso decir una palabra más. Esto es entre vosotros dos —dijo al tiempo que cerraba los ojos y se relajaba en el sofá.

Jake estaba sentado en una silla plegable apoyada contra una pared frente al sofá y miraba atentamente a Lester sin dirigir la mirada a Carl Lee, quien se mecía suavemente en el sillón de Ozzie. Carl Lee no decía nada. Lester no decía nada.

—¿Quién me ha mandado llamar? —preguntó Jake, enojado, después de tres minutos de silencio.

—He sido yo —respondió Carl Lee.

—Bien, ¿qué quieres?

—Quiero poner mi caso nuevamente en tus manos.

—En el supuesto de que yo quiera aceptarlo.

—¿Cómo? —exclamó Lester, después de incorporarse y mirar fijamente a Jake.

—No se trata de un regalo que uno ofrece o retira a su antojo. Es un contrato entre tú y tu abogado. No actúes como si me hicieras un gran favor —dijo Jake levantando la voz, claramente irritado.

—¿Estás dispuesto a ocuparte de mi caso? —preguntó Carl Lee.

—¿Intentas contratarme de nuevo, Carl Lee?

—Eso es.

—¿Por qué?

—Porque Lester insiste en que lo haga.

—De acuerdo, entonces tu caso no me interesa —respondió Jake, al tiempo que se levantaba para dirigirse a la puerta—. Si Lester me ha elegido a mí pero tú prefieres a Marsharfsky, quédate con Marsharfsky. Si eres incapaz de pensar por cuenta propia, es a él a quien necesitas.

—Espera, Jake, tranquilízate —dijo Lester junto a Jake, en el umbral de la puerta—. Siéntate, siéntate. No te recrimino que estés furioso con Carl Lee por prescindir de tus servicios. Cometió un error. ¿No es cierto, Carl Lee?

Carl Lee se limpiaba las uñas.

—Siéntate, Jake, siéntate y charlemos —suplicó Lester, mientras le conducía a la silla plegable—. Bien. Ahora hablemos de la situación. Carl Lee, ¿quieres a Jake como abogado defensor?

—Sí —asintió Carl Lee.

—Bien. Ahora, Jake…

—Dime por qué —dijo Jake, dirigiéndose a Carl Lee.

—¿Cómo?

—Dime por qué quieres que me ocupe de tu caso. Cuéntame por qué prescindes de los servicios de Marsharfsky.

—No tengo por qué dar explicación alguna.

—¡Sí! Sí debes hacerlo. Por lo menos me debes una explicación. Hace una semana decidiste prescindir de mis servicios y no tuviste el valor de llamarme. Tuve que enterarme por el periódico. A continuación leí sobre tu nuevo abogado de altos vuelos que, evidentemente, no ha encontrado el camino de Clanton. Ahora vuelves a llamarme y esperas que abandone todo lo que tenga entre manos con la perspectiva de que vuelvas a cambiar de opinión. Explícate, por favor.

—Explícate, Carl Lee. Habla con Jake —dijo Lester.

Carl lee se inclinó al frente y apoyó los codos sobre la mesa.

—Estoy muy confuso —dijo entre las palmas de las manos, que le cubrían el rostro—. Este lugar me vuelve loco. Tengo los nervios destrozados. Estoy preocupado por mi hija. Estoy preocupado por mi familia. Estoy preocupado por mi pellejo. Todo el mundo me dice que haga algo distinto. Nunca he estado en una situación parecida y no sé qué hacer. Sólo puedo confiar en la gente. Confío en Lester y confío en ti, Jake. Es lo único que puedo hacer.

—¿Confías en mis consejos? —preguntó Jake.

—Siempre lo he hecho.

—¿Y confías en que me ocupe de tu caso?

—Sí, Jake, deseo que te ocupes de mi caso.

—De acuerdo.

Jake se relajó y Lester se acomodó en el sofá.

—Debes comunicárselo a Marsharfsky —agregó Jake—. Hasta que lo hagas, no podré trabajar en tu caso.

—Lo haremos esta tarde —dijo Lester.

—Bien. Cuando hayáis hablado con él, llamadme. Hay mucho por hacer y el tiempo vuela.

—¿Cómo arreglaremos lo del dinero? —preguntó Lester.

—Los mismos honorarios. Las mismas condiciones. ¿Estáis de acuerdo?

—Me parece bien —respondió Carl Lee—. Te pagaré como pueda.

—Hablaremos de ello más adelante.

—¿Y los médicos? —preguntó Carl Lee.

—Llegaremos a algún acuerdo. No sé cómo. Pero se solucionará.

Lester emitió un fuerte ronquido, y su hermano sonrió y soltó una carcajada.

—Estaba seguro de que lo habías llamado, pero él jura que no lo hiciste —dijo Carl Lee.

Jake forzó una sonrisa, pero no aclaró nada. Lester era un convincente mentiroso, lo cual había sido muy útil durante su juicio por asesinato.

—Lo siento, Jake. Estaba equivocado.

—No es preciso que te disculpes. Tenemos demasiado que hacer para andarnos con cumplidos.

Junto al aparcamiento de la cárcel, a la sombra de un árbol, un periodista esperaba a que ocurriera algo.

—Discúlpeme, ¿no es usted el señor Brigance?

—¿Quién desea saberlo?

—Me llamó Richard Flay, de The Jackson Daily. Usted es Jake Brigance.

—¿Sí?

—Ex abogado defensor del señor Hailey.

—No. Defensor del señor Hailey.

—Tenía entendido que el señor Hailey había contratado a Bo Marsharfsky. A decir verdad, ésta es la razón de mi presencia. He oído decir que Marsharfsky haría acto de presencia esta tarde.

—Si le ve, dígale que ha llegado demasiado tarde.

Lester durmió como un tronco en el sofá de Ozzie. El agente de guardia le despertó a las cuatro de la madrugada del domingo y, después de tomarse un café solo en una taza de plástico, emprendió el camino de regreso a Chicago. Por la noche del sábado, él y Carl Lee habían llamado a Gato a su despacho de la sala de fiestas para comunicarle el cambio de opinión de Carl Lee. Gato estaba ocupado y se mostró indiferente. Dijo que se ocuparía de llamar a Marsharfsky. No se mencionó el dinero.