18

GWEN no tenía el teléfono de Lester. Tampoco lo tenía Ozzie, ni nadie. La telefonista dijo que había dos páginas de Haileys en la guía de Chicago, por lo menos una docena con el nombre de Lester y bastantes con las iniciales L. S. Jake pidió los números de los cinco primeros y les llamó uno por uno. Eran todos blancos. Entonces llamó a Tank Scales, propietario de uno de los antros negros más respetables del condado, conocido como Tank’s Tonk, que solía frecuentar Lester. Tank era cliente de Jake, y a menudo le facilitaba información confidencial sobre diversos negros, sus actividades y su paradero.

Tank pasó por el despacho de Jake el martes por la mañana, cuando se dirigía al banco.

—¿Has visto a Lester Hailey en las últimas dos semanas? —preguntó Jake.

—Desde luego. Ha estado varias veces en mi local jugando al billar y tomando cerveza. He oído decir que regresó a Chicago el pasado fin de semana. Supongo que es cierto, porque no le he visto desde entonces.

—¿Quién le acompañaba?

—Estaba casi siempre solo.

—¿No vino nunca con Iris?

—Sí, un par de veces, cuando Henry no estaba en la ciudad. Me pone nervioso que venga con ella. Henry tiene malas pulgas. Acabaría con ambos si supiera que salen juntos.

—Hace diez años que lo hacen, Tank.

—Lo sé. Tiene dos hijos de Lester. Todo el mundo lo sabe menos Henry. Pobre Henry. Algún día lo averiguará y tendrás otro caso de asesinato.

—Escúchame, Tank, ¿puedes hablar con Iris?

—No viene muy a menudo.

—No es eso lo que te pregunto. Necesito el teléfono de Lester en Chicago y sospecho que Iris debe de tenerlo.

—Estoy seguro. Tengo entendido que le manda dinero.

—¿Puedes conseguirlo? Tengo que hablar con Lester.

—Por supuesto, Jake. Si Iris lo tiene, lo conseguiré.

El miércoles, el despacho de Jake había recobrado la normalidad. Empezaron a aparecer de nuevo los clientes. Ethel era particularmente amable, o todo lo amable que puede ser una vieja gruñona. Él ejercía con normalidad su profesión, pero no lograba ocultar su dolor. Eludía el Coffee Shop por las mañanas y, en lugar de asistir personalmente al Juzgado, mandaba a Ethel para que se ocupara de las gestiones necesarias en la Audiencia. Se sentía avergonzado, humillado y perturbado. Le costaba concentrarse en otros casos. Pensó en tomarse unas largas vacaciones, pero no podía permitírselo. Andaba escaso de dinero y no se sentía motivado para el trabajo. Durante la mayor parte del tiempo que pasaba en el despacho, se dedicaba a contemplar la plaza y el Palacio de Justicia.

No dejaba de pensar en Carl Lee, sentado en su celda a la vuelta de la esquina, y se preguntaba mil veces por qué le había traicionado. Había insistido demasiado en el dinero, sin tener en cuenta que otros abogados estaban dispuestos a ocuparse gratuitamente del caso. Odiaba a Marsharfsky. Recordaba las muchas veces que le había visto entrar y salir de los juzgados de Memphis, proclamando la inocencia de sus lastimosos y oprimidos clientes, así como los malos tratos que habían recibido. Narcotraficantes, chulos, políticos corruptos y grandes estafadores. Todos ellos culpables, merecedores de largas penas, o incluso de la muerte. Era yanqui y hablaba con un acento desagradable de algún lugar del medio oeste. Irritaría a cualquiera al sur de Memphis. Había cultivado sus dotes histriónicas. «La policía de Memphis ha cometido terribles abusos contra mi cliente», Jake le había oído chillar docenas de veces ante las cámaras. «Mi cliente es completa, total y absolutamente inocente. No debería ser sometido a juicio. Es un ciudadano ejemplar que paga sus impuestos». ¿Y sus cuatro condenas anteriores por extorsión? «Cargos amañados por el FBI. Acusaciones falsas tramadas por el Gobierno. Además, ha pagado su deuda. En esta ocasión es inocente». Jake le odiaba y creía recordar que había perdido tantos casos como había ganado.

El miércoles por la tarde, Marsharfsky no había hecho acto de presencia en Clanton. Ozzie había prometido comunicárselo a Jake, si aparecía por la cárcel.

El Tribunal Territorial permanecería en sesión hasta el viernes y, por deferencia al juez Noose, Jake debía reunirse con él brevemente para explicarle las circunstancias en las que había abandonado el caso. Su señoría presidía un caso civil y era probable que Buckley estuviera ausente. Lo estaba, con toda seguridad. No se le veía ni oía.

Noose solía hacer un descanso de diez minutos alrededor de las tres y media, y precisamente a aquella hora entró Jake en la antesala de su despacho por la puerta lateral. Nadie le había visto. Esperó pacientemente junto a la ventana a que Ichabod abandonara el estrado para dirigirse a su despacho. Al cabo de cinco minutos, se abrió la puerta y apareció su señoría.

—¿Jake, cómo está? —preguntó el juez.

—Muy bien, señoría. ¿Dispone de un minuto?

—Por supuesto, siéntese. ¿Qué le preocupa? —dijo Noose mientras se quitaba la toga, la arrojaba sobre una silla, apartaba de un manotazo los libros, sumarios y teléfono del escritorio, y se tumbaba sobre el mismo—. Es mi espalda, Jake. Los médicos me aconsejan que descanse sobre una superficie rígida siempre que pueda —agregó, después de doblar las manos sobre la barriga, cerrar los ojos y respirar hondo.

—Lo comprendo, señoría. ¿Prefiere que me retire?

—No, no. ¿Qué le preocupa?

—El caso Hailey.

—Lo imaginaba. He visto su solicitud. Ha encontrado otro abogado, ¿no es cierto?

—Sí, señoría. Me ha cogido completamente por sorpresa. Confiaba en representarle en julio durante el juicio.

—No tiene por qué disculparse, Jake. Se le concederá permiso para retirarse del caso. No es culpa suya. Ocurre con mucha frecuencia. ¿Es Marsharfsky su nuevo abogado?

—Sí, señoría. Es de Memphis.

—Es de suponer que con ese nombre tendrá un gran éxito en Ford County.

—Sí, señoría —respondió Jake, mientras pensaba que era casi tan folklórico como Noose—. No está colegiado en Mississippi —agregó.

—Esto es interesante. ¿Está familiarizado con nuestros procedimientos?

—No sé si ha intervenido en algún caso en Mississippi. Me ha dicho que normalmente se asocia con un letrado local cuando actúa en los pueblos.

—¿En los pueblos?

—Eso dice.

—Pues espero que lo haga si piensa aparecer en mi sala. He tenido algunas experiencias desagradables con abogados forasteros, especialmente de Memphis.

—Sí, señoría.

El juez respiraba con dificultad y Jake decidió retirarse.

—Señoría, debo marcharme. Si no nos vemos en julio, lo haremos durante las sesiones de agosto. Cuide de su espalda.

—Gracias, Jake. Cuídese.

Jake casi había alcanzado la puerta posterior del pequeño despacho cuando se abrió la puerta principal y apareció el letrado L. Winston Lotterhouse acompañado de otro satélite del bufete Sullivan.

—Hola, Jake —dijo Lotterhouse—. Ya conoces a K. Peter Otter, nuestro último asociado.

—Encantado de conocerte, K. Peter —respondió Jake.

—¿Interrumpimos algo importante?

—No, ya me marchaba. Su señoría está descansando la espalda.

—Siéntense, caballeros —dijo Noose.

—A propósito, Jake, creo que Walter Sullivan ya te ha comunicado que nuestro bufete asumirá la representación local de Carl Lee Hailey.

—Me he enterado.

—Lamento que te haya ocurrido precisamente a ti.

—Tu dolor es sobrecogedor.

—Es un caso interesante para nuestro bufete. Como bien sabes, no solemos ocuparnos de casos penales.

—Lo sé —respondió Jake, con el deseo de que se le tragara la tierra—. Debo marcharme. Ha sido un placer charlar contigo, L. Winston. Encantado de conocerte, K. Peter. Saludad en mi nombre a J. Walter, F. Robert y los demás muchachos.

Jake salió por la puerta trasera del Juzgado y se maldijo a sí mismo por asomar la cara donde podían abofeteársela. Corrió hacia su despacho.

—¿Ha llamado Tank Scales? —preguntó a Ethel mientras subía por la escalera.

—No, pero el señor Buckley le espera.

Se detuvo en el acto.

—¿Dónde me espera? —preguntó, sin mover la mandíbula.

—Arriba, en su despacho.

Se acercó lentamente al escritorio de la secretaria, se inclinó sobre el mismo hasta acercarse a pocos centímetros del rostro de ella y le lanzó una furibunda mirada. Ethel había pecado y lo sabía.

—No recuerdo haber concertado una cita —masculló. Seguía sin mover la mandíbula.

—No lo había hecho —respondió la secretaria. No se atrevía a levantar la mirada del escritorio.

—Tampoco sabía que ese tipo fuera el propietario de este edificio.

Ethel permaneció inmóvil, sin responder.

—Ni que tuviera la llave de mi despacho.

Empezó a temblarle el labio y a sentirse indefensa.

—Estoy harto de usted, Ethel. Harto de su actitud, de su voz y de su desobediencia. Harto de cómo trata a la gente y harto de todo acerca de usted.

—Lo siento —dijo Ethel, con lágrimas en los ojos.

—No, no lo siente. Usted sabe, y siempre ha sabido, que nadie, nadie en el mundo, ni siquiera mi esposa, puede subir por esta escalera y entrar en mi despacho cuando yo no estoy.

—Ha insistido.

—Es un imbécil. Cobra para atosigar a la gente. Pero no en este despacho.

—No grite. Puede oírle.

—Me importa un rábano. Él sabe que es un imbécil. ¿Le gustaría conservar su empleo, Ethel? —preguntó Jake, después de acercarse todavía más, hasta que casi se tocaban sus narices. La secretaria asintió, incapaz de decir palabra.

—Entonces haga exactamente lo que le diré. Suba a mi despacho, lleve al señor Buckley a la sala de conferencias, donde me reuniré con él, y que no vuelva a repetirse.

Ethel se secó el rostro y subió a toda prisa por la escalera. Al cabo de unos instantes, el fiscal del distrito esperaba en la sala de conferencias, con la puerta cerrada.

Jake tomaba zumo de naranja en la pequeña cocina contigua, mientras evaluaba a Buckley. Bebía despacio. Al cabo de quince minutos, abrió la puerta y entró en la sala. Buckley estaba sentado a un extremo de la larga mesa y Jake se instaló en el extremo opuesto.

—Hola, Rufus, ¿qué quieres?

—Tienes unas dependencias muy agradables. Dicen que pertenecían a Lucien.

—Efectivamente. ¿Qué te trae por aquí?

—Sólo quería hacerte una visita.

—Estoy ocupado.

—Y también quería hablar del caso Hailey.

—Llama a Marsharfsky.

—Esperaba con ilusión la batalla, especialmente contra ti. Eres un respetable adversario, Jake.

—Me siento halagado.

—No me interpretes mal. No me gustas. Desde hace mucho tiempo.

—Desde Lester Hailey.

—Si, supongo que tienes razón. Ganaste, pero jugaste sucio.

—Gané, eso es lo que cuenta. Además, no jugué sucio. Te sorprendí desprevenido.

—Jugaste sucio y Noose hizo la vista gorda.

—Como quieras. Tú tampoco me gustas.

—Me alegro. Así me siento mejor. ¿Qué sabes acerca de Marsharfsky?

—¿Es ésa la razón de tu visita?

—Podría ser.

—No le conozco, pero aunque fuera mi padre no te diría nada sobre él. ¿Quieres algo más?

—Debes de haber hablado con él.

—Hemos intercambiado unas palabras por teléfono. No me digas que te preocupa.

—No. Es sólo curiosidad. Tiene una buena reputación.

—Efectivamente. Pero no habrás venido para hablar de su reputación.

—No, claro que no. Quería hablar del caso.

—¿Sobre qué?

—Las posibilidades de que se le declare inocente, las defensas factibles, si estaba realmente enajenado y cosas por el estilo.

—Creí que habías garantizado que se le condenaría. ¿Lo recuerdas? Frente a las cámaras. Cuando se promulgó el auto de procesamiento. En una de tus conferencias de prensa.

—¿Echas ya de menos las cámaras, Jake?

—Tranquilízate, Rufus. Me he retirado del juego. Las cámaras son todas tuyas, por lo menos tuyas y de Marsharfsky, sin olvidar a Walter Sullivan. A por ellas, tigre. Si en algún momento te he privado de las candilejas, lo lamento profundamente. Sé lo mucho que te duele.

—Acepto tus disculpas. ¿Ha venido Marsharfsky a la ciudad?

—No lo sé.

—Prometió una conferencia de prensa para esta semana.

—¿Entonces has venido para hablar de su conferencia de prensa?

—No. Quería hablar del caso Hailey, pero evidentemente estás demasiado ocupado.

—Efectivamente. Además, contigo no tengo nada de que hablar, señor gobernador.

—Esto me ofende.

—¿Por qué? Sabes que es cierto. Llevarías a tu propia madre ante los tribunales por un par de titulares en los periódicos.

—Me encantaría que siguieras en el caso, Brigance —dijo Buckley, después de levantarse de la silla y empezar a pasear por la sala, al tiempo que elevaba el volumen de su voz.

—También a mí.

—Te enseñaría un par de cosas sobre la acusación de asesinos. Tenía realmente muchas ganas de colocarte en tu lugar.

—No se puede decir que hayas tenido mucho éxito en el pasado.

—Ésa es la razón por la que te quería en este caso, Brigance. Sentía un verdadero anhelo por enfrentarme a ti —exclamó el fiscal, con su tradicional rostro encendido.

—Habrá otras ocasiones, gobernador.

—Deja de llamarme eso —chilló.

—Pero es cierto, ¿verdad, gobernador? Ésa es la razón por la que buscas las cámaras con tanto anhelo. Todo el mundo lo sabe. Ahí va el viejo Rufus en busca de los objetivos, preparando el terreno para convertirse en gobernador. Claro que es cierto.

—Hago mi trabajo. Acuso a los delincuentes.

—Carl Lee Hailey no es un delincuente.

—Observa y verás como lo destruyo.

—No será tan fácil.

—Obsérvame.

—Necesitas doce sobre doce.

—No importa.

—¿Como con el gran jurado?

Buckley quedó paralizado. Entornó los ojos y miró a Jake con el ceño fruncido. Tres monumentales surcos se formaron en su frente descomunal.

—¿Qué sabes acerca del gran jurado?

—Lo mismo que tú. Un voto menos y te quedas con un palmo de narices.

—¡No es cierto!

—Vamos, gobernador. No hablas con un periodista. Sé exactamente lo que ocurrió. Lo supe a las pocas horas.

—Se lo contaré a Noose.

—Y yo a los periódicos. Será una buena propaganda antes del juicio.

—No te atreverías.

—Ahora no tengo por qué hacerlo. Me han despedido del caso, ¿no lo recuerdas? Ésa debe ser la razón por la que has venido, ¿no es cierto, Rufus? Para recordarme que tú sigues en el caso, pero yo no. Meter un poco de sal en la herida. De acuerdo, lo has logrado. Ahora te pido que te retires. Conviene que vigiles al gran jurado. O puede que te encuentres con algún periodista cerca de la Audiencia. Lárgate.

—Con mucho gusto. Lamento haberte molestado.

—Yo también.

—Te he mentido, Jake —dijo Buckley desde el umbral de la puerta—. Estoy contentísimo de que estés retirado del caso.

—Sabía que mentías. Pero no creas que puedes olvidarte de mí.

—¿Qué quieres decir?

—Adiós, Rufus.

El gran jurado de Ford County no había dejado de trabajar, y el jueves de la segunda semana hubo de ocuparse de dos acusados contra los que se había levantado auto de procesamiento. Uno de ellos era un negro que había apuñalado a otro negro durante el mes de abril en un tugurio; en Massey’s. A Jake le gustaban los ataques con arma blanca porque cabía la posibilidad de que se declarara inocente al acusado: lo único que necesitaba era un jurado de blancos fanáticos a quienes no importaba en absoluto que los negros se apuñalaran entre sí. No hacían más que divertirse en su antro predilecto cuando las cosas se salieron de quicio y uno de ellos recibió un navajazo, pero no falleció. Ningún daño, ninguna condena. Era semejante a la estrategia que Jake había aprendido con Lester Hailey. El nuevo cliente le había prometido mil quinientos dólares, pero antes debía saldar la fianza.

El otro acusado era un joven blanco al que habían detenido con una camioneta robada. Era la tercera vez que le cogían con un vehículo robado y no había forma de evitarle siete años en Parchman.

Ambos estaban en la cárcel, lo cual brindaba a Jake la oportunidad de hablar con Ozzie mientras cumplía con la obligación de visitarles. Ya avanzada la tarde del jueves, encontró al sheriff en su despacho, rodeado de montones de papeles en el escritorio y en el suelo.

—¿Estás ocupado? —preguntó Jake.

—No, sólo papeleo. ¿Has vuelto a ver alguna cruz en llamas?

—No, gracias a Dios. Con una basta.

—No he visto a tu amigo de Memphis.

—Es extraño —dijo Jake—. Suponía que a estas alturas habría venido por aquí. ¿Has hablado con Carl Lee?

—Todos los días. Está cada día más nervioso. El abogado ni siquiera le ha llamado, Jake.

—Me alegro. Me gusta que sufra. No siento compasión por él.

—¿Crees que ha cometido un error?

—Sé que lo ha cometido. Conozco a esos fanáticos blancos de nuestro condado, Ozzie, y sé cómo se comportan cuando forman parte de un jurado. ¿Crees que se dejarán impresionar por la labia de un forastero?

—No lo sé. Tú eres el abogado. No dudo de tus palabras, Jake. Te he visto actuar.

—Ni siquiera está colegiado en Mississippi. El juez Noose se la tiene jurada. Odia a los abogados de otros estados.

—¿Bromeas?

—No. Ayer hablé con él.

—¿Quieres verle? —preguntó cautelosamente Ozzie.

—¿A quién?

—A Carl Lee.

—¡No! No tengo ninguna razón para verle —respondió Jake, dando una ojeada a su maletín—. Tengo que ver a Leroy Glass. Agresión grave.

—¿Representas a Leroy?

—Sí. Sus padres han venido a verme esta mañana.

—Sígueme.

Jake esperó en la sala de toxicoanálisis, mientras uno de los presos de confianza iba en busca de su nuevo cliente. Leroy vestía el uniforme habitual carcelario de Ford County, color naranja fosforescente. De su cráneo emergían en todas direcciones rulos de esponja de color rosa y de su nuca colgaban dos largas y grasientas trenzas. Unas zapatillas de terciopelo verde lima protegían sus negros y apergaminados pies del sucio linóleo. No llevaba calcetines. Junto al lóbulo de su oreja derecha arrancaba una antigua y siniestra cicatriz que le cruzaba la mejilla hasta conectar nítidamente con la ventana derecha de su nariz. Demostraba sin lugar a dudas que los navajazos y puñaladas no le eran desconocidos. La lucía como una medalla. Fumaba Kools.

—Hola, Leroy, soy Jake Brigance —dijo el abogado, al tiempo que le indicaba que se sentara en una silla plegable junto a la máquina de Pepsi—. Su mamá y su hermano me han contratado esta mañana.

—Encantado de conocerle, señor Jake.

Un preso de confianza esperaba junto a la puerta mientras Jake formulaba preguntas. Tomó tres páginas de notas relacionadas con Leroy Glass. Muy importante, por lo menos en aquel momento, era la cuestión del dinero. Más adelante hablarían de la reyerta. Jake tomaba nota de los números de teléfono de tías, tíos, hermanos, hermanas, amigos y cualquiera que pudiera prestarle dinero.

—¿Quién le ha hablado de mí? —preguntó Jake.

—Le he visto por televisión, señor Jake. A usted y a Carl Lee Hailey.

Jake se sentía orgulloso, pero no sonrió. La televisión era sólo parte de su trabajo.

—¿Conoce a Carl Lee?

—Sí, y también a Lester. ¿No es cierto que fue usted quien le defendió?

—Sí.

—Yo y Carl Lee estábamos en la misma celda. Me trasladaron anoche.

—Vaya casualidad.

—Sí. No es muy hablador. Me dijo que usted era muy bueno como abogado, pero que había encontrado otro en Memphis.

—Es cierto. ¿Qué piensa de su nuevo abogado?

—No lo sé, señor Jake. Esta mañana se quejaba porque su nuevo abogado no ha venido a verle todavía. Decía que usted siempre le visitaba y hablaban del caso, pero su nuevo abogado, con un nombre estrafalario, aún no le ha hecho una sola visita.

—Le contaré algo si promete no repetírselo a Carl Lee —dijo Jake, con dificultad para disimular su satisfacción.

—De acuerdo.

—Su nuevo abogado no puede venir a verle.

—¿No? ¿Por qué no?

—Porque no está colegiado para ejercer como abogado en Mississippi. Es un abogado de Tennessee. Le expulsarán de la sala si comparece sin que nadie le acompañe. Me temo que Carl Lee ha cometido un gran error.

—¿Por qué no se lo cuenta?

—Porque ya ha prescindido de mis servicios. No puedo darle consejos.

—Alguien debería hacerlo.

—Ha prometido no hacerlo, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. No lo haré.

—¿Prometido?

—Se lo juro.

—Bien. Ahora debo marcharme. Me reuniré con el representante de la financiera por la mañana y puede que en un día o dos le saquemos de aquí. Ni palabra a Carl Lee, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

Tank Scales estaba apoyado contra el Saab en el aparcamiento cuando Jake salió de la cárcel. Al acercarse el abogado, pisó una colilla y se sacó un papel del bolsillo de la camisa.

—Dos teléfonos. El de arriba es el de su casa y el otro el del trabajo. Pero no le llames al trabajo si no es imprescindible.

—Muy bien Tank. ¿Los has conseguido de Iris?

—Sí. No quería dármelos. Anoche pasó por mi local y la emborraché.

—Te debo un favor.

—Tarde o temprano me lo cobraré.

Eran casi las ocho y había oscurecido. La cena estaba fría, pero era lo normal. Por esa razón le había comprado un microondas. Carla estaba acostumbrada a que llegara tarde y a tener que calentar la comida, y no se quejaba. Cenaban cuando regresaba, tanto si eran las seis como las diez.

Jake cogió el coche para dirigirse a su despacho. No se atrevía a llamar a Lester desde su casa, donde le oiría su esposa. Instalado junto a su escritorio, contempló los teléfonos que Tank le había facilitado. Carl Lee le había prohibido llamar a su hermano. ¿Por qué debía hacerlo? ¿Equivaldría a solicitar el caso? ¿Cometería una transgresión ética? ¿Sería inmoral llamar a Lester para contarle que Carl Lee le había despedido para contratar a otro abogado? No. ¿Y responder a las preguntas de Lester sobre el nuevo abogado? Tampoco. ¿Y expresar su preocupación? Tampoco. ¿Y criticar al nuevo abogado? Probablemente tampoco. ¿Sería inmoral alentar a Lester para que hablara con su hermano? No. ¿Y convencerle para que prescindiera de los servicios de Marsharfsky? Probablemente. ¿Y que le contratara de nuevo a él? Desde luego. Eso supondría una grave infracción ética. Lo mejor sería llamar a Lester para hablar de Carl Lee y dejar que la conversación evolucionara libremente.

—Diga.

—¿Puedo hablar con Lester Hailey?

—Sí. ¿Quién le llama? —preguntó una voz femenina con acento sueco.

—Jake Brigance, de Mississippi.

—Un momento.

Jake consultó su reloj. Las ocho treinta. Debía de ser la misma hora en Chicago.

—¡Jake!

—¿Cómo estás, Lester?

—Muy bien, Jake. Cansado, pero bien. ¿Y tú?

—Encantado de la vida. Escúchame, ¿has hablado con Carl Lee esta semana?

—No. Me marché el viernes y he estado haciendo dos turnos desde el domingo. No he tenido tiempo para nada.

—¿Has visto los periódicos?

—No. ¿Qué ha ocurrido?

—No vas a creértelo, Lester.

—¿De qué se trata, Jake?

—Carl Lee ha prescindido de mis servicios y ha contratado a un famoso abogado de Memphis.

—¡Cómo! ¿Bromeas? ¿Cuándo?

—El viernes pasado. Supongo que después de que te marcharas. No se molestó en comunicármelo. Me enteré por el periódico de Memphis el sábado por la mañana.

—Está loco. ¿Por qué lo ha hecho, Jake? ¿A quién ha contratado?

—¿Conoces a un individuo llamado Gato Bruster, de Memphis?

—Por supuesto.

—Es su abogado. Gato paga la minuta. Vino el viernes desde Memphis y visitó a Carl Lee en la cárcel. Al día siguiente vi mi fotografía en el periódico y leí que me había despedido.

—¿Quién es el abogado?

—Bo Marsharfsky.

—¿Es bueno?

—Es un bribón. Defiende a todos los chulos y narcotraficantes de Memphis.

—Parece de origen polaco.

—Lo es. Creo que procede de Chicago.

—Sí, hay muchos polacos por aquí. ¿Habla como ellos?

—Como si tuviera la boca llena de mantequilla. Causará sensación en Ford County.

—Estúpido, estúpido, estúpido. Carl Lee nunca ha sido demasiado inteligente. Siempre he tenido que pensar por él. Estúpido, estúpido.

—Sí, ha cometido un error, Lester. Tú sabes cómo es un juicio por asesinato porque lo has vivido en tu propia carne. Comprendes lo importante que es el jurado cuando abandona la sala para retirarse a deliberar. Tu vida está en sus manos. Doce personas de la región que luchan y discuten acerca de tu caso, de tu vida. El jurado es lo más importante. Hay que poder hablar al jurado.

—Tienes razón, Jake. Y tú sabes hacerlo.

—Estoy seguro de que Marsharfsky sabe hacerlo en Memphis, pero no en Ford County. No en las zonas rurales de Mississippi. Esa gente no confiará en él.

—Tienes razón, Jake. No puedo creer que lo haya hecho. Ha vuelto a meter la pata.

—Lo ha hecho, Lester, y estoy preocupado por él.

—¿Has hablado con él?

—El sábado pasado, después de leer el periódico, fui a verle inmediatamente. Le pregunté por qué. Y no supo responderme. Estaba avergonzado. No he hablado con él desde entonces. Pero tampoco lo ha hecho Marsharfsky. Todavía no ha aparecido por Clanton y tengo entendido que Carl Lee está disgustado. Que yo sepa, esta semana no se ha hecho nada relacionado con el caso.

—¿Ha hablado Ozzie con él?

—Sí, pero ya conoces a Ozzie. No dirá gran cosa. Sabe que Bruster y Marsharfsky son unos bribones, pero no presionará a Carl Lee.

—Santo cielo. No puedo creerlo. Es un estúpido si cree que esos blancos fanáticos escucharán a un mamarracho de Memphis. Diablos, Jake, no confían en los abogados de Tyler County y son vecinos. Santo cielo.

Jake miró el teléfono y sonrió. Hasta ahora ninguna infracción de la ética.

—¿Qué puedo hacer, Jake?

—No lo sé, Lester. Necesita ayuda y tú eres el único a quien prestará atención. Ya sabes lo testarudo que es.

—Lo mejor será que le llame.

No, pensó Jake, le sería más fácil a Carl Lee negarse por teléfono. Era preciso que los hermanos se vieran cara a cara. Un desplazamiento desde Chicago le causaría un buen impacto.

—No creo que llegues muy lejos por teléfono. Ha tomado ya una decisión. Sólo tú puedes hacerle cambiar de opinión y no lo lograrás por teléfono.

—¿Qué día es hoy? —preguntó Lester después de una pausa, mientras Jake esperaba ansioso.

—Jueves, seis de junio.

—Vamos a ver —susurró Lester—. Estoy a diez horas de viaje. Trabajo mañana en el turno de las cuatro a la medianoche y, de nuevo, el domingo. Podría salir mañana a medianoche y llegar a Clanton a las diez de la mañana del sábado. Y marcharme de Clanton el domingo por la mañana para estar de regreso a las cuatro. Son muchas horas en coche, pero puedo hacerlo.

—Es muy importante, Lester. Creo que merece la pena desplazarse.

—¿Dónde estarás el sábado, Jake?

—Aquí, en mi despacho.

—De acuerdo. Iré a la cárcel y te llamaré si te necesito.

—Me parece bien. Otra cosa, Lester. Carl Lee me dijo que no te llamara. No se lo menciones.

—¿Qué le digo?

—Dile que has llamado a Iris y ella te lo ha contado.

—¿Qué Iris?

—Por Dios, Lester. Hace años que todo el mundo lo sabe. Todo el mundo menos su marido; y lo descubrirá.

—Espero que no. Habría otro asesinato. Y tú tendrías un nuevo cliente.

—Por favor. No logro conservar los que tengo. Llámame el sábado.

A las diez y media, comió la cena recalentada en el microondas. Hanna estaba dormida. Hablaron de Leroy Glass y del joven blanco de la camioneta robada. También de Carl Lee, pero no de Lester. Carla se sentía mejor y más segura, ahora que Carl Lee Hailey ya no tenía nada que ver con ellos. No habían recibido más llamadas, cruces ardientes ni malas miradas en la iglesia. Le aseguraba que habría otros casos. Jake apenas hablaba; se limitaba a comer y sonreír.