EL Consejo de Ministros, constituido por un grupo de sacerdotes negros, había sido fundado con objeto de coordinar las actividades políticas de las comunidades negras de Ford County. Raramente se reunía durante la legislatura, pero en los años en que había elecciones celebraba una reunión semanal los domingos por la tarde para entrevistar a los candidatos, discutir su política y, sobre todo, determinar la benevolencia de cada uno de ellos. Se hacían trazos, se elaboraban estrategias, se intercambiaba dinero. El consejo había demostrado que podía responder con el voto de los negros. Los donativos y las ofrendas a las iglesias negras aumentaban enormemente durante las elecciones.
El reverendo Ollie Agee había convocado en su iglesia una reunión especial del consejo el domingo por la tarde. Finalizó el sermón temprano y, a las cuatro, cuando sus feligreses ya se habían marchado, Cadillacs y Lincolns empezaron a llenar el aparcamiento. Las reuniones eran secretas y a las mismas sólo asistían los sacerdotes que pertenecían al consejo. Había veintitrés iglesias negras en Ford County y veintidós de sus miembros estaban presentes cuando el reverendo Agee inauguró la sesión. La reunión sería breve, puesto que algunos sacerdotes, y en particular los de la Iglesia de Cristo, debían celebrar poco después sus servicios vespertinos.
El objeto de la reunión, explicó, era el de organizar apoyo moral, político y financiero para Carl Lee Hailey, miembro destacado de su parroquia. Era preciso crear un fondo que permitiera asegurar la mejor defensa jurídica. Se crearía otro fondo para ayudar a su familia. El propio reverendo Agee dirigiría la colecta de fondos, y cada sacerdote sería responsable, como de costumbre, de su propia congregación. A partir del siguiente domingo se haría una colecta especial por la mañana y otra por la noche. Agee administraría el dinero para la familia a su discreción. La mitad de lo recaudado se destinaría a la defensa jurídica. El tiempo era importante: faltaba sólo un mes para el juicio. Era preciso recoger el dinero rápidamente, cuando el tema era candente y la gente se sentía generosa.
El consejo coincidía unánimemente con el reverendo Agee, que insistió además en que el NAACP interviniera en el caso Hailey, a quien no se sometería a juicio si fuera blanco. No en Ford County. Sólo se le juzgaba por ser negro, y ése era un tema en el que debía intervenir el NAACP, a cuyo director nacional se había dirigido ya un llamamiento. Las ramas de Memphis y de Jackson habían prometido su ayuda. Se convocarían conferencias de prensa. Se celebrarían manifestaciones. Tal vez se boicotearían los negocios de los blancos; táctica popular en aquel momento, cuyos resultados eran asombrosos.
Convenía actuar inmediatamente, cuando la gente estaba dispuesta a cooperar y a ofrecer dinero. Todos los sacerdotes estuvieron de acuerdo y se dispersaron para regresar a sus iglesias respectivas.
Debido en parte a la fatiga y en parte a la vergüenza, Jake durmió durante el servicio religioso. Carla preparó unas tartas y tomaron un largo desayuno con Hanna en el jardín. Decidió no leer los periódicos del domingo, después de ver en primera plana del segundo fascículo de The Memphis Post una página entera dedicada a Marsharfsky y a su famoso cliente. El caso Hailey presentaba el mayor de los retos, decía. Se debatirían importantes temas jurídicos y sociales. Prometía una defensa innovadora y alardeaba de no haber perdido un caso de asesinato en doce años. Sería difícil, pero confiaba en la sensatez e imparcialidad de los jurados de Mississippi.
Jake leyó el artículo sin comentario alguno y lo arrojó a la papelera.
A pesar de que Jake tenía trabajo, Carla sugirió una merienda en el campo. Cargaron el Saab con comida y juguetes y se dirigieron al lago. Las aguas castañas y cenagosas del lago Chatulla habían vivido su ápice anual y en pocos días empezarían su lenta retirada hacia el centro del estanque. El nivel del agua atraía una flotilla de lanchas, balsas catamaranes y botes.
En la ladera de una colina, Carla colocó dos gruesos edredones en el suelo, junto a un roble, mientras Jake descargaba la comida y la casa de muñecas. Hanna organizó su familia numerosa de animales y automóviles sobre uno de los edredones, y empezó a darles órdenes. Sus padres la escuchaban con una sonrisa en los labios. Su nacimiento había sido una horrible y angustiosa pesadilla, después de sólo seis meses y medio de embarazo, con síntomas y pronósticos enormemente preocupantes. Jake había permanecido once días junto a la incubadora de la UCI, mientras aquel hermoso y diminuto cuerpecito purpúreo de kilo y medio se aferraba a la vida con la ayuda de un batallón de médicos y enfermeras que vigilaban los monitores, ajustaban tubos y agujas y movían la cabeza. Cuando estaba a solas, acariciaba la incubadora y se secaba las lágrimas de las mejillas. Dormía en una mecedora cerca de su hija y soñaba con una hermosa niña de ojos azules y cabello castaño que jugaba con muñecas y dormía sobre sus hombros. Oía incluso su voz.
Al cabo de un mes, las enfermeras sonrieron y los médicos se relajaron. A lo largo de una semana, se retiraron gradualmente los tubos. Su peso alcanzó los tres kilos, y los orgullosos padres la llevaron a su casa. Los médicos sugirieron que no tuviesen otro hijo a no ser que lo adoptaran.
Ahora era una niña perfecta y, cuando oía su voz, todavía le brotaban unas lágrimas. Comieron y rieron mientras Hanna instruía a sus muñecas sobre las normas de higiene.
—Ésta es la primera vez que te relajas desde hace dos semanas —dijo Carla cuando ambos estaban tumbados sobre el edredón.
Catamaranes multicolores zigzagueaban por el lago, eludiendo las veloces lanchas de esquiadores semiborrachos.
—El domingo pasado fuimos a la iglesia —respondió Jake.
—Y no dejabas de pensar en el juicio.
—Todavía lo hago.
—Pero ya no es de tu incumbencia.
—No lo sé.
—¿Cambiará de opinión?
—Puede que lo haga si Lester habla con él. Es difícil saberlo. Los negros son imprevisibles, sobre todo cuando tienen problemas. En realidad no puede quejarse. Tiene el mejor abogado criminalista de Memphis y le sale gratis.
—¿Quién paga sus honorarios?
—Un viejo amigo de Carl Lee, de Memphis; un individuo llamado Gato Bruster.
—¿Quién es?
—Un tipo muy rico. Chulo, traficante, ladrón y delincuente. Marsharfsky es su abogado. Son un par de malhechores.
—¿Te lo ha contado Carl Lee?
—No, no quiso contármelo y se lo pregunté a Ozzie.
—¿Lo sabe Lester?
—Todavía no.
—¿Qué quieres decir? ¿No pensarás llamarle?
—Sí, pensaba hacerlo.
—¿No crees que esto es ir demasiado lejos?
—No lo creo. Me parece que Lester tiene derecho a saberlo, y…
—Entonces Carl Lee debería contárselo.
—Debería, pero no lo hará. Ha cometido un error y no se da cuenta de ello.
—Pero es su problema, no el tuyo. Por lo menos ha dejado de serlo.
—Carl Lee está demasiado avergonzado para contárselo a Lester. Sabe que Lester se enojará y le dirá que ha cometido otro error.
—De modo que debes ser tú quien se inmiscuya en sus asuntos familiares.
—No. Pero creo que Lester debe saberlo.
—Estoy segura de que se enterará por los periódicos.
—Puede que no —respondió Jake, con poca convicción—. Creo que a Hanna le apetece un zumo de naranja.
—Creo que lo que pretendes es cambiar de tema.
—El tema no me preocupa. Quiero recuperar el caso y me propongo lograrlo. Lester es el único que puede conseguirlo.
Carla entornó los ojos y él percibió su mirada mientras contemplaba una balsa que se embarrancaba en el lodo de la orilla cercana.
—Jake, esto no es ético, y tú lo sabes —dijo en un tono sosegado, aunque firme y no desprovisto de sarcasmo.
—No es cierto, Carla. Soy un abogado muy ético.
—Siempre has hablado de ética. Pero ahora utilizas artimañas para conseguir el caso. Esto no es ético, Jake.
—Recuperar, no conseguir.
—¿Cuál es la diferencia?
—Intentar conseguir un caso no es ético. Pero nunca he visto que estuviera prohibido recuperarlo.
—No está bien, Jake. Carl Lee ha contratado a otro abogado y ya es hora de que lo olvides.
—¿Tú crees que a Marsharfsky le importa la ética? ¿Cómo crees que ha conseguido el caso? Su cliente nunca había oído hablar de él. Se ha propuesto conseguir el caso y lo ha logrado.
—¿Y eso justifica que ahora hagas tú lo mismo?
—Recuperar, no conseguir.
Hanna pidió galletas y Carla hurgó en la cesta. Jake se apoyó en un codo e hizo caso omiso de ellas. Pensaba en Lucien. ¿Qué haría en su situación? Probablemente, alquilaría un avión, volaría a Chicago, se reuniría con Lester, le daría algún dinero, le traería a casa consigo y le convencería para que persuadiera a Carl Lee. Aseguraría a Lester que Marsharfsky no podía ejercer en Mississippi y que, de todos modos, por su condición de forastero los fanáticos del jurado no confiarían en él. Llamaría a Marsharfsky, le acusaría de utilizar artimañas para conseguir el caso y le amenazaría con denunciarle por su falta de ética en cuanto pusiera un pie en Mississippi. Movilizaría a sus colaboradores negros para que llamaran a Gwen y a Ozzie y los persuadieran de que el único abogado con alguna posibilidad de ganar el caso era él. Por último, Carl Lee se daría por vencido y le llamaría.
Eso sería exactamente lo que Lucien haría. He ahí la ética.
—¿Por qué sonríes? —preguntó Carla.
—Pensaba en lo agradable que es estar aquí contigo y con Hanna. Deberíamos hacerlo más a menudo.
—Estás decepcionado, ¿no es cierto?
—Por supuesto. Nunca habrá otro caso como éste. Si lo ganara, me convertiría en el abogado más famoso de la región. Nunca tendríamos que volver a preocuparnos por el dinero.
—¿Y si lo perdieras?
—Entonces, al menos habría participado en la partida. Pero no puedo perder lo que no tengo.
—¿Avergonzado?
—Un poco. Es duro de tragar. Todos los abogados del condado se ríen del tema, a excepción, posiblemente, de Harry Rex. Pero lo superaré.
—¿Qué debo hacer con los recortes de periódicos?
—Guárdalos. Puede que todavía completes la colección.
La cruz era pequeña, de dos metros setenta de longitud por metro veinte de anchura para que cupiera en una camioneta de caja larga sin llamar la atención. Se solían utilizar cruces mucho mayores en los rituales, pero las de menor tamaño eran preferibles para las incursiones nocturnas en zonas residenciales. No se utilizaban con frecuencia, o por lo menos no con la frecuencia deseada por sus constructores. A decir verdad, hacía muchos años que no se habían utilizado en Ford County. La última había sido clavada en el jardín de un negro acusado de violar a una mujer blanca.
Pocas horas antes del amanecer del lunes, se levantó la cruz de la camioneta con silencio y rapidez y se insertó en un agujero de veinticinco centímetros de profundidad recién cavado en el jardín de la singular casa victoriana de Adams Street. A los pocos segundos de arrojar una pequeña antorcha al pie de la cruz, estaba toda en llamas. La camioneta desapareció en la oscuridad de la noche y se detuvo en una cabina telefónica de las afueras de la ciudad para llamar a la policía.
Al cabo de unos momentos, el agente Prather se personó en Adams Street y vio inmediatamente la cruz en llamas en el jardín de la casa de Jake. Se acercó, aparcó detrás del Saab, llamó a la puerta y esperó mientras contemplaba las llamas. Eran casi las tres y media. Llamó de nuevo. La calle estaba a oscuras y silenciosa, a excepción del resplandor de la cruz y de los estallidos de la madera que ardía a quince metros de distancia. Por fin, Jake abrió la puerta y quedó paralizado junto al agente mientras contemplaba atónito el espectáculo. Estaban ambos estupefactos, no sólo por la cruz ardiente, sino por su significado.
—Buenos días, Jake —dijo finalmente Prather, sin alejar la mirada de las llamas.
—¿Quién ha sido? —preguntó Jake, con la garganta seca y carrasposa.
—No lo sé. No se han identificado. Sólo han llamado para comunicárnoslo.
—¿Cuándo han llamado?
—Hace quince minutos.
Jake se pasó la mano por el cabello con el propósito de impedir que volara a merced de la suave brisa.
—¿Cuánto tiempo quemará? —preguntó, consciente de que Prather sabía tan poco como él sobre cruces en llamas.
—Quién sabe. Probablemente está empapada de petróleo. Huele como si lo estuviera. Tal vez arda durante un par de horas. ¿Quieres que llame a los bomberos?
Jake miró de un lado a otro de la calle, y comprobó que todas las casas estaban oscuras y silenciosas.
—No. No es preciso despertar a todo el mundo. Dejémosla que arda. ¿Crees que puede causar algún desperfecto?
—Es tu jardín.
Prather permanecía inmóvil, con las manos en los bolsillos y la barriga por encima del cinturón.
—Hacía mucho tiempo que no se veía algo parecido por estos entornos. La última que recuerdo fue en Karaway, en mil novecientos sesenta…
—Mil novecientos sesenta y siete.
—¿La recuerdas?
—Sí. Yo estudiaba en el instituto. Nos acercamos en coche para ver cómo ardía.
—¿Cómo se llamaba aquel negro?
—Robinson, un tal Robinson. Se le acusaba de haber violado a Velma Thayer.
—¿Lo hizo? —preguntó Prather.
—Así lo creyó el jurado. Está machacando algodón en Parchman hasta el fin de sus días.
Prather parecía satisfecho.
—Voy a llamar a Carla —susurró Jake antes de desaparecer, para regresar al cabo de un momento acompañado de su esposa.
—¡Santo cielo, Jake! ¿Quién ha hecho eso?
—Quién sabe.
—¿Es el KKK? —preguntó Carla.
—Es de suponer —respondió el agente—. No conozco a nadie más que se dedique a quemar cruces. ¿Y tú, Jake?
Jake movió la cabeza.
—Estaba convencido de que habían abandonado Ford County hacía muchos años —dijo Prather.
—Parece que han regresado —agregó Jake.
Carla estaba paralizada de terror, con la mano sobre la boca y el rostro enrojecido por el resplandor de las llamas.
—Haz algo, Jake. Apágala.
Jake contemplaba la hoguera y, una vez más, miró de un lado a otro de la calle. Los estallidos eran cada vez más sonoros y las llamas anaranjadas se elevaban en la oscuridad de la noche. Momentáneamente, tuvo la esperanza de que se extinguiera con rapidez, con ellos tres como únicos testigos, y que se limitase a desaparecer sin que nadie en Clanton lo supiera. Pero, de pronto, su propia estupidez le provocó una sonrisa.
Prather refunfuñó, evidentemente cansado de permanecer allí de pie.
—A propósito, Jake, preferiría no sacarlo a relucir, pero, según los periódicos, se han equivocado de abogado. ¿No es cierto?
—Probablemente no saben leer —susurró Jake.
—Seguramente.
—Dime, Prather, ¿sabes si hay algún miembro activo del Klan en este condado?
—Ninguno. Hay algunos en el sur del estado, pero ninguno por aquí. Por lo menos que yo sepa. El FBI nos ha dicho que el Klan es algo del pasado.
—No parece muy reconfortante.
—¿Por qué no?
—Porque si esos individuos son miembros del Klan, no son de por aquí. Han venido de lugares desconocidos. Eso indica que se lo toman en serio, ¿no te parece, Prather?
—No lo sé. Me parecería más preocupante que personas de la región trabajaran con el Klan. Podría significar que vuelve a instalarse el Klan en la zona.
—¿Qué significa la cruz? —preguntó Carla, dirigiéndose al agente.
—Es una advertencia. Un aviso para que uno deje de hacer lo que esté haciendo o, de lo contrario, la próxima vez quemarán algo más que un trozo de madera. Hace mucho tiempo que lo utilizan para intimidar a los blancos que sienten simpatía por los negros y los derechos civiles. Si los blancos no dejan de simpatizar con los negros, recurren a la violencia: bombas, dinamita, palizas e incluso asesinato. Pero creía que esto formaba parte del pasado. En vuestro caso, es su forma de advertir a Jake que se mantenga alejado de Hailey. Pero, puesto que ha dejado de ser su abogado, no sé lo que significa.
—Voy a ver cómo está Hanna —dijo Carla antes de entrar en la casa.
—Si tienes una manguera, la apagaré con mucho gusto —declaró Prather.
—Buena idea —respondió Jake—. Sentiría que la viesen los vecinos.
Jake y Carla se quedaron junto a la puerta en albornoz, viendo cómo el agente rociaba la cruz en llamas. La madera siseaba y humeaba en contacto con el agua, que cubría la cruz y sofocaba las llamas. Después de rociarla durante quince minutos, Prather enrolló cuidadosamente la manguera y la colocó detrás de los matorrales del parterre, junto a la puerta.
—Gracias —dijo Jake—. Procuremos que esto quede entre nosotros, ¿de acuerdo?
—Desde luego —respondió Prather mientras se secaba las manos en los pantalones y se arreglaba el sombrero—. Cerradlo todo con llave y, si oís algo, llamad a la comisaría. Durante unos días mantendremos los ojos bien abiertos.
Salió marcha atrás a la calle y condujo lentamente por Adams Street hacia la plaza. Jake y Carla se sentaron en la mecedora y contemplaron la cruz humeante.
—Me da la impresión de estar viendo un antiguo ejemplar de la revista Life —dijo Jake.
—O una página de un libro de texto de la historia de Mississippi. Tal vez deberíamos comunicarles que te han echado.
—Gracias.
—¿Gracias?
—Por ser tan directa.
—Lo siento. Preferirías que dijera despedido, despachado, o…
—Basta con que digas que ha encontrado otro abogado. Estás realmente asustada, ¿no es cierto?
—Sabes perfectamente que estoy asustada. Aterrorizada. Si son capaces de quemar una cruz en nuestro propio jardín, ¿qué puede impedirles incendiar la casa? No vale la pena, Jake. Quiero que seas feliz, que tengas éxito y todo lo demás, pero no a costa de nuestra seguridad. No hay caso que lo merezca.
—¿Te alegras de que me despidiera?
—Me alegro de que encontrara otro abogado. Puede que ahora nos dejen tranquilos.
Jake la tomó por los hombros y la sentó sobre sus rodillas. El sofá se mecía suavemente. Carla estaba hermosa a las tres y media de la madrugada, con su albornoz.
—¿No volverán?
—No. Ya han terminado con nosotros. Descubrirán que me he retirado del caso y llamarán para disculparse.
—No tiene ninguna gracia, Jake.
—Lo sé.
—¿Crees que se divulgará la noticia?
—No durante la próxima hora. Cuando abra el Coffee Shop a las cinco, Dell Perkins conocerá todos los detalles antes de servir la primera taza de café.
—¿Qué piensas hacer con eso? —preguntó Carla al tiempo que señalaba la cruz ahora apenas visible bajo la media luna.
—Se me ocurre una idea. La podríamos trasladar a Memphis y quemarla en el jardín de Marsharfsky.
—Me voy a la cama.
A las nueve de la mañana, Jake había acabado de dictar su instancia para retirarse como defensor del caso, que Ethel mecanografiaba afanosamente, cuando le llamó su secretaria por el intercomunicador:
—Señor Brigance, un tal señor Marsharfsky al teléfono. Le he dicho que estaba reunido y ha respondido que esperaría.
—Hablaré con él —dijo Jake, al tiempo que levantaba el auricular—. Diga.
—Señor Brigance, le habla Bo Marsharfsky, de Memphis. ¿Cómo está usted?
—De maravilla.
—Me alegro. Estoy seguro de que habrá visto los periódicos del sábado y domingo. ¿Los reciben en Clanton?
—Sí, y también tenemos teléfonos y servicio de correos.
—¿De modo que ha visto los artículos sobre el señor Hailey?
—Sí. Redacta usted muy bien.
—No tendré en cuenta su comentario. Quería hablar del caso Hailey, si dispone de un momento.
—Me encantaría.
—Según tengo entendido, el código de Mississippi exige que los letrados de otros estados se asocien con un letrado local para aparecer ante los tribunales.
—¿Quiere decir que no está colegiado en Mississippi? —preguntó Jake, con incredulidad.
—Pues…, no.
—Olvidó mencionarlo en sus artículos.
—Tampoco tendré en cuenta este comentario. ¿Exigen los jueces la asociación con un letrado local en todos los casos?
—A veces, pero no siempre.
—Comprendo. ¿Y el juez Noose?
—A veces.
—Gracias. De todos modos, acostumbro a hacerlo cuando tengo algún juicio en otro lugar del país. Suelen sentirse mejor con uno de los suyos sentado junto a mí.
—Muy amable por su parte.
—Supongo que no estaría dispuesto a…
—¡Debe de estar bromeando! —exclamó Jake—. Acaba de arrebatarme el caso y ahora pretende que le lleve el maletín. Está usted loco. Por nada del mundo vincularía mi nombre al suyo.
—Escúcheme, patán…
—No, escúcheme usted, lince. Puede que le sorprenda, pero en este Estado tenemos un código ético y jurídico que no permite solicitar casos ni clientes. Ayuda ilegal a un litigante, ¿ha oído hablar de ello? Claro que no. Pero es un delito en Mississippi, como en la mayoría de los estados. Tenemos normas éticas que prohíben seguir a las ambulancias y solicitar clientes. Le hablo de ética, señor lince, ¿me comprende?
—No busco los casos, jovencito. Vienen a mí.
—Como el de Carl Lee Hailey. Pretende hacerme creer que encontró su número en las páginas amarillas. Seguro que tiene un anuncio de página entera junto a los abortistas.
—Me ha sido recomendado.
—Claro, por un chulo. Sé exactamente cómo lo ha conseguido. Un caso evidente de solicitación. Puede que lo denuncie al Colegio de Abogados. O, mejor aún, tal vez solicite al gran jurado que investigue sus métodos.
—Claro, tengo entendido que usted y el fiscal del distrito son íntimos amigos. Buenos días, letrado.
Marsharfsky pronunció la última palabra antes de colgar el teléfono. Jake tardó una hora en tranquilizarse, pero siguió con el informe que estaba redactando. Lucien se habría sentido orgulloso de él.
Poco antes del almuerzo, Jake recibió una llamada de Walter Sullivan, del bufete de Sullivan.
—¿Jake, amigo mío, cómo estás?
—Encantado de la vida.
—Me alegro. Escúchame, Jake, Bo Marsharfsky es un viejo amigo mío. Hace años defendimos a un par de banqueros acusados de fraude. Además, ganamos el caso. Es un gran abogado. Se ha asociado conmigo como letrado local para el caso de Carl Lee Hailey. Sólo quería que lo supieras…
Jake dejó caer el auricular y salió de su despacho. Pasó la tarde en el jardín de la casa de Lucien.