16

LA sueca había llamado varias veces durante las dos semanas de estancia de su marido en Mississippi. No confiaba en él cuando estaba ahí. Tenía antiguas novias de las que le había hablado. Cada vez que llamaba, Lester no estaba en casa y Gwen mentía diciéndole que había ido de pesca o a cortar leña para comprar víveres. Gwen estaba harta de mentir, Lester de ir de parranda, y también estaban hartos el uno del otro. Cuando el viernes sonó el teléfono antes del amanecer, contestó Lester. Era la sueca.

Al cabo de dos horas, el Cadillac rojo estaba aparcado junto a la cárcel. Moss Junior acompañó a Lester a la celda de Carl Lee. Los dos hermanos susurraban mientras los demás internos dormían.

—Debo regresar a mi casa —susurró Lester, entre tímido y avergonzado.

—¿Por qué? —preguntó Carl Lee, como si se lo esperara.

—Ha llamado mi esposa. Si no vuelvo al trabajo mañana por la mañana, me echan a la calle.

Carl Lee asintió.

—Lo siento, hermano. Lamento marcharme, pero no tengo otra alternativa.

—Lo comprendo. ¿Cuándo volverás?

—¿Cuándo quieres que vuelva?

—Para el juicio. Será muy duro para Gwen y para los niños. ¿Podrás estar aquí entonces?

—Sabes que sí. Incluso podré tomarme unas pequeñas vacaciones. Aquí estaré.

Sentados al borde del catre de Carl Lee, se miraban en silencio. La celda permanecía oscura y tranquila. Las literas situadas frente al catre de Carl Lee estaban desocupadas.

—Había olvidado lo desagradable que es este lugar —dijo Lester.

—Espero no seguir aquí mucho tiempo.

Después de ponerse de pie y darse un abrazo, Lester llamó a Moss Junior para que le abriera la celda.

—Me siento orgulloso de ti, hermano —dijo Lester antes de emprender camino a Chicago.

La segunda visita que recibió Carl Lee aquella mañana fue la de su abogado, que se reunió con él en el despacho de Ozzie. Jake tenía los ojos irritados y estaba quisquilloso.

—Carl Lee, ayer hablé con dos psiquiatras de Memphis. ¿Sabes a cuánto ascienden sus honorarios mínimos para evaluarte de cara al juicio? ¿Te lo imaginas?

—¿Se supone que debería saberlo? —preguntó Carl Lee.

—Mil dólares —exclamó Jake—. Mil dólares. ¿De dónde vas a sacar mil dólares?

—Te di todo el dinero que tenía. Incluso te ofrecí…

—No me interesa la escritura de tu propiedad. ¿Sabes por qué? Porque nadie quiere comprarla y, si no puedes venderla, no sirve para nada. Debemos conseguir el dinero, Carl Lee. No para mí, sino para los psiquiatras.

—¿Por qué?

—¡Por qué! —repitió Jake con incredulidad—. ¿Por qué? Porque me gustaría evitar que acabaras en la cámara de gas, que se encuentra a sólo ciento cincuenta kilómetros de aquí. No está muy lejos. Y para lograrlo, debo convencer al jurado de que no estabas en plena posesión de tus facultades mentales cuando disparaste contra esos chicos. Yo no puedo decirles que estabas loco. Tú no puedes decirles que estabas loco. Debe hacerlo un psiquiatra. Un experto. Un doctor. Y no trabajan gratis. ¿Comprendes?

Carl Lee se apoyó sobre las rodillas y observó una araña que avanzaba por la polvorienta alfombra. Después de doce días en la cárcel y dos apariciones ante el juez estaba harto del sistema jurídico. Pensaba en las horas y minutos anteriores al asesinato. Sin duda, los muchachos merecían morir. No se arrepentía de lo hecho. ¿Pero había pensado en la cárcel, la pobreza, los abogados o los psiquiatras? Tal vez, pero sólo de refilón. No eran más que molestias inevitables, que debería soportar temporalmente hasta que le pusieran en libertad. Consumado el hecho, sería procesado, exonerado y puesto en libertad. Sería fácil, al igual que la experiencia de Lester, casi desprovista de dolor.

Pero ahora las cosas funcionaban de otro modo. Se conspiraba para que permaneciera en la cárcel, para convertir a sus hijos en huérfanos. Parecían haber decidido castigarle por hacer algo que él consideraba inevitable. Y, ahora, su único aliado le venía con exigencias que no podía satisfacer. Su abogado le pedía lo imposible. Su amigo Jake estaba enojado y le hablaba a gritos.

—Consigue el dinero —exclamó Jake, de camino a la puerta—. Pídeselo a tus hermanos, a la familia de Gwen, a tus amigos, a la iglesia; pero consíguelo. Y cuanto antes.

Jake dio un portazo y abandonó la cárcel.

La tercera visita de Carl Lee aquella mañana llegó poco antes del mediodía, en una larga limusina negra con chofer y matrícula de Tennessee. Después de maniobrar en el pequeño aparcamiento, se detuvo ocupando el espacio de tres coches. Se apeó el corpulento guardaespaldas negro que iba al volante, abrió la puerta a su amo y ambos entraron en la cárcel.

—Buenos días —dijo la secretaria, que había dejado de mecanografiar para mirarles con suspicacia.

—Buenos días —respondió el más bajo, con un parche en el ojo—. Me llamo Gato Bruster y deseo hablar con el sheriff Walls.

—¿Puede decirme cuál es el propósito de su visita?

—Sí señora. Está relacionada con el señor Hailey, residente en sus impecables dependencias.

El sheriff oyó su nombre y asomó la cabeza por la puerta de su despacho para recibir a su infame visitante.

—Señor Bruster, soy Ozzie Walls.

Se dieron la mano mientras el guardaespaldas permanecía inmóvil.

—Encantado de conocerle, sheriff. Soy Gato Bruster, de Memphis.

—Sí. Le conozco. Le he visto en las noticias. ¿Qué le trae a Ford County?

—Un gran amigo mío está metido en un buen lío. Se trata de Carl Lee Hailey, y he venido para ayudarle.

—¿Quién es ése? —preguntó Ozzie mirando al guardaespaldas.

Ozzie media metro noventa y era por lo menos diez centímetros más bajo que el guardaespaldas, que debía de pesar unos ciento treinta y cinco kilos concentrados, sobre todo, en los músculos de sus brazos.

—Éste es el pequeño Tom —respondió Gato—. Para abreviar, le llamamos simplemente pequeño.

—Comprendo.

—Es una especie de guardaespaldas.

—¿No irá armado?

—No, sheriff, no necesita ningún arma.

—De acuerdo. ¿Por qué no pasan usted y el pequeño a mi despacho?

Cuando entraron, el pequeño cerró la puerta y se quedó junto a ella, mientras su jefe se sentaba frente al sheriff.

—Puede sentarse si lo desea —dijo Ozzie.

—No, sheriff, siempre se queda junto a la puerta. Es fiel a su adiestramiento.

—¿Como una especie de perro policía?

—Exactamente.

—Bien. ¿De qué quiere hablar?

Gato cruzó las piernas y colocó una mano cargada de diamantes sobre la rodilla.

—El caso es, sheriff, que Carl Lee y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo. Luchamos juntos en Vietnam. Fuimos víctimas de una emboscada cerca de Da Nang, en el verano del setenta y uno. A mí me dieron en la cabeza y, a los pocos segundos, le alcanzaron a él en la pierna. Nuestra patrulla desapareció y esos orientales de mierda nos utilizaban como blanco. Carl Lee se arrastró hasta mí, me cargó sobre sus hombros y corrió entre los disparos hasta una cuneta junto al camino. Permanecí agarrado a su espalda mientras él se arrastraba a lo largo de más de tres kilómetros. Me salvó la vida. Le concedieron una medalla. ¿Lo sabía?

—No.

—Es cierto. Pasamos dos meses juntos en un hospital de Saigón, en camas contiguas, y a continuación abandonamos Vietnam. No tengo intención de regresar.

Ozzie escuchaba atentamente.

—Y, ahora que mi amigo tiene problemas, quiero ayudarle.

—¿Fue usted quien le suministró el M-16?

—Claro que no —sonrió Gato, al tiempo que el pequeño gruñía.

—¿Desea verle?

—Por supuesto. ¿Así de fácil?

—Sí. Si el pequeño deja la puerta libre, iré en busca de él.

El pequeño se hizo a un lado y, al cabo de dos minutos, Ozzie regresó con el preso. Gato le recibió con gran algarabía, abrazos y palmadas. Carl Lee miró de reojo a Ozzie, quien se dio por aludido y salió del despacho. A continuación, juntaron dos sillas y empezaron a hablar.

—Estoy muy orgulloso de ti por lo que has hecho —dijo Gato—. Realmente orgulloso. ¿Por qué no me dijiste para qué querías el arma?

—Simplemente no lo hice.

—¿Cómo ocurrió?

—Como en Vietnam, salvo que no devolvían los disparos.

—Es el mejor sistema.

—Supongo. Pero ojalá no hubiera ocurrido.

—¿No tendrás remordimientos?

Carl Lee se meció en su silla y contempló el techo.

—Volvería a hacer exactamente lo mismo, de modo que no tengo remordimientos. Pero ojalá no se hubieran metido con mi niña. Preferiría que nada de eso hubiera ocurrido.

—Claro, claro. Debe de ser duro para ti estar aquí.

—No estoy preocupado por mí. Lo que me inquieta es mi familia.

—Claro, claro. ¿Cómo está tu esposa?

—Bien. Sobrevivirá.

—Leí en los periódicos que el juicio se celebrará en julio. Últimamente la prensa se ha ocupado más de ti que de mí.

—Sí, Gato, pero a ti nunca te condenan. En mi caso, no estoy tan seguro.

—Tienes un buen abogado, ¿no es cierto?

—Sí. Es bueno.

Gato se levantó y, mientras paseaba por el despacho, se dedicó a admirar los trofeos y certificados de Ozzie.

—Ésta es la razón principal de mi visita, amigo mío.

—¿A qué te refieres? —preguntó Carl Lee sin estar seguro de lo que su amigo se proponía, pero convencido de que no había venido en vano.

—¿Sabes, Carl Lee, a cuántos juicios me han sometido?

—Parece que uno tras otro.

—¡Cinco! Me han juzgado cinco veces. Los federales. El Estado. La ciudad. Por drogas, juego, soborno, armas, corrupción, prostitución. Cítame otro delito: también me han juzgado por él. ¿Y quieres que te diga una cosa, Carl Lee?: siempre he sido culpable de todo ello. Cada vez que me han sometido a juicio, era más culpable que el demonio. ¿Sabes cuántas veces me han condenado?

—No.

—¡Ninguna! No me han condenado una sola vez. Cinco juicios y cinco veces declarado inocente.

Carl Lee sonrió con admiración.

—¿Sabes por qué no pueden declararme culpable?

Carl Lee lo sospechaba, pero movió la cabeza.

—Porque tengo al abogado criminalista más astuto, ruin y corrupto de la región. Engaña, juega sucio y la policía le odia. Pero yo estoy aquí, en lugar de en la cárcel. Hace lo que sea necesario para ganar un caso.

—¿Quién es? —preguntó Carl Lee con anhelo.

—Lo has visto muchas veces por televisión, entrando y saliendo del Juzgado. Cada vez que alguien importante del bajo mundo tiene problemas, está ahí. Defiende a los narcotraficantes, a los políticos, a mí; a todos los delincuentes importantes.

—¿Cómo se llama?

—Se ocupa sólo de casos penales; principalmente droga, soborno, extorsión y cosas por el estilo. ¿Pero sabes cuáles son sus casos predilectos?

—¿Cuáles?

—Asesinato. Le encantan los casos de asesinato. No ha perdido nunca ninguno. Se ocupa de todos los importantes en Memphis. Recuerda cuando cogieron a aquellos dos negros, que habían arrojado a un individuo desde el puente al Mississippi. Los atraparon con las manos en la masa. Hace cosa de cinco años.

—Sí, lo recuerdo.

—Hubo un juicio muy espectacular, que duró dos semanas, y salieron en libertad. Él era su abogado. Los sacó de la cárcel. Ambos, inocentes.

—Me parece que recuerdo haberlo visto por televisión.

—Claro que lo viste. Es muy astuto, Carl Lee. Te aseguro que nunca pierde.

—¿Cómo se llama?

—Bo Marsharfsky —declaró solemnemente Gato con la mirada fija en el rostro de Carl Lee, después de dejarse caer en su silla.

Carl Lee levantó la mirada, como si recordara el nombre.

—¿Y bien?

—Pues que quiere ayudarte, amigo mío —respondió Gato después de colocar una mano con ocho quilates sobre la rodilla de Carl Lee.

—Tengo ya un abogado al que no puedo pagar. ¿Cómo voy a permitirme otro?

—No tienes que pagarle, Carl Lee. Ahí es donde intervengo yo. Le tengo permanentemente en nómina. Me pertenece. El año pasado le pagué alrededor de cien mil dólares sólo para que me evitara problemas. Tú no tienes que pagar nada.

De pronto, despertó en Carl Lee un enorme interés por Bo Marsharfsky.

—¿De qué conoce mi caso?

—Lee los periódicos y ve la televisión. Ya sabes cómo son los abogados. Ayer pasé por su despacho y estaba examinando un periódico con tu fotografía en primera plana. Le hablé de nosotros y se excitó como un loco. Dijo que debía ocuparse de tu caso. Le respondí que yo intervendría.

—¿Y ésta es la razón de tu visita?

—Exacto, exacto. Dijo que sabía exactamente a quién recurrir para sacarte de la cárcel.

—¿Por ejemplo?

—Doctores, psiquiatras y gente por el estilo. Los conoce a todos.

—Cuestan dinero.

—¡De eso me ocupo yo, Carl Lee! ¡Escúchame! Yo pagaré todos los gastos. Tendrás el mejor abogado y los mejores médicos del mercado, y tu viejo amigo Gato saldará la cuenta. ¡No te preocupes por el dinero!

—Pero ya tengo un buen abogado.

—¿Qué edad tiene?

—Supongo que unos treinta años.

—Es un niño, Carl Lee —respondió Gato, al tiempo que levantaba con asombro la mirada—. Hace sólo cuatro días que salió de la facultad. Marsharfsky tiene cincuenta y se ha ocupado de más casos de asesinato que los que tu muchacho verá jamás. Es tu vida lo que está en juego, Carl Lee. No la dejes en manos de un novato.

De pronto Jake era excesivamente joven. Pero, durante el juicio de Lester, todavía lo era más. Y ganó.

—Escúchame, Carl Lee, he participado en muchos juicios y esa basura es muy técnica y compleja. Basta que alguien cometa un error para que te condenen. Si a ese joven se le pasa algo por alto, eso puede significar la diferencia entre la vida y la muerte. No puedes permitirte tener ahí a un jovenzuelo con la esperanza de que no meta la pata. Un error —dijo Gato al tiempo que chasqueaba los dedos de un modo espectacular—, y acabas en la cámara de gas. Marsharfsky no comete errores.

—¿Estaría dispuesto a trabajar con mi abogado? —preguntó Carl Lee, acorralado, en busca de un compromiso.

—¡No! De ningún modo. No trabaja con nadie. No necesita ayuda. Tu muchacho sería un estorbo.

Carl Lee apoyó los codos sobre las rodillas y se contempló la punta de los pies. Le resultaría imposible conseguir los mil dólares para el médico. No comprendía por qué lo necesitaba, puesto que no se había sentido en ningún momento enajenado, pero evidentemente era indispensable. Todo el mundo parecía creerlo. Mil dólares para un médico barato. Y Gato le ofrecía lo mejor del mercado.

—Sentiría hacerle eso a mi abogado —susurró Carl Lee.

—No seas estúpido —exclamó Gato—. Quien debe preocuparte es Carl Lee, y no ese chiquillo. No es el momento de preocuparse por las susceptibilidades de los demás. Es un abogado; olvídalo. Lo superará.

—Pero ya le he pagado…

—¿Cuánto? —preguntó Gato mientras hacía una seña al pequeño.

—Novecientos pavos.

El pequeño sacó un fajo de dinero, Gato separó nueve billetes de cien dólares y los metió en el bolsillo de la camisa de Carl Lee.

—Y aquí tienes algo para los niños —agregó, al tiempo que sacaba un billete de mil dólares y se lo colocaba también en el bolsillo.

A Carl Lee se le aceleró el pulso sólo de pensar en el dinero que le cubría el corazón. Sintió cómo se movía en su bolsillo con una ligera presión en el pecho. Deseaba contemplar el billete de mil dólares y agarrarlo con fuerza en la mano. Comida, pensó, comida para los niños.

—¿Trato hecho? —sonrió Gato.

—¿Quieres que despida a mi abogado y contrate al tuyo? —preguntó cuidadosamente.

—Por supuesto, por supuesto.

—¿Y tú te ocuparás de todos los gastos?

—Claro, claro.

—¿Y este dinero?

—Es tuyo. Avísame cuando necesites más.

—Es extraordinariamente generoso por tu parte, Gato.

—Soy un buen tipo. Ayudo a dos amigos. Uno me salvó la vida hace muchos años y el otro me evita problemas graves cada dos años.

—¿Por qué está tan interesado en mi caso?

—La publicidad. Ya sabes cómo son los abogados. Fíjate en el revuelo que ese chiquillo ha organizado ya en los periódicos. Es el sueño de un abogado. ¿Trato hecho?

—Sí. Trato hecho.

Gato le dio una cariñosa palmada en la espalda y se acercó al teléfono del escritorio de Ozzie.

—Cobro revertido con el 901 566 9800 —dijo, después de marcar unos números—. Llamada personal de Gato Bruster con Bo Marsharfsky.

En el vigésimo piso de un edificio del centro de la ciudad, Bo Marsharfsky colgó el teléfono y preguntó a su secretaria si estaba preparado el comunicado para la prensa. Ella se lo entregó y el letrado lo leyó atentamente.

—Me parece bien —dijo—. Entréguelo inmediatamente a ambos periódicos. Dígales que utilicen la fotografía del archivo, la más reciente. Hable con Frank Fields, del Post. Dígale que lo quiero mañana en primera plana. Me debe un favor.

—Sí señor. ¿Y las emisoras de televisión? —preguntó la secretaria.

—Entrégueles una copia. No puedo hacer ninguna declaración ahora, pero celebraré una conferencia de prensa en Clanton la próxima semana.

Lucien llamó por teléfono a las seis y media de la mañana del sábado. Carla permaneció hundida bajo las sábanas e hizo caso omiso del teléfono. Jake extendió el brazo hacia la pared y palpó la lámpara hasta dar con el auricular.

—Diga —logró pronunciar débilmente.

—¿Qué estás haciendo?

—Dormía hasta que sonó el teléfono.

—¿Has visto el periódico?

—¿Qué hora es?

—Ve a buscar el periódico y llámame cuando lo hayas leído.

Se cortó la comunicación. Jake contempló el auricular y lo dejó sobre la mesilla. A continuación, se sentó al borde de la cama, se frotó los ojos e intentó recordar la última vez que Lucien lo había llamado a su casa. Debía de ser importante.

Preparó un café, soltó al perro y, en pantalón corto y camiseta, se dirigió apresuradamente al portalón del jardín, donde los tres periódicos matutinos habían caído a escasos centímetros uno de otro. Los abrió sobre la mesa de la cocina, junto a su taza de café. Nada en el periódico de Jackson. Nada en el de Tupelo. El titular de The Memphis Post hacía referencia a matanzas en el Próximo Oriente, y entonces lo vio. En la segunda mitad de la primera plana vio su fotografía, con la leyenda: «Sale Jake Brigance». Junto a la misma, había una fotografía de Carl Lee y, a continuación, la foto de un rostro que hasta entonces nunca había visto. Debajo del mismo aparecían las palabras: «Entra Bo Marsharfsky». El titular anunciaba que el conocido abogado criminalista de Memphis había sido contratado para representar al vengador.

Jake estaba aturdido, débil y confundido. Debía tratarse de un error. El día anterior había estado con Carl Lee. Leyó lentamente el artículo. Los detalles eran escasos y se limitaba a enumerar los principales éxitos de Marsharfsky, quien prometía celebrar una conferencia de prensa en Clanton. Decía que el caso presentaría nuevos retos, etcétera, y que tenía fe en los jurados de Ford County.

Jake se puso silenciosamente un pantalón caqui almidonado y una camisa. Su esposa seguía oculta en algún lugar bajo las sábanas. Se lo comunicaría más tarde. Cogió el periódico y se dirigió a su despacho. No sería prudente pasar por el Coffee Shop. Junto al escritorio de Ethel, leyó nuevamente el artículo y contempló su fotografía en primera plana.

Lucien le ofreció unas palabras de consuelo. Sabía quién era Marsharfsky, a quien se conocía como el Lince. Era un elegante bribón, astuto y sutil. Lucien lo admiraba.

Moss Junior condujo a Carl Lee al despacho de Ozzie, donde Jake le esperaba con el periódico. El agente se retiró inmediatamente y cerró la puerta. Carl Lee se sentó en el pequeño sofá de plástico negro.

—¿Has visto esto? —preguntó Jake, al tiempo que le arrojaba el periódico.

Carl Lee le miró fijamente, sin prestar atención alguna al periódico.

—¿Por qué, Carl Lee?

—No tengo por qué darte explicaciones, Jake.

—Claro que debes hacerlo. No has tenido agallas para llamarme y contármelo como un hombre. Has dejado que me enterase por los periódicos. Exijo una explicación.

—Me pedías demasiado dinero, Jake. No dejabas de quejarte. Aquí estoy yo, metido en la cárcel, y no has dejado de atormentarme sobre algo que no puedo solucionar.

—Dinero. ¿Si no puedes pagarme a mí, cómo te las arreglarás con los honorarios de Marsharfsky?

—A él no tengo que pagarle nada.

—¡Cómo!

—Lo que has oído. No me cuesta nada.

—No me dirás que trabaja gratis.

—No. Le paga otro.

—¿Quién? —exclamó Jake.

—No puedo decírtelo. No es de tu incumbencia, Jake.

—¿Has contratado al abogado criminalista más famoso de Memphis y otra persona paga sus honorarios?

—Efectivamente.

Debe de tratarse del NAACP, pensó Jake. Pero no, no contratarían a Marsharfsky. Tienen sus propios abogados. Además, es demasiado caro para ellos. ¿De quién podría tratarse?

Carl Lee cogió el periódico y lo dobló meticulosamente. Se sentía incómodo y avergonzado, pero la decisión ya estaba tomada. Había pedido a Ozzie que llamara a Jake para comunicárselo, pero el sheriff no quiso inmiscuirse. Debía haber llamado, de acuerdo; sin embargo, no estaba dispuesto a disculparse. Observó su fotografía en primera plana. Le gustó lo de vengador.

—¿Y no vas a decirme de quién se trata? —preguntó Jake, más sosegadamente.

—No, Jake, no voy a decírtelo.

—¿Lo hablaste con Lester?

—No —respondió, al tiempo que lo volvía a mirar fijamente—. No es su juicio, ni es de su incumbencia.

—¿Dónde está?

—En Chicago. Se marchó ayer. La decisión está tomada, Jake.

Veremos, dijo Jake para sus adentros. Lester no tardaría en averiguarlo.

—Eso es. Estoy despedido. Sin más —dijo Jake, después de abrir la puerta.

Carl Lee miraba fijamente la fotografía, sin decir palabra.

Carla desayunaba y esperaba. Había llamado un periodista desde Jackson preguntando por Jake y le había hablado de Marsharfsky.

No intercambiaban palabras, sólo gestos. Jake se sirvió un café y salió al patio posterior, donde, entre sorbos, se dedicó a observar los descuidados setos que rodeaban el alargado jardín. Un caluroso sol calentaba el césped y secaba el rocío, levantando una humedad pegadiza que se adhería a su camisa. La hierba y los setos estaban a la espera de su aseo semanal. Después de quitarse las zapatillas, caminó descalzo por el césped mojado hasta una jofaina quebrada que servía de piscina para los pájaros, junto al trasegado mirto que era el único árbol del jardín.

Carla siguió sus pasos y se detuvo junto a él, que la cogió de la mano con una sonrisa en los labios.

—¿Estás bien? —preguntó Carla.

—Sí, estoy bien.

—¿Has hablado con él?

—Sí.

—¿Qué te ha dicho?

Jake movió la cabeza, sin responder.

—Lo siento.

Jake asintió, con la mirada fija en la jofaina.

—Habrá otros casos —dijo Carla, con escasa convicción.

—Lo sé.

Jake pensó en Buckley, e imaginó sus carcajadas. Pensó en los clientes del Coffee Shop y se prometió no volver a pisar el establecimiento. Pensó en las cámaras y en los periodistas, y se le formó un nudo en el estómago. Pensó en Lester, su única esperanza de recuperar el caso.

—¿Te apetece desayunar? —preguntó Carla.

—No, gracias. No tengo hambre.

—Míralo por el lado positivo. Ahora no tendremos miedo al contestar al teléfono.

—Creo que voy a cortar el césped —dijo Jake.