HARRY Rex Vonner era un guarro de abogado especializado en divorcios escabrosos que siempre tenía a algún desgraciado en la cárcel por demoras en los pagos de la pensión. Era ruin y rencoroso, y muy popular entre las parejas de Ford County que deseaban divorciarse. Era capaz de conseguir los hijos, la casa, la granja, el vídeo, el microondas y todo lo demás. Un rico agricultor lo tenía permanentemente contratado para evitar que lo hiciera su esposa vigente en el próximo divorcio. Harry Rex transfería sus casos penales a Jake y Jake mandaba sus divorcios escabrosos a Harry Rex. Eran amigos y les desagradaban los demás abogados, especialmente los del bufete Sullivan.
—¿Está Jake? —gritó en presencia de Ethel el martes por la mañana después de irrumpir en el vestíbulo.
Empezó a subir por la escalera mientras la desafiaba con la mirada para que no se atreviera a abrir la boca, y ella, demasiado sensata para preguntarle si le esperaba, se limitaba a asentir con la cabeza. En más de una ocasión le había soltado alguna palabrota. Le había soltado palabrotas a todo el mundo. Hacía retumbar la escalera con sus pasos y jadeaba cuando llegó al enorme despacho.
—Buenos días, Harry Rex. ¿Vas a quedarte sin respiración?
—¿Por qué no te instalas en un despacho de la planta baja? —preguntó, con la respiración entrecortada.
—Necesitas ejercicio. De no ser por estas escaleras, pesarías más de ciento treinta kilos.
—Gracias. A propósito, ahora vengo del Juzgado. Noose quiere verte, a ser posible a las diez y media. Desea hablar de Hailey contigo y con Buckley para fijar las fechas del proceso, el juicio y demás trámites. Me ha pedido que te lo diga.
—De acuerdo. Ahí estaré.
—¿Supongo que has oído lo del gran jurado?
—Por supuesto. Aquí tengo una copia del auto de procesamiento.
—No, no —sonrió Harry Rex—. Me refiero al voto del jurado.
Jake quedó paralizado, con la mirada fija en su compañero. Harry Rex se movía por el condado en círculos oscuros y silenciosos como los de una nube. Era una fuente inagotable de chismes y rumores, y se enorgullecía de divulgar sólo la verdad en la mayoría de los casos. Era el primero en saberlo casi todo. La leyenda de Harry Rex había empezado veinte años antes, con su primer juicio ante un jurado. La empresa ferroviaria a la que había demandado por millones de dólares se negaba a pagar un céntimo y, después de tres días de juicio, el jurado se retiró a deliberar. Los abogados de la empresa ferroviaria empezaron a intranquilizarse al ver que el jurado no regresaba rápidamente con un veredicto favorable a su causa y, al entrar en el segundo día de deliberaciones, ofrecieron veinticinco mil dólares a Harry Rex para zanjar el pleito. Con increíble aplomo, los mandó al diablo. Su cliente quería el dinero y también lo mandó a freír espárragos. Al cabo de unas horas, el jurado, hastiado y fatigado, regresó a la sala y emitió un veredicto por ciento cincuenta mil dólares. Después de despedirse con un gesto obsceno de los abogados de la empresa ferroviaria y saludar con desprecio a sus clientes, Harry Rex se dirigió al bar del Best Western, donde invitó a todos los presentes. Durante la prolongada velada, contó con todo detalle cómo había instalado micrófonos en la sala del jurado y sabía exactamente lo que en ella se decía. Se divulgó la noticia y Murphy encontró unos cables ocultos entre los tubos de la calefacción de la sala del jurado. El Colegio de Abogados investigó el caso, pero no descubrió nada. Desde hacía veinte años, los jueces ordenaban a los oficiales del Juzgado que inspeccionaran la sala del jurado cuando Harry Rex estaba de algún modo vinculado al caso.
—¿Cómo sabes lo del voto? —preguntó Jake con suspicacia, pendiente de cada una de sus palabras.
—Tengo mis fuentes.
—¿Y cómo fue el voto?
—Doce contra seis. Con un voto menos, no tendrías esos autos de procesamiento en la mano.
—Doce contra seis —repitió Jake.
—Poco le faltó a Buckley para que le diera un síncope. Un individuo llamado Crowell que, a propósito, es blanco, se hizo cargo de la situación y casi convenció a suficientes miembros del jurado para que no acusaran formalmente a tu cliente.
—¿Conoces a ese Crowell?
—Me ocupé de su divorcio hace un par de años. Vivía en Jackson hasta que su primera esposa fue violada por un negro. Ella se volvió loca y se divorciaron. Entonces ella cogió un cuchillo de cocina y se cortó las muñecas. A continuación, él se trasladó a Clanton y se casó con un putón verbenero de un pueblo cercano. El matrimonio duró un año. Subyugó por completo a Buckley. Le ordenó que se sentara y cerrara el pico. Ojalá hubieras podido verlo.
—Parece que lo hayas visto.
—No. Sólo tengo una buena fuente de información.
—¿Quién?
—Por favor, Jake.
—¿Has vuelto a instalar micrófonos en la sala?
—No. Me limito a escuchar. Buena señal, ¿no te parece?
—¿Qué?
—El voto tan justo. Seis entre dieciocho votaron para que le soltaran. Cinco negros y Crowell. Es un buen indicio. Con un par de negros en el jurado lograrás que no se pongan de acuerdo. ¿No es cierto?
—No es tan fácil. Si el juicio se celebra en este condado es bastante probable que todos los componentes del jurado sean blancos. Aquí es común que esto ocurra y, como bien sabes, son todavía muy constitucionales. Además, ese tal Crowell parece haber salido de la nada.
—Ésa fue también la impresión de Buckley. Tendrías que ver a ese imbécil. Pasea por el Palacio de Justicia como un pavo real, dispuesto a firmar autógrafos después de su aparición anoche en la pantalla. Nadie quiere hablar del tema, pero él se las arregla para introducirlo en todas las conversaciones. Es como un chiquillo que quiere llamar la atención.
—Ten cuidado. Puede ser tu próximo gobernador.
—No si pierde el caso de Hailey. Y lo perderá, Jake. Escogeremos un buen jurado, doce buenos y leales ciudadanos, y entonces los sobornaremos.
—No te he oído.
—Siempre funciona.
Cuando pasaban unos minutos de las diez y media, Jake entró en el despacho del juez, situado en la parte posterior del Palacio de Justicia, y estrechó tranquilamente las manos de Buckley, Musgrove e Ichabod. Lo estaban esperando. Noose le indicó que tomara una silla y se instaló tras su escritorio.
—Jake, tardaremos sólo unos minutos. Me gustaría firmar el auto de procesamiento contra Carl Lee Hailey a las nueve de la mañana. ¿Algún inconveniente?
—No, ninguno —respondió Jake.
—Nos ocuparemos también de otros autos de procesamiento y a las diez empezaremos un juicio por robo. ¿De acuerdo, Rufus?
—Sí, señoría.
—Bien. Ahora hablemos de la fecha del juicio del señor Hailey. Como ustedes saben, el próximo período de sesiones de este Juzgado empieza a finales de agosto, el tercer lunes, y estoy seguro de que entonces habrá tantos casos pendientes como ahora. Debido a la naturaleza de este caso y, francamente, a la publicidad, creo que sería sensato celebrar este juicio lo antes posible.
—Cuanto antes —agregó Buckley.
—Jake, ¿cuánto tiempo necesita para preparar la defensa?
—Sesenta días.
—¡Sesenta días! —exclamó con incredulidad Buckley—. ¿Por qué tanto tiempo?
Jake no le prestó ninguna atención y observó a Ichabod que, después de ajustarse las gafas, consultaba su agenda.
—¿Es previsible que se solicite otro lugar donde celebrar el juicio? —preguntó el juez.
—Sí.
—No importa —dijo Buckley—. De todos modos lograremos que le condenen.
—Reserva tus comentarios para las cámaras, Rufus —se limitó a decir Jake sin levantar la voz.
—Mira quien habla —replicó Buckley—. A ti parece que también te gustan las cámaras.
—Por favor, caballeros —intervino Noose—. ¿Qué otras solicitudes anteriores al juicio podemos esperar por parte de la defensa?
—Habrá otras —respondió Jake, después de unos momentos de reflexión.
—¿Le importaría hablarme de ellas? —preguntó el juez, ligeramente irritado.
—Señoría, me parece prematuro hablar en estos momentos de la defensa. Acabamos de recibir el auto de procesamiento y no he tenido todavía oportunidad de hablarlo con mi cliente. Evidentemente, hemos de ponernos a trabajar.
—¿Cuánto tiempo necesita?
—Sesenta días.
—¡Bromeas! —exclamó Buckley—. ¿Es un chiste? Por lo que concierne a la acusación pública, señoría, el juicio podría celebrarse mañana. Es absurdo esperar sesenta días.
Jake empezó a indignarse, pero no dijo nada. Buckley se acercó a la ventana mientras murmuraba con rabia para sus adentros.
—¿Por qué sesenta días? —preguntó Noose, mientras consultaba su agenda.
—Podría ser un caso muy complicado.
Buckley soltó una carcajada, sin dejar de mover la cabeza.
—¿Podemos anticipar que la defensa alegue enajenación mental? —preguntó el juez.
—Sí, señoría. Y necesitaremos tiempo para que un psiquiatra examine al señor Hailey. Entonces la acusación querrá, evidentemente, que le examinen sus peritos.
—Comprendo.
—Además, puede que debamos resolver otros aspectos procesales. Se trata de un caso importante y quiero estar seguro de que disponemos de tiempo para prepararlo adecuadamente.
—¿Señor Buckley? —dijo el juez.
—Lo que sea. A la acusación pública no le importa. Podríamos ir a juicio mañana.
Noose tomó nota en su agenda y se ajustó las gafas, que colgaban de la punta de su nariz convenientemente sujetas por una pequeña verruga. Debido al tamaño de la nariz y a la extraña forma de su cabeza, su señoría usaba unas gafas especiales con patas más largas de lo normal, que no utilizaba para leer, sino con el único propósito de disimular, en vano, el tamaño y forma de su nariz. Jake siempre lo había sospechado, pero le había faltado valor para comunicar a su señoría que esas absurdas gafas hexagonales de tono anaranjado alejaban precisamente la atención de todo lo demás para centrarla en su nariz.
—¿Cuánto cree que durará el juicio, Jake? —preguntó Noose.
—Tres o cuatro días. Pero podrían necesitarse tres días para elegir el jurado.
—¿Señor Buckley?
—Parece más o menos correcto. Pero no entiendo por qué se necesitan sesenta días para preparar un juicio de tres días. Creo que debería celebrarse antes.
—Tranquilízate, Rufus —dijo sosegadamente Jake—. Las cámaras seguirán ahí dentro de sesenta días, o aunque hubieran transcurrido noventa. No te olvidarán. Puedes conceder entrevistas, convocar conferencias de prensa, pronunciar sermones y lo que se te antoje. De todo. Pero deja de preocuparte. Tendrás tu oportunidad.
A Buckley se le subieron los colores al rostro, entornó los ojos y dio tres pasos en dirección a Jake.
—Si no me equivoco, señor Brigance, has concedido más entrevistas y aparecido ante más cámaras que yo en la última semana.
—Lo sé, y estás celoso, ¿no es cierto?
—¡No, no estoy celoso! No me importan las cámaras…
—¿Desde cuándo?
—Caballeros, por favor —interrumpió Noose—. Este caso promete ser largo y apasionado. Confío en que mis letrados actúen como profesionales. El caso es que mi agenda está muy congestionada. Las únicas fechas libres son las de la semana del veintidós de julio. ¿Algún problema?
—Podemos celebrar entonces el juicio —dijo Musgrove.
—Me parece bien —sonrió Jake mirando a Buckley mientras consultaba su agenda de bolsillo.
—Bien. Todas las solicitudes y temas procesales deberán resolverse antes del lunes, ocho de julio. La confirmación del auto de procesamiento tendrá lugar mañana a las nueve. ¿Alguna pregunta?
Jake se puso de pie, estrechó las manos de Noose y de Musgrove y se retiró.
Después de almorzar visitó a su famoso cliente en el despacho de Ozzie, junto a la cárcel. A Carl Lee le habían entregado en su celda una copia del auto de procesamiento y deseaba formular algunas preguntas a su abogado.
—¿Qué significa asesinato en primer grado?
—El peor.
—¿Cuántos hay?
—Básicamente tres: homicidio, asesinato y asesinato en primer grado.
—¿Qué significa homicidio?
—Veinte años.
—¿Y asesinato?
—Entre veinte años y cadena perpetua.
—¿Y asesinato en primer grado?
—La cámara de gas.
—¿Qué significa agresión grave contra un agente del orden público?
—Cadena perpetua. Sin remisión de condena.
—Es decir: que tengo dos condenas a la cámara de gas y una de cadena perpetua —dijo Carl Lee, después de examinar atentamente el auto de procesamiento.
—Todavía no. Primero tienes derecho a un juicio que, por cierto, se celebrará el veintidós de julio.
—¡Faltan todavía dos meses! ¿Por qué tanto tiempo?
—Porque lo necesitamos. Primero debemos encontrar a un psiquiatra que certifique que estabas loco. Entonces Buckley ordenará que te manden a Whitfield para que te examinen los doctores que trabajan para el Estado, y ellos dirán que no estabas loco cuando cometiste el delito. Presentaremos un recurso, Buckley presentará otro, y habrá un montón de vistas. Necesitamos tiempo.
—¿No podría celebrarse antes el juicio?
—No nos interesa.
—¿Y si me interesara a mí? —replicó Carl Lee.
—¿Qué ocurre, grandote? —preguntó Jake, al tiempo que lo observaba atentamente.
—Tengo que salir de aquí cuanto antes.
—¿Pero no me habías dicho que la cárcel no estaba tan mal?
—Es cierto, pero debo regresar a mi casa. Gwen se ha quedado sin dinero y no encuentra trabajo. Lester tiene problemas con su esposa. No deja de llamarle, de modo que no tardará en abandonarnos. Detesto tener que pedir ayuda a la familia.
—Pero te ayudarán, ¿no es cierto?
—Algunos. Ellos también tienen problemas. Tienes que sacarme de aquí, Jake.
—Escúchame, a las nueve de la mañana se confirmará tu auto de procesamiento. El veintidós de julio es la fecha que se ha fijado para el juicio y no se cambiará, de modo que olvídalo. ¿Te he contado en qué consistirá la confirmación del auto de procesamiento?
Carl Lee movió la cabeza.
—Durará menos de veinte minutos. Nos presentaremos ante el juez Noose, en la sala principal de la Audiencia. Formulará algunas preguntas, primero a ti y luego a mí. Leerá en público el auto de procesamiento y te preguntará si has recibido una copia. Entonces te preguntará si te declaras culpable o inocente. Cuando respondas inocente, anunciará la fecha del juicio. Tú te sentarás, y Buckley y yo entablaremos una fuerte discusión sobre la libertad bajo fianza. Noose la denegará y volverás a la cárcel, donde permanecerás hasta el juicio.
—¿Y después del juicio?
—No, no estarás en la cárcel después del juicio —sonrió Jake.
—¿Prometido?
—No. No te lo puedo prometer. ¿Alguna pregunta acerca de mañana?
—No. Dime, Jake, ¿cuánto dinero te he pagado?
Jake titubeó y tuvo un mal presentimiento.
—¿Por qué me lo preguntas?
—Sólo pensaba.
—Novecientos más un pagaré.
Gwen tenía menos de cien dólares. En la casa había cuentas pendientes y escasa comida. El domingo, durante la visita a su marido, había pasado una hora llorando. El pánico formaba parte de su vida, de su personalidad, de su constitución. Pero Carl Lee sabía que estaban sin blanca. Los parientes de Gwen serían de poca ayuda: tal vez unas verduras del huerto y un poco de dinero para leche y huevos. Cuando alguien fallecía o estaba en el hospital, se podía confiar plenamente en ellos. Eran generosos y estaban dispuestos a sacrificar su tiempo para llorar, compadecer y dar el espectáculo. Pero cuando lo que se necesitaba era dinero, huían como conejos. La familia de Gwen era bastante inútil y la de Carl Lee no era mucho mejor.
Quería pedir cien dólares a Jake, pero decidió esperar a que Gwen se quedara sin un centavo. Entonces sería más fácil.
Jake hojeaba su cuaderno, a la espera del sablazo. Los clientes penales, especialmente si eran negros, siempre pedían que les devolviera parte de lo que le habían pagado. Dudaba llegar a cobrar más de novecientos dólares y no estaba dispuesto a devolver un centavo. Además, los negros siempre se cuidaban entre sí. Los parientes le ayudarían y la iglesia contribuiría. Nadie moriría de hambre.
—¿Alguna pregunta, Carl Lee? —dijo al cabo de un rato, después de guardar el cuaderno y el sumario en su maletín.
—Sí. ¿Qué puedo decir mañana?
—¿Qué quieres decir?
—Quiero contarle al juez por qué maté a esos chicos. Habían violado a mi hija. Merecían morir.
—¿Y quieres contárselo mañana al juez?
—Sí.
—¿Y crees que te soltará cuando se lo hayas contado?
Carl Lee se quedó callado.
—Escúchame, Carl Lee, me has contratado como abogado. Y lo has hecho porque confías en mí, ¿no es cierto? Y si quiero que digas algo mañana, te lo comunicaré. Si no lo hago, ten la boca cerrada. En julio, cuando se celebre el juicio, tendrás oportunidad de contar tu versión de los hechos. Entretanto, seré yo quien hable.
—Tienes razón.
Lester y Gwen subieron a los niños y a Tonya al Cadillac rojo para dirigirse a la consulta del médico en el edificio anexo al hospital. Habían transcurrido dos semanas desde la fecha de la violación. A pesar de que cojeaba ligeramente, Tonya quería correr por la escalera con sus hermanos, pero su madre la llevaba sujeta de la mano. Las piernas y las nalgas ya casi no le dolían, la semana anterior los médicos habían retirado los vendajes de sus muñecas y tobillos, y las heridas cicatrizaban satisfactoriamente. Llevaba todavía gasa y algodón entre las piernas.
Después de desnudarse en una pequeña sala, se sentó junto a su madre sobre una mesa acolchada. Su madre la abrazaba e impedía que se enfriara. El médico le examinó la boca y la barbilla. La cogió de las muñecas y los tobillos para comprobar cómo estaban. A continuación la acostó sobre la mesa y palpó entre sus piernas. La niña echó a llorar y se abrazó a su madre, que se agachó para recibirla.
Volvía a dolerle.