12

EL ilustrísimo Omar Noose no había sido siempre tan ilustre. Antes de convertirse en juez territorial del distrito vigésimo segundo era un abogado de escaso talento y pocos clientes, pero muy hábil en la política. Cinco legislaturas en el Senado de Mississippi le habían corrompido y le habían enseñado el arte de la manipulación y el fraude políticos. El senador Noose no dejaba de prosperar como presidente de la Junta de Finanzas del Senado, y pocos se preguntaban en el condado de Van Buren cómo se las arreglaban él y su familia para vivir de un modo tan opulento con un sueldo estatal de siete mil dólares anuales.

Al igual que la mayoría de los miembros de la Cámara de Mississippi, se presentó a unas elecciones más de la cuenta y, en verano de 1971, sufrió la humillación de ser derrotado por un rival desconocido. Al cabo de un año, falleció el juez Loopus que le precedió en el cargo, y Noose logró que sus amigos del Senado persuadieran al gobernador para que le nombrara a él durante el resto de aquella legislatura. Y así fue como el ex senador Noose se convirtió en juez territorial. A continuación, ganó las elecciones de 1975, las de 1979 y las de 1983.

Arrepentido, reformado y humillado por la vertiginosa pérdida de poder, el juez Noose se concentró en el estudio de las leyes y, después de unos principios difíciles, se acostumbró a su nuevo cargo. Su salario de sesenta mil dólares anuales le permitía ser honrado. Ahora, con sus sesenta y tres años, se había convertido en un juez venerable, respetado por la mayoría de los abogados y por el Tribunal Supremo del Estado, que raramente alteraba sus veredictos. Era discreto pero amable, paciente pero riguroso, con una nariz monumental, muy larga y puntiaguda, que servía de trono a sus gafas de montura negra octagonal que llevaba siempre puestas pero nunca utilizaba para leer. Dicha nariz, unida a su cuerpo alto y desgarbado, una frondosa cabellera canosa y desordenada, y su chirriante voz, habían dado pie al apodo de Ichabod, que los abogados susurraban en secreto. Ichabod Noose. Ilustrísimo Ichabod Noose.

Subió al estrado y el numeroso público se puso de pie, al tiempo que Ozzie farfullaba rutinariamente el texto oficial reglamentario con el que se inauguraban las sesiones de verano del Tribunal Territorial de Ford County. Después de que un pastor local pronunciara una larga y afiligranada oración, los presentes tomaron sus asientos. Los miembros potenciales del jurado llenaban un lado de la sala. El resto lo ocupaban acusados y denunciantes acompañados de parientes y amigos, periodistas y curiosos. Noose exigía que todos los abogados del condado asistieran a la ceremonia de inauguración, y los letrados, perfectamente ataviados y con aspecto importante, ocupaban el palco del jurado. Buckley y su ayudante D. R. Musgrove estaban sentados junto a la mesa de la acusación, en espléndida representación del Estado. Jake estaba solo en una silla de madera, junto a la barandilla. Los secretarios y demás funcionarios del Juzgado, desde el mostrador donde se guardaban las carpetas rojas de los sumarios, observaban atentamente como todos los demás a Ichabod, quien se instalaba en su sillón del estrado, se arreglaba la toga, ajustaba sus horribles gafas y miraba por encima de las mismas a la concurrencia.

—Buenos días —chirrió en voz alta el juez, antes de acercarse el micrófono y aclararse la garganta—. Siempre es agradable estar en Ford County para la inauguración de las sesiones del mes de mayo. Veo que la mayoría de los abogados se han dignado asistir a la reunión y, como de costumbre, pediré a la señora Clerk que tome nota de los letrados ausentes para ponerme en contacto con ellos personalmente. También veo a una cantidad considerable de miembros potenciales del jurado y agradezco a cada uno de ellos su presencia en la sala. Soy consciente de que no han tenido otra alternativa, pero su asistencia es fundamental para nuestro proceso jurídico. Dentro de unos instantes seleccionaremos a un gran jurado y a continuación elegiremos los jurados para esta semana y la próxima. Creo que cada letrado dispone de una copia de la orden del día; comprobarán, por lo tanto, que es bastante densa. Mi calendario indica que se han programado por lo menos dos juicios diarios durante esta semana y la próxima, pero tengo entendido que en la mayoría de los casos criminales se negociarán las declaraciones de inocencia o culpabilidad. No obstante, son muchos los casos que debemos resolver y solicito la cooperación diligente de los letrados. Después de seleccionar al gran jurado, de que empiece a desempeñar sus funciones y de que empiecen a formalizarse las acusaciones, fijaré fechas para los procesos y comparecencias. Repasemos rápidamente los casos, primero los penales y a continuación los civiles, después de lo cual podremos prescindir de la presencia de los letrados para seleccionar el gran jurado. Veamos: «El Estado contra Warren Moke. Robo a mano armada». El juicio se celebrará esta tarde.

—El ministerio fiscal del Estado de Mississippi está listo para el juicio, su señoría —anunció ostentosamente Buckley para impresionar al público, después de levantarse con deliberada lentitud.

—También la defensa —dijo Tyndale, abogado de oficio.

—¿Qué duración anticipan que tendrá el juicio? —preguntó el juez.

—Un día y medio —respondió Buckley.

Tyndale asintió.

—Bien. Elegiremos el jurado esta mañana y el juicio empezará a la una de esta tarde. «El Estado contra William Daal. Seis cargos de falsificación». El juicio se celebrará mañana.

—Señoría —respondió D. R. Musgrove—, habrá negociación en este caso.

—Bien. «El Estado contra Roger Hornton. Dos cargos de hurto de mayor cuantía». El juicio se celebrará mañana.

Noose prosiguió con la lista de los casos, con la misma reacción por parte del fiscal y de la defensa. Buckley se levantaba para declarar que la acusación estaba lista para el juicio, o Musgrove comunicaba respetuosamente a la sala que la declaración de culpabilidad o inocencia estaba sujeta a negociación. Los defensores se levantaban y asentían. Jake no tenía ningún caso durante las sesiones del mes de mayo y, a pesar de que procuraba parecer aburrido, le gustaba oír la lista de los juicios, porque así averiguaba quién se ocupaba de los mismos y lo que hacía la competencia. Eso le brindaba también la oportunidad de exhibirse ante algunos de los ciudadanos. La mitad de los miembros del bufete de Sullivan estaban presentes, sentados ostentosamente en primera fila del palco del jurado, con aspecto también hastiado. Los más veteranos de la empresa no hacían acto de presencia, y mentían al juez Noose alegando que se habían visto obligados a asistir a un juicio en el Tribunal Federal de Oxford, o tal vez en el Supremo de Jackson. Su dignidad les impedía codearse con simples letrados y, para satisfacer a Noose, mandaban a los abogados más jóvenes del bufete, quienes solicitaban la continuación, postergación, aplazamiento o revisión de todos los casos civiles de los que se ocupaban a fin de prolongarlos eternamente y no dejar de cobrar por horas a sus clientes. Se ocupaban de la defensa de compañías de seguros, que por regla general preferían no someterse a juicio y sufragar los gastos de maniobras jurídicas cuyo único propósito era el de evitar que los casos acabaran ante un jurado. Habría sido más justo y más barato pagar una compensación razonable y evitar los conflictos legales organizados por empresas parasitarias como Sullivan & O’Hare, pero las compañías de seguros y sus asesores jurídicos eran extremadamente idiotas, lo cual permitía que abogados independientes como Jake Brigance se ganaran la vida con los litigios contra las mismas, lo que acababa por costarles mucho más caro que si hubieran ofrecido una compensación justa desde el principio. Jake odiaba a las compañías de seguros, a sus abogados y especialmente a los más jóvenes del bufete Sullivan, todos los cuales eran de su edad y estaban perfectamente dispuestos a degollarlo a él, a sus compañeros, a sus superiores o a cualquiera a fin de convertirse en decanos de la empresa, ganar doscientos mil dólares anuales y no verse obligados a asistir a la sesión inaugural de la Audiencia.

Jake sentía un odio particular por Lotterhouse, o L. Winston Lotterhouse, según figuraba en los documentos, un cretino de cuatro ojos licenciado en Harvard y caso crónico de arrogancia que estaba a punto de convertirse en decano de la empresa, para lo cual llevaba ya un año apuñalando por la espalda a todo el mundo, indiscriminadamente. Estaba afectadamente sentado entre dos colegas de su empresa con siete sumarios en las manos, de cada uno de los cuales percibía cien dólares por hora mientras permanecía así, sentado en la Audiencia.

Noose empezó a leer la lista de los casos civiles.

—Collins contra Royal Consolidated General Mutual Insurance Company.

Lotterhouse se levantó lentamente. Los segundos se convertían en minutos. Los minutos en horas. Y las horas en honorarios, primas, bonificaciones y ascensos.

—Con la venia de su señoría, la vista de este caso está prevista para el próximo miércoles.

—Eso ya lo sé —respondió Noose.

—Me temo, su señoría, que debo solicitar un aplazamiento de la vista. Debido a una confusión en mi agenda, durante el miércoles en cuestión he de asistir a una vista preliminar en el Tribunal Federal de Memphis, que el señor juez se ha negado a aplazar. Lo lamento muchísimo. He presentado un recurso esta mañana para solicitar el aplazamiento.

Gardner, abogado de la acusación, estaba furioso.

—Con la venia de su señoría, hace dos meses que se ha fijado la vista de este caso. El juicio debía celebrarse en febrero y falleció un pariente de la esposa del señor Lotterhouse. Se asignó una fecha en el mes de noviembre y falleció un tío del letrado. Se determinó otra fecha en el mes de agosto y tuvo lugar otra defunción. Supongo que debemos estar agradecidos de que en esta ocasión no haya muerto nadie.

Se oyeron risitas en la sala y Lotterhouse se ruborizó.

—Todo tiene un límite, señoría —prosiguió Gardner—. El señor Lotterhouse preferiría aplazar este juicio eternamente. El caso está listo para juicio y mi cliente tiene derecho a que se celebre. Nos oponemos rotundamente al aplazamiento.

—Con la venia de su señoría —respondió Lotterhouse, mientras sonreía al juez y se quitaba las gafas—, si me permite que me explique…

—No, no se lo permito —interrumpió Noose—. Basta de aplazamientos. El juicio se celebrará el próximo miércoles. No se concederán más prórrogas.

Aleluya, pensó Jake. Noose solía ser condescendiente con los abogados de Sullivan. Pero esta vez no tragó. Jake sonrió maliciosamente a Lotterhouse.

Dos de los casos civiles de Jake fueron aplazados para las sesiones de agosto. Cuando Noose terminó con la lista de los casos civiles ordenó que se retiraran los abogados y centró su atención en los miembros potenciales del jurado. Habló de la responsabilidad del gran jurado, su importancia y su función. Explicó la diferencia entre el mismo y los jurados de los juicios, de igual importancia pero con menores exigencias temporales. A continuación formuló un sinfín de preguntas, en su mayoría exigidas por la ley, y todas ellas relacionadas con la capacidad para formar parte de un jurado, entereza física y moral, exenciones y edad. Algunas eran obsoletas, pero obligatorias en términos de antiguas normativas:

—¿Está alguno de ustedes habituado al juego o se emborracha con regularidad?

Se oyeron carcajadas, pero ninguna respuesta. Se concedió automáticamente la exención a los mayores de sesenta y cinco años. Noose otorgó también el descargo habitual por enfermedad, premuras y dificultades, pero disculpó sólo a unos cuantos de los que lo solicitaron por razones económicas. Era divertido ver cómo se levantaban uno por uno para explicar sumisamente al juez por qué unos días en el jurado causarían un daño irreparable a su explotación agrícola, a su comercio o a su trabajo. Noose adoptó una actitud severa para hablarles de la importancia de su responsabilidad civil frente a los pretextos insustanciales.

De un total de unos noventa participantes potenciales, dieciocho serían seleccionados para el gran jurado y entre los demás se elegirían los jurados para los juicios. Cuando Noose finalizó su cuestionario, el oficial del juzgado sacó dieciocho nombres de una caja y se los entregó a su señoría, que empezó a llamarlos uno por uno. Al oír su nombre, cada uno de los elegidos se levantaba para acercarse lentamente al estrado y sentarse en una de las sillas acolchadas del palco del jurado. En el palco había un total de catorce sillas, doce para los miembros del jurado y dos para los suplentes. Cuando el palco estuvo lleno, Noose llamó a otras cuatro personas que se instalaron en sillas de madera frente a sus colegas.

—Pónganse de pie y presten juramento —ordenó Noose, al tiempo que la secretaria del juzgado se colocaba delante de ellos con un pequeño libro negro en la mano.

—Levanten la mano derecha —dijo la secretaria—. ¿Juran o prometen solemnemente desempeñar con lealtad sus obligaciones como miembros del gran jurado: escuchar y decidir sobre todos los asuntos y temas que se les presenten con la ayuda de Dios?

—Sí, lo juro —se oyó a coro.

A continuación se sentaron y quedó constituido el jurado. De los cinco negros que formaban parte del mismo, dos eran mujeres. Entre los trece blancos, en su mayoría agricultores, había ocho mujeres. Jake reconoció a siete de los dieciocho.

—Damas y caballeros —empezó a decir Noose, como de costumbre—, han sido ustedes elegidos y han prestado juramento como miembros del gran jurado de Ford County, del que formarán parte hasta la constitución del próximo gran jurado en agosto. Quiero hacer hincapié en que sus obligaciones no exigirán un tiempo excesivo por su parte. Se reunirán todos los días de esta semana y a continuación unas horas al mes hasta septiembre. Su responsabilidad consiste en revisar casos criminales, escuchar a los encargados de hacer cumplir la ley y a las víctimas, y determinar si existen o no bases razonables para creer que el acusado ha cometido el delito del que se le acusa. En tal caso, levantarán cargos, que son una acusación formal contra el inculpado. Son ustedes dieciocho, y cuando por lo menos doce de ustedes crean que debe formalizarse la acusación, quedarán instituidos los cargos correspondientes. Gozan ustedes de un poder considerable. La ley les permite investigar cualquier acto criminal a cualquier ciudadano sospechoso de haber cometido un delito, a cualquier funcionario público y, en definitiva, a cualquier persona o situación que huela a chamusquina. Pueden reunirse cuando lo deseen, pero normalmente lo harán a petición del señor Buckley, fiscal del distrito. Tienen autoridad para ordenar que un testigo declare ante ustedes, y también para que les permita examinar sus libros y documentos. Cuando deliberen lo harán completamente en privado, sin que se tolere la presencia del fiscal del distrito, de ninguno de sus ayudantes ni de ningún testigo. El acusado no está autorizado a presentarse ante ustedes. Está específicamente prohibido divulgar cualquier cosa que se diga o que ocurra en la sala de deliberaciones.

»Señor Buckley, tenga la bondad de ponerse de pie. Gracias. Éste es el señor Rufus Buckley, fiscal del distrito. Reside en Smithfield, Polk Country. Será en cierto modo su supervisor cuando deliberen. Gracias, señor Buckley. Señor Musgrove, ayudante del fiscal del distrito, también de Smithfield. Ayudará al señor Buckley mientras ustedes sean miembros del jurado. Gracias, señor Musgrove. Estos caballeros representan al Estado de Mississippi, y presentarán los casos ante el gran jurado.

»Un último detalle. El anterior gran jurado de Ford County se constituyó en febrero y el portavoz fue un varón blanco. Por consiguiente, de acuerdo con la tradición y las directrices del Departamento de Justicia, nombraré a una mujer negra como portavoz de este jurado. Veamos. Laverne Gossett. ¿Dónde está usted, señora Gossett? Ah, ahí está. Tengo entendido que es usted maestra de escuela, ¿no es cierto? Me alegro. Estoy seguro de que sabrá desempeñar sus nuevas obligaciones. Ahora ha llegado el momento de empezar a trabajar. Tengo entendido que les esperan más de cincuenta casos. Les ruego que sigan al señor Buckley y al señor Musgrove por el pasillo hasta la sala que utilizamos para el gran jurado. Gracias y buena suerte.

Buckley abrió fastuosamente la comitiva para conducir a su nuevo gran jurado. Al cruzar el vestíbulo saludó a los periodistas con la mano y, de momento, se abstuvo de hacer comentarios. Al llegar a la sala que se les había asignado, se sentaron alrededor de dos largas mesas plegables. Entró una secretaria con varias cajas de sumarios. Un anciano oficial del Juzgado, medio tullido, medio sordo y con un uniforme descolorido, se colocó junto a la puerta. Quedaba garantizada la seguridad de la sala. Buckley cambió de opinión: se disculpó ante el jurado y se reunió con los periodistas en el vestíbulo para confirmarles que aquella misma tarde se presentaría el caso de Hailey. Aprovechó para convocar una conferencia de prensa a las cuatro de la tarde en la escalinata frontal del Palacio de Justicia, una vez formalizadas las acusaciones.

Después de almorzar, el jefe de policía de Karaway se sentó junto a un extremo de la larga mesa y hojeó con nerviosismo sus sumarios ignorando a los componentes del gran jurado, que esperaban ansiosos su primera causa.

—¡Declare su nombre! —exclamó el fiscal del distrito.

—Nolan Earnhart, jefe de policía de Karaway.

—¿Cuántas causas tiene?

—Cinco de Karaway.

—Oigamos la primera.

—Bien, veamos —tartamudeó en un susurro el jefe de policía, mientras consultaba sus documentos—. El primer caso es el de Fedison Bulow, varón negro, de veinticinco años, atrapado con las manos en la masa en el interior de Griffin’s Feed Store de Karaway a las dos de la madrugada del doce de abril. Se disparó la alarma silenciosa y le detuvimos en el interior de la tienda. La caja había sido forzada y había desaparecido cierta cantidad de fertilizante. Encontramos el dinero y la mercancía en un coche registrado a su nombre aparcado detrás de la tienda. Hizo una declaración de tres páginas en la cárcel y aquí tengo copias de la misma.

Buckley dio un tranquilo paseo por la sala y sonrió a todos los presentes.

—¿Y lo que usted pretende es que este gran jurado formalice una acusación de allanamiento de un edificio comercial y otra de robo, contra Fedison Bulow? —preguntó Buckley, para echarle una mano.

—Sí señor, eso es.

—Señores del gran jurado, tienen derecho a formular todas las preguntas que deseen. Ésta es su audiencia. ¿Alguna pregunta?

—Sí. ¿Tiene antecedentes? —preguntó Mack Loyd Crowell, camionero en paro.

—No —respondió el jefe de policía—. Éste es su primer delito.

—Buena pregunta, que siempre deben formular, porque en el caso de que el acusado tuviera antecedentes tal vez habría que formalizarle la acusación como delincuente habitual —aclaró Buckley—. ¿Alguna pregunta más? ¿Ninguna? Bien. Ahora es cuando alguien debe proponer que se formalice la acusación contra Fedison Bulow.

Un silencio llenó la sala. Los dieciocho fijaron la mirada en la mesa, a la espera de que otro hiciera la propuesta. Buckley esperó. Silencio. Mal asunto, pensó. Un gran jurado indeciso. Un puñado de almas tímidas, con miedo a abrir la boca. Liberales. ¿Por qué no podía haberle tocado un gran jurado sediento de sangre, ansioso por acusar a cualquiera de cualquier cosa?

—Señora Gossett, ¿le importaría hacer la primera propuesta, ya que es la portavoz del jurado?

—Hago la propuesta —declaró.

—Gracias —respondió Buckley—. Ahora votemos. ¿Quién vota a favor de acusar formalmente a Fedison Bulow de allanamiento de un edificio comercial y de robo? Levanten la mano.

Se levantaron dieciocho manos y Buckley se sintió aliviado.

El jefe de policía presentó los otros cuatro casos de Karaway. En todos ellos los inculpados eran tan culpables como Bulow, y las acusaciones se formalizaron por unanimidad. Buckley enseñó gradualmente a los miembros del gran jurado la forma de operar. Hizo que se sintieran importantes, poderosos y responsables del enorme peso de la justicia. Empezó a despertarse su curiosidad:

—¿Tiene antecedentes?

—¿Qué condena corresponde a este delito?

—¿Cuánto tiempo cumplirá?

—¿Cuántos cargos podemos formalizar contra el inculpado?

—¿Cuándo se celebrará el juicio?

—¿Está ahora en libertad?

Después de cinco casos, con todos los cargos formalizados por unanimidad, y habiendo despertado en el gran jurado el anhelo de enfrentarse al próximo, Buckley decidió que el estado de ánimo era propicio. Abrió la puerta y, mientras observaba a los periodistas, hizo una seña a Ozzie, que hablaba tranquilamente en el vestíbulo con uno de sus ayudantes.

—Empiece por Hailey —susurró Buckley cuando se cruzaron en la puerta.

—Damas y caballeros, éste es el sheriff Walls. Estoy seguro de que la mayoría de ustedes le conocen. Les va a presentar varios casos. ¿Cuál es el primero, sheriff?

El sheriff escudriñó entre sus documentos, sin hallar, al parecer, lo que buscaba.

—Carl Lee Hailey —dijo por fin.

Los miembros del jurado volvieron a sumirse en el silencio. Buckley los observaba atentamente para medir sus reacciones. La mayoría de ellos miraban de nuevo fijamente la mesa. Nadie habló mientras Ozzie examinaba sus documentos, antes de disculparse para ir en busca de otro maletín. No se había propuesto empezar por el caso de Hailey.

Buckley presumía de interpretar los sentimientos de los miembros del jurado, de observar sus rostros y saber exactamente lo que pensaban. Durante los juicios no dejaba de observarles y se hacía permanentemente el pronóstico de lo que cada uno de ellos estaba meditando. Interrogaba a los testigos sin dejar de mirar un solo momento al jurado. A veces se ponía de pie durante el interrogatorio, delante del palco del jurado, y observaba las reacciones en sus rostros a cada una de las respuestas del testigo. Después de centenares de juicios, tenía mucha habilidad para interpretar los sentimientos del jurado, y comprendió inmediatamente que iba a tener problemas con respecto a Hailey. Los cinco negros adoptaron una actitud tensa y arrogante, como si esperaran con anhelo el caso y la inevitable discusión que provocaría. La señora Gossett, portavoz del jurado, tenía un aspecto particularmente devoto mientras Ozzie farfullaba y consultaba sus documentos. La mayoría de los blancos permanecían impasibles, pero Mack Loyd Crowell, personaje rural de edad madura, parecía tan ensoberbecido como los negros. Apartó la silla, se puso de pie y se dirigió a la ventana que daba a la parte norte del patio. Buckley no lograba adivinar su pensamiento, pero sabía que Crowell era un problema.

—Sheriff, ¿de cuántos testigos dispone para el caso Hailey? —preguntó Buckley, con cierto nerviosismo.

—Sólo yo —respondió Ozzie cuando acabó de escudriñar sus documentos—. Podemos obtener otro si es preciso.

—Bien, bien —dijo Buckley—. Háblenos del caso.

Ozzie se acomodó en su silla, cruzó las piernas y dijo:

—Por Dios, Rufus, todo el mundo conoce el caso. Hace una semana que nos lo muestran por televisión.

—Limítese a facilitarnos las pruebas.

—Las pruebas. De acuerdo. Hoy hace una semana que Carl Lee Hailey, varón, negro, de treinta y siete años, disparó contra un tal Billy Ray Cobb y un tal Pete Willard, causando la muerte de ambos, y contra el agente del orden público DeWayne Looney, que sigue en el hospital con la pierna amputada. El arma utilizada fue un fusil ametrallador M-16, ilícita, que pudimos recuperar y cuyas huellas dactilares coinciden con las del señor Hailey. Tengo una declaración jurada del agente Looney en la que afirma que el autor de los disparos fue Carl Lee Hailey. Los hechos fueron presenciados por un testigo ocular, Murphy, el tullido encargado de la limpieza del Palacio de Justicia, que es muy tartamudo. Puedo traerlo si lo desean.

—¿Alguna pregunta? —interrumpió Buckley.

El fiscal del distrito observaba con inquietud a los miembros del jurado, quienes a su vez miraban nerviosos al sheriff. Crowell estaba de pie, de espaldas a los demás, mirando por la ventana.

—¿Alguna pregunta? —repitió Buckley.

—Sí —respondió Crowell, después de darse la vuelta para mirar fijamente al fiscal y a continuación a Ozzie—. Esos muchachos contra los que disparó habían violado a su hija menor, ¿no es cierto, sheriff?

—Estamos casi seguros de que así fue —respondió Ozzie.

—¿No es cierto que uno de ellos había confesado haberlo hecho?

—Sí.

Crowell cruzó lentamente la sala, altivo y resuelto, hasta llegar al extremo de las mesas, desde donde miró fijamente a Ozzie.

—¿Tiene usted hijos, sheriff?

—Sí.

—¿Alguna hija menor?

—Sí.

—Supongamos que alguien la violara y lograse atrapar al autor. ¿Qué haría?

Ozzie hizo una pausa y miró angustiado a Buckley, que tenía el cuello completamente rojo.

—No tengo por qué responder a esa pregunta —dijo Ozzie.

—¿Eso cree? Usted se ha presentado ante este gran jurado para declarar, ¿no es cierto? ¿No es usted un testigo? Responda a mi pregunta.

—No sé lo que haría.

—Vamos, sheriff. Responda con sinceridad. Diga la verdad. ¿Qué haría?

Ozzie estaba avergonzado, confundido y enojado con aquel desconocido. Deseaba expresarse con sinceridad y explicar detalladamente que le encantaría castrar, mutilar y acabar con la vida de cualquier pervertido que tocara a su hija. Pero no podía hacerlo. El gran jurado podría estar de acuerdo y negarse a formalizar los cargos contra Carl Lee. Él no quería que lo acusaran, pero sabía que era necesario. Dirigió una sumisa mirada a Buckley, quien ahora, sentado, sudaba.

Crowell se concentró en el sheriff con el celo y fervor de un abogado que hubiera descubierto una mentira evidente en la declaración de un testigo.

—Vamos, sheriff —insistió—. Le escuchamos. Cuéntenos la verdad. ¿Qué le haría usted al violador? Vamos. Hable.

Buckley se hallaba al borde de la desesperación. Estaba a punto de perder el mayor caso de su maravillosa carrera, y no en el juicio, sino en la sala del gran jurado, en la primera vuelta, ante un camionero en paro.

—El testigo no tiene por qué responder —farfulló el fiscal, después de levantarse.

—¡Usted siéntese y cierre el pico! —exclamó Crowell con la mirada fija en Buckley—. No puede darnos órdenes. Podemos formalizar una acusación contra usted si lo deseamos, ¿no es cierto?

Buckley se sentó y miró inexpresivamente a Ozzie. Crowell era un importuno. Demasiado astuto para formar parte de un gran jurado. Alguien debía de haberle sobornado. Sabía demasiado. Tenía razón: el gran jurado podía formalizar una acusación contra cualquiera.

Crowell se retiró de nuevo junto a la ventana y los demás continuaron observándole hasta que dio la impresión de haber terminado.

—¿Está completamente seguro de que lo hizo, Ozzie? —preguntó Lemoyne Frady, prima lejana ilegítima de Gwen Hailey.

—Sí, estamos seguros —respondió pausadamente Ozzie, sin dejar de mirar a Crowell.

—¿Y de qué pretende que le acusemos? —preguntó la señora Frady, con evidente admiración por el sheriff.

—Dos cargos de asesinato y uno de agresión contra un agente del orden público.

—¿Qué condena le correspondería? —preguntó otro negro llamado Barney Flaggs.

—La pena por asesinato es la cámara de gas. La condena por agredir a un agente de policía es cadena perpetua sin libertad condicional.

—¿Y es eso lo que usted quiere, Ozzie? —preguntó Flaggs.

—Sí, Barney, creo que este gran jurado debe formalizar los cargos contra el señor Hailey. Estoy convencido.

—¿Alguna pregunta más? —interrumpió Buckley.

—No se precipite —exclamó Crowell, después de dejar de mirar por la ventana—. Creo que pretende hacernos tragar este caso apresuradamente, señor Buckley, y lo considero un agravio. Quiero hablar un poco más del tema. Usted siéntese y, si le necesitamos, se lo comunicaremos.

—¡No tengo por qué sentarme, ni permanecer callado! —chilló Buckley furioso, mientras le señalaba con un dedo.

—Sí, tiene que hacerlo —respondió sosegadamente Crowell, con una amarga sonrisa—. Porque de lo contrario podemos ordenarle que se retire, ¿no es cierto, señor Buckley? Podemos ordenarle que abandone esta sala y, si se niega a hacerlo, recurriremos al juez. Él le ordenará que se ausente, ¿verdad, señor Buckley?

Rufus permaneció inmóvil, sin habla y aturdido. Sentía que se le revolvía el estómago y le flaqueaban las rodillas, pero estaba paralizado.

—De modo que si desea oír el resto de nuestras deliberaciones, siéntese y cierre el pico.

Buckley se sentó junto al oficial del juzgado, que ahora estaba despierto.

—Gracias —dijo Crowell—. Quiero formularles a todos una pregunta. ¿Cuántos de ustedes harían, o desearían hacer, lo que ha hecho el señor Hailey si alguien violara a su hija, o tal vez a su esposa, o quizás a su madre? ¿Cuántos? Levanten la mano.

Se levantaron siete u ocho manos y Buckley agachó la cabeza.

—Le admiro por lo que hizo —prosiguió Crowell con una sonrisa—. Necesitó muchas agallas. Desearía tener el valor de emularlo; Dios sabe que querría hacerlo. Hay momentos en la vida en que hay que hacer lo que hay que hacer. Este hombre merece un trofeo, no una acusación. Cuando voten —decía pausadamente mientras caminaba alrededor de las mesas, satisfecho de la atención que le prestaban—, quiero que piensen en una cosa. Quiero que piensen en esa pobre niña. Creo que tiene diez años. Intenten imaginarla ahí tumbada, con las manos atadas a la espalda, llorando y suplicando que su padre la ayude. Y piensen en esos canallas, borrachos, drogados, que la violaban, apaleaban y pateaban uno tras otro, repetidamente. Santo cielo, incluso intentaron matarla. Piensen en sus propias hijas. Imagínenlas en la situación de la pequeña Hailey.

»¿No les parece que recibieron simplemente su merecido? Deberíamos estar agradecidos de que hayan muerto. Me siento más seguro sólo al pensar que esos cabrones ya no están entre nosotros para violar y asesinar a otras niñas. El señor Hailey nos ha hecho un gran favor. No le acusemos. Mandémosle a su casa, junto a su familia, como corresponde. Es un buen hombre que ha cometido una buena acción.

Cuando Crowell acabó de hablar, regresó junto a la ventana. Buckley le observaba atemorizado y, cuando estuvo seguro de que había terminado, se puso de pie.

—¿Ha concluido? —preguntó.

Silencio.

—Bien. Damas y caballeros del gran jurado. Me gustaría aclararles algunas cosas. La función del gran jurado no consiste en juzgar el caso. Eso corresponde al jurado del juicio. El señor Hailey será sometido a un juicio justo ante doce miembros imparciales de un jurado, y si es inocente será puesto en libertad. Pero no es competencia del gran jurado determinar su inocencia o culpabilidad. Lo que ustedes deben decidir, después de escuchar la versión de las pruebas presentadas por la acusación, es si existen bastantes posibilidades de que se haya cometido un delito. Me permito sugerirles que Carl Lee Hailey ha cometido un delito. A decir verdad, tres delitos. Ha matado a dos hombres y herido a un tercero. Disponemos de testigos presenciales.

Buckley se animaba y recuperaba la confianza en sí mismo, al tiempo que paseaba alrededor de las mesas.

—La obligación de este gran jurado es la de formalizar la acusación y, si el señor Hailey dispone de una defensa válida, tendrá oportunidad de presentarla durante el juicio. Si tiene una razón legítima para haber hecho lo que hizo, que la explique durante el juicio. Para eso sirven los juicios. El Estado le acusa de un crimen, y el Estado debe demostrar durante el juicio que lo ha cometido. Si el señor Hailey puede alegar algo en defensa propia y logra convencer al jurado durante el juicio, se le declarará inocente, se lo aseguro. Mejor para él. Pero no es la función de este gran jurado decidir hoy que el señor Hailey debe ser puesto en libertad. Habrá otra ocasión para ello, ¿no es cierto, sheriff?

—Cierto —asintió Ozzie—. El gran jurado debe formalizar la acusación si se presentan pruebas. El jurado del juicio no le condenará si el Estado no logra demostrar su culpabilidad, o si cuenta con una buena defensa. Pero eso no debe preocupar al gran jurado.

—¿Alguna otra pregunta por parte del gran jurado? —preguntó Buckley, atribulado—. Bien, necesitamos una propuesta.

—Propongo que no se le acuse de nada —exclamó Crowell.

—Secundo la propuesta —susurró Barney Flaggs.

A Buckley le temblaban las rodillas. Intentó hablar, pero de su boca no emergió ningún sonido. Ozzie disimuló su alegría.

—Tenemos una propuesta secundada —declaró la señora Gossett—. Los que estén a favor que levanten la mano.

Se levantaron cinco manos negras, junto a la de Crowell. Seis votos. La propuesta había fracasado.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó la señora Gossett.

—Que alguien proponga que se formalicen las dos acusaciones de asesinato y la de agresión contra un agente del orden público —dijo rápidamente Buckley.

—Lo propongo —respondió uno de los blancos.

—Lo secundo —dijo otro.

—Los que estén a favor que levanten la mano —ordenó la señora Gossett—. Cuento doce manos. Los que se oponen a la propuesta; cuento cinco que con la mía hacen seis. ¿Qué significa eso?

—Significa que se ha formalizado la acusación —respondió Buckley con orgullo, al tiempo que recobraba el aliento y su rostro recuperaba el color habitual—. Vamos a tomarnos diez minutos de descanso —dijo a los miembros del gran jurado, después de susurrar algo al oído de una secretaria—. Nos quedan todavía unos cuarenta casos, de modo que les ruego que no tarden en regresar. Me gustaría recordarles algo que el juez Noose les ha dicho esta mañana. Estas deliberaciones son sumamente confidenciales. No deben revelar a nadie lo dicho en esta sala…

—Lo que intenta decirnos —interrumpió Crowell—, es que no le contemos a nadie que por un voto ha estado a punto de no conseguir las acusaciones. ¿No es cierto, Buckley?

El fiscal abandonó apresuradamente la sala y dio un portazo.

Rodeado de docenas de cámaras y periodistas, Buckley mostró las acusaciones formales en los peldaños delanteros del Palacio de Justicia. Predicó, conferenció, moralizó, alabó al gran jurado, sermoneó contra el crimen y quienes se toman la ley por cuenta propia, y condenó a Carl Lee Hailey. Estaba listo para el juicio. Para enfrentarse al jurado. Garantizó que se le condenaría. Garantizó la pena capital. Se mostró odioso, ofensivo, arrogante, farisaico. Era él mismo. El tradicional Buckley. Algunos periodistas se retiraron, pero prosiguió con su discurso. Se alabó a sí mismo, alardeó de su pericia en la sala y de su media de noventa o, mejor dicho, de noventa y cinco por ciento de condenas. Otros periodistas se retiraron. Se desconectaron otras cámaras. Alabó al juez Noose por su sabiduría e imparcialidad. Aplaudió la inteligencia y sagacidad de los jurados de Ford County. El fiscal fue quien más resistió. Todos los demás se hastiaron y lo dejaron solo.