CLAUDE nunca había tenido en su café cartas con el menú impreso. Al principio no se lo podía permitir y, ahora que podía, la mayoría de sus clientes sabían perfectamente lo que servía. Para el desayuno preparaba de todo a excepción de arroz con tostadas, y sus precios variaban. Los viernes asaba espalda y costilla de cerdo, y todo el mundo lo sabía. Durante la semana tenía algunos clientes que no eran negros, pero los viernes al mediodía la mitad de ellos eran blancos. Claude había descubierto desde hacía mucho tiempo que la carne asada gustaba tanto a los blancos como a los negros; sólo que no sabían cómo prepararla.
Jake y Atcavage se instalaron en una pequeña mesa cerca de la cocina. Claude les sirvió personalmente dos platos de costillas de cerdo con col aliñada.
—Te deseo suerte —le dijo a Jake al oído—. Espero que lo saques de la cárcel.
—Gracias, Claude. Ojalá estuvieras en el jurado.
—¿Puedo hacerme voluntario? —preguntó Claude, con una carcajada.
Mientras se comía las costillas le echó un rapapolvo a Atcavage por negarse a conceder el préstamo. El banquero se mantuvo en sus trece, pero se ofreció para prestar cinco mil si Jake los avalaba. Jake explicó que eso no sería ético.
En la acera se había formado una cola de gente que se esforzaba por mirar a través de las letras pintadas en los cristales. Claude no dejaba de recibir órdenes, dar órdenes, cocinar, contar dinero, dar voces, blasfemar, recibir a unos clientes y despedir a otros. Los viernes se concedían veinte minutos a los clientes a partir del momento en que se les servía la comida, transcurridos los cuales, Claude les pedía, y a veces exigía, que pagaran y se marcharan para seguir vendiendo asado.
—¡Menos hablar y más comer! —chillaba.
—Todavía me quedan diez minutos, Claude.
—Sólo siete.
Los miércoles servía pescado y concedía treinta minutos a causa de las espinas. Los blancos no acudían los miércoles, y Claude sabía por qué. Preparaba el pescado según una receta secreta muy grasienta que decía haber recibido de su abuela. La comida era pesada, pegajosa, y trastornaba el vientre de los blancos. No afectaba a los negros, que devoraban el pescado todos los miércoles.
Cerca de la caja había dos forasteros que observaban temerosamente a Claude mientras dirigía las operaciones. Periodistas probablemente, pensó Jake. Cada vez que Claude se les acercaba y los miraba, cogían obedientemente una costilla y la mordían. No habían probado antes aquel tipo de comida y era evidente para todo el mundo que procedían del norte. Habían pedido ensaladas de la casa, pero Claude se enojó con ellos y les dio a elegir entre comer carne asada o largarse. A continuación había comunicado a la clientela, a voces, que esos estúpidos pretendían comer ensaladas.
—Aquí tienen su comida. Cómanla cuanto antes —ordenó al servirles.
—¿Sin cuchillos? —preguntó uno de ellos.
Claude levantó la mirada al cielo y se alejó farfullando.
Uno de ellos reconoció a Jake y, después de mirarle fijamente unos minutos, se acercó a su mesa y se agachó.
—¿No es usted el señor Brigance, el abogado del señor Hailey?
—Sí. ¿Quién es usted?
—Roger McKittrick, trabajo para The New York Times.
—Encantado de conocerle —sonrió Jake con mayor amabilidad.
—Cubro el caso Hailey y me gustaría hablar con usted en algún momento. A decir verdad, cuanto antes.
—De acuerdo. Hoy es viernes y, por la tarde, no estoy demasiado ocupado.
—Entonces podemos vernos esta tarde.
—¿Le parece bien a las cuatro?
—Magnífico —respondió McKittrick, al tiempo que veía a Claude que se acercaba desde la cocina—. Hasta luego.
—Bien, amigo —exclamó Claude—. Su tiempo ha concluido. Pague la cuenta y lárguese.
Jake y Atcavage terminaron en quince minutos, y quedaron a la espera del ataque verbal de Claude. Se lamieron los dedos, se limpiaron los labios y comentaron lo tiernas que estaban las costillas.
—Este caso te hará famoso, ¿verdad? —preguntó Atcavage.
—Eso espero. Aunque, evidentemente, no voy a hacerme rico.
—En serio, Jake, ¿no servirá para consolidar tu reputación?
—Si gano tendré más clientes de los que pueda atender. Claro que será útil. Me permitirá elegir los casos y los clientes.
—¿Qué supondrá en lo que concierne al dinero?
—No tengo ni idea. No hay forma de pronosticar qué o a quién puede atraer. Tendré más casos para elegir y esto significa más dinero. Podré dejar de preocuparme del coste de la vida.
—No puedo creer que eso te inquiete.
—Escúchame, Stan, no todos estamos forrados de dinero. Una licenciatura en derecho ya no es lo que solía ser; ahora somos demasiados. Catorce en esta pequeña ciudad. Incluso en Clanton la competencia es excesiva: pocos buenos casos para tantos abogados. Todavía es peor en las grandes ciudades, y de las facultades cada día salen más licenciados, muchos de los cuales no encuentran trabajo. Todos los años pasan una decena de jóvenes por mi despacho en busca de trabajo. Un gran bufete de Memphis despidió a unos cuantos abogados hace unos meses. ¿Te lo imaginas? Como si fueran obreros de una fábrica los pusieron de patitas en la calle. Supongo que acudieron a la oficina de empleo y se unieron a la cola, junto a los obreros de la construcción. Ahora ya no se trata sólo de secretarias o camioneros, sino de abogados.
—Lamento haber tocado el tema.
—Por supuesto que me preocupa el coste de la vida. Mis gastos ascienden a cuatro mil al mes y trabajo solo. Esto equivale a cincuenta mil anuales antes de ganar un centavo. Algunos meses son buenos; otros, duros. Es imprevisible. No me atrevería a pronosticar lo que puedo ganar el mes próximo. De ahí que este caso sea tan importante. Nunca habrá otro que se le parezca. Es el mayor. Ejerceré como abogado el resto de mi vida y nunca se me acercará de nuevo un periodista de The New York Times en un café para pedirme una entrevista. Si gano, me convertiré en la estrella de esta zona del Estado. Podré olvidarme de los gastos.
—¿Y si pierdes?
Jake hizo una pausa y miró a su alrededor, en busca de Claude.
—La publicidad será abundante independientemente del resultado. Tanto si gano como si pierdo mi reputación se verá favorecida. Pero me dolería mucho perder. Todos los abogados del condado desean secretamente que me hunda. Quieren que le condenen. Tienen envidia; temen que me haga demasiado famoso y les robe los clientes. Los abogados son muy envidiosos.
—¿Tú también?
—Por supuesto. Piensa en el bufete de Sullivan. Siento desprecio por todos y cada uno de sus abogados, pero sólo les envidio hasta cierto punto. Me gustaría tener algunos de sus clientes, sus contratos, su seguridad. Saben que todos los meses recibirán un buen cheque, lo tienen casi garantizado, y todas las navidades una buena prima. Administran dinero sólido, consolidado. No me vendría mal la novedad. Mis clientes, en cambio, son borrachos, gamberros, hombres que maltratan a sus esposas, esposas que maltratan a sus maridos, accidentados, y todos ellos con poco o ningún dinero. Además, nunca sé, de un mes para otro, cuánta gente aparecerá en mi bufete.
—Jake, me encantaría seguir con esta conversación —interrumpió Atcavage—, pero Claude acaba de consultar su reloj y nos está mirando. Creo que han concluido nuestros veinte minutos.
La cuenta de Jake era veintiún centavos superior a la de Atcavage y, puesto que habían comido exactamente lo mismo, decidieron planteárselo a Claude. Muy comprensible, les aclaró: Jake había comido una costilla más que Atcavage.
McKittrick era correcto y preciso, meticuloso e insistente. Había llegado el miércoles a Clanton para investigar e informar sobre lo que en aquel momento se consideraba el asesinato más famoso del país. Después de hablar con Ozzie y Moss Junior, ambos le habían sugerido que charlara con Jake. Habló con Bullard —a través de la puerta— y el juez también le aconsejó que se dirigiera a él. Había entrevistado a Gwen y a Lester, pero no le habían permitido ver a la niña. Acudía con la clientela habitual al Coffee Shop y al Tea Shoppe, así como a Huey’s y Ann’s Lounge. Había hablado con la ex esposa de Willard y con su madre, pero la señora Cobb no concedía entrevistas. Uno de los hermanos de Cobb estaba dispuesto a hablar por dinero. McKittrick se había negado. Había estado en la fábrica de papel para hablar con los compañeros de Hailey, y en Smithfield para entrevistar al fiscal. Sólo se quedaría unos días más en la ciudad y regresaría para el juicio.
Era oriundo de Texas y, cuando le convenía, hablaba con un deje sureño que gustaba a los locales y, así, se le abrían con mayor facilidad. De vez en cuando, incluso utilizaba expresiones sureñas que le distinguían de los demás periodistas, los cuales pronunciaban al estilo preciso y acelerado del norteamericano moderno.
—¿Qué es eso? —preguntó McKittrick, al tiempo que señalaba el centro del escritorio de Jake.
—Un magnetófono —respondió Jake.
McKittrick colocó su propio magnetófono sobre la mesa mientras examinaba el de Jake.
—¿Puedo preguntarle por qué?
—Puede. Estamos en mi despacho, es mi entrevista y puedo grabarla si lo deseo.
—¿Anticipa algún problema?
—Procuro evitarlo. Detesto que se me cite erróneamente.
—No tengo fama de citar erróneamente a nadie.
—Me alegro. En tal caso, no le importará que ambos grabemos la conversación.
—Usted no confía en mí, ¿no es cierto, señor Brigance?
—Claro que no. Y, a propósito, me llamo Jake.
—¿Por qué no confía en mí?
—Porque es periodista, de un periódico de Nueva York, en busca de una historia sensacionalista y, si es como me lo imagino, escribirá un artículo moralista, bien documentado, en el que nos presentará a todos como fanáticos racistas e ignorantes.
—Se equivoca. En primer lugar, soy de Texas.
—Trabaja para un periódico de Nueva York.
—Pero me considero sureño.
—¿Cuánto tiempo hace que se marchó?
—Unos veinte años.
Jake sonrió y movió la cabeza, como para indicar que había transcurrido demasiado tiempo.
—Además, no trabajo para un periódico sensacionalista.
—Veremos. Todavía faltan bastantes meses para el juicio. Tendremos oportunidad de leer sus artículos.
—Desde luego.
Jake pulsó el botón de grabación de su magnetófono y McKittrick el suyo.
—¿Puede Carl Lee Hailey recibir un juicio imparcial en Ford County?
—¿Por qué no? —respondió Jake.
—Porque es negro, ha matado a dos hombres blancos y el jurado estará compuesto por blancos.
—Lo que pretende decir es que el jurado lo formará un puñado de blancos racistas.
—No, no es eso lo que he dicho ni lo que he sugerido. ¿Qué le hace suponer que pienso que ustedes son un montón de racistas?
—Estoy convencido de que lo piensa. Nos tienen estereotipados, y usted lo sabe.
McKittrick se encogió de hombros y escribió algo en su cuaderno.
—¿Está dispuesto a responder a mi pregunta?
—Sí. Puede recibir un juicio imparcial en Ford County si aquí es donde se celebra el juicio.
—¿Desea usted que se celebre aquí?
—Estoy seguro de que procuraremos celebrarlo en otro lugar.
—¿Dónde?
—No depende de nosotros. La decisión es del juez.
—¿De dónde sacó el M-l6?
—No lo sé —respondió con una carcajada, mientras miraba el magnetófono.
—¿Se formalizaría la acusación si fuera blanco?
—Es negro y todavía no se ha formalizado.
—Pero en el supuesto de que fuera blanco, ¿habría acusación oficial?
—En mi opinión, sí.
—¿Le hallarían culpable?
—¿Le apetece un cigarro? —dijo Jake, al tiempo que abría un cajón del escritorio, cogía un Roi-Tan, lo desenvolvía y lo encendía con un mechero de gas.
—No, gracias.
—No, no lo hallarían culpable si fuera blanco. En mi opinión. No en Mississippi, ni en Texas, ni en Wyoming. En Nueva York, no estoy seguro.
—¿Por qué no?
—¿Tiene usted alguna hija?
—No.
—Entonces no lo comprendería.
—Creo comprenderle. ¿Será condenado el señor Hailey?
—Probablemente.
—¿De modo que el organismo no es tan imparcial para los negros?
—¿Ha hablado con Raymond Hughes?
—No. ¿Quién es?
—Se presentó a las últimas elecciones para sheriff y tuvo la mala suerte de enfrentarse a Ozzie Walls. Es blanco. Evidentemente, Ozzie no lo es. Si no me equivoco, obtuvo el treinta y uno por ciento de los votos. En un condado con el setenta y cuatro por ciento de blancos. ¿Por qué no le pregunta al señor Hughes si el organismo trata a los negros con imparcialidad?
—Me refería al organismo judicial.
—Es lo mismo. ¿Quién cree que compone el jurado? Los mismos electores que votaron por Ozzie Walls.
—Si un blanco no sería condenado y el señor Hailey probablemente lo sea, explíqueme cómo trata el organismo a ambos con imparcialidad.
—No lo hace.
—No estoy seguro de comprenderle.
—El organismo es un reflejo de la sociedad. No siempre es imparcial, pero es tan justo como en Nueva York, Massachusetts o California. Es tan justo como parciales pueden ser los emotivos seres humanos.
—¿Y cree que el señor Hailey recibirá aquí un trato tan imparcial como el que recibiría en Nueva York?
—Lo que digo es que hay tanto racismo en Nueva York como en Mississippi. Observe nuestras escuelas públicas: no hay en ellas segregación.
—Por orden judicial.
—Por supuesto, pero ¿qué ocurre con las órdenes judiciales en Nueva York? Durante muchos años, los sureños fuimos el blanco de las exigencias y desprecio de los mojigatos del norte, que insistían en la abolición de la segregación. La hemos llevado a cabo y no ha sido el fin del mundo. Pero ustedes han olvidado convenientemente sus propias escuelas y barrios, sus propias irregularidades electorales, sus propios jurados y consejos municipales exclusivamente blancos. Sin embargo, nosotros hemos aprendido y, aunque el cambio es lento y doloroso, por lo menos lo intentamos. Ustedes todavía se limitan a señalar con el dedo.
—Mi intención no era la de repetir la batalla de Gettysburg.
—Lo siento.
—¿Qué defensa piensa utilizar?
—En estos momentos aún no lo sé. Créame, es demasiado pronto. Ni siquiera ha sido acusado oficialmente, todavía.
—¿Lo será, evidentemente?
—Evidentemente aún no lo sabemos. Es muy probable. ¿Cuándo saldrá este artículo?
—Probablemente el domingo.
—No importa. Nadie lee aquí su periódico. Sí, se formalizarán los cargos.
McKittrick consultó su reloj y Jake paró su magnetófono.
—Le aseguro que no soy un malvado —dijo McKittrick—. Tomemos una cerveza juntos y concluyamos esta conversación.
—Entre nosotros, no bebo. Pero acepto su invitación.
La primera iglesia presbiteriana de Clanton estaba exactamente frente a la primera iglesia metodista, y ambas a muy poca distancia de la iglesia anabaptista. La anabaptista tenía más feligreses y más dinero, pero los presbiterianos y los metodistas terminaban antes su celebración dominical y ganaban a los anabaptistas en su carrera por ocupar las mesas de los restaurantes. Cuando a las doce y media llegaban los anabaptistas y se veían obligados a hacer cola, los presbiterianos y los metodistas comían despacio y les saludaban con la mano desde las mesas.
Jake estaba contento de no ser anabaptista. Además de ser excesivamente severos, no dejaban de insistir en la ceremonia vespertina de los domingos, que a Jake siempre le había desagradado. Carla había sido educada como anabaptista, Jake como metodista y, después de negociar un compromiso durante el noviazgo, se hicieron presbiterianos. Estaban satisfechos de su iglesia y de sus actividades, en las que habitualmente participaban.
Todos los domingos solían sentarse en el mismo banco, con Hanna dormida entre ambos, y hacían caso omiso del sermón. Jake contemplaba al predicador y se imaginaba a sí mismo frente a Buckley, en la Audiencia, ante una docena de ciudadanos respetuosos de la ley, con el país entero a la espera del desenlace. Por su parte, Carla decoraba mentalmente el comedor mientras fingía escuchar el sermón. Jake captó algunas miradas durante la ceremonia y supuso que los demás feligreses se sentían orgullosos de contar con una celebridad en la cofradía. Había también algunos rostros desconocidos, que correspondían a antiguos cofrades arrepentidos o a periodistas. Jake no estaba seguro hasta que uno de ellos persistió en mirarle fijamente, y entonces comprendió que eran todos periodistas.
—Me ha gustado mucho su sermón, reverendo —mintió Jake cuando dio la mano al pastor en la puerta del santuario.
—Me alegro de verle, Jake —respondió el reverendo—. Toda la semana le hemos visto por televisión. Mis hijos se emocionan cada vez que aparece en la pantalla.
—Gracias. Recen por nosotros.
A continuación se fueron en coche a Karaway para almorzar con los padres de Jake. Gene y Eva Brigance vivían en la antigua casa de la familia, rodeada de dos hectáreas de bosque, a tres manzanas de la calle mayor en el centro de Karaway y a dos manzanas de la escuela a la que Jake y su hermana asistieron durante doce años. Estaban ambos jubilados, pero eran lo suficientemente jóvenes para desplazarse todos los veranos por el continente con un remolque habitable. Salían el lunes siguiente hacia Canadá y no pensaban regresar hasta principios de septiembre. Jake era su único hijo. Su hermana, mayor que él, vivía en Nueva Orleans.
La comida de los domingos en casa de Eva era típicamente sureña: carne frita y verdura fresca hervida, rebozada, al horno y cruda, panecillos y bizcochos caseros, dos salsas, sandía, melón, macedonia de melocotón, tarta de limón y galletas de fresa. Poco era lo que se comía, y Eva y Carla envolvían cuidadosamente todas las sobras para llevárselas a Clanton, donde duraban una semana.
—¿Cómo están tus padres, Carla? —preguntó el señor Brigance, mientras distribuía los panecillos.
—Muy bien. Ayer hablé con mi madre.
—¿Están en Knoxville?
—No. Se han trasladado ya a Wilmington para pasar el verano.
—¿Pensáis ir a verles? —preguntó Eva, al tiempo que servía el té con una tetera de cerámica de cinco litros.
Carla miró a Jake, que mojaba habas en el plato de Hanna. No deseaba hablar de Carl Lee Hailey. Desde el lunes no se había hablado de otra cosa en la mesa y Jake no estaba de humor para responder a las mismas preguntas.
—Ésa es nuestra intención. Depende del trabajo de Jake. Puede que este verano esté muy ocupado.
—Eso he oído —dijo Eva en un tono inexpresivo, como para recordarle a su hijo que no había llamado desde el día de los asesinatos.
—¿Tienes algún problema con el teléfono, hijo? —preguntó el señor Brigance.
—Sí. Hemos cambiado de número.
Los cuatro adultos comían con lentitud y delicadeza mientras Hanna contemplaba los pasteles.
—Sí, lo sé, eso fue lo que nos dijo la telefonista. Ahora vuestro número no figura en la guía.
—Lo siento. He estado muy ocupado. No he tenido un instante de reposo.
—Eso hemos leído —dijo su padre.
Eva dejó de comer y se aclaró la garganta.
—¿Crees, Jake, que puedes evitar realmente que lo condenen?
—Me preocupa tu familia —agregó su padre—. Este caso podría ser muy peligroso.
—Les disparó a sangre fría —dijo Eva.
—Habían violado a su hija, mamá. ¿Qué harías tú si alguien violara a Hanna?
—¿Qué significa violar? —preguntó Hanna.
—No importa —intervino Carla—. ¿Os importaría cambiar de tema?
Miró fijamente a los tres Brigance, que volvieron a concentrarse en la comida. La nuera había hablado con su sensatez habitual.
Jake sonrió a su madre, sin mirar al señor Brigance.
—Prefiero no hablar del caso, mamá. Me tiene harto.
—Supongo que tendremos que enterarnos por los periódicos —dijo el señor Brigance.
A continuación hablaron de Canadá.
Aproximadamente a la hora en que los Brigance acababan de comer, la congregación de la capilla del Monte Sion se mecía y danzaba, estimulada por el glorioso frenesí que el reverendísimo Ollie Agee infundía en sus feligreses. Los diáconos bailaban. Los mayores cantaban. Las mujeres se desmayaban. Hombres maduros chillaban y levantaban los brazos al cielo ante el terror divino que reflejaba la mirada de los menores. Los miembros del coro hacían girar la cabeza y se abalanzaban unos sobre otros y se zarandeaban hasta desplomarse y repetir a gritos distintas estrofas de una misma canción. El organista tocaba un tema, el pianista, otro, y el coro cantaba lo que le daba la gana. El reverendo brincaba en el púlpito con su larga toga blanca de borde purpúreo, sin dejar de chillar, rezar, invocar a Dios y sudar.
El bullicio crecía y decrecía, aumentando, al parecer, cada vez que alguien se desplomaba y disminuyendo con la fatiga. Después de muchos años de experiencia, Agee conocía el momento preciso de sumo furor, cuando el delirio cedía ante el cansancio y la cofradía necesitaba un descanso. En aquel momento preciso saltaba sobre el púlpito y lo golpeaba con la fuerza del Todopoderoso. Paraba inmediatamente la música, cesaban las convulsiones, despertaban los desmayados, los niños dejaban de llorar y todo el mundo ocupaba obedientemente su lugar en los bancos. Había llegado el momento del sermón.
Cuando el reverendo estaba a punto de empezar, se abrió la puerta posterior y entraron los Hailey en el santuario. La pequeña Tonya cojeaba, cogida de la mano de su madre, y seguida del tío Lester. Avanzaron lentamente por el centro de la iglesia, para instalarse en uno de los primeros bancos. El reverendo hizo una seña con la cabeza al organista, que empezó a tocar suavemente y al que se unió el canturreo del coro, cuyos miembros se balanceaban. Los diáconos se levantaron y empezaron a moverse con el coro. Para no ser menos, los mayores se pusieron de pie y comenzaron a cantar. Entonces, por si faltara poco, la hermana Crystal se desmayó violentamente. Su desmayo fue contagioso, y las demás hermanas empezaron a caer como moscas. Los mayores cantaban con mayor vigor que el coro, lo cual estimuló a los cantantes. Puesto que el órgano no se oía, el organista aumentó el volumen del instrumento. El pianista decidió intervenir, con la interpretación de un himno diferente al que tocaba el organista. El organista hacía retumbar su órgano. El reverendo Agee saltó del púlpito y se acercó danzando a los Hailey. Todos le siguieron; el coro, los diáconos, los mayores, las mujeres, los pequeños que lloraban: todos tras el reverendo para saludar a la pequeña Hailey.
A Carl Lee no le preocupaba la cárcel. La vida era más agradable en su casa, pero dadas las circunstancias, la cárcel le parecía tolerable. Las dependencias eran nuevas y se habían construido con dinero federal, de acuerdo con el decreto de los derechos de los presos. La comida la preparaban dos corpulentas negras, que sabían cómo cocinar y cómo extender cheques sin fondos. Tenían derecho a la libertad condicional, pero Ozzie no se había molestado en comunicárselo. Presos de confianza servían la comida a unos cuarenta reclusos, trece de los cuales pertenecían a Parchman, donde no había lugar para ellos. Éstos se mantenían a la espera, sin saber si al día siguiente emprenderían el temido viaje a la extensa granja cercada del delta, donde la comida no era tan buena, ni las camas tan blandas, el aire acondicionado inexistente, los mosquitos descomunales, copiosos y malvados, y los servicios sucios y escasos.
La celda de Carl Lee estaba junto a la celda número dos, en la que esperaban los presos estatales. Salvo dos excepciones eran todos negros y, sin excepciones, violentos. Sin embargo, todos temían a Carl Lee, que compartía la celda con dos rateros, quienes no sólo le tenían miedo, sino que incluso estaban aterrorizados de su compañero de celda. Todas las noches, los carceleros le llevaban al despacho de Ozzie, donde cenaba en compañía del sheriff, y ambos miraban las noticias. Era una celebridad, lo cual le satisfacía casi tanto como a su abogado y al fiscal. Deseaba hablar con los periodistas sobre su hija y las razones por las que no debería estar en la cárcel, pero su abogado se lo impedía. Después de la visita de Gwen y Lester, el domingo por la tarde, Ozzie, Moss Junior y Carl Lee se escabulleron por la puerta trasera para ir al hospital. Fue idea de Carl Lee y a Ozzie no le pareció que hubiera nada de malo en ello. Looney estaba a solas en una habitación privada cuando llegaron. Carl Lee echó un vistazo a su pierna y lo miró fijamente. Se dieron la mano. Con lágrimas en los ojos y la voz entrecortada, Carl Lee le dijo lo mucho que lo sentía, que no tenía intención de dañar a nadie a excepción de los dos jóvenes, y que ojalá pudiera reparar el daño que le había causado. Looney aceptó sus disculpas sin titubeo alguno.
Jake esperaba en el despacho de Ozzie cuando regresaron sigilosamente a la cárcel. Ozzie y Moss Junior se disculparon y dejaron al reo con su abogado.
—¿Dónde has estado? —preguntó Jake con suspicacia.
—He ido a visitar a Looney al hospital.
—¡Cómo!
—¿Hay algo de malo en ello?
—Me gustaría que me consultaras antes de hacer otras visitas.
—¿Qué tiene de malo visitar a Looney?
—Looney será el principal testigo de la acusación, cuando intenten mandarte a la cámara de gas. Eso es todo. No está de nuestra parte, Carl Lee, y cualquier conversación con él debería tener lugar en presencia de tu abogado. ¿Comprendes?
—A decir verdad, no.
—Me cuesta creer que a Ozzie se le haya ocurrido algo semejante —susurró Jake.
—Ha sido idea mía —confesó Carl Lee.
—Sí se te ocurren otras ideas, te ruego que me las comuniques. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—¿Has hablado con Lester últimamente?
—Sí, hoy ha estado aquí con Gwen. Me han traído golosinas y me han contado lo de los bancos.
Jake estaba dispuesto a jugar duro respecto a sus honorarios; no podía en modo alguno representar a Carl Lee por novecientos dólares. Tendría que dedicarle al caso los tres próximos meses, por lo menos, y novecientos dólares no llegaba siquiera al salario mínimo. No sería justo para él, ni para su familia, que trabajara gratis. Carl Lee tendría que conseguir de algún modo el dinero. Tenía un montón de parientes. Gwen pertenecía a una familia numerosa. Tendrían que sacrificarse, tal vez vender algunos coches o un poco de terreno, pero Jake recibiría sus honorarios. De lo contrario, Carl Lee tendría que buscarse otro abogado.
—Te daré la escritura de mi propiedad —dijo Carl Lee.
—No quiero tu propiedad, Carl Lee —respondió Jake, conmovido—. Quiero dinero. Seis mil quinientos dólares.
—Muéstrame cómo hacerlo y lo haré. Tú eres el abogado, organízalo. Cuentas con mi pleno apoyo.
—No puedo trabajar por novecientos dólares, Carl Lee —replicó Jake, a sabiendas de que estaba vencido—. No puedo permitir que este caso me deje en la bancarrota. Soy abogado. Se supone que debo ganar dinero.
—Jake, te lo pagaré. Te lo prometo. Puede que tarde algún tiempo, pero te lo pagaré. Confía en mí.
No si te condenan a muerte, pensó Jake.
—El Tribunal Territorial se reúne mañana y se ocupará de tu caso —dijo Jake para cambiar de tema.
—¿Eso quiere decir que mañana iré al Juzgado?
—No. Significa que la Audiencia formalizará los cargos. El Juzgado estará lleno de curiosos y periodistas. El juez Noose vendrá para inaugurar la temporada de sesiones jurídicas de verano. Buckley circulará, soltando humo, en busca de los objetivos de las cámaras. Es un día importante. Por la tarde Noose iniciará un juicio por robo a mano armada. Si mañana eres encausado, tendremos que presentarnos ante el juez el miércoles o jueves para la formalización de los cargos.
—¿Para qué?
—La formalización de los cargos. En los casos de asesinato, la ley obliga al juez a leer los cargos en audiencia pública, ante Dios y el pueblo como testigos. Le darán mucha importancia. Nosotros alegaremos que eres inocente y Noose fijará la fecha del juicio. Pediremos una fianza moderada y el juez la denegará. Cuando mencione la fianza, Buckley empezará a dar gritos y a gesticular. Cuanto más pienso en él, mayor es el odio que me inspira. Se convertirá en un terrible engorro.
—¿Por qué no me concederán la libertad bajo fianza?
—En los casos de asesinato, el juez no está obligado a concederla. Puede, si lo desea, pero no suelen hacerlo. Y, aunque Noose te la concediera, no podrías permitirte la fianza, de modo que no te preocupes. Permanecerás en la cárcel hasta el juicio.
—¿Sabes que me he quedado sin trabajo?
—¿Desde cuándo?
—Gwen fue a la fábrica el viernes para recoger la paga y se lo dijeron entonces. Una buena faena, ¿no te parece? Supongo que piensan que no volveré.
—Cuánto lo siento, Carl Lee. Realmente lo lamento.