RUFUS Buckley hojeó los periódicos del jueves por la mañana y leyó con interés los relatos de la vista preliminar de Ford County. Le encantó comprobar que los periodistas y el señor Brigance habían citado su nombre. Los comentarios despectivos quedaban ampliamente compensados por la aparición de su nombre en los periódicos. No le gustaba el señor Brigance, pero estaba encantado de que le hubiera mencionado ante las cámaras y los periodistas. Durante dos días, Brigance y el acusado habían sido el centro de atención; ya era hora de que hablasen del fiscal del distrito. En su opinión, Brigance no debería criticar a nadie por anhelar la publicidad. Lucien Wilbank era quien había marcado la pauta sobre la manipulación de la prensa durante los juicios y con anterioridad a ellos, y Jake había aprendido bien la lección. Pero Buckley no le guardaba rencor, sino todo lo contrario. Le encantaba la perspectiva de un juicio conflictivo y prolongado, que supondría su primera oportunidad de darse realmente a conocer de un modo significativo. Esperaba con impaciencia el lunes, primer día del calendario judicial de las sesiones de verano en Ford County.
Tenía cuarenta y un años; cuando, nueve años antes, salió elegido por primera vez era el fiscal de distrito más joven de Mississippi. Ahora estaba en el primer año de su tercera legislatura y sentía la llamada de sus ambiciones. Había llegado el momento de ocupar otro cargo público, por ejemplo el de fiscal general o, posiblemente, el de gobernador. Y de allí al Congreso. Lo tenía todo planeado, pero no era lo suficientemente conocido fuera del vigésimo segundo distrito judicial: Ford, Tyler, Polk, Van Buren y Milburn. Era preciso que le vieran y oyeran. Necesitaba publicidad. Lo que más falta le hacía era poder condenar a alguien por asesinato en un juicio polémico, conflictivo y con mucha publicidad.
Ford County estaba inmediatamente al norte de Smithfield, capital de Polk County, donde Rufus residía. Se había criado en Tyler County, cerca de la frontera de Tennessee, al norte de Ford County. Durante las elecciones presumía de una media del noventa por ciento de condenas y de haber conseguido más penas capitales que cualquier otro fiscal del Estado. Era clamoroso, afectado e irritante. En su cargo representaba al pueblo del Estado de Mississippi y era preciso reconocer que se tomaba muy en serio sus obligaciones. El pueblo detestaba la delincuencia, él detestaba la delincuencia y, juntos, podían eliminarla.
Era de lo más grandilocuente cuando hablaba al jurado. Podía declamar, predicar, influir, suplicar, implorar. Era capaz de inflamar al jurado hasta tal punto que sus miembros estaban impacientes por retirarse a deliberar, rezar una plegaria, emitir el voto y regresar a la sala para sentenciar al acusado a la horca. Sabía hablar como los negros y como los fanáticos blancos, con lo cual satisfacía a la mayoría de los jurados del distrito vigésimo segundo. Éstos le habían sido siempre favorables en Ford County. Le gustaba Clanton.
Cuando Rufus llegó a su despacho en la Audiencia de Polk County, le encantó encontrarse con un equipo de televisión en la sala de espera. Consultó su reloj y les dijo que estaba muy ocupado, a pesar de lo cual iba a concederles unos minutos para contestar algunas preguntas.
Les hizo pasar a su despacho y se instaló cómodamente en el sillón de cuero giratorio, tras su escritorio. El periodista era de Jackson.
—¿Señor Buckley, siente usted compasión por el señor Hailey?
Sonrió con seriedad, evidentemente concentrado.
—Sin duda. Siento compasión por cualquier padre cuya hija haya sido violada. Con toda certeza. Pero lo que no puedo condonar, ni nuestro sistema puede tolerar, es que alguien se tome la justicia por cuenta propia.
—¿Tiene usted hijos?
—Sí. Un hijo menor y dos hijas, una de ellas de la edad de la hija de Hailey, y me sentiría mal, muy mal si a una de ellas la violaran. Pero confiaría en que nuestro sistema jurídico se ocupara debidamente del violador. Hasta tal punto confío en el sistema.
—En tal caso, ¿anticipa que se le declarará culpable?
—Ciertamente. Por regla general logro que se condene al acusado cuando me lo propongo, y en este caso intento conseguirlo.
—¿Solicitará la pena capital?
—Sí. Parece un caso claro de asesinato premeditado. Creo que la cámara de gas sería el castigo apropiado.
—¿Pronostica que el acusado será sentenciado a la pena de muerte?
—Por supuesto. Los jurados de Ford County siempre han estado dispuestos a sentenciar a la pena de muerte cuando correspondía y se lo he solicitado. Los jurados son muy buenos en dicho condado.
—El señor Brigance, abogado defensor, ha declarado que la Audiencia Territorial podría no formalizar la acusación.
—El señor Brigance no debería ser tan iluso —respondió, con una carcajada—. El caso se presentará el lunes ante el tribunal y por la tarde se habrán formalizado las acusaciones. Se lo prometo. Créame, él lo sabe perfectamente.
—¿Cree que el juicio se celebrará en Ford County?
—No me importa dónde se celebre. Lograré que se condene al acusado.
—¿Anticipa que la defensa se base en la enajenación mental?
—Anticipo todas las posibilidades. El señor Brigance es un excelente abogado criminalista. No sé qué estrategia piensa utilizar, pero no cogerá al Estado de Mississippi por sorpresa.
—¿Cabe la posibilidad de que se negocie el veredicto?
—No soy partidario de la negociación de veredictos. Tampoco lo es el señor Brigance. No espero que suceda.
—El señor Brigance afirma que no ha perdido nunca un caso de asesinato contra usted.
La sonrisa de su rostro se esfumó inmediatamente. Apoyó los codos sobre la mesa y miró fijamente al periodista.
—Cierto. ¿Pero a que no ha mencionado los atracos a mano armada y hurtos de mayor cuantía? He ganado una buena parte de ellos. El noventa por ciento, para ser exactos.
Desconectaron la cámara y el periodista le dio las gracias por su atención. Buckley le respondió que había sido un placer y que estaba a su disposición.
Ethel subió penosamente por la escalera y se detuvo frente al enorme escritorio.
—Señor Brigance, anoche mi marido y yo recibimos una llamada obscena, y ahora acabo de contestar la segunda, aquí en el despacho. Esto no me gusta.
—Siéntese, Ethel —dijo Jake, al tiempo que señalaba una silla—. ¿Qué han dicho?
—No eran realmente obscenidades. Más bien amenazas. Me han amenazado porque trabajo para usted. Me han dicho que lamentaría trabajar para un amante de los negros. Las llamadas al despacho han amenazado con dañarle a usted y a su familia. Tengo miedo.
Jake también estaba asustado, pero fingió no estarlo por Ethel. El miércoles había llamado a Ozzie para denunciar las llamadas recibidas en su casa.
—Cambie su número de teléfono, Ethel. Yo pagaré los gastos.
—No quiero cambiar de número. Tengo el mismo desde hace diecisiete años.
—Pues no lo haga. Yo he cambiado el mío y es muy fácil.
—Yo no estoy dispuesta a hacerlo.
—De acuerdo. ¿Desea algo más?
—Creo que no debería haber cogido este caso. Creo…
—¡No me importa lo que crea! No le pago para que opine sobre mis casos. Si deseo saber lo que piensa, se lo preguntaré. Hasta entonces, guarde silencio.
La secretaria dio un bufido y se retiró. Jake llamó de nuevo a Ozzie.
—Lucien ha llamado esta mañana —dijo Ethel al cabo de una hora, por el intercomunicador—. Me ha pedido que haga copias de algunos casos recientes y quiere que usted se los lleve esta tarde. Dice que han transcurrido cinco semanas desde su última visita.
—Cuatro semanas. Copie los casos y se los llevaré esta tarde.
Lucien pasaba por el despacho o llamaba una vez al mes. Leía los casos y se mantenía al corriente del movimiento jurídico. Tenía poco más que hacer, aparte de beber Jack Daniel’s y jugar a la bolsa, ambas cosas desaforadamente. Era un borracho que pasaba la mayor parte del tiempo sentado a la entrada de su enorme casa blanca sobre la colina, a ocho manzanas de la plaza y con una vista general de Clanton, copa en mano leyendo sumarios.
Había envejecido desde su expulsión del Colegio de Abogados. La doncella que trabajaba permanentemente en su casa, desempeñaba también las funciones de enfermera y le servía las bebidas en la entrada desde el mediodía hasta la medianoche. No solía comer ni dormir; prefería mecerse hora tras hora.
Se suponía que Jake debía visitarle por lo menos una vez al mes. Dichas visitas correspondían a cierto sentido de la obligación. Lucien era un anciano enfermo y amargado que blasfemaba contra los abogados, los jueces y, especialmente, el Colegio de Abogados. Jake era su único amigo, la única persona dispuesta a escucharle y a la que podía retener el tiempo suficiente para soltar sus sermones. Aunque también tenía la molesta costumbre de introducir en sus discursos consejos no solicitados sobre los casos de Jake. Sabía mucho acerca de sus casos, si bien Jake desconocía cómo se las arreglaba Lucien para disponer de tanta información. Raramente se le veía en el centro o en cualquier otro lugar de Clanton, a excepción de la tienda de licores del barrio negro.
Jake aparcaba el Saab detrás del sucio y abollado Porsche, y le entregaba las copias de los casos a Lucien, sin saludos ni cumplidos. Se sentaban en los sillones de mimbre de la terraza, desde donde se veía el piso superior del Juzgado por encima de los demás edificios, casas y árboles de la plaza.
Lucien le ofreció un whisky, luego vino y, a continuación, una cerveza. Jake lo rechazaba todo. A Carla no le gustaba que bebiera y Lucien lo sabía.
—Te felicito —dijo en esta ocasión.
—¿Por qué? —preguntó Jake.
—Por el caso Hailey.
—¿Por qué merezco que se me felicite?
—Algunos de mis casos fueron importantes, pero ninguno tanto como éste.
—¿Importante en qué sentido?
—Publicidad. Divulgación. Ése es el quid de la cuestión para los abogados, Jake. Si eres desconocido, te mueres de hambre. Cuando la gente tiene problemas llama a un abogado, y se dirige a alguien de quien haya oído hablar. Si trabajas para el pueblo debes venderte al público. Evidentemente es distinto si trabajas para alguna gran empresa o compañía de seguros, donde cobras cien dólares por hora sin moverte de tu despacho, diez horas diarias, aplastando a los indefensos y…
—Lucien —interrumpió Jake—, hemos hablado de esto muchas veces. Hablemos del caso Hailey.
—De acuerdo, de acuerdo. Apuesto a que Noose se negará a que el juicio se celebre en otro lugar.
—¿Qué te hace suponer que yo pensara solicitarlo?
—Serías estúpido si no lo hicieras.
—¿Por qué?
—¡Simple estadística! En este condado sólo hay un veintiséis por ciento de negros. Cualquier otro condado del distrito vigésimo segundo cuenta con por lo menos un treinta por ciento. Esto significa, potencialmente, más negros en el jurado. Si logras trasladar el juicio tienes más oportunidades de que en el jurado haya algún negro. Si se celebra aquí, te arriesgas a que todos los miembros del jurado sean blancos y, créeme, he visto bastantes jurados blancos en este condado. Piensa que te bastaría con un solo negro qué estuviera en desacuerdo para lograr que se anulara el juicio.
—Pero entonces volvería a celebrarse.
—Y tú volverías a sembrar la discordia. Y después de tres juicios desistirían. Un jurado en discordia equivale para Buckley a perder el juicio. Se dará por vencido después de tres juicios.
—De modo que me limito a decirle a Noose que quiero que el juicio se celebre en otro lugar, donde pueda conseguir algún negro en el jurado.
—Puedes hacerlo si lo deseas, pero yo no lo haría. Alegaría los pretextos de costumbre sobre la publicidad con anterioridad al juicio, los prejuicios de la comunidad, etcétera, etcétera.
—Y crees que Noose se lo tragará.
—No. Este caso es demasiado importante y lo será todavía más. La prensa ha intervenido, se ha iniciado ya el juicio. Todo el mundo ha oído hablar de él, y no sólo en Ford County. No encontrarás a nadie en este Estado sin una idea preconcebida de culpabilidad o inocencia. ¿Qué sentido tendría trasladarlo a otro condado?
—¿Entonces por qué solicitarlo?
—Porque cuando condenen a ese pobre hombre necesitarás algo en qué basar el recurso de apelación. Podrás alegar que no ha recibido un juicio imparcial debido a que se rechazó tu solicitud para que se celebrara en otro lugar.
—Gracias por darme ánimos. ¿Crees que hay posibilidad de trasladarlo a otro distrito, por ejemplo del delta?
—Olvídalo. Puedes solicitar un cambio de lugar, pero no especificar un sitio determinado.
Jake no lo sabía. Siempre aprendía algo cuando visitaba a Lucien. Asintió, seguro de sí mismo, y observó al anciano con su larga barba sucia y canosa. Jamás había descubierto en Lucien el menor tropiezo con ningún punto de la ley penal.
—¡Sallie! —llamó Lucien, al tiempo que arrojaba los cubitos de hielo a los matorrales.
—¿Quién es Sallie?
—Mi criada —respondió en el momento en que una negra alta y atractiva abría la puerta corrediza y sonreía a Jake.
—¿Sí, Lucien? —preguntó la doncella.
—Mi vaso está vacío.
Se acercó con elegancia y cogió su vaso. Tenía menos de treinta años, buen tipo, atractiva y muy oscura. Jake le pidió un té granizado.
—¿De dónde la has sacado? —preguntó.
Lucien permaneció con la mirada fija en el Palacio de Justicia.
—¿De dónde la has sacado? —insistió Jake.
—No lo sé.
—¿Qué edad tiene?
Lucien no decía palabra.
—¿Vive aquí?
Silencio.
—¿Cuánto le pagas?
—¿Y a ti qué te importa? Más de lo que tú le pagas a Ethel. No sé si sabes que también es mi enfermera.
Claro, pensó Jake con una sonrisa.
—Apuesto a que hace muchas cosas por ti.
—No es de tu incumbencia.
—No crees que tengo muchas posibilidades de que declaren inocente a mi cliente, ¿verdad?
Lucien reflexionó unos instantes. La doncella-enfermera regresó con el whisky y el té.
—No. Será difícil.
—¿Por qué?
—Parece que fue premeditado. Y, a mi parecer, bien organizado. ¿No es cierto?
—Efectivamente.
—Estoy seguro de que alegarás enajenación mental.
—No lo sé.
—Debes hacerlo —afirmó categóricamente Lucien—. No hay otra posibilidad de defensa. No puedes alegar que se tratara de un accidente. Ni tampoco que disparase contra esos muchachos esposados y desarmados con un fusil en defensa propia. ¿Cierto?
—Claro.
—¿Tampoco pretenderás organizar una coartada y contarle al jurado que estaba en su casa con su familia?
—Por supuesto que no.
—¿Entonces qué otra defensa te queda? ¡Debes alegar que estaba loco!
—Pero, Lucien, no lo estaba, y no voy a encontrar ningún psiquiatra que lo afirme. Lo organizó meticulosamente, hasta el último detalle.
—Ésa es la razón por la que estás metido en un buen lío, hijo —sonrió Lucien al tiempo que se llevaba el vaso a la boca.
Jake dejó el té sobre la mesa y se meció suavemente. Lucien paladeaba el momento.
—Ésa es la razón por la que estás metido en un buen lío —repitió.
—¿Qué me dices del jurado? Sabes que le tendrán compasión.
—He ahí la razón por la que debes alegar enajenación mental. Debes ofrecerle una salida al jurado. Debes brindarles la oportunidad de que le declaren inocente, si desean hacerlo. Si sienten compasión por él y quieren declararle inocente, debes facilitarles una defensa que les permita hacerlo. No importa que crean o no en la patraña de la enajenación. A la hora de deliberar da lo mismo. Lo importante es que el jurado disponga de una base legal para declararle inocente, en el supuesto de que deseen hacerlo.
—¿Querrán hacerlo?
—Algunos lo querrán, pero Buckley presentará un caso muy convincente de asesinato premeditado. Es un buen fiscal. Despojará al jurado de su compasión. Cuando Buckley acabe con él, Hailey no será más que otro negro a quien se juzga por haber matado a un blanco —dijo Lucien, mientras movía el hielo en el vaso y contemplaba el líquido castaño—. ¿Y qué me dices del agente de policía? La pena por agredir a un funcionario del orden público con intento de matar es cadena perpetua sin remisión de condena. ¿Qué dirás al respecto?
—No había premeditación.
—Magnífico. Les parecerá muy convincente cuando ese pobre individuo entre cojeando en la sala y muestre su muñón.
—¿Muñón?
—Sí. Muñón. Anoche le amputaron la pierna.
—¡A Looney!
—Sí, al que el señor Hailey disparó.
—Creí que se recuperaba.
—Se recupera. Pero con una sola pierna.
—¿Cómo te has enterado?
—Tengo mis fuentes.
Jake se dirigió al fondo de la terraza y se apoyó en una columna. Se sentía débil. Lucien le había desposeído una vez más de la confianza en sí mismo. Era un experto en encontrar fallos a los casos que tenía entre manos. Para él era como un deporte y, generalmente, tenía razón.
—Escúchame, Jake, no pretendo ser catastrofista. Es posible ganar el caso; improbable, pero posible. Puedes sacarlo en libertad y es necesario que lo creas. Pero no te confíes demasiado. De momento ya has hablado bastante con la prensa. Retírate y ponte a trabajar.
Lucien se dirigió al fondo de la terraza y escupió a los matorrales.
—Recuerda siempre que el señor Hailey es culpable, culpable a más no poder. La mayoría de los acusados de delitos graves lo son, pero especialmente éste. Se tomó la justicia por cuenta propia y asesinó a dos personas. Lo organizó todo meticulosamente. Nuestro sistema legal no tolera los justicieros independientes. Ahora bien, tú puedes ganar el caso y, si lo logras, se habrá hecho justicia. Pero si lo pierdes también se habrá hecho justicia. Supongo que se trata de un caso bastante extraño. Ojalá fuera mío.
—¿Hablas en serio?
—Por supuesto. Es el sueño de un abogado. Si lo ganas serás famoso. La estrella de estos confines. Podrías hacerte rico.
—Voy a necesitar tu ayuda.
—Cuenta con ella. Necesito algo que hacer.
Después de la cena, y cuando Hanna estaba dormida, Jake habló a Carla de las llamadas recibidas en el despacho. Anteriormente, durante uno de los juicios por asesinato, habían recibido una extraña llamada, pero sin amenazas; sólo gruñidos y jadeos. Ahora era distinto. Mencionaban los nombres de Jake y de la familia, y prometían vengarse si a Carl Lee se le declaraba inocente.
—¿Estás preocupado? —preguntó Carla.
—A decir verdad, no. Probablemente son chiquillos, o amigos de Cobb. ¿Tienes miedo tú?
—Preferiría que no llamaran.
—Todo el mundo las recibe. Ozzie, a centenares. Bullard, Childers, todo el mundo. No me preocupan.
—¿Y si empeora la situación?
—Carla, jamás pondría a mi familia en peligro. No merece la pena. Me retiraré del caso si creo que las amenazas son auténticas. Te lo prometo.
Carla no estaba impresionada.
Lester contó nueve billetes de cien dólares y los depositó majestuosamente sobre el escritorio de Jake.
—Aquí sólo hay novecientos —dijo Jake—. Acordamos que serían mil.
—Gwen necesita dinero para ir a la compra.
—¿Estás seguro de que no es Lester quien necesita whisky?
—Vamos, Jake, sabes que no le robaría a mi propio hermano.
—De acuerdo, de acuerdo. ¿Cuándo irá Gwen al banco para que le preste el resto?
—Ahora mismo voy a entrevistarme con el banquero. ¿Atcavage?
—Sí, Stan Atcavage, en la próxima puerta, el Security Bank. Buen amigo mío. Fue quien prestó el dinero para tu juicio. ¿Llevas la escritura?
—En el bolsillo. ¿Cuánto crees que nos dará?
—No tengo ni idea. ¿Por qué no vas y lo averiguas?
Lester se retiró y, al cabo de diez minutos, Atcavage llamó por teléfono.
—Jake, no puedo prestar dinero a esa gente. No te lo tomes a mal, sé que eres un buen abogado, no he olvidado mi divorcio, pero ¿quién pagará si le condenan a muerte?
—Gracias. Por Dios, Stan; si no paga te quedas con la tierra, ¿no es cierto?
—Exacto, con una choza en medio. Cuatro hectáreas con árboles, matorrales y una vieja casa. Justamente lo que desea mi nueva esposa. Compréndelo, Jake.
—Es una bonita casa y está casi pagada.
—Es una choza, una bonita choza. Pero no tiene ningún valor, Jake.
—Algo debe de valer.
—Jake, no la quiero. Y el banco tampoco la quiere.
—En otra ocasión les concediste un préstamo.
—Pero entonces él no estaba en la cárcel. Se trataba de su hermano, ¿lo recuerdas? Él trabajaba en la fábrica de papel. Tenía un buen empleo. Mientras que ahora está de camino a Parchman.
—Gracias, Stan, por tu voto de confianza.
—Vamos, Jake, confío en tu habilidad, pero eso no basta para prestar dinero. Si alguien puede lograr que le declaren inocente, ése eres tú. Y espero que lo consigas. Pero no puedo hacer este préstamo. Los auditores pondrían el grito en el cielo.
Lester lo intentó en el Peoples Bank y en el Ford National, con los mismos resultados. Deseaban que su hermano fuese declarado inocente, pero ¿qué ocurriría si no lo hacían?
Fantástico, pensó Jake. Novecientos dólares por un caso de asesinato.