6: Sangre y sal

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Sangre y sal

Llegaron a las ruinas antes de que Malus se diera cuenta. En un momento estaba caminando junto a Rencor, apartando la densa y húmeda maleza, y al siguiente estaba tirando de él frente a una pequeña hilera de cimientos de color gris oscuro que le llegaban justo hasta las rodillas. Al frente, los omnipresentes árboles empezaban a ser cada vez más dispersos para dejar paso a una especie de claro, limitado por un perímetro cuadrado de muros toscos y grises, cuyos ladrillos estaban redondeados por el paso del tiempo.

Los espacios vacíos en el muro estaban llenos de turba musgosa, que descendía de forma abrupta hacia un suelo relativamente plano a unos cinco metros de profundidad. Malus concluyó que el edificio debía de tener una planta más abajo en algún punto que la tierra estaba cubriendo poco a poco. El área circunscrita por las ruinosas murallas era bastante grande. Desde su posición ventajosa, Malus podía ver un foso para hacer fuego en el centro, rodeado de una serie de chamizos hechos de sólidos troncos y cubiertos de más turba. Había incluso un punto en la esquina que alguna vez había sido un pequeño recinto para los caballos, completado con una valla primitiva y una puerta hecha de cuerdas. Hathan Vor y sus hombres se movían por la zona con facilidad, como si estuvieran familiarizados con ella desde hacía mucho, y se dispersaron para inspeccionar los chamizos y limpiar de hojas el foso para el fuego.

Malus puso la mano en el cuello de Rencor y sintió la tensión en los potentes músculos del gélido. La sensación de que los vigilaban se había hecho más intensa a medida que el grupo se adentraba en el bosque, pero por mucho que lo intentó, el noble no vio ni oyó nada que le indicara quién, o qué, los estaba siguiendo. Podía ver que Vor y sus hombres lo notaban también, pero parecían aceptarlo como un inconveniente más, como lo era el constante repiqueteo de la lluvia de verano.

«Tienen que ser los autarii», dedujo Malus. Vor decía que guardaban las moradas de los muertos y sabía de primera mano que podían moverse como espectros en los bosques de donde habían venido. Por primera vez, se sintió agradecido de que lloviera, ya que le daba buenos motivos para mantener la capucha caída sobre el rostro. Había un clan autarii en concreto con el que no le apetecía volver a cruzarse. Por supuesto, el urhan del clan había muerto por su propia naturaleza traicionera, pero Malus dudaba de que el resto del clan lo viera de ese modo. Muchas veces a lo largo del día intentó estimar a qué distancia estarían las tierras del clan. ¿Unas cien leguas? ¿Más? ¿Menos? Sólo los mismos autarii lo sabían con certeza. Todo lo que podía hacer Malus era esperar lo mejor.

El noble cogió las riendas de Rencor y condujo al nauglir por la pendiente empinada y musgosa hasta el recinto en ruinas. El gélido avanzó con un gruñido grave, moviéndose con facilidad por el suelo resbaladizo gracias a sus garras. Las escamas del vientre del nauglir rasparon el borde deteriorado de los cimientos, y Malus se sorprendió al ver que las viejas rocas aguantaban el peso de una tonelada del animal.

La bestia de guerra iba un poco lenta, aún digiriendo lentamente la dieta regular de carne de caballo que Silar le había estado dando durante toda su estancia en Karond Kar. Los nauglirs eran monturas fieras y poderosas, ideales para la guerra y la caza, pero su naturaleza voluble los hacía impredecibles e incluso peligrosos como cabalgaduras a menos que se los mantuviera bien alimentados. Malus había aprendido bien esa lección durante el viaje de ida y vuelta a los Desiertos y no quería repetirlo. Si Rencor se volvía irascible y comenzaba a comerse a los guardias, la situación sería bastante incómoda.

Malus condujo a Rencor hasta un colgadizo en el lado del foso opuesto al que habían cogido los guías.

—Levántate —le ordenó a la montura.

El nauglir se levantó obedientemente sobre las patas traseras. El gélido elevó su hocico cuadrado y gruñó, lo que hizo que Malus mirase hacia atrás. Vor se estaba acercando con precaución exagerada, mirando atentamente al nauglir.

—Nunca mires a un gélido a los ojos, Vor —dijo Malus, volviéndose para encarar al hombre—. Son criaturas de manada y lo toman como un desafío a su dominio.

Vor dirigió rápidamente su atención a Malus.

—Vamos a acampar aquí y seguiremos mañana.

Malus frunció el entrecejo, tratando de averiguar cuánto tiempo de luz tenían todavía.

—Seguramente tendremos una o dos horas más antes de que anochezca —dijo, elevando la vista hacia la lluvia que volvía brumoso el aire entre los árboles.

—Así es como se hace, temido señor —dijo—. Esta noche presentamos nuestros respetos a los espectros, y así podemos continuar sin problemas.

El noble frunció aún más el ceño.

—¿Presentar nuestros respetos? —No estaba seguro de que le gustara cómo sonaba aquello.

—Esta noche los espectros se sentarán para compartir nuestro fuego, nuestra carne y nuestra sal, y les diremos que estamos agradecidos de que nos permitan visitar las tumbas de nuestros ancestros —dijo Vor—. Después de eso, nos dejarán en paz.

—¿Eso es todo? —preguntó Malus, vacilante. El druchii lleno de cicatrices sonrió.

—El respeto cuenta mucho para los autarii, temido señor. Además, las moradas de los muertos pertenecen a todos los druchii; tenemos el mismo derecho que ellos a caminar por entre las torres.

—Entonces, ¿por qué se arrogan el derecho de guardarlas? Vor meneó la cabeza.

—Les he preguntado, pero no quieren hablar de ello. Quizá ya ni lo recuerdan.

El noble señaló hacia los muros semiderruidos.

—¿Hemos llegado a las afueras de la necrópolis?

Para sorpresa de Malus, Vor rió entre dientes.

—¡Oh, no!, temido señor. El valle de los Antiguos Reyes está todavía a un día de viaje. —Estudió las piedras grises con una sonrisa enigmática—. La necrópolis se construyó hace miles de años, poco después de que nuestros ancestros llegaran aquí por primera vez. Estas ruinas son mucho más antiguas. Venid, dejadme enseñaros algo.

Vor dio un amplio rodeo alrededor del nauglir, que estaba descansando, y se dirigió hacia una esquina de la estructura. Malus lo siguió lleno de curiosidad.

Vor se colocó junto a la base del muro y tocó la piedra desnuda con las puntas de los dedos.

—Tocadlo. Es piedra, pero al tacto es como acero pulido —dijo—. Suave y frío, casi como el cristal. Hace varios veranos encontramos suficientes ladrillos sueltos para hacer el foso para el fuego allá. No brillan ni crujen, no importa cuánto se calienten.

—Brujería —dijo Malus, torciendo la boca de asco.

—¡Oh, seguro! —Vor se mostró de acuerdo—. Pero mirad allí.

Señaló hacia una línea descolorida que recorría el muro a unos cuatro metros de altura. Malus miró el parche multicolor con los ojos entornados y se dio cuenta después de un instante de que estaba mirando un mosaico. Ante sus ojos surgió un diseño.

—Parece algún tipo de paisaje.

Vor asintió.

—Una orilla del océano, con arena de color claro y peces extraños —dijo—. Si os acercáis lo suficiente, podréis ver flores y árboles altos, y la brillante luz del sol. Aquí, en la ladera de una montaña, en una tierra de cielos grises y hielo.

Malus asintió, pensativo. El paisaje lo llevó de vuelta a una extraña ciudad, más al norte incluso de donde estaban ahora, con canales y un barco encallado a cientos de leguas de cualquier mar. El recuerdo le produjo un escalofrío.

—¿Quién construyó esto? —dijo prácticamente para sí.

Vor se volvió a encoger de hombros.

—Nadie lo sabe —dijo con voz débil, maravillado—. Estas montañas son viejas, están desgastadas por el tiempo y hay hondonadas muy profundas en las que ningún druchii ha posado jamás los ojos, y mucho menos las ha explorado. —En su rostro estropeado se formó una sonrisa torcida—. ¡Algún día espero tropezar con un tesoro oculto en una cueva, y entonces volveré a Karond Kar y viviré como un señor en su torre!

—Ten cuidado con lo que deseas, Hathan Vor —dijo Malus, sorprendiéndose de la sinceridad que había en su voz—. Hay tesoros que se pierden por algún motivo.

Vor miró al noble.

—Parece que habláis por propia experiencia. ¿Es un tesoro lo que buscáis en las moradas de los muertos? ¿O pretendéis dejar algo valioso detrás?

La absoluta ingenuidad de la pregunta hizo reír a Malus.

—¿Qué druchii viaja hasta estas montañas olvidadas por la diosa para dejar su tesoro en alguna antigua cripta?

—Os sorprenderíais, temible señor —respondió Vor con expresión sombría—. Hay druchiis de antiguos linajes (algunos todavía poderosos, otros tan sólo una sombra de su antigua gloria) que mandan a sus hijos todos los años para llevarles regalos a sus ancestros. La tradición se remonta a la perdida Nagarythe, y algunas familias todavía respetan las antiguas costumbres.

El noble miró a Vor con expresión cansada.

—Y supongo que les proporcionan un negocio alternativo muy lucrativo a los bandidos emprendedores que conocen el camino a las criptas —dijo.

Vor rió.

—Sin duda —respondió, aunque había un brillo en sus ojos que contradecía su tono relajado—. No habéis mencionado qué cripta estáis buscando, temible señor.

—¿Eso importa?

—Oh, sí —dijo Vor—. El valle es muy grande, y serpentea por entre las montañas a lo largo de unas doce leguas. Las casas más poderosas tienen sus torres en la parte más alejada del valle, así que es cuestión de cuántos días más hemos de continuar ascendiendo.

Malus reflexionó acerca de la pregunta un instante, y a continuación, se encogió de hombros. Tendría que decírselo antes o después.

—Busco la tumba de Eleuril. Su símbolo…

—El símbolo de la luna astada —dijo Vor, asintiendo con la cabeza—. Sí, la conozco. Otros dos días de viaje, y después hay que adentrarse muy arriba en el valle. —Su expresión se oscureció.

—¿Qué sabes de esa cripta? —preguntó Malus.

Vor se disponía a hablar, y después se lo pensó mejor. Se encogió de nuevo de hombros.

—Está maldita —dijo sencillamente—. Pero eso es asunto vuestro, no mío. —El druchii lleno de cicatrices hizo un gesto brusco con la cabeza a Malus—. Debo vigilar el fuego y la cena, temido señor. Los espectros vendrán a medianoche, así que descansad ahora si queréis. Tendréis que estar presente cuando lleguen.

El guía se volvió y se alejó sin decir más. Malus lo observó mientras se iba, preguntándose si habría desvelado demasiado. De repente, la presencia invisible de los autarii parecía la menor de sus preocupaciones.

La cena era un guiso de alubias y ternera en salazón cocida al fuego y con agua como único acompañamiento. Había un pellejo de vino decente en la mochila de Malus, pero no sentía deseos de probarlo. Quería estar en plenas facultades cuando los autarii llegaran aquella noche.

La comida estaba sosa, pero el fuego era de agradecer. Los guías habían tenido la previsión de mantener una pila de leña seca bajo uno de los chamizos y, en la hora que había pasado desde que montaron el campamento, el fuego rugía proyectando extrañas sombras sobre los muros medio derruidos. Había un círculo de viejos maderos que rodeaba la hoguera, y Malus se había hecho con un sitio antes que nadie. Ahora, horas después, estaba seco y caliente, y luchaba contra el sueño mientras Vor y el resto de su banda fumaban en pipas de arcilla y hablaban entre ellos en susurros. Un hervidor de hierro todavía bullía junto al fuego, y había dos cuencos limpios cerca, apartados para los visitantes a los que esperaban.

Vor se agachó junto al hervidor, removiéndolo suavemente con una cuchara de madera. Llevaba el pelo estropajoso recogido con una tira de cuero, lo cual le daba, si cabe, un aspecto todavía más terrorífico bajo la luz cambiante.

Malus cruzó los brazos y miró cómo la bruma y el humo formaban remolinos sobre las llamas que subían.

—Háblame de las moradas de los muertos —dijo, tratando de permanecer despierto—. ¿De veras es una ciudad hecha de criptas de piedra?

Hathan Vor sonrió levemente.

—Es una ciudad fragmentada —dijo en voz baja—. Cada cripta está rodeada de edificios y jardines de piedra, o incluso tiene una pequeña plaza. Pero ninguna de ellas forma un conjunto con las demás, si entendéis lo que quiero decir. Es como si cada familia hubiese creado su cripta al estilo de la torre que dejaron atrás en Nagarythe, incluyendo tantos elementos de la ciudad que los rodeaba como podían permitirse.

Malus trató de imaginárselo. Eso de enterrar a los muertos le resultaba una noción bastante extraña. Los druchii habían sido incinerados durante generaciones, siguiendo los dictados del templo de Khaine. Un culto que en aquellos días estaba prohibido, según recordó Malus.

—Puedo entender lo de las torres, supongo —dijo—. Pero ¿por qué el resto?

El druchii lleno de cicatrices se encogió de hombros.

—No hay nadie vivo que lo recuerde…, excepto la misma Morathi, supongo. Aunque hay leyendas, por supuesto. —Su sonrisa se hizo más amplia—. Mi favorita cuenta que las moradas de los muertos eran parte de un conjuro elaborado para levantar Nagarythe con el poder de la nigromancia. Con cada alma enterrada, el conjuro se haría más poderoso, hasta que finalmente la tierra inundada resurgiría de las aguas. —Vor rió entre dientes—. Otra de las leyendas simplemente dice que las familias antiguas querían recuperar en la muerte algo parecido a lo que habían perdido en vida. Sospecho que hay algo de verdad en eso.

—¿Es por eso por lo que piensas que la cripta de Eleuril está maldita? —preguntó Malus.

Vor no contestó. Durante un instante, Malus pensó que había ofendido al hombre de alguna manera, pero entonces se dio cuenta de que los otros guías se habían quedado también callados. Se incorporó, escrutando las caras de los hombres que lo rodeaban… y se dio cuenta de que ya no estaban solos.

Había dos autarii en el límite de la luz de la hoguera. Eran tan esbeltos, oscuros y silenciosos que por un momento Malus pensó que eran un efecto de la luz. Entonces, Vor se aclaró la garganta y dijo:

—Os veo, hijos de las colinas. Es una noche oscura. Venid y compartid nuestro fuego.

Las palabras parecían memorizadas, como si se tratase de un cántico ritual, pero Malus también notó algo de aprensión solapada. Algo no iba del todo bien.

Sin decir una palabra, las dos figuras se deslizaron junto al fuego. Llevaban capas moteadas de lana de color gris, verde y negro, sobre las cuales las gotas de lluvia brillaban como diamantes. Como si fueran una sola persona, los espectros extendieron las manos pálidas y delgadas, y se quitaron las enormes capuchas. La luz jugueteó sobre los rasgos angulosos y de huesos finos, y brilló sobre unos ojos grandes e inesperadamente violeta. Las dos sombras parecían ser hermano y hermana; más que eso, podrían haber sido gemelos. Sus rostros aristocráticos estaban tatuados con el mismo dragón enroscado, elaborado con una tinta azul fantasmagórica. Eran increíblemente hermosos, ni muy femeninos ni muy masculinos, y la serenidad de sus rostros casi idénticos los hacía tan irresistibles como irreales de un modo inquietante. Su cabello, de un negro lustroso, estaba recogido en numerosas trenzas bien apretadas. Malus se fijó en que la muchacha llevaba huesos de dedos en el pelo. «Probablemente, los huesos de nobles druchii», pensó con temor, recordando que la carne de los nobles druchii era un manjar para los clanes de las colinas.

Las dos sombras se pusieron junto al fuego, pero permanecieron de pie, observando a los druchii, que estaban sentados, uno por uno. Cuando las miradas se posaron en Malus, se detuvieron. El peso de sus ojos le dio dentera. Vor lo miró con expresión cansada.

Con un profundo suspiro, Malus se quitó la capucha.

Los autarii siguieron observando a Malus. Vor cogió un cuenco.

—Perdonadme por no tener carne y sal preparadas para vosotros —dijo apresuradamente—. Esta noche habéis llegado temprano. ¿Compartimos nuestra comida con vosotros y os presentamos nuestros respetos?

El muchacho se volvió hacia Vor; se movía con una agilidad espectral. Cuando habló, su voz era clara y pura como una campana.

—Te conocemos bien, Hathan Vor —dijo—, al igual que conocemos al resto de tus parientes. Pero ¿qué hay de ese hombre? —Los ojos violeta se volvieron a posar sobre Malus—. ¿Sabes cómo se llama?

—Él…, él es Malus, hijo de Lurhan, el vaulkhar de Hag Graef —dijo Vor, mirando a Malus con nerviosismo—. Es un noble, de un antiguo linaje y viene a honrar a sus ancestros en las moradas de los muertos.

La mano de Malus se movió lentamente hacia la empuñadura de su espada bajo la capa. No le gustaba el rumbo que estaba tomando aquello.

El muchacho agitó la cabeza, pero fue la muchacha la que contestó.

—Ese es uno de sus nombres —dijo con voz oscura y ronca como el humo—, pero conocemos otro. En las colinas se lo conoce como An Raksa.

Malus se tragó un juramento. Contempló brevemente las probabilidades que tenía de matar a ambos espectros allí mismo. Pensó que era posible que hubiera una docena más observando desde las sombras y que seguramente no llegaría a dar dos pasos antes de que el proyectil de una ballesta le atravesara el cuello. Hizo un esfuerzo por sonreír.

—Me dieron ese nombre como reconocimiento a un favor que le hice al urhan Beg —dijo en tono casual—. Es raro, pero no recuerdo haberos visto en la casa de su clan.

—Toda la colina sabe que mataste al urhan y a su hijo —dijo el muchacho con frialdad—. Enséñanos tus manos.

El noble dudó. Vor, enfadado, miró a Malus.

—¡Hazlo! —siseó.

Malus se apartó lentamente la capa y levantó las manos con las palmas hacia arriba. Las dos sombras las estudiaron atentamente, como si estuvieran buscando alguna señal oculta visible sólo para ellos.

Después de un instante, el muchacho frunció el entrecejo.

—Sus manos no están manchadas con la sangre del urhan —le dijo a su hermana.

—Eso no lo convierte en inocente; sólo en listo —replicó ella—. Todavía debe responder ante los parientes del urhan. —Se volvió hacia Vor—. Has aceptado el oro de este hombre. —Era una afirmación más que una pregunta.

Vor la miró, y después a Malus, y luego a ella de nuevo.

—Yo…, sí —tartamudeó—. Pero sólo eso. No llevo su collar ni le he hecho ningún juramento.

La voz del druchii lleno de cicatrices sonaba ligeramente suplicante, pero los autarii eran inconmovibles.

—Adiós, Hathan Vor —dijo la muchacha con expresión seria.

A continuación, las dos sombras se giraron y se adentraron lentamente en la noche.

Durante un instante, nadie se movió. Incluso dio la impresión de que Hathan Vor había dejado de respirar durante un buen rato.

—No tocaron ni la carne ni la sal —dijo, finalmente, con la voz hueca por el miedo—. Ahora somos intrusos. —Vor miró a sus parientes—. Bendita Madre de la Noche, ¿qué vamos a hacer?

Malus se levantó y lentamente desenvainó la espada. La sostuvo, dejando que la luz de la hoguera jugara en su filo, y dirigió la mirada hacia la oscuridad.

—Si yo fuera vosotros, pondría centinelas y mantendría el fuego encendido —gruñó—. Va a ser una larga noche.

El siseo de alarma de Rencor fue como el silbido de un hervidor de agua, y sacó a Malus de un sueño sin sueños. Pestañeó a la débil luz del falso amanecer, y su mano se cerró sobre la hoja desnuda que descansaba sobre su regazo.

Había una silueta oscura varios metros más allá, con los hombros encogidos bajo la lluvia. Le llevó un instante reconocer la cara llena de cicatrices del druchii. ¿No acababa de cerrar los ojos? Comprendió que no; estaba todavía oscuro cuando finalmente había decidido que los espectros no iban a tratar de arrasar el campamento.

—¿Qué pasa? —refunfuñó.

—Selavhir se ha ido —dijo Vor con expresión seria.

—Se ha ido —repitió Malus—. ¿Quieres decir que ha muerto?

—Quiero decir que se ha ido. Que ha desaparecido.

Malus se incorporó, frotándose la cara con la mano mojada.

—¿Era uno de los centinelas?

—Tenía la primera guardia; después, lo sustituyó Hethal a la hora del lobo. Lo vi volver a su petate. —Vor miró, aterrado, hacia uno de los chamizos que había al otro lado de la hoguera agonizante—. Pero ahora ya no está allí.

Malus miró con expresión distraída la bruma que había sobre ellos, intentando despejarse.

—Así que volvió a su petate, cogió sus cosas y se fue mientras no mirabais.

Vor rió amargamente.

—Ni siquiera yo sería tan estúpido de intentar caminar por estos bosques por la noche, especialmente cuando están repletos de espectros enfadados —dijo con brusquedad—. No me dijisteis que los autarii tenían una disputa con vos.

—Tú no me dijiste que nos sentaríamos alrededor de una hoguera con un par de espectros cuando te contraté en Karond Kar —le contestó.

Vor enseñó los dientes con un rugido contrahecho.

—Los espectros tienen a Selavhir —gruñó—. Vinieron aquí y se lo llevaron delante de nuestras mismísimas narices. Sólo la Madre Oscura sabe lo que le pueden haber hecho. —Miró fijamente a Malus—. Ahora ya no verás las moradas de los muertos, noble. Vamos a desmontar el campamento y a marcharnos mientras podamos.

Malus miró al hombre con frialdad.

—No te pagué para que salieras corriendo al primer signo de peligro, Hathan Vor. Continuaremos hacia la cripta de Eleuril como planeamos.

El guía rió de nuevo, pero esa vez había un tono de desesperación en su voz.

—¡Estáis loco, noble! Vamos a volver al Camino de los Esclavistas tan rápidamente como podamos… Podéis ensillar a ese reptil y venir con nosotros, o podéis estar colgando de uno de los ganchos de carne de los espectros cuando anochezca.

Ahora Malus estaba totalmente despierto.

—Escúchame, estúpido trozo de carne —rugió, levantándose lentamente—. Tengo hombres esperando mi regreso a Karond Kar. Si te dejas caer por allí sin mí, o no te dejas ver en unas semanas, te garantizo que te encontrarán y te harán sufrir de maneras que harían implorar piedad a un espectro, después de que maten a todo bicho viviente que te haya preocupado alguna vez. La única esperanza que tienes de sobrevivir a esta expedición es que me lleves a la cripta de Eleuril y me saques sano y salvo de estos bosques.

—¡¿Estáis dispuesto a arriesgar la vida por llegar a esa maldita cripta?! —exclamó Vor.

—No se trata de eso —dijo Malus con dureza—. De lo que se trata es de que estoy dispuesto a arriesgar la tuya y mucho más. Ahora pon a tus hombres en marcha.

Salieron de las ruinas con paso ligero. Malus se mantenía cerca de Vor; tres hombres exploraban por delante y tres más cubrían la retaguardia. Vor ordenó a los hombres que se mantuvieran a la vista los unos de los otros en todo momento, pero la tupida maleza y la lluvia constante lo hacían casi imposible. Los guías viajaban con las armas dispuestas, y Malus caminaba con una mano sobre el flanco de Rencor, fiándose más de los sentidos del nauglir que de los suyos propios. La sensación de que los observaban era abrumadora; parecía que venía de todas las direcciones al mismo tiempo.

Durante horas, la pequeña fila se fue adentrando en el denso bosque, recorriendo con dificultad el terreno, que iba subiendo a un ritmo constante. A media mañana, Vor ordenó una breve pausa.

Los druchii se agruparon bajo las ramas que chorreaban agua, bebiendo ansiosos de sus cantimploras y masticando tiras de carne seca. Vor los contó.

—¿Dónde está Uvar? —preguntó, mirándolos uno por uno. Uno de los hombres miró hacia atrás, hacia el camino por el que habían venido.

—Era el último de la fila —dijo, temeroso—. Lo vi justo antes de que nos detuviéramos. ¡Lo juro!

—No importa —dijo Malus con expresión sombría—. Se ha ido. —El noble miró a Vor—. ¿Cuánto queda para llegar a las afueras de la necrópolis?

—Unas cuatro o cinco horas más —dijo Vor sin pensar—. ¿Por qué?

—Entre estos malditos árboles los autarii tienen ventaja —dijo en voz baja—. Una vez que lleguemos a las calles y las torres de las criptas, puede que consigamos igualar las cosas. Los espectros son como fantasmas en la espesura, pero, créeme, si los cortas sangran como cualquier hombre. ¡Ahora vamos!

Los hombres se pusieron en pie y apretaron el paso, siguiendo un ritmo brutal. Tal como estaban las cosas, el plan de Malus les daba al menos una oportunidad de sobrevivir y los mantuvo en movimiento a pesar de que el terreno era cada vez más escarpado y traicionero. La lluvia no paraba. Más de una vez, Malus pensó en coger su ballesta de su envoltorio engrasado y cargarla, pero sabía que las condiciones de humedad dañarían el arma a la larga, y además no tenía objetivos a los que disparar.

Dos horas más tarde, Vor ordenó otra parada. Cuando contó a los hombres faltaba otro. Huril, un druchii alto y robusto, con una cuchilla en cada una de sus manos llenas de cicatrices, se había puesto en cabeza tras la última parada y había desaparecido rápidamente en la espesura. Nadie sabía cuándo lo habían atrapado los espectros.

El miedo se adueñó de los supervivientes. Malus se puso delante de ellos con la espada preparada y dijo:

—Levantaos. ¡Podéis poneros en marcha y probar suerte con los espectros, o quedaros aquí y morir por mi mano! ¡Vosotros elegís!

Los guías le dirigieron a Malus miradas de odio reconcentrado, pero se levantaron con esfuerzo y se pusieron en marcha. Esa vez todos se mantuvieron bien cerca, sin preocuparse ya por las mandíbulas babeantes de Rencor o su cola flagelante. Vor iba corriendo detrás de Malus, girando la cabeza de un lado a otro, y tratando de mantener a la vista a todos sus hombres.

Incluso con menos de un metro entre uno y otro, la densa maleza seguía dificultando que todos estuvieran visibles constantemente. Malus se concentró en poner un pie delante del otro, apresurándose a través de la maraña de vegetación tan de prisa como podía y esperando tropezar tras el siguiente muro de vides colgantes o del seto de helechos con calles urbanas de piedra gris.

Casi tres horas después, la única ensoñación del noble se vio interrumpida por gritos de alivio que provenían de delante. Se dio prisa en atravesar un seto de altos arbustos y se encontró con la dura superficie de los adoquines escondidos entre la hierba que había a sus pies. Más adelante podía ver que la maleza había desaparecido casi por completo y los mismos árboles eran cada vez más escasos; daban paso a edificios altos y oscuros, y torres esbeltas como dagas rodeadas por montones de peñascos ennegrecidos. Malus pudo ver a los dos druchii que iban en cabeza agitando los brazos hacia él, llenos de excitación.

—¡Eso es! —dijo Malus, mostrando los dientes con una fiera sonrisa—. ¿Lo ves, Vor? Los espectros no son infalibles. Intentaron detenernos con todas sus fuerzas y fallaron. Si nos siguen dentro de la necrópolis, te prometo que se lo haremos pagar.

El guía lleno de cicatrices no dijo nada. Malus se volvió, con una sonrisa burlona en los labios, pero cuando miró hacia atrás le falló la voz.

Allí no había nadie. Hathan Vor había desaparecido.