4
La casa de placer
El caballo que llevaba a Malus se encabritó y empezó a resoplar; aterrorizado, se alzó y comenzó a sacudir la cabeza. El guerrero que llevaba la montura se cayó de la silla y fue arrastrado por los adoquines, atrapado por las riendas que se había enrollado alrededor de la mano. En el aire resonaron más relinchos cuando otros caballos del grupo notaron el olor del noble y fueron presas del pánico.
Entre las paredes, muy cerca las unas de las otras, resonaban rudas maldiciones y órdenes dadas a gritos, mientras los guerreros druchii intentaban retomar el control de sus monturas. Malus luchó para permanecer sentado, con la cabeza inclinada sobre el cuello del caballo encabritado mientras este giraba y corcoveaba. Rechinó los dientes al mismo tiempo que trataba de deshacerse de las cuerdas que ataban sus muñecas. Un dolor intenso le recorría los brazos en tanto tiraba de las cuerdas sin conseguir soltarlas.
El virote de una ballesta le pasó zumbando junto a la cabeza; lo hizo lo suficientemente cerca como para que notase una ráfaga de aire. Malus vislumbró a uno de los guerreros de la parte trasera de la fila, con el pálido rostro desfigurado por la ira mientras tiraba de las riendas de su caballo e intentaba disparar la ballesta con una sola mano. Observó, impotente, mientras el dedo del guerrero se cerraba sobre el gatillo y se le hizo un nudo en el estómago cuando el arma se disparó con un ruido seco apenas audible. En ese mismo momento, el caballo del ballestero dio un respingo hacia la derecha, lo que impidió que el hombre apuntara. El proyectil pasó junto a la cabeza de Malus como una mancha oscura, seguida por el inconfundible crujido de una cabeza impactando contra chapa de acero. Un hombre gritó y el olor a sangre llenó el reducido espacio.
Malus cerró los ojos y concentró su voluntad en las cuerdas que le cortaban la piel. El dolor de las muñecas sólo hacía que creciera su enfado; cuanto más le dolían más tensaba las cuerdas. Sangre tibia fluía por la fría piel de sus brazos; a continuación, notó un dolor intenso y algo que reventó súbitamente, y la cuerda cayó de sus manos ensangrentadas.
El noble intentó frenéticamente alcanzar las riendas mientras los guerreros a su alrededor daban la alarma. Una mano se cerró sobre su tobillo, y al mirar hacia abajo, Malus vio el rostro vociferante del guerrero druchii que había estado llevando a su caballo momentos antes. El hombre todavía tenía las riendas de Malus bien agarradas, y ahora trataba de tirar al noble de la montura. Malus liberó su bota y le dio una patada en la cara al guerrero. Hubo huesos rotos y la sangre manchó las patas del caballo mientras el hombre caía hacia atrás sobre los adoquines. Arrancándole las riendas de la mano al druchii inconsciente, Malus giró la cabeza del caballo para dirigirse hacia la calle secundaria.
—¡Corre, maldito jamelgo! —rugió, espoleando los flancos del caballo.
El animal se puso en marcha de un salto, relinchando de terror, lo que hizo que los criados y los comerciantes se refugiaran precipitadamente en los umbrales de las puertas y en los callejones mientras corría a gran velocidad por una calle tan estrecha que apenas le permitía el paso.
Maldiciones iracundas y gritos llenos de miedo resonaron a espaldas de Malus; en un momento dado, un cuenco de cerámica estalló contra la pared, cerca de su cabeza, pero eso sólo hizo que espoleara aún más a su caballo, sabiendo que la ventaja sobre sus perseguidores era de escasos segundos. Se estrujó el cerebro en busca de recuerdos mientras las puertas y los balcones pasaban rápidamente ante sus ojos. Pensó que había un desvío…, hacia el norte, pero ¿a qué distancia? Un sirviente que llevaba una cesta de mercancías del mercado se cruzó en el camino del caballo. Logró esquivarlo y empezó a gritar obscenidades mientras corría buscando la seguridad de un portal.
Gruñendo como un lobo, el noble cargó contra la figura que huía; arrojó al hombre contra un muro de piedra y lanzó por los aires una lluvia de fruta y carne. Malus volvió la vista atrás para ver la silueta maltrecha del sirviente, que rebotaba en el muro y caía redonda en medio de la calle. La puerta de la casa ya estaba abierta y otros dos sirvientes se apresuraron a salir para atenderlo, lo cual obstruyó el camino aún más.
Malus a punto estuvo de pasarse de largo la entrada a la calle de la derecha; tiró de las riendas justo a tiempo y las herraduras del caballo levantaron chispas al derrapar sobre los adoquines. El animal chilló y corcoveó, intentando tirarlo de la montura, pero gracias a la fuerza del demonio se sujetó a su lomo como una sanguijuela. Un gran alboroto que procedía del lugar del que había venido le dijo a Malus que sus perseguidores estaban a punto de alcanzarlo. Miró hacia la calle norte frenéticamente, buscando detalles que le resultaran familiares, pero no encontró ninguno. Maldiciendo entre dientes, espoleó la montura calle arriba en el mismo momento en que un guerrero druchii con una lanza apareció galopando por el camino por el que Malus acababa de pasar.
El guerrero arrojó su arma con un grito furioso, y Malus extendió la mano esperando cogerla al vuelo. La punta de la lanza pasó por encima de los omóplatos de Malus, arrancó anillas de la cota de malla y lo desequilibró ligeramente sobre la montura. Su mano intentó agarrar la lanza por el mango, pero el arma le rebotó en la palma, golpeó contra el muro que había enfrente y cayó fuera de su alcance mientras el caballo salía disparado hacia el norte calle arriba. El guerrero desenvainó una espada curva y lo siguió, aullando como un espectro vengativo. Más jinetes entraron en la calle y causaron un gran estruendo. Al igual que el guerrero, comenzaron a perseguirlo.
Un proyectil de ballesta rebotó contra la pared que había a la derecha de Malus y fue a dar contra el saliente de piedra que había sobre una entrada estrecha, lo que hizo caer fragmentos de muro sobre él. Esa calle era algo más ancha que la anterior, lo que daba cabida a dos caballos. Había más transeúntes druchii que entraban y salían de las tiendas alineadas en la calle. Muchos eran sirvientes domésticos, como se podía ver por las torques que brillaban en sus cuellos, mientras otros eran nobles, comerciantes o soldados fuera de servicio. Los sirvientes se dispersaron al oír el ruido de los caballos al galope, mientras los soldados miraban a Malus con curiosidad y desconfianza, y echaban mano de la empuñadura de sus espadas.
—¡Fuera de mi camino, malditos! —les gritó Malus a los que se cruzaban por delante, deseando por la Madre Oscura tener una arma en la mano para añadir algo de peso a la orden.
Más arriba, un soldado se opuso claramente al tono de Malus y desenvainó la espada. Al noble se le secó la boca. Hizo amago de cargar hacia el hombre, pero este se mantuvo firme. En el último momento, Malus se desvió hacia la izquierda, y el soldado describió un arco con la espada. Partió la rienda derecha del caballo y pasó rozando el flanco del noble. Varias anillas metálicas se desprendieron con un crujido seco, pero la armadura y el grueso kheitan de cuero que llevaba debajo absorbieron el impacto. Malus maldijo con fiereza al hombre mientras pasaba junto a él como una exhalación, y obtuvo un gesto obsceno a cambio.
—Lo que daría por una espada —murmuró, enfadado.
Malus se aferró aún más a un mechón de crines del caballo con la mano derecha e inspeccionó las fachadas de las tiendas que había en la calle. Recordó una fila de tabernas que conducían a La Bruja Cortesana, pero lo único que vio fueron panaderías y pescaderías. Sufrió un apretón en el estómago al pensar que había tomado un camino equivocado.
—¿Quieres una espada? Nada más fácil —dijo Tz’arkan con voz tranquila y maliciosa.
«¡Sí!», pensó al instante, pero la palabra se le atragantó cuando recordó de qué modo le había proporcionado el demonio los medios para navegar por el laberinto allá en la isla del Morhaut.
—Pero no necesito una espuela de hueso afilado que me salga de la muñeca —dijo con brusquedad.
—No tiene que salir de tu muñeca…
—Déjame a mí lo de las armas, demonio —gruñó Malus.
El noble hizo describir al caballo un giro cerrado para tomar un desvío… y fue directamente hacia un grupo de obreros que estaban junto a un bloque de mampostería caído.
Malus tiró bruscamente de las riendas con un grito sobresaltado, pero el caballo iba demasiado de prisa como para poder parar. Los esclavos humanos y enanos se apartaron a izquierda y derecha mientras gritaban alarmados, y los látigos restallaron en tanto los supervisores druchii intentaban mantener en orden su mercancía. Uno de los esclavos no se movió con suficiente rapidez y fue arrollado por los cascos del caballo; sus gritos desgarradores se interrumpieron rápidamente cuando una de las herraduras le partió el cráneo en dos como una sandía.
La pila de ladrillos se desparramó por un tercio de la calle. Era parte de la fachada de una casa que se había desmoronado con una avalancha de piedras. Sin más opciones a la vista, Malus se inclinó sobre la silla y espoleó el caballo, haciéndolo subir por la inestable pila de ladrillos. El caballo trepó valerosamente hasta la cima, buscando apoyo con los cascos ensangrentados. Cerca de la cima, el caballo comenzaba a desfallecer cuando un látigo restalló sobre el brazo izquierdo de Malus con un chasquido. El noble rugió de dolor, pero el sonido sobresaltó al animal lo suficiente para que redoblara sus esfuerzos, de tal modo que se abalanzó sobre la cima del promontorio y se lanzó desde arriba.
Desgraciadamente para Malus, sus perseguidores conocían las obras. Cuando doblaron la esquina trazaron un ángulo hasta la parte más alejada del promontorio, y mientras el caballo del noble descendía por la parte opuesta de la pila de escombros, Malus vio que dos jinetes ya iban ligeramente por delante de él. Uno era el espadachín que había visto antes; el otro llevaba una lanza en ristre, listo para arrojarla o clavarla. Uno de ellos, el espadachín, era mejor jinete. Sorteaba con su montura esclavos aterrorizados y pequeños montones de piedra, y alcanzó a Malus justo cuando su caballo bajaba los últimos metros del promontorio de ladrillos.
Malus se echó a un lado mientras un tajo de revés lo alcanzaba justo debajo del omóplato. Maldiciendo con fiereza, espoleó al frenético caballo para que fuera más de prisa, pero el espadachín mantuvo el ritmo, inclinándose sobre los estribos y tirando un tajo con la espada hacia abajo. La hoja alcanzó a Malus con fuerza en el hombro izquierdo, justo debajo de la clavícula, y una punzada de dolor le recorrió la espalda mientras el filo le atravesaba la cota de malla y el kheitan. El noble sintió cómo el brazo se le quedaba entumecido por el golpe, y justo en ese momento, el caballo gritó de dolor y giró bruscamente a la izquierda, cruzándose en el camino del espadachín.
Ambos caballos chocaron en medio de un coro de gritos angustiados y fieros juramentos de sus jinetes. El caballo del espadachín druchii golpeó al de Malus en el pecho y el hombro, y por un angustioso instante el noble temió que su caballo resultara golpeado en el flanco. Así pues, ambos caballos forcejearon, encabritándose y lanzándose mordiscos con sus enormes dientes cuadrados. Malus luchó por mantenerse sobre la silla, incluso cuando el espadachín de la torre le lanzó un torpe tajo a la cabeza.
Los instintos que tanto le había costado entrenar avisaron a Malus justo en el último momento. Agachó la cabeza hacia un lado, y el golpe volvió a aterrizar en su hombro herido. Un dolor intenso bajó desde el cuello a la articulación del hombro. Desesperado, soltó las riendas y con la mano izquierda intentó agarrar el arma. Su mano se cerró por pura suerte sobre la parte de atrás de la espada de un solo filo; sintió el borde de la hoja contra las puntas de sus dedos cuando agarró el arma y tiró de ella. Con la gran fortaleza que le insuflaba el ímpetu guerrero y los terribles dones del demonio, casi sacó al sorprendido espadachín de su montura; lo arrastró hacia adelante, y su muñeca quedó al alcance de Malus. El noble dejó ir la espada con la intención de alcanzar la muñeca del hombre y obligarlo a que soltara el arma, pero justo entonces el caballo de Malus mordió al otro en el cuello. La montura del espadachín dio un respingo hacia atrás y relinchó; el hombre cayó de la silla. El caballo de Malus se detuvo por un momento, pero de pronto saltó hacia adelante y huyó de la batalla. Malus intentó en vano apoderarse de la espada mientras esta caía fuera de su alcance; luego luchó por mantenerse sobre la silla en tanto su caballo galopaba calle arriba y torcía bruscamente por un desvío.
Malus supo distinguir al instante que algo iba mal en la manera de andar del caballo; al mirar hacia atrás vio una lanza de mango negro clavada profundamente en la grupa del animal. Lo único que hacía que el caballo siguiera avanzando era el miedo, pero el noble supo que no duraría mucho más. Aún peor, vio que los edificios habían pasado de ser tiendas a ser residencias, y muchas estaban cerradas o en bastante mal estado. Definitivamente se encontraba en la calle equivocada. Para su sorpresa, el noble comprobó que el ruido de cascos se iba diluyendo a sus espaldas. No podía imaginar por qué, pero no iba a poner en duda su fortuna. El caballo iba cada vez más despacio cuando llegaron a otro brusco desvío. «Con suerte —pensó—, podré encontrar un callejón un poco más arriba y continuar a pie».
Dobló la esquina… y vio al instante por qué sus perseguidores habían pasado de largo. La calle seguía durante unos quince metros más y terminaba en una serie de balcones de hierro. Lo tenían acorralado.
Malus tiró torpemente de la única rienda, obligando al caballo medio muerto a detenerse con un traspié. Miró, desesperado, a su alrededor buscando alguna salida. Podía oír a sus perseguidores dándose órdenes unos a otros en voz baja mientras conducían sus monturas hacia la esquina. Estarían encima de él en cualquier momento.
El noble oyó que una puerta se abría en lo alto. Vio que dos niños nobles salían apresuradamente al balcón y lo miraban, parloteando, excitados. Malus enseñó los dientes. Le habría gustado tenerlos al alcance de la mano.
Tuvo una idea. Hizo girar el caballo en redondo y estudió los barrotes forjados. «Parece arriesgado —pensó—, pero no más que una espada en las entrañas».
Malus acercó el caballo tambaleante a uno de los muros de piedra y dejó que se detuviera temblando. El primero de los jinetes torció en la esquina con la lanza preparada. El noble se agarró a la silla y subió la pierna izquierda. Pisando con cuidado, se puso de pie sobre el lomo del animal.
El demonio rió entre dientes cuando Malus extendió los brazos para equilibrarse.
—Pareces una de esas horribles gaviotas —dijo Tz’arkan—. ¿Es esto una especie de extraña rendición o pretendes volar por encima de tus captores?
—Algo así —dijo Malus con una sonrisa cínica.
Justo cuando el lancero que iba en cabeza preparó su arma para lanzarla, el noble respiró profundamente, dobló ligeramente las rodillas… y saltó.
Sin la repugnante fuerza del demonio que recorría sus miembros no habría tenido ninguna oportunidad. De hecho, apenas alcanzó con las puntas de los dedos la barandilla de hierro del balcón, que estaba a tres metros por encima de su cabeza. Se agarró al metal oxidado como a un clavo ardiente, apretando los dedos con gran dolor contra las barandillas de bordes afilados. Con un gran esfuerzo, acompañado de un gruñido, consiguió subir. Más abajo, el lancero dejó escapar un grito de asombro; un momento más tarde la lanza chocó con gran estruendo contra la pared que quedaba a la derecha de Malus.
Malus se enderezó y echó un vistazo por encima de la barandilla…, sólo para volver a agacharse en el momento en que un proyectil rebotaba en el hierro. Se oyeron gritos de enfado provenientes del final del callejón. Malus sonrió. A menos que Syrclar tuviera un subalterno poseído por un demonio lo iban a tener difícil para atraparlo.
Por supuesto, todavía le quedaba mucho por escalar.
El noble divisó su próximo destino: otro balcón, a unos dos metros por encima y a tres del edificio contiguo. Antes de que el ballestero pudiera recargar, se subió sobre la barandilla, respiró profundamente y saltó en el aire con un grito salvaje. Alcanzó su objetivo con facilidad; se agarró a la barandilla con ambas manos y saltó por el lateral. De inmediato, miró hacia el balcón de la casa de al lado. Estaba a unos tres metros por encima y en diagonal de donde estaba agachado. Los dos niños druchii lo observaban, asustados, con los ojos abiertos. Les dedicó una sonrisa feroz y huyeron al interior, despavoridos y dando voces.
Esa vez los hombres de Syrclar estaban preparados. Saltó en medio de una lluvia de flechas y lanzas que zumbaban a su alrededor como un enjambre de avispas. Lo hizo con facilidad. De hecho, parte de él se emocionó al sentir el viento en la cara y la manera en que su cuerpo lo llevaba de un balcón a otro sin esfuerzo. Le dolía terriblemente el hombro en el punto donde la espada había atravesado su armadura, pero eso contribuía a que se sintiese aún más vivo. Riendo para sí, se situó en el borde de la barandilla y se enfrentó cara a cara con un sirviente que blandía un hacha dispuesto a proteger a los niños.
Una vez más fue el puro instinto lo que salvó a Malus. Se echó hacia atrás mientras el hacha atravesaba el aire con un silbido, desviándose de su cuello por pocos centímetros. Sus dedos resbalaron cuando llegó al límite de su alcance y, por un instante, colgó inconscientemente a diez metros sobre Syrclar y sus hombres. En el mismo momento, el sirviente le lanzó otro tajo con el hacha, y Malus fue a cogerla con ambas manos. Agarrándola por el mango, se lanzó hacia adelante con todas sus fuerzas, lo que hizo que el sirviente perdiera el equilibrio y saltara por los aires mientras el noble se estampaba contra la barandilla del balcón. El sirviente cayó, y Malus se abalanzó a por el hacha en un acto heroico, pero con tan mala suerte que el hombre acabó llevándose el hacha consigo mientras caía sobre los adoquines.
—¡Maldición! —exclamó Malus, mirando con impotencia el arma perdida.
Dentro de la casa podía oír los gritos de los niños y una conmoción aún mayor acercándose a él, así que no perdió el tiempo. De pie todavía en la parte exterior del balcón, se giró hacia el siguiente y saltó los cuatro metros que lo separaban de él. Otra flecha de ballesta pasó zumbando a su lado, pero esa vez hubo gritos de asombro y consternación abajo, ya que los hombres temían que su presa escapara. Malus hizo una pausa lo bastante larga como para dedicarles un saludo burlón, y a continuación saltó desde el balcón hasta el tejado del edificio. Las tejas de pizarra resbalaban, y el tejado estaba muy empinado, pero el noble no perdió el tiempo rodeando el perímetro hasta llegar a la parte occidental del edificio. Era un salto grande, casi cinco metros sobre una calle estrecha, pero apenas dudó un instante. Cerró los ojos y se lanzó al vacío con un aullido de lobo rabioso.
—¿Sienta bien, verdad? —susurró Tz’arkan en su mente—. Y esto no es nada en comparación con los regalos que te ofrezco. Y aun así me das la espalda, refugiándote en los vapores del vino malo. ¿Ves lo necio que has sido?
Malus abrió los ojos y vio las tejas del otro edificio cada vez más cerca de su cara. Aterrizó bruscamente, lo que provocó que cayeran al vacío algunos trozos de tejas. Después, rodeó el perímetro del tejado, mirando todavía más hacia el oeste. Había otro tejado justo al lado de este, y luego otra calle que parecía desembocar en una pequeña plaza. Se dio cuenta con una sonrisa de que aquello le resultaba familiar.
—Soy mi propio dueño, demonio —dijo casi sin aliento—. Ni tú, ni mi padre…, ni el Rey Brujo en persona… podéis darme órdenes. Lo que hago lo hago por mí. Tú eres el necio.
—¿De veras? ¿Y qué pasaría si intentaras saltar al siguiente edificio y te encontraras con que te he retirado mis generosos regalos?
—Me caería.
—¿Y?
—Y tendría que pensar algo realmente de prisa antes de golpear contra el suelo.
—Estúpido druchii —escupió el demonio—. Crees que tienes respuestas para todo. No fuiste tan listo cuando entraste en mi habitación y te pusiste el anillo en el dedo. Tragaste el anzuelo en seguida.
—Cierto, caí en la trampa —dijo Malus, saltando en el aire—. Pero aún no me he caído al suelo. ¿A qué no?
El noble estaba aterrizando en el tejado de al lado cuando se dio cuenta de que el demonio se había quedado en silencio. Lo tomó como una buena señal.
Malus cruzó al otro lado del edificio y miró hacia una calle llena de tabernas y de soldados, marineros y peones. Más al norte, y allí, al otro lado de la plaza, vio el cartel gris de La Bruja Cortesana. Malus sonrió y calculó la distancia hasta el siguiente tejado; otros cuatro metros más o menos. Juntó las piernas, respiró hondo, y saltó.
Tan pronto como sus pies dejaron el borde del tejado, Malus se dio cuenta de que la fuerza del demonio se había esfumado.
Voló unos dos metros y comenzó a caer en picado como una flecha. Tres metros, seis metros… Podía oír el ruido de la multitud cada vez más alto. A los ocho metros, se golpeó contra el muro del edificio hacia el que había saltado, tan fuerte que se quedó sin respiración. Siguió cayendo y se dio contra el borde de la barandilla de metal de uno de los balcones. Cayó otros dos metros antes de chocar con un cartel que colgaba. La madera se hizo astillas. Malus y el cartel de madera recorrieron juntos los últimos cuatro metros para aterrizar sobre una pila de adoquines.
Varias figuras se agolparon en los límites de su campo visual; eran caras pálidas que lo miraban horrorizadas, atónitas o disgustadas. Malus notó unos dedos indecisos que intentaban echar mano del dinero que llevaba en un cinturón alrededor de la cintura. Con un rugido, apartó la mano y se puso de rodillas con gran dolor.
Un ruido sordo invadió sus oídos. Malus sacudió la cabeza, tratando de eliminarlo. El ruido continuó. Entonces, notó las vibraciones en las palmas de las manos y se dio cuenta de qué era lo que lo producía. Cascos de caballos.
Malus se puso en pie, tambaleándose. Debería haber adivinado que los jinetes se limitarían a seguirlo por la superficie. Le llevó un momento distinguir la izquierda de la derecha, pero una vez que lo hizo comenzó a correr hacia la casa de placer.
Estaba a mitad de camino cuando oyó gritos a su espalda. Algo cayó con gran estrépito sobre los adoquines. ¿Una lanza?
Malus no se paró a comprobarlo. Varios druchii se apartaron de su camino mientras avanzaba a tumbos hacia las puertas dobles de la casa de placer y se abría paso hacia el interior.
El olor del incienso y de los vapores narcóticos le produjo un cosquilleo en la nariz mientras se adentraba con paso vacilante en la oscuridad y el calor que había al otro lado de la puerta. Los sirvientes avanzaron con vacilación, sin saber bien qué hacer con un noble ensangrentado, que llevaba una armadura de corsario maltrecha y que se tambaleaba como si estuviera borracho en la entrada. Un criado armado dio un paso al frente, extendiendo la mano.
—Sus armas, señor —dijo.
Malus rió, mostrándole las manos vacías, y apartó al perplejo guardia de un empujón. Su cuerpo se movía sólo por instinto, empujado por recuerdos de borracheras de años atrás. El noble se dirigió hacia la izquierda, localizó la escalera casi al instante y se apresuró a descender, adentrándose en la oscuridad perfumada.
La escalera bajaba formando una amplia y lenta espiral, y pasaba por puertas con cortinas de suave piel de foca. De aquellas habitaciones salían débiles sonidos: risas, gemidos apasionados o jadeos de dolor. La música invadía el aire denso, fluyendo lánguidamente desde alguna habitación oculta. Malus siguió adelante; apresuraba el paso cuando comenzó a oír arriba gritos apremiantes.
Su descenso se detuvo en una habitación circular iluminada por braseros incandescentes. Había ocho puertas alrededor del perímetro de la habitación, y cada una de ellas conducía a una habitación suntuosa, reservada para los ricos o los nobles; los sirvientes entraban y salían por aquellas puertas, llevando bandejas de bebidas. Encima de cada entrada se cernían bestias fantásticas: dragones, mantícoras, quimeras, y cosas así. Una de las puertas estaba enmarcada por un par de nauglirs agazapados. Malus cruzó la habitación con una sonrisa ávida y abrió la puerta de par en par.
Al otro lado había una habitación octogonal iluminada por los carbones ardientes de media docena de braseros. El suelo de piedra estaba cubierto de cojines y alfombras alrededor de bandejas repletas de pan, queso y fruta. Las botellas de vino brillaban bajo la tenue luz y el aire estaba lleno de un humo azul y espeso. Seis figuras encapuchadas, envueltas en capas autarii, estaban tendidas sobre los cojines, entreteniéndose con un número similar de esclavas elfas y humanas.
Se oyeron gritos airados provenientes de las escaleras. Malus cruzó la habitación tambaleándose, dando tumbos por las suaves y traicioneras alfombras. Los esclavos se dispersaron cuando se dirigió hacia una bandeja de carne asada cerca del centro de la habitación. Sus ojos se posaron en el cuchillo largo y de hoja ancha que había junto al tenedor de trinchar, en el borde de la bandeja.
Syrclar y seis de sus hombres irrumpieron en la habitación pisándole los talones, con los rostros congestionados y las espadas preparadas. El noble pasó por delante de la bandeja y su mano se cerró sobre un mango curvo de madera, tras lo cual se giró para encarar a sus perseguidores.
Malus les enseñó los dientes a los hombres de la torre y levantó el largo tenedor para trinchar que había cogido por error. Los esclavos se dispersaron hacia las esquinas de la habitación. Los autarii permanecían inmóviles, observando la escena desde las profundidades de sus capuchas.
—Supongo que querréis discutir los términos de vuestra rendición —dijo el noble.
Syrclar sonrió.
—Cortadle las manos y arrancadle la lengua —les dijo a sus hombres—. Dejaremos que su padre pague un rescate por ellas metidas en un frasco.
Malus retrocedió mientras los seis guerreros atravesaron cautelosamente la habitación. Continuó haciéndolo hasta que tocó la pared del fondo con la espalda y luego esperó, con el tenedor de trinchar preparado. Los guerreros se distribuyeron en un semicírculo, temerosos de sus extrañas habilidades, pero confiados en su superioridad numérica.
Estaban a mitad de camino del fondo de la habitación cuando los autarii actuaron de manera repentina. Sin mediar palabra, sacaron largos cuchillos de la manga y saltaron a por los hombres de la torre. Los guerreros, cogidos por sorpresa, fueron abordados y arrojados al suelo. Las hojas de los cuchillos brillaron, cortando tendones, muñecas y gargantas. La sangre empapó las alfombras en pocos segundos. Los guerreros se retorcían, dando patadas a las bandejas y las botellas mientras agonizaban.
Syrclar retrocedió, horrorizado, ante la matanza que contemplaban sus ojos. La espada del joven noble tembló y, a continuación, cayó al suelo. Se volvió para correr, pero Malus cruzó la habitación en tres zancadas rápidas, pasando por encima de los cuerpos de los hombres agonizantes, y sujetó al aristócrata por el pelo largo y negro.
Los dientes gemelos del tenedor se hundieron profundamente en un lateral de la garganta de Syrclar. El noble se puso rígido y escupió sangre arterial de un color rojo brillante. Malus lo soltó, giró y cogió la espada de Syrclar mientras este caía de rodillas.
Malus estudió la hoja y asintió con aprobación.
—Más vale tarde que nunca —dijo con un suspiro, y luego se giró y le cortó la cabeza a Syrclar.
El cuerpo sin cabeza continuó erguido unos instantes; después cayó de lado, aún chorreando sangre.
El noble admiró su trabajo un instante. Acto seguido, se giró hacia las figuras encapuchadas.
—¿Sería mucho pedir una copa de vino? —preguntó.