3: La torre de los esclavos

3

La torre de los esclavos

El Saqueador navegaba con facilidad por las aguas picadas del Mar Frío, y su casco negro se deslizaba a través de las olas de color peltre con algo de su antigua elegancia. La luz del sol emitía destellos furiosos sobre el mar grisáceo, remarcando las crestas de las olas con un brillo plateado que hacía daño a los ojos después de tantas semanas de oscuridad y penumbra en el norte. El estrecho de los Esclavistas había quedado atrás hacía horas y casi toda la tripulación del barco estaba en cubierta, haciendo reparaciones y hablando unos con otros en voz baja y sibilante.

Los hombres en las jarcias estaban cantando alguna antigua saga marinera que databa de los tiempos de la perdida Nagarythe. Sus voces roncas cambiaban con el viento, como un coro de fantasmas afligidos. El barco machacado se abría paso por la accidentada costa norte, dejando atrás altos acantilados de tiza y calas boscosas siete millas a estribor. De vez en cuando, la oscura silueta de un dragón se estiraba lánguidamente desde lo alto de un acantilado y abría sus grandes alas membranosas antes de echarse a volar en el aire frío y despejado. Trazaban círculos en lo alto sobre el agua, buscando con ojos penetrantes lucios de mar con los que saciar su voraz apetito.

Karond Kar era un saliente afilado de roca gris, casi invisible desde el aire, todavía a unas leguas al norte y al oeste de donde se encontraban ahora. Apenas un tercio de su impresionante altura resultaba visible por encima de la rocosa línea de costa, pero como todas las ciudadelas druchii tenía un aire amenazador y autoritario, incluso a tanta distancia.

Malus estaba de pie en la proa del barco mientras la tripulación se afanaba en sus asuntos; miraba con expresión sombría la lejana torre y se preguntaba cuánto de lo que había dicho Urial sería verdad. No era de los que creían en las profecías o en las maquinaciones del destino; pocos druchii lo hacían, porque implicaba un grado de indefensión que les resultaba insoportable. La esclavitud era un signo de debilidad, incluso a escala cósmica. El hecho de que el templo de Khaine abrigara ese tipo de ideas, aunque fuera en secreto, ya resultaba bastante perturbador; peor aún era la idea de estar atado a ella.

Una cosa de la que estaba seguro era que su expedición a los Desiertos del Caos no había resultado el plan atrevido e inesperado que había creído. Se había enfrentado a los deudores y a una oposición secular después de su desastrosa incursión de tráfico de esclavos el verano anterior, y su hermana Nagaira lo había manipulado para que pensara que había una fuente de gran poder escondida en el norte con la que podía hacerse. Aquel poder había resultado ser el demonio, Tz’arkan, y más tarde había descubierto que ella, junto con su hermano Isilvar, pertenecían al culto proscrito de Slaanesh, que adoraba a Tz’arkan como uno de los príncipes más importantes de ese dios. Habían pretendido usar sus ataduras con el demonio para sus propios fines, pero al final le había dado la vuelta a la situación, traicionándolos ante Urial y los guerreros del templo.

Nagaira había sido una hechicera de poder considerable y lo había manipulado aprovechando su desconocimiento de las artes arcanas. Sus actividades ilegales eran un secreto a voces en Hag y un asunto sobre el que se especulaba. Nadie sabía cómo podía haber aprendido tanto y tan de prisa fuera de los conventos de brujas de Naggaroth. Malus no tenía pruebas, pero cada vez estaba más convencido de que su madre Eldire había sido la maestra secreta de Nagaira.

Urial afirmaba también que Eldire era la causante de su deformidad. ¿Acaso ella estaba orquestándolo todo para que se ajustara a un plan secreto propio, o también era un peón ignorante de la supuesta profecía? Lo que aquello implicaba hacía que un escalofrío le recorriera la espalda.

—¿Hasta dónde llega todo esto? —se preguntó Malus—. ¿Y hacia dónde conduce?

—A la oscuridad —le susurró Tz’arkan—. La oscuridad espera, Malus. Nunca lo olvides.

Antes de que Malus pudiera decir nada más oyó ruido de pasos. El noble se giró mientras Hauclir se aproximaba; le clavó al guardia personal una mirada amenazadora.

—¿Qué pasa ahora, Hauclir? —dijo Malus con brusquedad.

El guardia personal se detuvo a una distancia prudencial e hizo una pausa, pensando bien lo que iba a decir.

—Nos estamos acercando a Karond Kar, mi señor.

—Sí, Hauclir, ya lo veo —gruñó el noble.

Hauclir hizo una mueca, cambiando, incómodo, el peso del cuerpo de uno a otro pie.

—Una vez que atraquemos no pasará mucho tiempo antes de que los agentes de Hag Graef descubran que Bruglir está muerto y su flota ha sido destruida. Vuestro padre se enterará poco después, me temo.

Malus se encogió de hombros.

—Es una posibilidad.

El guardia personal frunció el ceño, insatisfecho con la respuesta.

—¿Nos quedaremos en Karond Kar, entonces? Dijisteis algo anoche acerca de visitar las moradas de los muertos.

—¿Y qué pasa?

El guardia personal apretó la mandíbula, no muy seguro de cómo seguir.

—¡Suéltalo, maldita sea! —rugió Malus.

—Los nobles de antaño iban a las moradas de los muertos a buscar las bendiciones de los Antiguos Reyes antes de ir a la guerra —contestó Hauclir, hablando precipitadamente—. ¿Es ese vuestro plan? ¿Entrar en guerra con vuestro padre?

Durante un instante, Malus no pudo hacer nada más que mirar con incredulidad el rostro atribulado del guardia personal.

—¡Claro!, lo has adivinado —dijo—. Voy a lanzar mi temible ejército de uno contra la casa del señor de la guerra más poderoso de Naggaroth. ¿Te has vuelto loco?

Hauclir se enfadó ante el tono que había utilizado Malus.

—Desde que entré a vuestro servicio os he visto infiltraros en el culto de Slaanesh, extorsionar al drachau de Hag Graef para que os concediera una cédula real y comandar una flota druchii para enfrentaros a la mayor banda de piratas de los mares del norte. En este momento, nada de lo que hagáis puede ya sorprenderme. —El hombre se cruzó de brazos y le devolvió la mirada a Malus—. ¿Por qué, entonces, las moradas de los muertos? ¿Pretendéis esconderos en la ciudad funeraria hasta que vuestro padre se olvide de vos?

El noble apretó los puños.

—Contén tu lengua impertinente, si no quieres que te la arranque —le advirtió Malus—. Resulta que hay algo en la ciudad funeraria que necesito y pretendo conseguir.

Hauclir abrió mucho los ojos.

—¿Así que pretendéis robar en las tumbas de los Antiguos Reyes?

—No lo sabré hasta que esté allí —contestó Malus—. ¿Cómo es que sabes tanto de la ciudad de los muertos?

El cambio de tema pilló al guardia personal desprevenido.

—Yo… leí un poco sobre ella cuando era joven —dijo.

—¿De veras? —Malus enarcó una ceja, pensativo—. ¿En tus lecturas se mencionaba algo acerca de un lugar con una luna astada?

—¿Una luna astada? No lo sé… —La voz del segundo bajó de tono mientras reflexionaba acerca de la pregunta. Ladeó la cabeza, mirando a Malus con curiosidad—. Si no recuerdo mal, uno de los príncipes de Nagarythe llevaba una luna creciente como símbolo de su casa. —El rostro del guardia personal se iluminó—. ¡Eleuril el Maldito! Ese era su nombre.

—¿El Maldito? —Malus suspiró—. ¿Por qué será que no me sorprende?

—Se dedicaba a asesinar a sus parientes, si no recuerdo mal. Mató a su padre, a su mujer y al padre de su mujer.

—¿Y?

—Y lo descubrieron.

—¡Ah!

—Según cuentan, fue estrangulado en su cama por el espíritu vengativo de su mujer. —Hauclir se encogió de hombros—. Por supuesto, eso es tan sólo una leyenda. Probablemente, la familia de su mujer hizo que lo asesinaran. De todos modos, es una buena historia. Si no recuerdo mal…

Malus lo interrumpió, agitando la mano.

—Una historia horrible, estoy seguro. ¿Por casualidad no mencionará una daga?

—Como estaba a punto de decir, mi señor —dijo Hauclir con tono perentorio—, Eleuril adoraba a Khaine y, si no me falla la memoria, fue uno de los primeros príncipes aquí en Naggaroth en convertirse a su culto. Esto sucedió en los primeros tiempos, cuando Malekith prohibió por primera vez a los hombres hechiceros y Eleuril era una especie de cazador de brujos. Le quitó la daga a un hechicero de Slaanesh llamado… Bueno, qué importa su nombre. No me acuerdo. De cualquier modo, pretendía usar la daga para asesinar a su parentela y echarles la culpa a los miembros del culto de Slaanesh. —Se encogió de hombros—. ¿Quién sabe? Quizá la daga estaba maldita.

—Esa es la impresión que me da a mí —dijo Malus con expresión sombría.

Hauclir entornó la mirada con aire de sospecha.

—¿Vais detrás de la daga, no es así?

—¿Para qué querría yo semejante cosa?

—¿Qué querríais hacer con esa pequeña estatua que tenéis bajo llave en vuestro camarote, o ese extraño amuleto que tanto os inquietaba en el Hag? —El tono de voz del guardia personal era suave, pero la expresión de sus ojos oscuros se volvió resuelta de repente—. Me da la impresión de que os estáis tomando mucho trabajo para reunir una serie de objetos arcanos.

Malus dio un paso hacia Hauclir y deslizó la mano hacia la empuñadura de su espada.

—Tu mirada penetrante y tu mente recelosa te han servido bien, Hauclir…, siempre y cuando no las enfoques sobre mí —dijo tranquilamente—. Recuerda tu juramento y a quién sirves.

Hauclir se puso rígido.

—Por supuesto, mi señor —dijo, impasible—. ¿Cuáles son vuestros deseos una vez que atraquemos en el puerto?

Malus volvió la vista hacia la lejana torre.

—Eso dependerá del recibimiento que nos den —contestó con total calma—. Si se nos permite echar el ancla en el puerto, te quedarás a bordo y vigilarás el tesoro, mientras yo realizo algunas pesquisas. —El noble plegó los brazos contra el pecho—. Si algo va mal, no obstante, debes reunir mis posesiones del camarote del capitán y encontrarte conmigo en una casa de placer del barrio del Comercio llamada La Bruja Cortesana.

—¿Hay alguna razón para creer que algo pueda… ir mal, como decís?

El noble se encogió de hombros.

—Es posible que ofendiera a ciertas personas de alto rango la última vez que pasé por aquí.

Se hizo el silencio. Hauclir esperó, creyendo que Malus se extendería sobre el tema, pero el noble no dijo nada más.

—Muy bien, mi señor —dijo, al fin, el guardia personal; a continuación, se giró sobre sus talones y se alejó.

Tz’arkan emitió una risita falsa en la cabeza de Malus.

—Guardas los secretos como un demonio —dijo, admirado—. ¿No hay nadie en quien confíes?

Los labios del noble se curvaron en una expresión de asco.

—En estos momentos, ni siquiera confío en mí mismo.

El rompeolas de Karond Kar tenía casi cinco kilómetros de largo y estaba hecho de piedra extraída de las imponentes montañas que rodeaban la Torre de los Esclavos. Los señores de la torre pagaron enormes cantidades a un grupo de escultores para que tallaran la piedra en la base del rompeolas en forma de figuras de esclavos, de manera que sus cuerpos agonizantes y tensos parecieran surgir de las olas heladas para aguantar los bloques de piedra que mantenían a raya el Mar Frío. Durante cientos de años, el rompeolas había sido conocido como Neira Vor, el Gran Lamento. Cuando los corsarios druchii llegaban a la torre con las bodegas repletas de esclavos, estos veían las estatuas tan realistas y dejaban escapar terribles lamentos, pensando que ese sería su destino. Los señores de la torre nunca se cansaban de aquella broma.

Karond Kar era la más lejana, siniestra y rica de las seis ciudades de Naggaroth, y disfrutaba de grandes riquezas como centro de intercambio de todos los esclavos que transportaban los invasores druchii por todo el mundo conocido. Era el lugar perfecto para servir de terreno neutral para la compra y venta del recurso más preciado de la tierra, ya que la torre estaba demasiado lejos, era muy difícil que un ejército accediera a ella por tierra y poseía una poderosa flota propia para repeler los asaltos por mar. Los seis señores de la torre eran viejos y poderosos druchii, designados por el Rey Brujo, provenientes de cada una de las seis grandes ciudades, y de esa manera, disfrutaban de la misma influencia en los consejos de los drachau de la torre. Había agentes de todas las casas más poderosas de Naggaroth que tenían residencia fija en la ciudad comercial al pie de la torre, y durante el verano, se triplicaba la población, ya que los comerciantes menores realizaban el viaje de dos semanas por mar para comprar suministros para el año siguiente.

Era la temporada baja de incursiones y el fondeadero de la torre estaba prácticamente vacío. Casi todos los invasores druchii pasaban el invierno en la ciudad de Ciar Karond y seguramente acababan de partir en sus naves hacía pocas semanas. La parte oriental del fondeadero estaba en penumbra por las sombras que proyectaban los cascos de la flota que defendía la torre, barcos de casco alargado y elegante que guardaban cierto parentesco con el estropeado Saqueador. Malus observó desde la cubierta del puente de mando mientras uno de los barcos de la torre levaba anclas y desplegaba las velas. La cubierta del barco estaba abarrotada de guerreros, y la luz del sol proveniente del norte se reflejaba en sus armaduras de bien definidas placas y en las puntas de sus lanzas.

Hauclir se apoyó en una de las ballestas fijadas a la popa, con los brazos cruzados, mirando con aprensión el barco de guerra que se aproximaba.

—¿Es esto normal?

Malus asintió.

—Querrán inspeccionar la carga por si hay alguna enfermedad, buscar buenas oportunidades para proponer a sus jefes, amenazarnos para obtener algún que otro soborno, ese tipo de cosas. —Miró de reojo al guardia personal—. Todo lo que solías hacer en Hag Graef, pero sobre el agua.

El antiguo capitán de la guardia asintió, comprendiendo.

—¿Saco algunas monedas de la bodega?

Para su sorpresa, Malus negó con la cabeza.

—¿Recuerdas aquellos trofeos que guardábamos en la bodega de popa? Llévate a algunos hombres y que los saquen a la superficie cuando lleguen los inspectores.

Hauclir hizo una mueca, pero asintió.

—Como deseéis, mi señor. —Se dirigió a la barandilla que daba a la cubierta principal y, gritando, dio unas cuantas órdenes con voz militar, para descender a continuación.

El barco de guerra los alcanzó en cuestión de minutos; les pasó por la proa y dio la vuelta para situarse después a estribor. Los guerreros y los oficiales que se apelotonaban en la barandilla del barco miraban a Malus y al Saqueador atentamente, fijándose en los daños que había sufrido el barco y en el estado de la tripulación. En un momento dado, la mirada del noble se cruzó con la de un oficial alto y de aspecto imponente que estaba de pie junto al timón del barco que pasaba. El noble inclinó la cabeza a modo de saludo, pero sólo obtuvo una mirada feroz y llena de arrogancia como respuesta.

Después de completar su detallada inspección, el barco de guerra de la torre atravesó la estela del Saqueador y se deslizó por el lado del puerto. Un marinero druchii de anchos pectorales curvó las manos alrededor de su boca y bramó:

—¡Arriad velas y echad el ancla en nombre de los señores de la torre y preparaos para ser abordados! —El tono de voz de aquel hombre dejaba claro lo que pasaría si la tripulación del Saqueador no lo hacía.

—¡Arriad velas! —ordenó Malus, lo suficientemente alto como para que se lo oyera en ambas naves.

La agotada tripulación se puso en marcha y, en pocos minutos, las velas rasgadas del barco estaban recogidas. Para cuando el ancla de popa cayó al agua de la bahía, el barco de guerra de la torre había hecho descender un bote largo cargado de tropas que los remeros hacían avanzar sobre las olas entre los dos barcos.

Malus respiró profundamente. Por un instante, se preguntó si quizá debería haberle ordenado a Hauclir que preparase un soborno, pero descartó la idea.

—Bajad las escalas y preparaos para recibir al grupo de inspección —ordenó, y a continuación, se dirigió a la cubierta principal para esperar la llegada del inspector.

El bote largo llegó junto a ellos en pocos minutos y tan pronto como su casco golpeó contra el lateral del Saqueador tensaron las escalas de cuerda y los hombres armados pasaron por encima de la barandilla de babor. Los guerreros formaron una fila de rostros severos a lo largo de la barandilla, con las espadas desenvainadas. Al contrario que muchos corsarios, los hombres de la torre llevaban una armadura completa de placas sobre el kheitan y la cota de malla, lo cual les daba mayor protección, siempre y cuando no cayeran por la borda. Malus se fijó en que la armadura era de alta calidad, cubierta por un esmalte verde como el mar y decorada con la insignia de un dragón enroscado alrededor de una torre estrecha, el símbolo del mismísimo drachau de Karond Kar.

Diez hombres armados se agolpaban en la cubierta principal con las armas apuntando hacia afuera, antes de que el inspector en persona apareciera sobre la barandilla. Malus se sorprendió al ver que era el mismo capitán. El oficial llevaba una pesada capa de piel de dragón, fijada a su armadura con broches de oro con forma de dragones marinos. Su armadura verde mar estaba decorada con una serie de ostentosas inscripciones, y las empuñaduras de sus espadas gemelas llevaban gemas incrustadas. Parecía muy joven para ser capitán de barco, y su rostro no presentaba cicatrices de batalla. «Eso quiere decir que tiene buenos contactos», dedujo Malus.

El oficial druchii subió a bordo del Saqueador y se dio cuenta del estado de la cubierta principal de un solo vistazo mientras fruncía el entrecejo. El capitán era alto y fibroso, de rostro demacrado y una nariz afilada y puntiaguda. Sus ojos brillaban como trozos de obsidiana mientras manoseaba los guanteletes de su armadura y clavaba en Malus una mirada crítica.

—¿Dónde está vuestro capitán? Soy Syrclar, hijo de Nerein el Cruel, drachau de Karond Kar. —Miró a Malus de arriba abajo, con una mueca desdeñosa—. No tengo por costumbre hablar con subalternos.

En ese momento, Malus hubiera deseado arrojar a aquel hombre al mar, pero en vez de eso consiguió sonreír con frialdad.

—Tengo el honor de comandar este barco, lord Syrclar —dijo con una leve reverencia.

Una expresión consternada asomó al rostro de Syrclar.

—Pero este es el Saqueador. Lo reconocería en cualquier parte.

—Así es, mi señor.

—Entonces, ¿dónde está Bruglir, hijo de Lurhan, el vaulkhar? Este es su barco.

La sonrisa de Malus se hizo más amplia.

—¡Ah!, ahora entiendo vuestra confusión, señor. Bruglir murió luchando en una campaña contra los skinriders al norte.

Justo en ese momento las puertas de la ciudadela se abrieron, y Hauclir apareció a la cabeza de un grupo de marineros, arrastrando varios fardos envueltos en lonas manchadas. Malus hizo una seña a Hauclir.

—Os complacerá saber, señor, que la campaña tuvo éxito.

Antes de que el joven druchii pudiera contestar, Hauclir arrojó uno de los fardos a sus pies. Cuando se abrió, quedó a la vista un montón de cabezas cortadas, en descomposición y cubiertas de sangre seca, que despedían un olor hediondo. Los guardias de Syrclar retrocedieron ante semejante hedor; muchos murmuraron entre dientes maldiciones u oraciones a los Dragones de las Profundidades.

Malus se agachó y observó las cabezas como si fuera un sirviente comprando melones en el mercado. Cogió una de las más grandes y se la arrojó al joven capitán.

—Tomad, lord Syrclar, con mis respetos. Colgadla de una pica en el barrio de los Esclavistas como señal de que los skinriders ya no nos molestarán más.

—¡Por los Dragones de las Profundidades! —exclamó Syrclar mientras el macabro trofeo golpeaba con un ruido blando contra su pechera y dejaba una mancha marrón sobre el esmalte verde.

Luego, la cabeza golpeó contra la cubierta y rebotó sobre los pies de los guardias, lo que hizo que se dispersaran en todas direcciones. La tripulación del Saqueador que estaba en cubierta observó la confusión de aquellos hombres y dejó escapar una risa burlona entre dientes.

Syrclar palideció de ira mientras frotaba frenéticamente los fluidos que ensuciaban su armadura.

—¿Estáis loco? ¿A quién se le ocurre traer estas cosas apestosas a bordo?

—Tenemos suficientes trofeos abajo para decorar las murallas de todas las ciudades de Naggaroth —dijo Malus, orgulloso—. Pensamos que sería lo adecuado, como símbolo de la gran victoria de Bruglir.

—¡Estarán infectados con alguna enfermedad, estúpido! —exclamó Syrclar—. Podríais estar todos contagiados.

Malus miró a sus hombres, sabiendo que eran conscientes de que Urial había desinfectado los cuerpos completamente antes de llevarlos a bordo. Se volvió hacia Syrclar con una mirada de estudiada inocencia.

—Pero ninguno de nosotros se ha puesto enfermo —dijo tajantemente—. Bueno, excepto Irhan y Ryvar. —El noble miró de manera significativa a Hauclir.

El guardia personal lo comprendió en seguida.

—Pero encerramos a Ryvar en el almacén de popa cuando empezó a caérsele la piel a trozos —dijo, inexpresivo.

Syrclar abrió los ojos, aterrorizado.

—¿Y qué hay de Irhan? —preguntó.

—Bueno, no hubiera sido correcto encerrarlo, temido señor. Era el cocinero.

El joven druchii presionó la superficie de su pechera con una mano temblorosa.

—¡Volved al barco! —Ordenó a sus hombres—. ¡De prisa! —Mientras comenzaban a retirarse pasando por encima de la barandilla, Syrclar apuntó imperiosamente a Malus—: ¡Echad el ancla aquí, en la bahía! No intentéis atracar en el muelle, o usaremos el aliento del dragón y os quemaremos enteros.

—Pero nos harán falta comida y suministros —dijo Malus con voz apenada—. Estos hombres necesitan bajar a tierra…

—Lo que vuestros hombres necesitan es un sacerdote —dijo Syrclar, con la voz tensa por la ira—. Si tienen sentido de la decencia, rezarán para que los dragones os maldigan a vos y a vuestra casa hasta el fin de los tiempos. —Casi una cuarta parte del grupo de inspección había desaparecido, y el joven capitán estaba pasando ya una pierna por encima de la barandilla. Se detuvo un instante, y le lanzó a Malus una mirada furiosa—. ¿Cuál es vuestro nombre? Mi padre, el drachau, tendrá noticias de esto.

El noble reprimió un gesto de consternación. «El truco ha estado a punto de funcionar a la perfección», pensó, suspirando por dentro.

—Malus, hijo de Lurhan, el vaulkhar de Hag Graef —dijo con expresión grave.

Syrclar hizo una pausa.

—¿Tú eres Malus? ¿Ese al que llaman Darkblade?

—Lo soy —respondió el noble sin esforzarse en esconder su enfado.

El joven oficial estudió a Malus un instante; se debatía entre la indecisión y el miedo. Finalmente, volvió a pasar la pierna por encima de la barandilla y les hizo un gesto a los hombres que quedaban.

—Apresadlo —les ordenó.

Hauclir se puso delante de Malus, con semblante grave y con las manos preparadas para sacar las armas. Malus lo detuvo posando una mano sobre su hombro.

—Recuerda mis órdenes —dijo en voz baja, empujando a su guardia personal a un lado—. ¿Prenderme? —dijo Malus al joven oficial—. ¿Con qué cargos?

—¿Acaso no erais el capitán del corsario Espada Espectral el verano pasado?

El noble respiró profundamente.

—Lo era —dijo.

—¿Y no volvisteis a Naggaroth hace cinco meses con un cargamento de carne?

—Sí —admitió Malus.

—Pero no os detuvisteis aquí, tal y como marca la ley de la comarca. Los señores de la torre reciben un diezmo de todos los cargamentos de esclavos que se traen a Naggaroth, aunque no sean vendidos aquí.

—Soy perfectamente consciente de las leyes —dijo Malus, lacónico—. Sencillamente, decidí ignorarlas.

Syrclar le dedicó al noble una sonrisa lobuna.

—Entonces, fuisteis doblemente estúpido al volver aquí, infectado o no —dijo—. Los señores de la torre tienen excelente memoria y no olvidan a aquellos que los agravian —asintió con la cabeza a sus hombres.

Dos guerreros rechinaron los dientes y cogieron a Malus por los brazos, mientras un tercero lo despojaba de sus armas.

—Por la ley de la torre seréis prisionero en las mazmorras de Karond Kar hasta que vuestros parientes paguen el diezmo que retuvisteis —dijo Syrclar con una sonrisa satisfecha—. No me cabe duda de que vuestro padre el vaulkhar no malgastará su tiempo en pagar vuestra fianza, así que no tendréis que pasar más de un mes encadenado.

Los caballos piafaban y resoplaban sobre los adoquines del muelle, molestando a las gaviotas que se posaban con su comida en las filas de estatuas alineadas frente al muelle. Estas graznaban, desdeñosas, desde los yelmos y las hombreras de las armaduras de los corsarios de piedra, o daban saltitos sobre las espaldas de los esclavos tallados inclinados bajo el peso de las cadenas de granito. Syrclar y sus hombres no prestaron atención a los pájaros, esperando con impaciencia en sus monturas mientras dos marineros ayudaban a Malus a subir a la suya. Cuando estuvo sentado, uno de los marineros le ató las manos a una argolla en la parte trasera de la silla de montar con varias vueltas de cuerda cubierta de alquitrán y un nudo bien apretado. El segundo marinero le pasó las riendas a uno de los hombres de Syrclar, que asintió con la cabeza a su amo. El joven señor levantó la mano.

Sa’an’ishar —exclamó—. ¡Formad y emprended la marcha!

Unos minutos después la procesión comenzó a abrirse paso por el muelle y se dirigió a la calle Dolorosa.

Malus sintió cómo se removía el demonio mientras su caballo se ponía en marcha casi al final de la fila.

—Parece que una vez más has conseguido superarte —se burló Tz’arkan—. ¿De verdad pensabas que ese pequeño necio no iba a preguntar tu nombre?

—Era un riesgo calculado —susurró entre dientes—. Y casi funcionó.

—Casi funcionó —repitió el demonio con voz burlona—, o lo que es lo mismo, falló.

—No del todo. Al menos el barco está aislado. La tripulación no podrá largarse con el oro. Y conseguí bajar a tierra, lo que me acerca un poco más a mi objetivo.

—¿Pretendes decirme que esto forma parte de tu plan?

Malus rechinó los dientes.

—No del todo —admitió.

La procesión llegó al final del muelle oriental y torció por una amplia avenida que conducía tierra adentro en dirección a la torre. Aquel era el principio de la calle Dolorosa, el camino que tomaban todos los esclavos mientras los conducían hacia el mercado como a reses y el camino que todos seguían de vuelta a los barcos que los llevarían con sus dueños por todo Naggaroth. Era media tarde y la avenida estaba casi desierta. Algunos grupos de mercaderes cubiertos con gruesas capas, que llevaban carretas cargadas con herramientas y se dirigían hacia los muelles o salían de ellos, dejaban bien despejado el camino a las tropas armadas y a caballo mientras pasaban. Una compañía de guardias se cruzó con ellos; llevaban las lanzas sobre el hombro. Su oficial saludó a Syrclar con una inclinación de cabeza y miró a Malus con recelo en tanto avanzaban hacia los muelles.

La avenida tenía unos noventa metros de largo, y a ambos lados estaban las fachadas altas y estrechas de las tiendas, que ofrecían de todo, desde barriles a galletas; con tan pocos barcos en el puerto no hacían demasiado negocio. Los peones estaban fuera sin nada que hacer, jugando a los dados o a los huesos, o fumando en pipa y hablando en voz baja.

Malus estudió las tiendas atentamente, tratando de acompasarlas a la imagen mental que tenía de muchos años atrás. No había estado en Karond Kar desde su crucero iniciático, y gran parte del tiempo que había estado en tierra lo había pasado bastante borracho. Intentó recordar dónde estaba La Bruja Cortesana entre todas aquellas calles tortuosas y callejones del barrio de los Esclavistas y, por primera vez, se dio cuenta de que tal vez no existiera después de tanto tiempo.

Al final de la hilera de tiendas, la avenida se abría hacia una enorme plaza, que estaba dividida en filas de corrales vacíos y plataformas elevadas. Esta era la primera y más grande de las plazas de esclavos, donde se traían los cargamentos y se calculaba su valor. Los esclavos aptos para oficios o trabajos duros se llevaban a continuación a la plaza que estaba al este. La procesión siguió a través de aquel espacio vacío, donde el eco hacía resonar el paso de los caballos, y dirigiéndose más al norte, se adentró en una calle más estrecha y sumida en la oscuridad gracias a las altas casas que la bordeaban. Un destello acudió a la memoria de Malus. «Sí —pensó—, esto me resulta familiar».

La calle no era del todo recta; las ciudades druchii solían ser laberintos diseñados para confundir y matar a los intrusos. Los caballos se adentraron en la oscuridad bajo las altas casas, dominados por balcones y troneras a cada paso que daban. Los sirvientes y los mensajeros iban de un lado a otro atendiendo sus asuntos entre las residencias de los mercaderes y los talleres, agachándose en las entradas o en callejones para dejar que los jinetes pasaran.

Delante de Malus apareció una casa alta a la derecha, con la puerta tachonada de metal y decorada con un dragón de piedra en el arco. La cabeza amenazante del dragón sobresalía tanto que muchos de los guerreros que iban a caballo tuvieron que agacharse mientras pasaban. Más recuerdos emergieron: «¡El dragón! Recuerdo haberme dado en la cabeza con esa maldita cosa —pensó el noble—. Habrá una bifurcación de la calle principal un poco más arriba. Allí es donde tendrá que ocurrir».

Las manos enguantadas del noble se agarraron con más fuerza a la silla. Miró por encima del hombro. Había cuatro hombres en la parte de atrás, dos de ellos con ballestas sobre el regazo. Serían la verdadera amenaza.

Malus se irguió sobre la silla, intentando ver la calle secundaria. El guerrero que iba delante de él lo miró con el ceño fruncido a modo de advertencia y asió con más fuerza las riendas del caballo de Malus.

—Despierta, demonio —susurró Malus—. Necesito tu poder.

Tz’arkan se revolvió contra las costillas de Malus.

—Por supuesto —dijo con tono meloso—. Siempre a tu disposición, Malus; no sabes lo contento que estoy de ver que confías en mí en tiempos de necesidad.

—Cállate —rechinó Malus, enormemente molesto porque el demonio tenía razón. ¿Cómo había llegado al punto en el que el poder del demonio era una arma más de su arsenal?

La calle secundaria apareció antes de que se diera cuenta; era un callejón claustrofóbico que salía hacia la izquierda en ángulo desde la calle principal. El noble apretó los puños.

—¡Ahora! —dijo.

Un hielo negro martilleó en sus venas. Malus sintió que le ardían los ojos y que sus músculos reptaban como si fueran serpientes por debajo de su piel. A través de sus apretados dientes, empezó a salir vapor, y el noble se inclinó sobre su silla para aferrarse con fuerza, ya que el caballo había notado el cambio que se había producido en él y empezaba a volverse loco de terror.