22
Victimas del destino
La sed de sangre se extendió como hielo negro por las venas de Malus.
El ansia asesina hizo que sus músculos se contrajeran y lo impulsaran hacia arriba por la escalera de caracol hacia la torre en ruinas de Nagaira y a través de la ruinosa cámara que le daba acceso. Escombros parcialmente fundidos llenaban la estancia que había sido grandiosa y las pesadas puertas de dos hojas colgaban de sus bisagras rotas que a pesar de todo las mantenían en pie por su propio peso. Malus tuvo que avanzar por momentos a tumbos y por momentos casi arrastrándose entre la cámara sembrada de escombros. El cuerpo le temblaba por la energía apenas contenida y sentía los músculos llenos de fuerza sobrenatural, mientras el corazón le latía con el vigor insuflado por la bruja. La piel del noble se erizaba en líneas afiladas como cuchillos de escritura mientras el conjuro que Nagaira había grabado en su carne lo empujaba hacia adelante, hacia las mismísimas fauces de la muerte.
Se lanzó contra la puerta de la torre con una fuerza bestial, que la hizo caer sobre el suelo del patio que había al otro lado.
Malus salió tambaleándose al aire de la noche, con el pecho agitado. Ya no sentía ni las heridas ni la fatiga de los días de marcha y de lucha en el camino hacia el Hag. Todo desaparecía ante las ansias voraces de encontrar y matar a su presa. Si se quedaba quieto demasiado tiempo, sentía la ansiedad que le quemaba las entrañas como brasas y que se hacía más feroz a cada momento. De sus labios salió vapor cuando miró hacia el cielo estrellado mostrando los dientes. A duras penas se contuvo de aullar como un lobo ávido de sangre.
En lugar de eso, trató de dominar la furia que sentía aplicándola a resistir al designio de Nagaira. El fuego que lo quemaba por dentro se avivó todavía más. Tendió la mirada sobre el patio sembrado de escombros, hacia una plataforma improvisada a la que, meses antes, habían llevado desde la torre a docenas de adoradores de Slaanesh para quemarlos. En el aire todavía había olor a carne quemada y a sangre derramada.
En el centro del patio, había una fuente rota, cuyas piedras decorativas aparecían destrozadas y fundidas. Malus cayó contra el borde curvo de la fuente y hundió la cara en el agua salobre que quedaba dentro.
Cuando sacó la cabeza del agua contaminada se produjo una perturbación en la superficie que desalojó la basura que flotaba en ella y le permitió verse reflejado en las aguas aceitosas. El pelo negro le caía en greñas apelmazadas por la suciedad y su sangre seca, y su cara manchada de barro le daba todo el aspecto de un demonio de mirada lasciva. Trató de recordar las facciones contraídas del caballero que había vislumbrado en sus visiones y oyó otra vez sus palabras: «Lo que una bruja hace, sólo una bruja puede deshacerlo».
Malus rechinó los dientes, frustrado, mientras observaba las agujas afiladas de la torre del drachau que se alzaban en el cielo nocturno. Su sino lo llamaba, tirando de todas las fibras de su cuerpo. No podía volverse y desandar el camino hasta su hermana, del mismo modo que no podía respirar el agua removida de la fuente que tenía debajo de su mentón. ¿Qué terrible semilla había plantado su hermana en su interior y qué espantoso fruto nacería de ella?
Su mente daba vueltas y vueltas en una búsqueda desesperada de escapar al influjo de la bruja.
—¿Qué se yo de la maldita brujería? —dijo entre dientes—. ¡No soy brujo como lo era mi madre!
La idea cayó sobre Malus como un golpe entre los ojos. Atónito, se dejó caer del borde de la fuente al suelo. Sintió todavía con más intensidad la brasa candente del designio de su hermana, que transmitía impulsos dolorosos a sus entrañas; pero por un instante, la posibilidad de liberarse le dio fuerzas suficientes para aguantar el dolor.
«Eldire —pensó—, por supuesto».
Se puso de pie trabajosamente y volvió a estudiar la torre del drachau. El convento formaba parte del entramado interior de la fortaleza, al que sólo podía accederse por un pasillo situado en el centro mismo de la torre.
El primer reto consistía en llegar al interior. Malus sonrió con amargura. Al menos por una vez podía hacer que el designio de su hermana actuara a su favor.
La fortaleza del drachau era casi una ciudad en sí misma. Rodeando las agujas centrales de la torre del homenaje del gobernante había una multitud de torres menores que eran las residencias de los nobles de más alto rango de la ciudad y de sus hijos. Muchas de estas agujas estaban interconectadas por estrechas pasarelas de aspecto delicado, construidas por los esclavos enanos hacía cientos de años. Unas cuantas tenían acceso directo a la torre del drachau, pero una excepción era la torre del vaulkhar de la ciudad.
Los patios interiores y los pasillos de la gran fortaleza estaban desiertos y oscuros. Daba la impresión de que todos los druchii capaces de portar una arma habían sido reclutados por Isilvar para engrosar las filas del ejército ante la amenaza naggorita. Malus no pudo por menos que admirar la previsión y minuciosidad del plan de su hermana mientras se colaba veloz y sin tropiezos por las galerías de los patios exteriores, hasta llegar a las mismísimas puertas de la torre del vaulkhar.
No había guardias ante la altísima puerta de dos hojas. Malus empujó con las manos la vieja madera con herrajes de hierro y modificada por medios mágicos, lo que la hacía más fuerte que el acero. El noble sonrió con expresión maligna.
—Dejadme entrar —susurró al poder que palpitaba bajo su piel. Asentó bien los pies, agachó la cabeza y empujó.
El fuego que ardía en sus entrañas se atenuó transformándose en un bloque sólido de voluntad inquebrantable. Al principio, las puertas no cedieron. Malus volvió a empujar con más fuerza, acompañando el movimiento con un gruñido. Impulsó el hielo negro que corría por sus venas hacia el interior de la madera de roble endurecida y los cerrojos de hierro del interior.
Se oyó un débil crujido. A Malus empezó a sangrarle la nariz por el esfuerzo. En algún lugar, un trueno distante sacudió el cielo.
Malus sólo oyó un ruido de madera al astillarse, después otro. Al otro lado de la puerta, sonó un débil grito sofocado. Disfrutó con la nota de desesperación que transmitía y empujó con todas sus fuerzas, transformado su gruñido en un rugido feroz. Entonces, con un crujido definitivo, las barras que sujetaban las grandes puertas se combaron y rompieron sus anclajes, y las grandes puertas se abrieron con un gruñido de hierro torturado.
Un puñado de sirvientes encogidos de miedo se apretaban en el gran vestíbulo del vaulkhar cubierto de polvo. Gritaron, aterrorizados, al verlo atravesar el destrozado umbral, y huyeron despavoridos al oír su risa enloquecida. Malus atravesó el gran vestíbulo de altísimo techo y columnas en forma de dragones vigilantes, y subió por la escalera principal. Nunca había visto los aposentos privados del vaulkhar, pero conocía la torre lo suficiente como para poder encontrarlos.
La torre parecía una ciudad abandonada; los pasillos y los descansillos estaban silenciosos, y el eco devolvía el sonido de sus pasos mientras subía por la curva escalera. Los hombres de Lurhan se habían marchado, e Isilvar todavía tenía que crear su propia guardia personal, de modo que nadie salió al paso de Malus cuando abrió de golpe la puerta de dos hojas que daba a los aposentos personales del señor de la guerra y atravesó la modesta antecámara hasta una sencilla puerta sin pretensiones.
Malus arrancó el pomo de hierro y empujó la puerta, que se abrió sobre la oscuridad y el fuerte viento. Volvió a oírse el trueno, aparentemente más cerca que antes, aunque todavía podían verse los puntos fríos de las estrellas brillando en el cielo. Malus agachó un poco las rodillas y bajó la cabeza para hacer frente al viento traicionero y cambiante, y recorrió con paso implacable la estrecha galería que conducía a la negra silueta de la torre del drachau.
Al principio, tomó a los dos guardias por estatuas. Protegidos como estaban en sus casetas a uno y otro lado de la puerta del drachau, el viento ni siquiera les movía las pesadas capas. Lo cierto era que lo tomó por sorpresa cuando uno de los guardias cubierto con su armadura se adelantó medio paso e interpuso su lanza para impedirle el paso. La voz del centinela sonó poco firme. ¿Quién era ese extraño cubierto con una capa negra que llegaba desde la torre del vaulkhar?
—No podéis entrar, temido señor —gritó, tratando de hacerse oír a pesar del furioso viento—. El drachau no desea…
Malus agarró al guardia por la gruesa capa y lo tiró del puente abajo como si fuera un juguete infantil. Su grito de terror quedó amortiguado por el fuerte viento y por el rugido de otro trueno.
El segundo centinela se quedó paralizado. Malus llegó hasta él en dos rápidos pasos, lo cogió por el yelmo y golpeó con él la puerta con herrajes de hierro que tenía a su espalda. La puerta se sacudió sobre sus goznes, pero no cedió, de modo que Malus golpeó otras dos veces en rápida sucesión. La madera crujió y el metal cedió. El guardia al que Malus tenía sujeto se sacudía en sus últimos estertores. Después de un cuarto golpe, la puerta se abrió, y Malus arrojó a un lado su ensangrentado ariete. Al otro lado, la sala de la guardia estaba vacía. Se detuvo allí unos instantes, esperando oír un grito de alarma por encima del agitado pulso de sus sienes.
Todo estaba silencioso. El fuego de sus entrañas lo impulsaba a seguir adelante. Trató de orientarse y encontró una estrecha escalera que llevaba a las plantas inferiores de la torre y al convento de las brujas.
La torre del drachau estaba tan desierta como el resto de la fortaleza. Malus se preguntó cuántos sirvientes y hombres de armas druchii habría en los bosques fuera de la ciudad, cortando gaznates y expoliando a los muertos naggoritas.
Había hombres armados montando guardia ante la gran puerta negra del convento de las brujas.
Lo normal era que los hombres que montaban guardia ante la Puerta de las Novias llevaran el acero desenfundado en la mano: largos draichs que se manejaban con ambas manos y en cuya confección intervenía la magia para dotar a su filo de una agudeza sobrenatural. Los dos guardias estaban en sus puestos habituales, pero la vigilancia estaba reforzada por cuatro hombres armados con las pesadas hachas de las tropas personales del drachau.
Malus cayó sobre ellos sin una palabra, desenvainando su espada y saliendo de las sombras con un único movimiento elegante y silencioso. El primero de los que portaban hachas cayó con la garganta cortada; el noble arrancó el hacha de la mano del muerto y la lanzó a la cara de uno de los espadachines situados cerca de la puerta.
Mientras los sesos del hombre se desparramaban por el suelo, Malus se dejó caer sobre una rodilla y lanzó un movimiento enérgico con las dos manos contra otro de los que portaban hacha. Nuevamente, cogió el hacha de la mano del moribundo justo a tiempo de parar un furioso golpe descendente del hacha del tercero de sus compañeros. Movido por la fuerza bruja que lo poseía, Malus paró el golpe con facilidad, hizo a un lado el arma del hombre y le clavó la espada en la boca, abierta en un grito. Las vértebras se quebraron blandamente, y el guardia cayó con la espina dorsal atravesada.
La última de las hachas describió un arco amplio dirigido a la nuca del noble. Este se agachó, sintiendo el aire que desplazaba la afilada hoja al pasar, y a continuación, le lanzó al hombre un potente revés, que lo alcanzó en la parte trasera de la rodilla derecha. El cuero, la carne y el músculo se abrieron con una efusión de sangre brillante, y el guerrero cayó al doblársele la pierna. Antes de que pudiera recuperarse, Malus remató el giro y le cortó la cabeza de un hachazo.
Un sonido sibilante fue la única advertencia que le llegó a Malus de que el draich del último de los guerreros pretendía partirle la cabeza en dos. Formó una equis por encima de la cabeza con la espada y el hacha, y paró el golpe; se tambaleó un poco bajo la fuerza del impulso del hombre. Se puso de pie con un rugido, desviando hacia un lado el draich con el hacha y girando sobre el talón para separar la cabeza del hombre de sus hombros.
Se encontraba ante la puerta negra cuando el último cuerpo no había terminado todavía de caer al suelo. A diferencia de las demás, la puerta del convento se abrió apenas la tocó.
Era una puerta de frío mármol negro, liso y sin pulir. Al tocarla Malus, en la superficie de piedra relumbraron las runas mágicas y un portentoso estremecimiento sacudió el aire. Cuando cruzó el umbral que daba acceso desde la torre del homenaje del drachau a la torre sacrosanta, sintió que el fuego que llevaba en sus entrañas se convertía en una furia agonizante. Las serpientes negras de su pecho le oprimieron el corazón y casi no podía respirar. Puso en juego toda su voluntad para avanzar.
«No importa que se me chamusque la piel y que mis huesos se rompan», pensó, apretando los dientes de dolor. ¡Es preferible sufrir y morir antes que convertirme una vez más en la mano asesina!
Al otro lado de la puerta, se abrió un pasadizo corto y tenuemente iluminado, en cuyas paredes había hornacinas con estatuas altas e imponentes de brujas de tiempos pretéritos. Una luz tan pálida como la de la luna brillaba desvaída al final del corredor.
Malus avanzó tambaleándose, reprimiendo las ganas de gritar, mientras el designio de Nagaira lo corroía por dentro. A punto estuvo de caer en el umbral del otro extremo que daba paso a una enorme cámara semejante a una catedral iluminada por docenas de globos de fuego brujo. Enormes columnas subían hasta un techo tan alto que se perdía de vista, soportando una fila tras otra de galerías que daban al espacio de devoción que había debajo. En el extremo más alejado del espacio se alzaba una estatua del propio Malekith, el frío esposo de las novias del convento.
Ante la estatua, rodeada por un reducido grupo de brujas novicias, estaba Eldire, la más vieja y penetrante de todas las videntes de Hag Graef. Su fría belleza y su mirada intimidadora hacían que la majestuosa estatua que había detrás de ella pareciera pequeña y deforme por comparación. Los ojos de la vidente se entrecerraron al ver acercarse a Malus.
Delante de Eldire había un hombre con las manos en actitud de súplica. Al oír los pasos de Malus, se volvió, y su cara delgada y juvenil reflejó aprehensión y fatiga.
El rostro de Uthlan Tyr palideció de impresión cuando reconoció la cara torturada que tenía ante sí, y Malus lanzó un gemido terrible cuando el designio de Nagaira fructificó, por fin, en un fruto amargo.
El dolor y la rabia contenidos en el pecho de Malus se expandió por todo su cuerpo como un fuego lacerante. Sintió que sus venas se consumían y sus músculos acechaban como serpientes para llenarse a continuación de vigor y presionar contra el interior de su armadura. Era como si alguna bestia brutal anidara dentro de él y acabara de despertar ávida de sangre. Cuando Malus echó atrás la cabeza y aulló, la voz en nada se parecía a la suya.
—¡Madre! —gritó con avidez.
La cara se le crispó en un éxtasis asesino al posar sus ojos en el objeto del designio de su hermana, y lo único que quería era sostener su corazón todavía vivo entre sus manos. Sonó un trueno que reverberó a través de la piedra y de la tierra, y el suelo se estremeció con la fuerza desatada de un titán.
Se lanzó sobre su madre; las espadas manchadas de sangre destellaban bajo la luz pálida. Uthlan Tyr retrocedió con un grito de terror mientras echaba mano a su espada. Las novicias alzaron sus manos y pronunciaron palabras de poder haciendo que en el pecho de Malus se encendieran negras llamaradas que restallaron como relámpagos. Las descargas abrieron surcos en el peto del noble, y penetraron en su pecho como afiladas espadas, pero la bestia que había dentro de él apenas sentía dolor. Las mujeres gritaban mientras el noble blandía hacha y espada en una danza mortal; la sangre empezó a correr, y los cuerpos caían al suelo mutilados. Con el rabillo del ojo, Malus vio una figura que se lanzaba como un rayo contra él. Con un poderoso juego de muñeca mandó al drachau despedido hacia atrás, llevándose las manos a la cara y gritando como un niño.
La última de las novicias saltó sobre Malus con sus dedos transformados en cuchillos de hierro, que despedían un calor penetrante. Él la cortó en dos en pleno salto con su pesada espada y saltó a través de la lluvia de sangre y órganos, lanzándose contra su madre.
Eldire ya estaba fuera del alcance y retrocedía como una sombra delante de la luna. Malus rugió de furia al ver que se desvanecía ante sus ojos, fluyendo como humo por la nave de la devoción y retirándose por una estrecha escalera que había en el extremo más alejado de la habitación.
La torre toda pareció sacudirse cuando Malus se lanzó a perseguir a su madre escaleras arriba como un lobo hambriento. Los truenos retumbaban mientras él corría, ajeno a todo lo que no fuera el rostro pálido de su madre. Presa del designio y de la sed de combate, no atendía a las descargas de fuego mágico y a los destellos verdes y relampagueantes que castigaban y laceraban su cuerpo a medida que las brujas salían de sus celdas y descargaban su poder sobre el intruso. Podía sentir que su piel se fundía y sus músculos se deshacían, pero la bestia que llevaba dentro no le daba tregua. Mantenía su cuerpo unido mediante una red de hielo negro, y él no hacía más que reír cuando se topaba con figuras pálidas y las derribaba con sus espadas tintas en sangre. Malus corría por las galerías austeras y grises, subiendo cada vez más alto y dejando un rojo reguero de muerte a su paso.
Eldire se le escapaba siempre por un pelo, alejándose como un sueño inalcanzable. Era como si fuera a correr para siempre, avanzando a grandes zancadas por un paisaje negro y saciando su sed de sangre con los cuerpos esbeltos de novicias y brujas. Su armadura empezaba a caerse a pedazos al quemarse los correajes y romperse las junturas por los conjuros salvajes, y una nube de humo brotaba de su propia carne quemada y lo cubría como una mortaja.
Sus pies encontraron otra escalera, más empinada y estrecha que las demás. Subió por una espiral cerrada, envuelto en la oscuridad, persiguiendo la imagen obsesiva de Eldire. De golpe salió de la oscuridad al viento huracanado y el retumbar de los truenos. Entonces, la negrura que lo rodeaba se desvaneció como una cortina y se encontró en la cima de la torre cuadrada del convento. Eldire estaba a menos de cuatro metros de él, posada como un cuervo en un punto y rodeada de brujas que entonaban cánticos.
De repente, Malus se dio cuenta de que estaba rodeado por brujas y de pie sobre un extenso sigilo que cubría gran parte del techo de la torre. Sin dudarlo, se lanzó a por Eldire en el preciso momento en que ella pronunciaba una palabra de temible poder, y se encontró envuelto en cadenas de fuego.
La bestia que Malus llevaba dentro rugió con odio desatado. Él se sacudió y se debatió entre los vínculos encantados, pero la magia de las brujas lo tenía bien cogido. El noble cayó sobre el suelo de piedra con la sensación de que su piel iba a estallar con la furia del espíritu que llevaba dentro.
Una sombra le cayó encima. Eldire se elevó por encima de Malus con los brazos extendidos. Entonó palabras que se materializaron en el aire en torno al noble, y unos dedos helados e invisibles penetraron en su pecho. Malus se dobló en dos, gritando de agonía mientras la hechicera libraba la batalla contra el furioso espíritu. Por un momento, las dos voluntades se enfrentaron sin que ninguna de las dos se impusiera sobre la otra, pero Eldire podía recurrir al poder del convento y lentamente la bestia empezó a ceder. Encogiéndose como una llama sedienta de petróleo, la bestia fue debilitándose cada vez más bajo el poder de Eldire, y Malus empezó a sentir que recuperaba la cordura. Quedó allí tendido, tembloroso y sin sentido, mientras el fuego del espíritu asesino se consumía sin que él pudiera entenderlo.
Entonces, Eldire apuntó con un dedo largo al rostro de Malus y, al pronunciar otra orden, el cuerpo del hombre empezó a arder.
Líneas destacadas de dolor empezaron a recorrerle la piel. Malus permanecía rígido, inmovilizado por la magnitud de su sufrimiento. Tenía fijos los ojos en los zarcillos de fuego sinuoso que brotaban de su piel y se dio cuenta de que tomaban la forma de símbolos.
Eldire estaba eliminando de su cuerpo el designio de Nagaira con el fuego, y mientras se consumía, los recuerdos enterrados de Malus volvieron a salir a la superficie. Las ilusiones se desvanecieron. Ya no era un noble de Naggor ni de Hag Graef. No era un general ni un héroe ni un conductor de hombres. Era un proscrito, olvidado de sus juramentos y de su honor. Era una flecha que yacía rota sobre una dura piedra, y lloró lágrimas de rabia bajo el viento aullador.
Malus alzó la vista hacia su madre.
—¿Tú… sabías que iba a venir…?
Eldire fijó sobre su hijo una mirada fría y tenebrosa. El esbozo de una sonrisa pasó por sus labios perfectos.
—Estaba escrito —dijo.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué tú y no el drachau?
—Porque las ciudades y las coronas ya no significan nada para alguien como ella —replicó Eldire—. No le importaban lo más mínimo los planes de Isilvar, ni los de Fuerlan, ni los tuyos —explicó la vidente—. Nagaira volvió al Hag por el más puro de todos los motivos: la venganza.
Entonces Malus observó el resplandor rojo en el cielo. El viento venía caliente y traía olor a humo. El trueno retumbó y sintió que la gran torre se estremecía debajo de él. Lenta y dolorosamente se puso de pie. El sigilo estaba oscuro, en realidad; sus líneas de mercurio se habían ennegrecido en el monumental enfrentamiento de voluntades. El círculo de brujas miraba a Malus con odio irreductible, pero ni una sola se movió para detenerlo cuando se acercó al borde de la torre.
Hag Graef estaba ardiendo.
Desde donde se encontraba, Malus pudo ver que los edificios caían y las columnas de fuego se elevaban hacia el cielo de la noche. La ardiente destrucción se difundía atravesando calles y distritos. Salía vapor de terribles grietas abiertas en la tierra, en cuyo fondo se veía el resplandor de la piedra fundida.
Volvió a resonar el trueno, y esa vez Malus vio un rayo de color blanco amarillento que se introdujo como una cinta de fuego a través de la superficie de la tierra y como un gusano pernicioso corrió hacia el barrio de los Herreros. Donde tocaba la cinta, el hierro se fundía y las casas se prendían fuego. Por debajo del trayecto siseante del gusano saltaban chispas y, al cabo de un momento, Malus se dio cuenta de que quemaban los cuerpos de la gente.
—¡Madre de la Noche! —dijo Malus, atónito—. ¿Qué es lo que ha hecho?
—Ha convocado a los Durmientes —dijo Eldire—. Nagaira ha encontrado un conjuro para perturbar su sueño y ahora desatan su rabia sobre la ciudad.
—¿Los Durmientes? —replicó Malus.
De repente recordó el silencioso salto de los acólitos de Nagaira al fondo de las tinieblas.
—Las madrigueras —dijo Malus, dándose cuenta de repente de cómo se habían hecho los túneles debajo de la ciudad—. ¿Destruirán la ciudad?
Eldire asintió.
—No quedará piedra sobre piedra, por eso debes buscar a Nagaira y detenerla.
—¿Detenerla? —gritó una de las hechiceras.
Ante el estallido de la bruja, las hermanas del convento dieron un paso adelante con expresión de rabia.
—Si alguien debe detener a esa criatura somos nosotras, Eldire —continuó la bruja—, y después tendrás que enfrentarte a un ajuste de cuentas por tu participación.
Eldire se volvió hacia las brujas y por su rostro de alabastro cruzó una expresión de oscura rabia.
—Tranquilas, brujas indignas —dijo, y en el aire pudo mascarse su poder.
El círculo de hechiceras fue empujado hacia atrás por un viento invisible, por una energía tan intensa que sus cuerpos estallaron en llamaradas a su contacto. Sus gritos se perdieron en el viento ululante y lo único que quedó de ellas fueron huesos ennegrecidos cuando fueron arrojadas al vacío desde lo alto de la torre.
Malus observó la demostración de poder con los ojos desorbitados de admiración. Cuando Eldire se volvió hacia él tenía la cara tensa por el esfuerzo, pero su voz era tan tranquila como siempre.
—Nagaira trató de matarme porque creía que yo era la única con poder suficiente dentro de la ciudad para detenerla. Usó su poder para hacer de ti su arma, alimentando el designio con las propias energías del demonio, pero borrando de tu mente los recuerdos de la posesión de Tz’arkan para que no sospecharas nada…, hasta que ya fuera demasiado tarde.
La cara del noble se crispó al pensar en el demonio. Todavía podía sentir a Tz’arkan dentro de sí, débil, pero presente. Entonces, la importancia de las palabras de Eldire lo golpeó como un ataque físico.
—¡Tz’arkan! —exclamó—. ¿Tú lo sabías?
—Por supuesto —dijo con aspereza—. Fueron mis maquinaciones las que te hicieron ir al norte.
Por un momento, Malus se quedó sin habla. El fuego se extendía y la ciudad moría a sus espaldas, pero lo único que podía hacer él era repasar mentalmente una y otra vez las palabras de su madre.
—Entonces, ¿Nagaira estuvo haciendo tu voluntad todo este tiempo? —preguntó.
—Estoy segura de que al principio no se dio cuenta, pero así fue —replicó Eldire.
De repente alargó la mano y tocó a Malus en la mejilla. Ese leve contacto hizo que la piel le ardiera, pero no pestañeó. La mano estaba tan fría como el mármol.
—Ella fue un peón más en un juego que llevo muchos años jugando —dijo Eldire, orgullosa—. Tú eres la culminación de toda mi labor, hijo. Desde convertirme en concubina del Rey Brujo, pasando por volverme al Hag con Lurhan y envenenar a su esposa y a sus hijos pequeños hasta llegar a ser la patrocinadora secreta de Nagaira, todo esto lo hice, y más aún, para convertirte en lo que eres esta noche.
Malus trató de imaginar la maraña de manipulaciones descrita por Eldire y la magnitud de los hechos lo dejó sin respiración.
—Pero ¿por qué? —preguntó. Entonces recordó las acusaciones de Urial aquella fatídica noche a bordo del Saqueador—. ¿Tiene algo que ver con aquella maldita profecía? ¿Con mi destino?
—Tú labras tu propio destino, hijo, lo cual puede ser muy beneficioso para ti —le soltó Eldire—. Todo en este mundo está definido por acción y reacción. Por causas y efectos. Si apuñalas a un hombre, él muere, ¿no es cierto? Cuando un hombre reacciona a las fuerzas del mundo que lo rodea se convierte en un eslabón en una cadena de acontecimientos que se remontan al principio de los tiempos. Cuando es acuchillado, muere. Es su destino. ¿Lo ves?
Malus frunció el ceño.
—Cuándo las acciones de un hombre están determinadas por los acontecimientos que lo rodean, está actuando según el destino.
—Exacto —dijo Eldire—. La adivinación no tiene nada que ver con las brujerías, Malus, aunque es un talento que pocos poseen. Los videntes leen intuitivamente en el entramado de causas y efectos, y ven cómo se desarrollarán los acontecimientos futuros. Una profecía es un posible resultado, es decir, una consecuencia de una secuencia de acontecimientos que podrían ocurrir dentro de un año, o de diez, o de mil años. Pueden producirse por iniciativa propia, u obedecer a un designio si hay alguien con la previsión necesaria para orquestarlo.
Al noble le daba vueltas la cabeza mientras trataba de entender las implicaciones.
—¿Y tú pusiste deliberadamente en marcha esta profecía? ¿Me impusiste este destino?
—Sí.
Malus se tambaleó, y el horror se reflejó en su cara.
—¿Me hiciste presa de Tz’arkan para cumplir el plan de alguna diosa renegada?
—Eres mi hijo, Malus —dijo Eldire, fríamente—. Puedo hacer contigo lo que quiera.
El noble luchó con un nuevo atisbo de rabia.
—Entonces, si sabes tanto, si cada uno de mis pasos ha sido planeado por ti incluso antes de que naciera, dime: ¿puedes ver mi futuro?
Eldire miró la ciudad en llamas.
—¿Quieres decir tu destino? Sí.
—¿Y adonde me conduce?
—A tu destrucción. Al fuego, la desgracia y la esclavitud.
—¡Madre de la Noche! —dijo Malus sin aliento, luchando desesperadamente contra la desaparición que amenazaba con invadirlo—. Pues no. Te equivocas, madre. ¡No voy a permitirlo!
El noble observó con sorpresa que una sonrisa enigmática aparecía en el rostro de la vidente.
—¿De modo que rechazas tu destino?
—¡Por supuesto! —dijo Malus con un hondo gruñido.
—Bueno —dijo Eldire, asintiendo con aire pensativo—. Eso es fácil decirlo, pero no tanto hacerlo. Llevas demasiado tiempo dejándote llevar por las acciones de los demás. Has vivido constantemente creyéndote demasiado rápido o demasiado listo como para ser víctima de las consecuencias de tus acciones —dijo, y otra vez sonrió—, pero siempre estuviste a merced del destino, y mira adonde te ha llevado. —Se volvió y miró hacia la ciudad incendiada—. Ella ha aprendido la lección, hijo. Y eso la ha hecho realmente peligrosa.
Malus sopesó las palabras de Eldire.
—Y si yo rechazo mi destino y elijo mi propio camino…, entonces ¿qué?
Eldire lo miró, con los ojos encendidos.
—A ti te toca decidirlo —dijo—. Con el tiempo verás que lo que te ha sucedido hasta este momento ha sido un regalo. Se te ha otorgado el potencial para tener un gran poder, y con la muerte de Lurhan has perdido todo lo que alguna vez valoraste o deseaste. —Le cogió la mano y la alzó hasta su cara. Malus vio las venas gruesas, negras, abultadas, y la piel oscura, corrompida—. El destino ya no puede tocarte a menos que lo permitas. Elige tu camino en lugar de que lo elijan por ti —dijo—. Tienes al alcance de la mano glorias inimaginables.
Malus estudió a su madre un instante, tratando en vano de adivinar qué se escondía tras sus ojos negros. Lentamente, apretó el puño.
—Muy bien —dijo por fin—. Primero, el demonio.
Eldire asintió.
—Primero el demonio. Nagaira tiene las tres reliquias y las está usando como instrumentos clave de su conjuro.
El noble enarcó una ceja.
—¿Pueden usarse para hacer conjuros?
—No, exactamente. Sus capacidades pueden usarse como instrumentos para hacer posible ciertos conjuros —explicó Eldire—. Las reliquias eran algo más que meras posesiones atesoradas por los cinco hechiceros que apresaron a Tz’arkan, eran parte integral del proceso que lo ataba al reino físico. Es por eso por lo que debe encontrarlas si quiere deshacer esa vinculación que le han impuesto.
Rebuscó en la manga de su túnica y sacó un fino anillo de plata.
—Toma —le dijo, poniéndole el anillo en el dedo—. Después de esta noche no podrás volver a Hag Graef. Con este anillo podremos comunicarnos cuando brille la luna. Ahora debes irte —concluyó, empujándolo suavemente—. Una vez que te hayas ocupado de Nagaira y que hayas recuperado las reliquias, debes buscar la Espada de Disformidad de Khaine en la ciudad de Har Ganeth. Ándate con cuidado en la Ciudad de los Verdugos. Tu hermano Urial te aguarda allí y piensa hacer suya la espada.
—Junto con mi encantadora novia —dijo Malus con amargura—. Espero con ansiedad la reunión.
Se acercó al borde de la torre sujetando muy bien sus armas. Había nueve metros de altura hasta el patio oscuro.
—Supongo que a estas alturas el drachau habrá llamado a la guardia y seguramente estarán buscando en el convento.
—Sí —dijo Eldire—. Estarán aquí dentro de poco.
Malus miró a Eldire y sonrió con tristeza.
—Dales mis recuerdos —dijo, y saltó hacia la noche teñida de rojo.
Su capa se agitó en el aire como las alas de un dragón mientras se hundía en la oscuridad.
La magia de Eldire envolvió a Malus en su caída, frenando su descenso hasta que el aterrizaje fue casi como abandonar una escalera. Tocó el suelo y sin perder un segundo echó a correr hacia la torre de Nagaira.
Ya en el suelo, los estragos de los gusanos eran mucho más evidentes. De los adoquines del pavimento subían oleadas de calor y el suelo temblaba de repente. Un vapor ponzoñoso salía de las grietas del suelo y obligaba a Malus a cubrirse la cara con la capa y a corregir el rumbo a cada tanto. El aire traía un sonido ululante que incluso se imponía al rugido de la tierra torturada: se estaba preparando un ciclón. Por el cielo se iba extendiendo un rojo profundo, sangriento, de uno a otro horizonte, a medida que se incendiaban los edificios. Por lo que Malus podía ver, el daño todavía se limitaba a unas cuantas porciones de la ciudad, pero a menos que se hiciera algo y pronto Hag Graef sería destruida.
En un momento, a poca distancia de la torre de la bruja, todo el patio se levantó delante de él y una ráfaga de calor como el de un horno lo echó atrás como si hubiera dado contra un muro de piedra. Mientras observaba, horrorizado, una ampolla incandescente de carne, más grande que un nauglir, se elevó y se hundió delante de él como una serpiente marina en un océano de piedra. Se hundió casi con tanta rapidez como había surgido, desapareciendo en medio de una nube de vapor nocivo. No vio ni la cabeza ni la cola y dio gracias a la Madre Oscura por esas pequeñas bendiciones.
Tenía la sensación de haber estado la mitad de la noche corriendo por el patio en ruinas de la fortaleza, hasta que por fin llegó a la torre estragada de su hermana. Con toda la destrucción que había a su alrededor, quedó sorprendido de que la estructura semifundida se mantuviera todavía en pie, pero entonces cayó en la cuenta de que si Nagaira estaba dentro seguramente habría tomado precauciones para asegurar su propia supervivencia. Tal como decía el viejo proverbio, los muertos no saboreaban nada. La venganza era un placer que sólo podía gustar a los vivos.
Llegó a la puerta abierta y se detuvo al sentir el cosquilleo de la magia sobre la piel. Tz’arkan estaba casi dormido en su pecho, ya que había sido despojado de gran parte de su vitalidad, primero por el designio de Nagaira y después por el conjuro de Eldire, de modo que sabía que no podía contar con su fuerza. Su armadura estaba hecha una pena y colgaba sobre su maltrecho kheitan. Después de pensar unos instantes, se despojó de lo que quedaba de ella, ya que más que protegerlo de los conjuros de Nagaira lo que hacía era entorpecer sus movimientos. Estaba empezando a sentir el dolor de sus heridas y la fatiga lo iba invadiendo como una ola lenta y negra. Si no actuaba pronto, no podría hacerlo.
En realidad, no tenía la menor idea de cómo iba a detenerla. El recuerdo de su hermana matando a uno de los hombres de Fuerlan con una sola palabra revivió patente en su cabeza. ¿Cómo iba a enfrentarse a semejante poder?
La tierra tembló y se quejó, y un silbido de piedra fundida se expandió por el aire al quebrar nuevamente la superficie uno de los gusanos. Malus escuchó el terrible sonido y un plan empezó a tomar forma en su cabeza. Sujetando con fuerza la empuñadura de sus armas, entró en la ruinosa torre.
La cámara de entrada estaba desierta como él había supuesto. Malus se dirigió a la escalera y descendió hacia la oscuridad.
No había bajado más que unos cuantos escalones cuando oyó los cánticos, seis voces entonando un coro frenético, entrelazando palabras de poder en un conjuro continuado. A medida que Malus iba descendiendo por la escalera de caracol, la oscuridad empezó a teñirse de una leve luminiscencia azulada. Al cabo de unas cuantas vueltas, salió al espacio abierto muy por encima del suelo de la caverna y vio el poder mágico de Nagaira en toda su terrible gloria.
Se encontraba en el centro de un sigilo enorme tallado en el suelo de la caverna. La plata burbujeaba y hervía a lo largo de las marcas arcanas, y su poder mágico despedía un resplandor azulado. Nagaira tenía en la mano la Daga de Torxus, y a sus pies estaban el Octágono de Praan y el Ídolo de Kolkuth. A Malus no se le ocurría qué papel podían desempeñar en sus maquinaciones, pero tampoco le importaba.
Por fuera del círculo mágico, había otro más amplio atendido por seis acólitos supervivientes de Nagaira. Fueron sus cánticos los que oyó cuando dieron la espalda a su hermana y alzaron sus manos, amenazadores, contra las sombras de la caverna.
El noble hizo un gesto afirmativo con la cabeza al ver confirmadas sus sospechas: ellos eran su protección. Ella despertaba a los gusanos, y sus acólitos evitaban que se lanzaran sobre ella. Malus apretó los dientes y bajó los escalones que quedaban de dos en dos. Cuando tocó el suelo de la caverna iba a toda carrera y cargó sobre el acólito más próximo. El druchii estaba casi perdido en un trance, concentrado en mantener su parte de la compleja salmodia. En el último momento abrió mucho los ojos al darse cuenta del peligro, y su cántico se transformó en un grito momentáneo antes de que Malus le partiera el cráneo con el hacha.
Los cánticos cesaron y a Malus le pareció sentir que la protección se desmoronaba, deslizándose por su piel en pequeñas chispas de poder. Antes de que el primer hombre llegara al suelo ya estaba atacando al segundo, mientras aullaba como un condenado. El druchii gritó y sacó un cuchillo de hoja ancha. Malus se rió del hombre indefenso mientras le cortaba la mano en que sujetaba el cuchillo con un golpe de su hacha y, a continuación, le clavaba la espada en el pecho. Cayó al suelo gorgoteando en tanto se le formaba en los labios una espuma rosada, pues le había perforado un pulmón.
Entonces, el mundo se convirtió en un estallido de dolor cuando un rayo de luz verde golpeó a Malus en la espalda. Se tambaleó, y al volverse a medias, vio a un acólito en el otro lado del círculo que echaba la mano hacia atrás y entonaba un cántico furioso, preparando otro rayo. Con un rugido, el noble le lanzó el hacha, y la feroz expresión del acólito se convirtió en conmoción cuando el arma fue a clavarse en su abdomen.
Malus vaciló cuando unas manos invisibles lo sujetaron a la altura del pecho y de las piernas. Se debatió por instinto, como si pudiera desasirse de los vínculos embrujados, pero lo único que consiguió fue caer al suelo. Entonces, un latigazo de fuego verde y brillante lo alcanzó en la cadera y la pierna izquierda, lo que arrancó un grito de agonía a su torturada garganta. Desde el otro extremo del círculo, los acólitos supervivientes se acercaban a él con las manos ardientes de malévola fuerza.
A través de una nube de dolor, Malus vio que Nagaira se había dado cuenta de lo que estaban haciendo sus acólitos. Se volvió a ver sobre quién estaban canalizando sus energías. Rodeada por una corona de poder, el tono de su cántico cambió de la ira a la sorpresa al ver a Malus en el suelo, dentro de su círculo de protección.
—¡Hola, hermana! —dijo con voz ahogada mientras el ruido de los truenos aumentaba dentro de la cámara—. Hay alguien a quien me gustaría que conocieras.
La rabia hizo que la voz de Nagaira adquiriera un tono más grueso, y en ese momento, la pared que había cinco metros más allá de ella se disolvió en una oleada de calor y vapor cáustico al entrar en la cámara uno de los grandes gusanos. Los tres acólitos que quedaban lanzaron gritos de agonía al ser presas de las llamas, y la propia Nagaira retrocedió vacilante, alzando su mano libre como para parar la oleada de aire abrasador que recorrió la caverna.
Al morir los acólitos, las líneas de fuerza que sujetaban a Malus desaparecieron. Le ardió la garganta por efecto del vapor ponzoñoso, pero con un supremo esfuerzo se puso en movimiento. De un salto se levantó y se lanzó sobre Nagaira con sus últimas fuerzas. Le cayó encima, y ambos se desplomaron en el suelo, en el centro del círculo mágico. Ella se debatía como una serpiente bajo el peso de su cuerpo, revolviéndose y pronunciando palabras de poder. Llevado por la desesperación, Malus apretó la garganta de su hermana, haciendo morir el encantamiento en su garganta, y a continuación le arrebató el cuchillo que llevaba en la mano y se lo clavó en el pecho.
El cuerpo de Nagaira se sacudió y la bruja lanzó un grito de agonía antes de apoyar ambas manos sobre el pecho de Malus y lanzarlo por los aires con una descarga atronadora de poder.
Malus aterrizó en un montón humeante a varios metros de ella. Las quemaduras y las costillas magulladas hacían que le doliera todo el cuerpo. Todavía tenía la Daga de Torxus en la mano, cuyos dedos estaban manchados de icor negruzco en vez de sangre. El noble miró hacia el centro del círculo mágico y vio, horrorizado, que Nagaira se estaba poniendo de pie lentamente. Un líquido negro rezumaba del orificio triangular abierto en su kheitan.
La bruja aulló de rabia y dolor mientras extendía la mano y le lanzaba un espectral dardo negro a la cabeza. Antes de que hubiera recorrido la mitad de la distancia hacia su blanco, el conjuro falló y se disolvió en el aire. Nagaira cayó sobre una rodilla, y bajo la mirada de Malus, las sombras que envolvían sus facciones desaparecieron. Se encontró mirando al fondo de unos ojos que eran orbes de negrura absoluta. Su cara, angulosa y feroz como la de su padre, tenía ahora un color gris pálido. Una red de gruesas venas rojas palpitantes surcaba sus mejillas y su garganta. Un terror espantoso atenazó el corazón de Malus. Su hermana ya no era una simple druchii. ¡Se había convertido en huésped de un demonio!
Nagaira trató de reír. Un delgado hilo de icor le corría por la barbilla.
—La daga no puede apoderarse de lo que ya no está allí —dijo con una risa exenta de alegría—. Tengo que darte las gracias, querido hermano. De no haberme obligado a buscar refugio en las tormentas del Caos jamás habría visto a los Dioses Oscuros en toda su terrible gloria. Y me consideraron digna, Malus. —Un eco terrible reverberaba en su voz dando una idea del poder sobrenatural que circulaba por sus venas—. Me han bendecido con un poder que no puedes ni imaginar y me han dado este mundo para que lo queme en su nombre.
Malus miró a su hermanastra, conteniendo un estremecimiento de terror.
—No me asustas, bruja —dijo, tratando de sonar despreciativo a pesar del miedo—. Incluso con todo tu poder, tu plan ha fracasado. Eldire sigue viva, y la ciudad será reconstruida. No soy un warlock, pero incluso yo sé que los Poderes Malignos no toleran el fracaso.
La risa de Nagaira sorprendió a Malus.
—Tonto insignificante —dijo con los ojos llenos de odio—. Todo obedece al plan, Malus. El único fracaso es el tuyo. —La bruja poseída por el demonio se irguió, mirándolo con altiva expresión de rabia—. Has conseguido un pequeño indulto, hermano. Puedes esconderte entre los escombros o huir a los remotos confines de la tierra, pero cuando llegue el momento te encontraré. Tz’arkan se inclinará ante mí y el mundo se acabará. —Nagaira sonrió y dejó al descubierto unos dientes manchados de sangre negra y coagulada—. Así se ha previsto.
Colocó una mano manchada de icor sobre su herida y pronunció una sola y terrible palabra. Unas sombras salidas del aire mismo la envolvieron. Cuando se desvanecieron, ella ya no estaba.
No era más que otra de las figuras magulladas, cubiertas de sangre, que se abrían paso penosamente entre el caos de las calles cubiertas de escombros de Hag Graef. Soldados y ciudadanos pasaban corriendo a su lado, tratando de apagar los muchos incendios de los que estaba llena la ciudad. Nadie reparó en él cuando atravesó con paso tambaleante la puerta norte de la ciudad y desapareció en la oscuridad. Llevaba las reliquias de Tz’arkan, que pesaban como grandes bloques de hielo, en una bolsa que colgaba de su cinturón.
Dos horas más tarde, Malus llegó al campamento naggorita. Había grandes montones de cadáveres y las carretas seguían ardiendo allí donde las habían volcado prendiéndoles fuego. En cierto modo, la devastación reinante entre las tiendas chamuscadas le produjo más impresión que todos los edificios derruidos de Hag Graef. La ciudad sería reconstruida muy pronto, pero el orgulloso ejército a cuyo frente había marchado Malus desde el Arca Negra, nunca volvería a cabalgar.
Malus encontró a Rencor un poco al oeste del campamento, no muy lejos de donde había estado su tienda. El nauglir se estaba dando un festín de carne muerta, y en su gruesa piel había media docena de heridas menores, pero se puso de pie de inmediato y acudió al trote en cuanto el noble lo llamó.
Se encaminaron a los bosques, deshaciendo el camino que había recorrido Nagaira esa misma noche. El claro con el afloramiento rocoso parecía un lugar tan bueno como cualquier otro para descansar unas horas.
Después de buscar durante media hora, consiguió encontrar madera seca suficiente para una hoguera. Cuando volvió al campamento, Rencor había encontrado más carroña que comer. El cuerpo de Fuerlan había desaparecido de cintura para abajo, y el nauglir había escupido las placas de su armadura, que se agitaban ya en un montón. Mientras la bestia comía, el noble encendió el fuego y se sentó en el suelo húmedo con la vista fija en las llamas.
No oyó la llegada de la chica autarii, que se sentó al otro lado del fuego. Estaba solo, y de repente, cuando seguía con la mirada una danzarina lengua de fuego, se encontró ante un par de ojos color violeta.
Se miraron un instante y hubo entre ellos una mirada de reconocimiento mutuo.
La chica autarii se inclinó un poco hacia adelante, con las manos sobre las rodillas.
—Soy Ahashra Rhiel, del clan del dragón de la colina —dijo con tono grave—. Mi hermano era Nimheira.
—Te conozco bien, Ahashra. —Malus suspiró y con cansancio agregó—: ¿Quieres compartir carne y sal conmigo?
—Sabéis que no —replicó con su voz inexpresiva—. Entre nosotros hay una deuda de sangre. El espectro de mi hermano pide venganza.
—Sí, claro —dijo Malus—. Es una pena; hubiera disfrutado mucho con tu compañía en otras circunstancias.
Ahashra lo observó con mirada fría y felina.
—No, de ahora en adelante marcharás solo, Malus de Hag Graef. Ahora veo cuánto has perdido. Has perdido tu nombre y tu honor. Tus sueños yacen en el polvo. En esta vida sólo te esperan soledad, miedo y dolor.
Malus frunció el entrecejo.
—O sea que después de todo no vas a matarme.
El espectro lo estudió en silencio algunos instantes.
—No —dijo, por fin—. No mereces ese acto piadoso.
Dicho esto se puso de pie y volvió a desaparecer en las sombras ante los ojos de Malus.
El noble se quedó largo rato mirando fijamente la pequeña hoguera, absorto en sus pensamientos. Por mucho que lo intentó, le resultó difícil encontrar alguna manera de rebatir la lógica de la autarii.
—¡Madre Bendita!, necesito un trago —dijo con voz ronca, poniéndose de pie trabajosamente.
Rencor había dejado de comer y lo miró con indiferencia cuando empezó a rebuscar en las alforjas, hasta que encontró la frasca medio vacía. Cuando volvía hacia la hoguera tropezó con algo blando que salió rodando por el suelo. La cabeza de Fuerlan se detuvo dentro del círculo iluminado por las llamas. Todavía conservaba la expresión de terror.
Malus se sentó junto a la cabeza de su primo. El pelo negro empezaba a chamuscarse con el calor del fuego, y atrajo hacia sí el macabro trofeo. Ahashra tenía razón. La muerte era el fin de todo sufrimiento, pero también el fin de la ambición. Recogió la cabeza y miró los ojos sin vida de Fuerlan.
—Ambos lo hemos perdido todo —dijo—, pero a diferencia de ti, yo puedo recuperarlo.
Primero había que pensar en Har Ganeth y la Espada de Disformidad de Khaine. En cuanto se corriera la voz del desastre de Hag Graef, era posible que Urial lo creyera muerto. Sonrió. Era una ventaja que tenía que aprovechar.
Malus puso la cabeza de Fuerlan en el suelo y sacó su espada. De un solo golpe bien calculado, le levantó la tapa de los sesos. Dejó la espada a un lado, con la mano a modo de cuchara vació el cráneo de lo poco que había dentro y lo arrojó al fuego. A continuación, se puso en cuclillas, sacó el tapón de la frasca con los dientes y se sirvió una dosis abundante en el receptáculo de los sesos de Fuerlan.
—¡Por el destino! —dijo, y alzando el cráneo en un brindis a la oscuridad, lo vació de un trago.