20
El Valle de las Sombras
Una lluvia fría susurraba entre las ramas de los pinos por encima de la cabeza de Malus. Unas pesadas gotas le empapaban el pelo, se colaban por debajo de la gola de su armadura y le mojaban la ropa. También corría en surcos por su mugrienta armadura, tomando un color rosado al ir arrastrando la sangre seca que la cubría. Él y los demás capitanes del ejército formaban un círculo apretado bajo la protección de los pinos y estudiaban un gran mapa, dibujado sobre piel encerada, del valle que tenían delante. «Cuando hayamos terminado, el terreno que pisamos estará tan rojo como un campo de batalla», pensó el noble con cansancio.
El día estaba ya muy avanzado y el cielo cubierto hacía previsible que se hiciera de noche temprano. Habían marchado casi sin pausa desde la batalla de Aguanegra; ahora los hombres estaban a un lado del Camino de la Lanza bajo la lluvia, demasiado cansados para hacer otra cosa que no fuera arrebujarse en sus capas para conseguir un poco del descanso que necesitaban desesperadamente.
Estaban a algo más de un kilómetro de la entrada del Valle de las Sombras. De no ser porque el cielo se había cubierto de gris y la lluvia desdibujaba todos los contornos, a esas alturas ya podrían verse las torres de Hag Graef desde donde se encontraban. Sin embargo, Malus daba las gracias por ese tiempo espantoso que les permitía ocultarse. Durante la larga marcha, la caballería y los exploradores habían recibido órdenes de ir por delante y de matar a cualquier soldado que huyera hacia el sur o a cualquier viajero que fuera hacia el norte. Malus pensaba que el drachau de Hag Graef seguramente conocía el desastre del vado del Aguanegra, pero no tendría idea de la distancia a que se encontraba el ejército del Arca Negra de las murallas de su ciudad. El noble sabía que la ventaja que eso les daba no era mucha, pero por el momento estaba dispuesto a aferrarse a lo que fuera.
La batalla en las ruinas y el combate que tuvo lugar a continuación en el vado del río se habían cobrado un pesado tributo sobre el ejército naggorita. Sólo una cuarta parte de su caballería y apenas un tercio de los caballeros pretorianos estaban en condiciones de combatir. Entre las bajas sufridas en las ruinas y la batalla en el vado, habían perdido a toda una división de infantería. Malus había mandado reconstituir la segunda división con la bandera de infantería de reserva y una media bandera de supervivientes de la unidad original. Lord Kethair había muerto castigando el flanco izquierdo del enemigo en las ruinas, y lord Dyrval había caído con muchos de sus hombres en una emboscada en el vado. Sus sustitutos eran nobles jóvenes con escasa experiencia de campo, pero las heridas de sus caras y la dura mirada de sus ojos revelaba que sabían lo que era luchar duro y que estaban dispuestos a hacer lo que fuera necesario para salir victoriosos en la guerra contra el Hag.
«El problema —pensó Malus con amargura— es que no tengo la menor idea de cómo contribuir a que así sea».
Los goterones caían sonoramente sobre la oscura y arrugada piel del mapa, que parecía pertenecer a los primeros tiempos del enfrentamiento secular con Hag Graef, es decir, a muchas décadas atrás. Los detalles del valle y del terreno que rodeaban a Hag Graef estaban dibujados con gruesos trazos negros. El noble siguió la línea del Camino de la Lanza, que descendía internándose en el valle y serpenteaba entre los espesos bosques que llevaban a la puerta norte de la gran ciudad druchii. Conocía de memoria cada revuelta del camino, del mismo modo que conocía las murallas y pesadas puertas en sus menores detalles. Era su hogar, el premio que había querido reclamar para sí desde el primer día en que se había presentado en la Corte de las Espinas hacía ya muchos años.
También sabía que tres divisiones de infantería exhaustas, un puñado de caballeros y unas mermadas fuerzas de caballería no eran en absoluto suficientes para tomar por asalto la ciudad, ni siquiera en el caso de que consiguiesen atravesar las puertas. Durante aquella larga tarde había considerado el problema desde todos los ángulos, tratando de imaginar cómo tenía pensado Nagaira apoderarse del Hag para entregarlo a su prometido, y todavía no era capaz de ver la forma de conseguirlo. Ni siquiera la magia bastaría, porque el drachau podía convocar a las brujas del convento para contrarrestar los conjuros de Nagaira. Y puesto que seguramente habían perdido la ventaja del elemento sorpresa, no se le ocurría ninguna estratagema para introducir en la ciudad a todo un ejército sin encontrar resistencia.
Los únicos que conocían el plan en todos sus detalles eran el Señor Brujo, Fuerlan y Nagaira. Balneth Calamidad estaba a más de cien leguas de allí, y Malus ni siquiera estaba seguro de que Fuerlan siguiera vivo. Suponía que algún miembro de la división se habría ocupado de hacer que sacaran de allí al general cuando los caballeros pretorianos se habían retirado al vado, pero no había vuelto a ver al hijo de Calamidad después de aquello, y Malus no tenía ni tiempo ni energía para molestarse en averiguar qué había sido de él. Por ahora estaba al mando del ejército y con Hag Graef prácticamente a la vista no podía por menos que sentirse tentado por la idea de usar el plan secreto de Nagaira para sus propios fines. Si ella conocía una manera de poner a Fuerlan en el trono con los instrumentos con que contaba, ¿por qué no él?
A menos que no hubiera ningún plan y esto fuera una retorcida traición para consolidar el poder de su aliado Isilvar, el nuevo vaulkhar. Una gran victoria sobre Naggor le daría a Isilvar la legitimidad que tanto necesitaba entre los nobles del Hag. Pero, de ser así, ¿para qué lo necesitaba a él Nagaira? ¿Por qué habría de tomarse tantas molestias para tenerlo bajo su control?
«Tú eres la flecha», había dicho el caballero. ¿Qué significaba eso? ¿De dónde provenía esa visión?
Le dolía la cabeza. La piel alrededor del golpe que le habían dado en la cabeza estaba caliente y le causaba dolor si se tocaba. Además, durante la marcha se había mareado varias veces. Todos los huesos del cuerpo le pedían descanso a gritos. ¿Era sólo que estaba exhausto? ¿Acaso sus heridas le producían alucinaciones? ¿O es que había alguna otra cosa?
Malus se dio cuenta de golpe de que los capitanes lo estaban mirando. Se sacudió para volver a la realidad y, al hacerlo, lanzó una lluvia de gotitas teñidas de rojo.
—¿Sí?
Lord Esrahel carraspeó.
—Estábamos tratando de determinar el lugar para el campamento, mi señor —dijo.
—¡Ah, sí! —respondió Malus, frotándose la frente con aire ausente.
Los dolores de cabeza habían ido en aumento a lo largo del día; sentía como si la cabeza le fuera a estallar. Una vez más centró la atención en el mapa.
—En el valle, el terreno no es adecuado para un gran campamento, y de todos modos soy reacio a postergar nuestro avance. La velocidad es básica. Debemos atacar mientras nuestro enemigo está cansado.
—Con todo respeto, mi señor, también nosotros estamos al borde del agotamiento —dijo lord Ruhven.
En la cara del viejo druchii había una costura que daba relieve a una fea herida de lanza que tenía en la mejilla. Tenía el rostro encendido y los ojos hundidos, pero su voz seguía siendo vigorosa.
Los hombres han librado dos duras batallas y han hecho una marcha forzada en un solo día. Combatirán si se lo ordenáis, pero no resistirán mucho frente a tropas frescas.
Lord Eluthir hizo un gesto de aprobación. Tras la muerte de Gaelthen y como consecuencia de su victoriosa carga en la batalla del vado, Malus lo había nombrado su edecán y le había dado el control de los caballeros pretorianos para poder dedicarse él a mandar al conjunto del ejército.
—Los nauglirs no pueden más —dijo—. Muchos están heridos y hace horas que no se los alimenta. Si les exigimos mucho más morirán antes de que empiece la batalla.
Malus respiró hondo y se enjugó el agua de la cara. Odiaba la idea de parar cuando faltaba tan poco para su destino, pero no veía otra alternativa.
—Tenéis razón —concedió de mala gana—. No tiene sentido seguir adelante en nuestro estado. —Estudió el mapa y consultó las notas de referencia del Señor Brujo para detallar la marcha—. Según el plan, debemos acampar aquí —dijo señalando un punto dentro del valle a menos de tres kilómetros de la ciudad—, pero el lugar es peligroso. No queda sitio para maniobrar en caso de que la ciudad envíe tropas contra nosotros. Estaríamos atrapados entre los bosques y las paredes del valle, y aunque sólo fuera por lo estrecho del espacio, nos harían picadillo.
A regañadientes llegó a una decisión y señaló otro punto en el mapa, más al norte y no muy lejos de donde se encontraban.
—Lord Esrahel, montad aquí las tiendas —dijo—. Es una zona de granjas abandonadas, con buenos campos y mucho sitio donde moverse. Pasaremos ahí la noche mientras consulto con mi hermana cuál debe ser nuestro próximo movimiento. Estad preparados para marchar en cuanto salga el sol. Si no hemos partido para entonces, será demasiado tarde.
—Ya es demasiado tarde —susurró una voz fría, espectral.
Malus se quedó paralizado, pensando por un momento que el caballero le estaba hablando al oído…, hasta que se dio cuenta de que los demás también habían oído la voz. Se volvió y vio la esbelta silueta de la chica autarii de pie a la sombra de los pinos, a su espalda.
El noble sintió un estremecimiento al encontrarse con los ojos oscuros y vacíos de la joven.
—¿Qué noticias traes? —preguntó secamente.
—El vaulkhar ha salido de la ciudad —dijo llanamente—. La bandera de las cadenas espera fuera de la ciudad con muchas lanzas y parientes de los dragones.
—¡Por la Sangre de la Madre Oscura! —exclamó—. Llévame. Quiero verlo con mis propios ojos.
Avanzaron agazapados bajo la lluvia mientras se iba haciendo de noche, protegidos por las sombras de un bosque de pinos a menos de un kilómetro de la ciudad. La joven autarii estaba tensa y empuñaba una espada en cada mano mientras escrutaba la oscuridad debajo de los árboles con mirada penetrante. El resto de los exploradores del ejército estaban por ahí fuera, Malus lo sabía; formaban un cordón defensivo para él. También había exploradores enemigos recorriendo el valle, se lo había dicho la chica, y por su andar cauteloso se dio cuenta de que esa vez no eran desventuradas víboras de las rocas.
Malus estaba echado sobre la tierra empapada por la lluvia, mirando con desmayo a las fuerzas reunidas en los campos delante de la ciudad. Podía ver con claridad la bandera del vaulkhar, con su círculo de cadenas de plata enlazadas sobre campo rojo. Ocho banderas de lanceros —dieciséis mil hombres— aguardaban en vastos campamentos que llenaban los prados baldíos casi a rebosar. Y lo que era peor, el noble contó tres banderas de caballeros acampados cerca de las murallas de la ciudad, con sus nauglirs próximos a las oscuras tiendas y listos para entrar en acción en cualquier momento.
—¡Madre Bendita! —musitó el noble, señalando otra bandera roja y negra empapada cerca de la del vaulkhar—. Incluso ha convocado a los ejecutores del templo. —Ni siquiera podía hacer un cálculo aproximado del número de guerreros del templo de Khaine que podía haber en la ciudad. ¿Mil? ¿Diez mil? ¿Cómo saberlo?—. Isilvar ha reunido a la milicia de la ciudad y no sé cómo ha convocado a toda la nobleza menor en el Hag. ¿Cómo consiguió tal influencia con tanta rapidez?
—Vos se la disteis —dijo la chica.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Malus, mirándola con dureza.
—Hemos estado siguiendo sus patrullas casi toda la tarde —dijo la autarii—. No hablan más que de vos. Unos cuantos supervivientes llegaron a la ciudad antes que nosotros y contaron cosas increíbles sobre vuestras proezas. Sois como un demonio, y con el viejo vaulkhar muerto y tantos poderosos señores en campaña, la ciudad tiembla ante vuestra llegada.
—Parece que por fin me he ganado una reputación —dijo Malus amargamente. La frustración le atravesaba el corazón—. Y ha resultado ser nuestra perdición. —Apretó los puños—. Debieron mandar un mensajero al Hag el día en que destruí al grupo de avanzada en las ruinas. Si no hubiéramos acampado aquel día podríamos haber tomado al enemigo por sorpresa en el vado y habríamos llegado aquí antes de que Isilvar pudiera reunir a su ejército.
—¿Y ahora?
—Ahora sólo podemos retirarnos. Aunque no tuviéramos mermadas nuestras fuerzas, no podríamos hacer frente a un ejército de estas proporciones. —El noble trató de calcular las fuerzas de que disponía el enemigo—. Si como dices, tienen exploradores en los bosques, entonces es probable que el vaulkhar esté esperando a saber que hemos entrado en el valle, donde nos cercarán como si fuéramos ganado. De esa manera puede ir enviándonos tropas hasta que estemos demasiado exhaustos para seguir combatiendo, y entonces mandará a los caballeros para que acaben con nosotros. —Lentamente y con todo cuidado, Malus se puso en cuclillas—. El plan era azaroso desde el principio y ha fracasado. Ahora debemos tratar de sobrevivir a las consecuencias —dijo—. ¡Me temo que no encontrarás al noble al que estás buscando!
—Puede ser —dijo la joven—. ¿Os enterasteis de algo en la tienda de Nagaira?
Malus hizo una mueca.
—No sé cómo, pero estoy sometido a sus designios —dijo no muy seguro.
—¿Designios? ¿Para qué?
—No lo sé —dijo con voz ronca—. Ella y Fuerlan tienen algo pensado para mí. También había algunos mapas de una especie de laberinto…
Malus se quedó de piedra y con los ojos desorbitados. Lentamente, se volvió y contempló las murallas oscuras de la ciudad.
—Madre de la Noche —dijo entre dientes—. Soy un perfecto idiota. El plan estaba allí, delante de mis ojos, y no fui capaz de verlo. —Se volvió hacia la chica—. Tenemos que volver al campamento. ¡Esta campaña ha sido un engaño desde el principio!
Malus estaba dispuesto a hacer corriendo todo el camino desde el valle al nuevo campamento. Resultó que cuando la chica autarii y él habían recorrido menos de cuatro kilómetros, oyó los golpes de los martillos y las órdenes cruzadas de un ejército montando el campamento en el interior del Valle de las Sombras.
El noble se paró en seco.
—En nombre de la Madre Oscura, ¿qué es esto?
La chica se detuvo con expresión preocupada y empezó a avanzar hacia la linde del bosque en el lugar donde bordeaba el Camino de la Lanza, pero Malus la adelantó y corrió directo hacia la fuente del ruido. No necesitaba el mapa de piel encerada para saber en qué punto del valle estaban. Esrahel y los demás habían desobedecido sus órdenes y estaban levantando el campamento en el lugar determinado por el Señor Brujo, lo cual los ponía exactamente en el camino de las fuerzas de Isilvar.
El camino estaba oscuro. Los hombres del tren de equipajes estaban trabajando duro, levantando tiendas y distribuyendo raciones para la cena. Los soldados del ejército naggorita deambulaban como borrachos entre tanto trajín; muchos guerreros se habían limitado a echarse al suelo y se habían quedado dormidos de inmediato. Malus observó el amotinamiento que tenía ante sus ojos y se estremeció de frustración y de ira. ¿Qué estaban pensando?
—Busca a Eluthir —le dijo a la joven—. ¡Dile que se reúna conmigo en la carreta de lord Esrahel de inmediato!
La chica se desvaneció como una sombra alada, y Malus entró a grandes zancadas en el campamento con ansias asesinas.
No tardó en orientarse. Todos los campamentos del ejército seguían un plan preestablecido. Los nobles y los caballeros en el centro, bien protegidos por las compañías de lanceros distribuidas en círculos, mientras que la caballería acampaba en dos grupos al este y al oeste, donde podían poner a sus caballos en los corrales e ir y venir patrullando con un mínimo de dificultades. El tren de equipaje y de artillería acampaba un poco al norte del centro, lo suficientemente alejado del perímetro como para proteger los valiosos suministros del ejército y las armas de asedio, y lo bastante cerca como para ofrecer a los nobles todo lo que desearan.
Malus atajó por los estrechos caminos abiertos entre las tiendas de los nobles y se encontró una auténtica ciudad de carretas cerradas que pertenecían al tren de equipaje. Al cabo de unos minutos de camino entre las carretas y el agitado trabajo de sus ocupantes llegó al enorme transporte de Esrahel. Por las estrechas ventanas de la carreta salía luz bruja y el noble pudo oír a Esrahel dentro, soltando órdenes a sus subordinados.
Malus desenvainó la espada y rodeó la parte trasera de la carreta.
—¿Qué significa esto? —dijo con voz tan cortante como la espada que llevaba en la mano.
El noble se paró en seco al ver en el fondo de la carreta abierta a ocho caballeros con sus armaduras y las espadas en mano. Al principio, no los reconoció, pero vio que intercambiaban sonrisas lobunas y luego miraban a una figura que estaba de pie en la entrada de la carreta abierta. Malus siguió la mirada hasta el noble de aspecto aristocrático, que lo observaba con furia y altanería desde la estrecha entrada. Lo reconoció de inmediato.
—¿Tennucyr? —dijo, frunciendo el entrecejo—. ¿Qué estáis haciendo?
—Restableciendo el orden —le soltó el noble—. El orden legítimo de las cosas, bastardo asesino.
La mano de Malus se tensó sobre la empuñadura de su espada y dio un paso hacia Tennucyr, con toda la intención de matar al hombre allí mismo, pero los guardias avanzaron como un solo hombre y se encararon con él en silencio. Malus logró emitir un único grito airado antes de que un puño con guantelete lo golpeara en la nuca y lo sumiera en la oscuridad.
Malus se despertó con un grito cuando la punta de un cuchillo trazó una línea rasgada en su mejilla.
Estaba desnudo y colgado por las manos del grueso poste de una tienda y con la cara lasciva de Fuerlan a escasos centímetros de la suya. La tienda estaba iluminada por un par de grandes braseros que daban a la desfigurada cara del general un aspecto demoníaco. Hasta Malus llegó el olor acre a vino barato del aliento de Fuerlan y vio el fuego de la locura bailando en sus ojos oscuros.
El general rió entre dientes como un niño malévolo.
—¿Lo veis? Ya sabía que podía hacerlo volver en sí.
La sangre corría por el lado de la cara de Malus mientras él echaba una mirada a la tienda. Allí estaba Tennucyr, reclinado en una silla de campaña y bebiendo vino a sorbos con expresión de odioso desdén. Los guardias y aduladores de Fuerlan llenaban la sala principal de la tienda, silenciosos como si estuvieran asistiendo a una ejecución. El noble se preguntó si no se trataría precisamente de eso.
No reconoció la tienda, pero dedujo que sería la de Tennucyr. Era evidente que había sido él quien había recogido a Fuerlan en el vado y lo había mantenido oculto toda la tarde hasta que el general recuperó parte de sus fuerzas. El noble sacudió la cabeza.
—He sido un necio —siseó.
—¿Por haberme golpeado? —preguntó Fuerlan.
—No, por no haberos rematado cuando tuve ocasión.
A Malus le pareció que le estallaba la cabeza cuando Fuerlan dio un grito furioso y lo golpeó en la frente con el revés de su cuchillo. El noble gruñó y echó la cabeza hacia atrás, tratando de evitar que la sangre le cayera sobre los ojos.
Fuerlan se acercó más a él.
—Es un error que pronto lamentaréis, os lo garantizo. Ya le he dado a lord Tennucyr el mando de los caballeros pretorianos como premio por su lealtad y coraje. Vos ya no tenéis cabida en este ejército. Por amotinaros podríais ser ejecutado sumariamente, pero voy a pasar la noche desollándoos vivo. —El general alzó el cuchillo contemplando cómo se reflejaba el fuego en su filo manchado de sangre—. Lo único que lamento es tener tan poco tiempo para dedicaros. No sabéis cuánto he deseado esta oportunidad, Malus. He soñado con pasar días haciéndoos una lenta vivisección. He gastado una fortuna en construir una habitación especial en mi torre donde podría haberos cortado en trozos, volver a reconstruiros y destrozaros de nuevo día tras día. Habría sido algo glorioso.
Fuerlan cogió a Malus por la barbilla e insertó la punta de su cuchillo por encima del ojo derecho de Malus. De forma lenta y deliberada, empezó a hacer un corte en la piel, trazando casi un círculo completo en torno a la cuenca del ojo. El noble apretó los dientes y el dolor hizo que se estremeciera, mientras una sonrisa nerviosa iluminaba la cara del general.
—¿Alguna vez habéis bebido vino en el cráneo de un noble, primo? Él líquido impregna los huesos y altera sutilmente el sabor. Mañana por la mañana me sentaré en el trono del drachau de Hag Graef y beberé vino tinto y dulce en el cuenco de vuestro cerebro, y ya tengo ganas de saborearlo.
El dolor hizo que a Malus le faltara el aliento, mientras pestañeaba tratando de mantener la sangre fuera del ojo. Un dolor sordo provocaba una palpitación dentro de su cráneo. Entonces, oyó una voz.
—Tú eres la flecha, Malus —oyó que le decía el caballero al oído.
El noble rompió a reír. Primero, fue un estremecimiento de sus hombros que fue cobrando fuerza y volumen al ver brillar el miedo en los ojos de Fuerlan.
—Si me matáis, necio, ¿quién hará el trabajo de tu asesino?
El general retrocedió.
—¿De qué estáis hablando?
—Ahora ya conozco vuestro plan, primo —le espetó Malus—. Toda esta campaña ha sido una diversión para hacer que los ejércitos salieran del Hag. He estado pensando en todas las estratagemas y las tácticas que conozco para tomar la ciudad con las fuerzas de que disponéis, pero no he conseguido encontrar una sola manera de lograrlo, y eso es porque nunca tuvisteis intención de apoderaros de la ciudad. Se supone que yo debo introducirme en la ciudad a través de las madrigueras y asesinar al drachau por vos, para que a continuación salgáis vos de las sombras y reclaméis la corona. Ese es el designio que introdujo Nagaira en mi cerebro distorsionando mis recuerdos para hacer que me olvidara, ¿no es así?
Fuerlan dio un paso atrás y abrió mucho los ojos, sorprendido.
—Ella…, ella dijo que no lo recordaríais.
Malus vio una figura moviéndose en las sombras de la tienda. Sólo se veía el contorno del alto caballero, mientras que sus facciones quedaban ocultas.
—La flecha no elige ni el lugar ni el blanco contra el que es disparada —le advirtió la aparición con su voz sepulcral.
—No necesité recuerdos. Las claves estaban delante de mis ojos —replicó Malus—. Una vez que os hayáis hecho con la corona nadie os la podrá arrebatar como no sea por la fuerza de las armas o por una declaración del Rey Brujo. Así es la ley, y podéis recurrir a las fuerzas del templo y del convento para hacerla valer. Un vaulkhar joven e inexperto y un ejército de reclutas se lo pensarán dos veces antes de concitar la ira de los brujos de la ciudad, de modo que supongo que después de cierta resistencia inicial Isilvar aceptará el statu quo. Cuando los señores más poderosos vuelvan de sus campañas, vuestro poder estará asentado y no tendrán más remedio que aceptarlo. —El noble sonrió con amargura—. Pero si consigo sobrevivir al intento podréis entregarme a Malekith para que me ejecute, ganando así su apoyo tácito para vuestro gobierno. Sin duda, es un plan brillante, lo cual me lleva a pensar que fue mi hermana quien lo concibió.
—¡Vaya halago! —se burló Nagaira—. Podría resultar encantador de no ser tú el bastardo frío y traicionero que eres.
La bruja se introdujo en la tienda como un viento helado y apareció detrás de Malus. Se cernió sobre Fuerlan como un fantasma vengativo. Había prescindido de su máscara de plata y se había echado atrás la capucha de su empapada túnica. Las sombras que velaban su cabeza parecían retorcerse como si fueran volutas de humo. Sólo se le veían con claridad los ojos, que brillaban con fuego mágico. El general balbució ante su proximidad e intentó decir algo, pero la bruja le propinó una bofetada que a punto estuvo de hacerlo caer de rodillas.
Uno de los guardias de Fuerlan lanzó un grito airado y saltó hacia Nagaira con una daga en la mano. La bruja pronunció una palabra que cortó el aire de la tienda e hizo que el fuego de los braseros se avivara, y que el hombre cayera muerto a sus pies.
—Levantaos, mamarracho —le soltó a Fuerlan—. ¿Habéis perdido el poco seso que teníais?
—¡Cometió un acto de amotinamiento en el campo de batalla! —se quejó Fuerlan—. No podía dejarlo pasar.
—¡Claro que podíais! —dijo Nagaira entre dientes—. Podéis hacer todo lo que queráis, necio e insignificante hombrecillo. ¿Creéis que es así como se comporta un drachau, respondiendo a sus mezquinos instintos cuando hay cosas más grandes en juego? ¿Sois digno de la Corte de las Espinas o no, hijo del Señor Brujo?
—¿Cómo osáis tratarme así? —replicó Fuerlan—. Cuando sea drachau…
—¡Ah!, pero todavía no lo sois ¿verdad? Ni lo seréis sin él —dijo Nagaira, señalando a Malus—. Liberadlo y haced que lo vistan. Nos queda poco tiempo.
Con una mirada de profundo odio a la bruja, Fuerlan hizo un gesto a sus guardias, que liberaron a Malus y le trajeron sus ropas. El noble meneó la cabeza con desánimo, haciendo gestos de dolor mientras se vestía.
—¿A qué tanta prisa, hermana?
Antes de que la bruja pudiera responder se oyeron unas pisadas precipitadas fuera de la tienda. Los ojos brillantes como ascuas de Nagaira se entrecerraron con gesto de fastidio mientras se retiraba al fondo de la tienda y desaparecía por completo entre las sombras. Al hacerlo, pasó sin saberlo al lado del espectral caballero que parecía mirar a Malus con impaciencia.
—Lo que una bruja hace, sólo una bruja puede deshacer —dijo la figura. El caballero se acercó, y Malus pudo verle por fin la cara. No tenía las facciones afiladas de un druchii, sino el rostro malévolo de un demonio—. Y sólo dicen sus propias verdades.
La cortina de entrada a la tienda se abrió sin ceremonias, y al volverse, Malus vio a lord Eluthir y a una docena de caballeros de aspecto hosco que entraban en la tienda. El joven caballero se hizo cargo de la situación con una rápida mirada e inclinó la cabeza ante Fuerlan.
—Disculpad esta intrusión, mi señor —dijo Eluthir con sequedad—. Estaba buscando a lord Malus. —Se volvió hacia el noble, haciendo como si no viese los cortes que tenía en la cara—. Los caballeros pretorianos están formados y en situación de revista, tal como ordenasteis —dijo.
—Lord Malus ya no es vuestro capitán —intervino Fuerlan.
Cuál no sería la sorpresa del general cuando el joven caballero lanzó una carcajada.
—Una buena broma, señor —dijo Eluthir—. Lord Malus nos condujo a la victoria en el vado del Aguanegra y mató al general del Hag en combate cuerpo a cuerpo. ¿Quitarle el mando a un héroe? ¡Qué absurdo! Pensad en el descontento que eso provocaría entre las tropas, eso por no hablar del insulto que sería para vuestro padre, que fue quien lo nombró. —El caballero sonrió con aire aprobador—. No tenía idea de que mi señor general tuviera un sentido del humor tan refinado.
Fuerlan no pudo hacer otra cosa que quedarse mirando al hombre con gesto de frustración. Eluthir se volvió hacia Malus.
—Los hombres os esperan, mi señor. ¿Os llevo la armadura?
—Me la colocaré de camino —dijo el noble, poniéndose el kheitan sobre los hombros y recogiendo las placas de la armadura. Le dirigió a Fuerlan una mirada mordaz—. El trabajo de un capitán no acaba nunca —dijo con una sonrisa—. Ruego que me disculpéis, señor. Los hombres están cansados y hambrientos, y pueden volverse… ingobernables… si se los hace esperar mucho.
Una vez fuera, Eluthir se inclinó hacia Malus.
—Perdonadme por haber tardado tanto, mi señor. Hemos buscado prácticamente en todas las tiendas del campamento antes de encontraros.
La lluvia hacía que le ardieran las heridas, pero el noble alzó la cara al cielo y disfrutó su dolor. Era como una bendición de la diosa, un indulto de la condena de esclavitud.
—No hay nada que perdonar, Eluthir. Actuasteis bien. Ahora debemos darnos prisa si queremos evitar el desastre. —Respiró hondo—. Reunid a todos los capitanes y que vengan a mi tienda de inmediato. Debemos salir de aquí.
Eluthir lo miró con preocupación.
—¿Nos retiramos?
—No tenemos elección —dijo el noble—. La campaña fue planeada para fracasar. Sólo fue una distracción para ocultar otros designios más grandes. Pretendía sacar a los guerreros de Hag Graef de la ciudad, y lo ha conseguido. Si no sacamos al ejército del valle con las primeras luces, será arrasado.
—Estáis hablando de amotinamiento, de verdadero amotinamiento —dijo Eluthir con voz grave—. Fuerlan tiene intención de quedarse y de combatir, ¿no es cierto?
—No, tiene intención de escabullirse mientras os matan —respondió Malus—. Podéis quedaros aquí y morir, o volver al arca y probar suerte con el Señor Brujo. Apostaría que él detesta tanto como yo dilapidar un buen ejército.
Eluthir se quedó pensando un momento antes de tomar la decisión.
—Iré a reunir a los capitanes —dijo.
Malus asintió. Una línea de nauglirs de aspecto cansado esperaban en el camino junto a la tienda, entre ellos Rencor. El noble pasó la mano por el cuello escamoso del gélido y se acomodó lentamente en la silla.
—Id a mi tienda lo más pronto que podáis y, a continuación, poned a los caballeros en condiciones de emprender la marcha. Es posible que los necesitemos para vencer cualquier resistencia ante el plan.
Eluthir asintió y se alejó con los caballeros. Malus partió en la dirección contraria, siguiendo el metódico trazado del campamento, hasta que llegó al sitio donde sabía que debía estar su tienda. Su cabeza era un torbellino de ideas mientras trataba de formular un plan para retirar al ejército en plena noche en las mismísimas narices de Isilvar. «Ya veremos cómo piensan obligarme Nagaira y Fuerlan con un ejército que me respalda», pensó con determinación.
Había confiado en encontrar a uno o más de los exploradores esperando en su tienda. Al no tener sirvientes propios, no había nadie que encendiera los braseros o que trajera comida de las cocinas. Malus hizo a un lado la cortina de entrada y se sorprendió al encontrar encendidos los dos braseros, que llenaban la tienda de una cálida luz rojiza.
«Probablemente, tendremos que abandonar todo el equipaje —pensaba Malus—. Menos ruidos, menos peso y menos tiempo para disponer la partida». Una vez tomada esa decisión se dirigió al fuego más próximo y tendió las manos para secarlas. Fue entonces cuando los cuatro hombres encapuchados que estaban parados a uno y otro lado de la puerta le cerraron la salida. Sus espadas relucían a la luz del fuego.