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La novia de la perdición
Abrir la puerta del camarote de una patada fue como perforar el lado de un horno. Oleadas furiosas de calor llenaron el pasillo mal iluminado. Una sensación de dislocación invadió a Malus. Levantó la mano sin pensar, como si quisiera parar algún golpe invisible, y el zumbido de su cabeza cesó. Una sensación familiar, como si una serpiente se le enroscara por dentro de las costillas, le oprimió fuertemente el corazón.
Al otro lado de la puerta, el aire vibró con una potencia desconocida. Había runas complejas y símbolos tallados profundamente en el suelo, las paredes y el techo, y la sangre fresca circulaba por los canales para unir las geometrías místicas. Cuando el camarote era el de Yasmir, ella en raras ocasiones lo abandonaba durante el viaje. En el extremo más alejado de la habitación, había levantado una especie de santuario, compuesto por las primeras ofrendas primitivas de la tripulación, y meditaba a sus pies durante horas y horas. Aquella construcción primitiva ya no estaba; en su lugar se encontraba la misma Yasmir. Estaba sentada, inmersa en una especie de trance, en el centro de la habitación, manteniendo el equilibrio sin esfuerzo, y su rostro tenía la serena y despiadada expresión de una reina.
Malus la observó, conmocionado, haciendo caso omiso de la silueta postrada y desnuda de Urial tendida a los pies de su majestuosa hermana. Yasmir llevaba una corona de latón en la frente y de sus hombros colgaba un manto de un rojo intenso y negro brillante que latía lleno de vida al mismo tiempo que su corazón. Llevaba una túnica de órganos relucientes entretejidos con hilos hechos de oscuras venas y arterias que se asemejaban a cables. La sangre fresca relucía en el esmalte brillante que llevaba sobre el pecho y una única gota relucía con luz trémula en una mejilla perfecta.
El noble observó a su hermanastra y, en ese momento, la vislumbró como lo hacía Urial: trascendente, sublime, una diosa vestida de masacre, y durante un único latido de su corazón la adoró. Palabras de devoción llegaron sin control a su mente. «Me postraré ante ti sobre una alfombra de huesos —pensó con el corazón encogido—. Te bañaré en la sangre de naciones enteras y llenaré el aire con la música de los inocentes asesinados. Elevaré un canto fúnebre sobre la superficie del mundo y te llevaré más allá, hacia las incontables estrellas».
Una risa fría, cruel, y tan antigua como los huesos del mundo, eliminó aquella letanía de adoración de su mente. Habló una voz, que resonó en su pecho.
—Mírala y desespera, pequeño druchii —dijo Tz’arkan, y su voz se hundió como una cuchilla en el cerebro de Malus—. Ella es obra tuya, una diosa de sangre que ha tomado forma. Pero no puedes ser suyo. Me perteneces a mí.
Malus apartó bruscamente los ojos del rostro de Yasmir; notó que la bilis le subía por la garganta. Por la Madre de la Noche, ¡cómo necesitaba un trago!
—No pertenezco a nadie, demonio —susurró entre dientes—, y mucho menos a ti.
«¡Ojalá fuera cierto!», pensó, lleno de amargura. Cerró los puños con fuerza y sintió el anillo de rubí en su dedo. Lo llevaba como un grillete; era tan incapaz de quitárselo como de arrancarse la mano. Malus lo llevaba desde hacía casi cinco meses, desde que lo había encontrado en un templo en las profundidades de los Desiertos del Caos. Había ido allí en busca de fortuna y poder, pero se había dado cuenta demasiado tarde de que había caído en una trampa.
El templo también era la prisión del gran demonio Tz’arkan, mantenido prisionero allí desde hacía eones por una cábala de brujos del Caos, y en una única acción precipitada Malus se había convertido, sin darse cuenta, en el peón de Tz’arkan. Desde entonces se había dedicado por entero a deshacerse del abrazo del demonio, ya que dentro de un año Tz’arkan reclamaría su alma para toda la eternidad a menos que encontrara cinco reliquias de poder que liberarían al demonio de su cárcel de cristal. Dos estaban ahora en su poder: el Octágono de Praan, robado de las garras de una tribu de hombres bestiales del norte, y el Ídolo de Kolkuth, sacado de su lugar de descanso en la Torre de Eradorius en la isla perdida de Morhaut.
Enfrentarse a los skinriders que habían reclamado la isla como suya no había sido más que un ardid para reunir los barcos y los hombres necesarios para alcanzar la isla y encontrar la torre. El precio en hombres y barcos no había significado nada para el noble, que estaba dispuesto a reducir a polvo continentes enteros si eso era lo que necesitaba para recuperar su alma de las manos del demonio; si es que quedaba algo de ella, claro.
El demonio siseó, divertido, mientras se deslizaba alrededor del corazón latiente del noble. La presencia burlona de Tz’arkan era constante en el fondo de su mente, donde lo tentaba con poderes que estaban más allá de los conocimientos de los mortales, pero cada vez que la fría, gélida fuerza de los dones del demonio fluía por sus huesos dejaba una mancha en su interior, que lo corrompía desde dentro. El vino era el único refugio que había encontrado contra la influencia de Tz’arkan, pero era un tipo de paz desgraciada y efímera. Hubo momentos, en medio de la noche, en que se preguntaba si bebía para escapar de los susurros tentadores del demonio, o para protegerse de la tentación de utilizar todavía más el poder de Tz’arkan.
En ese mismo momento, sin embargo, la idea de hacer pedazos a su hermano era muy tentadora.
—Hola, querido hermano —dijo Malus con frialdad y enfado—. Has estado bastante recluido estas últimas semanas. Si hubiera sabido que estabas aquí abajo tejiendo una túnica con las tripas de mis marineros, te habría visitado mucho antes.
Urial no respondió. Lenta, intencionadamente, se irguió sobre su única pierna buena. El cuerpo desnudo del antiguo acólito era esbelto, casi infantil. Estaba extremadamente delgado; los músculos de acero se marcaban bajo una piel casi traslúcida. Malus se sorprendió al ver que prácticamente cada centímetro de su cuerpo, de arriba abajo, tenía inscritas cientos de runas arcanas. Su cabello grueso y blanco le caía suelto hasta la cintura, y cuando se giró para mirar a Malus, sus ojos brillaron rojos como monedas de latón fundido. Malus dirigió la vista hacia el brazo derecho atrofiado de Urial y su pierna izquierda, retorcida y escorzada, y combatió una oleada de repulsión. La repugnancia debió quedar patente en su rostro, ya que Urial cuadró los hombros y se puso más recto, como si retara a su hermanastro a señalar su debilidad. Había un brillo en los ojos de Urial que Malus había visto antes, en la cubierta del Saqueador durante la batalla en medio del temporal invernal, cuando Yasmir había demostrado su terrible entusiasmo por matar. Se vio transportado a una especie de éxtasis.
La expresión de felicidad de su rostro perturbó a Malus más que cualquier otra cosa.
—Saludos, Malus —dijo Urial con voz sepulcral—. Me preguntaba cuándo vendrías. Unos instantes más y habrías llegado demasiado tarde.
Malus entornó la mirada con expresión de cansancio.
—¿De qué estás hablando, en nombre de la Madre Oscura?
—No blasfemes —dijo Urial, y en ese momento su voz sonó dura—. No, aquí. Este es un lugar santo, santificado por el Señor del Asesinato.
—Este es mi barco, hermano —dijo Malus, atravesando con decisión la puerta y entrando en el camarote—, y los que has asesinado eran mis hombres.
Urial sonrió.
—¿Tus hombres? No lo creo. Si hay alguien en este barco que sea un amotinado, ese eres tú. Mataste a su verdadero capitán.
—Bruglir murió a manos de un skinrider —dijo Malus con brusquedad—. Estabas allí. Lo viste tan bien como yo.
La sonrisa del druchii deforme se hizo más amplia.
—¡Ah!, pero estaba intentando matarte a ti, creo recordar. Fue sencillamente mala suerte que se cruzara en el camino del hacha de aquel monstruo. —Urial se giró y fue cojeando hacia el único catre del camarote, dándole la espalda a su hermano de manera ostentosa. Había una túnica negra y un kheitan del mismo color sobre el colchón de crin de caballo—. Lo manipulaste para tus propios fines, al igual que me manipulaste a mí. —Comenzó a vestirse, lanzándole una mirada protectora a Yasmir por encima del hombro—. Hubiera tratado de matarte yo mismo, pero tenía otras prioridades. Lo que intento decir es que tú eres el usurpador aquí, no yo. De hecho, si hay alguien que pueda reclamar la lealtad inquebrantable de la tripulación en este momento, esa es Yasmir. No veo a los hombres dejar ofrendas sangrientas frente a tu puerta.
Por un instante, Malus se quedó sorprendido. Nunca antes había conocido esa cara de Urial. ¿Qué le había pasado al severo sacerdote cuya fe inquebrantable había prevalecido contra las huestes demoníacas de los skinriders?
Tz’arkan se revolvió.
—Ten cuidado, Malus; hay peligros aquí que no puedes comprender.
El noble agitó la cabeza como si quisiera deshacerse de la voz que había dentro de su mente.
—¿Por qué asesinaste a esos hombres? —preguntó, concentrándose de nuevo en Urial.
—¿Asesinarlos? No. Estás confundido —contestó Urial, agitando la cabeza—. Fueron sacrificios voluntarios, hermano. Murieron para gloria de la santa viviente, para anunciar su llegada con ofrendas de muerte mientras camina a través de la Puerta Bermellón.
—¡Deja de hablar en clave! —gruñó Malus—. ¿Qué tonterías estás diciendo?
Urial se ajustó el cinturón, y a continuación, deslizó el kheitan por encima de sus hombros. Se volvió hacia Malus, atándose los cordones de la prenda y sonriendo de forma enigmática.
—Hay mucho que contar —dijo—, y tú no eres digno. Pero diré esto: yo también te manipulé a mi manera.
Malus hizo una pausa. No le gustaba adónde conducía aquella conversación. ¿Manipulado? ¿Cómo?
Urial terminó de atarse los cordones y ajustó el cuero; entonces, se giró y cogió cuidadosamente un objeto oscuro que había sobre la cama. Lo acunó en la curva de su brazo lisiado, y Malus vio que era un cráneo amarillento y muy antiguo, atado con hilo de cobre. El druchii de pelo blanco acarició suavemente la reliquia con la punta del dedo mientras reordenaba sus pensamientos. Finalmente, dijo:
—¿Nunca te pareció extraño que naciera de esta manera?
Malus frunció el ceño.
—No, algunos niños tienen malformaciones. Así son las cosas.
—¿Así son las cosas? Mírala. —Urial señaló a Yasmir—. Ella es perfecta; la sangre de las reinas de Nagarythe fluye por sus venas. Piensa en el ilustre y traicionado Bruglir, un héroe entre los hombres. Tenían la misma madre y el mismo padre que yo. —Su expresión se ensombreció—. Mi madre estaba embarazada de mí cuando Lurhan volvió de las Arcas Negras con esa bruja, Eldire, tu madre.
—¿Crees que ella te retorció las extremidades en el vientre materno?
—Por supuesto —dijo Urial—. Pretendía matar a mi madre y ocupar su lugar. Utilizó sales metálicas de las forjas y se las metió en la comida. Nada más puede explicar la enfermedad degenerativa que se apoderó de mi madre y lentamente le robó las fuerzas durante dos largos meses. Cuando finalmente murió, Lurhan hizo que sus sirvientes me arrancaran de su vientre con la esperanza de que sobreviviera. —La sonrisa del pálido druchii se volvió amarga—. Según los sirvientes, me echó un vistazo y dijo que yo era la causa de la terrible muerte de su esposa. Me entregaron inmediatamente al templo. Creo que Lurhan me hubiera arrojado a las calderas él mismo si hubiera podido.
—Y ni siquiera Khaine te quiso —resopló, asqueado, Malus. Se estaba cansando de los aires engreídos de Urial.
Para su sorpresa, Urial lanzó una carcajada.
—Eres un necio, Malus Darkblade. ¿Crees que a Khaine le importa de quién son los cráneos que adornan su trono? ¡No! Nunca hay suficientes ofrendas para saciar su hambre. Sólo deja vivir a aquellos que están destinados a cosas mayores.
Malus lo miró, incrédulo.
—¿Tú?
—Ha habido otros hombres que se salvaron de la caldera, pero ninguno tan lisiado como yo. Las sacerdotisas de Hag Graef lo interpretaron como un gran presagio y me enviaron con los ancianos de Har Ganeth, la Ciudad de los Verdugos. Fue allí, años después, donde conocí la profecía.
Algo se agitó dentro de Malus. Una vaga sensación de inquietud lo invadió. ¿Profecía?
Urial cogió el cráneo con su mano buena y escudriñó las profundidades de sus cuencas ensombrecidas.
—Es antigua, muy antigua; quizá uno de los primeros testamentos que el Señor del Asesinato otorgó a sus creyentes, en los albores del mundo.
—¿Y de qué habla esa profecía?
—Habla de un hombre nacido en la casa de las cadenas, tocado por los dioses y abandonado por los hombres. —Urial miró intensamente la calavera, como si la retara a contradecirlo—. Se le arrebatará a su madre y su padre lo expulsará, pero gracias a su odio prosperará. —El antiguo acólito bajó el cráneo y dirigió la mirada hacia Yasmir, cambiando su expresión por una de puro deseo—. Y su hermana tomará las espadas del Dios de Manos Ensangrentadas y será bendecida con su semblante y su sabiduría. Será la Anwyr na Eruen, y el Señor del Asesinato se la dará como esposa, como señal de que su destino está cerca.
Malus frunció el ceño ante el título arcaico.
—¿La Novia de la Perdición?
Urial asintió.
—Aun así —dio un paso vacilante hacia ella, con una expresión de arrobo en el rostro—, cuando completé mi instrucción en el templo, los ancianos me devolvieron a la casa de Lurhan para esperar la llegada de mi novia. Cuando vi por primera vez a Yasmir en la Corte de las Espinas supe que era ella. Pasaron los años y seguía sin casarse, a pesar de las atenciones que le dedicaban los mejores príncipes druchii de la ciudad. Cuando tomó a Bruglir como amante me enfadé al principio, pero ahora veo que todo fue parte del gran plan de Khaine. Sin la traición de Bruglir, ella jamás habría conocido su verdadero yo. —Se volvió hacia Malus—. Y sin ti, su traición jamás habría salido a la luz. Has servido bien al Señor del Asesinato, Malus, y me ocuparé de que seas recompensado por todo lo que has hecho.
El noble se encontró negando con la cabeza. De repente, le resultaba difícil respirar. ¿Podía ser verdad lo que Urial estaba diciendo?
—Más de lo que crees —dijo Tz’arkan, con una risita horripilante—. ¿Qué son los hombres, después de todo, sino los juguetes de los dioses?
Malus miró a Yasmir y se quedó sin aliento.
—¿Y qué destino os tiene reservado tu preciado Señor del Asesinato? ¿Acabaréis con el mundo?
El druchii de pelo blanco tan sólo sonrió.
—Nada tan insignificante —dijo sonriendo. Sostuvo el cráneo amarillento—. Esta es una de las reliquias más antiguas del templo, hermano. En justicia, sólo por mirarla tu vida está condenada. Es todavía más antigua incluso que la perdida Nagarythe, y nuestra tradición proclama que es el Cráneo de Aurun Var, el primero de nuestra raza que juró servir al Señor del Asesinato. Fue él el primero que escuchó la profecía de los labios del mismo Khaine, y la leyenda dice que su sombra hablará con el elegido y lo conducirá hacia su destino cuando llegue la hora.
Malus miró a su hermano con expresión cansada. Una sonrisa apagada se extendió por su cara angulosa.
—Pero el cráneo todavía no te ha hablado, ¿verdad?
Durante un efímero instante, la seguridad de Urial se tambaleó.
—La profecía lo dice muy claro: el cráneo hablará cuando llegue el momento y no antes.
El noble asintió.
—Sí, por supuesto. Pero mientras tanto aún necesitarás mi ayuda.
—Has hecho todo lo que el Señor del Asesinato precisaba que hicieras, Malus Darkblade. Ya no necesitamos nada de gente de tu calaña.
Malus descubrió los dientes ante el viejo insulto.
—¿Crees que Lurhan, sencillamente, te permitirá encerrar a su hija en uno de tus templos? Es el señor de la guerra más poderoso de Naggaroth, hermano. Necesitarás mi influencia para ayudarte a convencerlo de que ella estará mejor con las sacerdotisas. —Abrió las manos en un gesto conciliador—. Sólo pido un pequeño favor a cambio.
—¿Y cuál sería?
Malus se acercó a Urial.
—Deseo hacer uso de tus conocimientos arcanos, hermano —dijo en voz baja—. Estoy buscando una serie de artefactos, reliquias antiguas que han estado perdidas durante cientos de años. Una de ellas es un arma mágica llamada la Daga de Torxus. —El noble se encogió de hombros—. Las razones de mi búsqueda no son relevantes, pero…
—Buscas liberar al demonio Tz’arkan de su prisión —dijo Urial con frialdad.
Malus se tambaleó hacia atrás como si lo hubieran golpeado. La cabeza le dio vueltas.
—¿De qué estás hablando?
—¿Me tomas por tonto, hermano? —dijo Urial con sarcasmo—. Adiviné cuál era tu plan incluso antes de abandonar Naggaroth. Lo sospeché cuando irrumpiste en mi torre con aquella bruja, Nagaira, y robaste el cráneo de Ehrenlish. Te envió al norte en busca de su prisión, ¿verdad? —Resopló, asqueado—. Cuando me contaste que era una sacerdotisa del culto de Slaanesh supe que tenía razón. Fuiste a la isla para recuperar el Ídolo de Kolkuth y ahora vas tras la Daga de Torxus. ¿Qué más queda? ¿El Octágono de Praan? ¿El Amuleto de Vaurog? —Sus ojos cobrizos brillaron con desprecio—. Vine contigo hasta aquí por el bien de Yasmir. No recibirás más ayuda por mi parte.
—Pero Lurhan…
—Lurhan te quería muerto antes de dejar Naggaroth —soltó Urial, lleno de impaciencia—. Si no hubiera sido por la cédula real que obtuviste del drachau mediante amenazas, habría encontrado una manera de matarte antes o después. ¿Cómo crees que reaccionará cuando sepa que fuiste la causa de la muerte de su amado hijo y heredero? —Meneó la cabeza—. No, Malus, estás acabado. No tienes valor para mí.
—Ya veo —dijo Malus.
A continuación, con dos rápidas zancadas, atravesó el espacio que había entre ambos y le arrebató el cráneo a Urial.
Los ojos del druchii de pelo blanco se abrieron desmesuradamente por la sorpresa y la ira. Malus comenzó a hablar…, pero su cuerpo se sacudió con una descarga eléctrica mientras un poder mágico partía el aire de la habitación en dos con un rugido furioso y una voz lo golpeaba como un puño.
—ID A LAS MORADAS DE LOS MUERTOS, VOS, ¡OH, ERRANTE!, Y DERRAMAD LA SANGRE DEL PADRE DE LAS CADENAS.
Malus y Urial se tambalearon ante la fuerza de las palabras. El aire olía a cobre candente mientras hilillos de humo se elevaban desde la sangre que había sobre las runas por todo el camarote. El noble miraba de un lado a otro, buscando la fuente de aquella terrible voz.
—LA DAGA SE HALLA DETRÁS DE LA LUNA ASTADA. TU CAMINO ESPERA EN LA OSCURIDAD DE LA TUMBA.
Era Yasmir. La vestimenta de órganos vivos se le había caído al levantarse, y había dejado al descubierto su silueta desnuda y luminosa. Líneas de sangre brillaban sobre su cuello, hombros y pechos. La boca abierta de labios carnosos temblaba y sus ojos eran dos ascuas encendidas.
La voz se desvaneció tan rápidamente como había llegado y sobrevino un silencio devastador. Malus se tambaleó, esforzándose por comprender lo que acababa de pasar.
Su mirada se encontró con la de Yasmir y lo único que vio en sus ojos fue muerte. Los cuchillos brillaban en sus manos.
—¡Blasfemo! —exclamó Urial con la voz distorsionada por la angustia. El druchii de pelo blanco avanzó dando tumbos y le arrebató el cráneo a Malus—. ¡Peón del demonio! —Elevó la reliquia por encima de su cabeza y varios arcos de fuego carmesí surcaron la superficie—. ¡El derecho es mío por nacimiento! ¡Mía será la espada y mía la Novia de la Perdición! ¡La profecía se cumplirá!
Malus se alejó de Urial y Yasmir tropezando. Ella lo observaba con la mirada sin alma de un depredador, y él no se hacía ilusiones acerca de lo que pasaría si lo alcanzaba con sus finos cuchillos.
De la boca de Urial salieron crepitantes palabras de poder. Una mano invisible atrapó a Malus y lo lanzó por los aires. Atravesó volando la estrecha entrada, se golpeó dolorosamente en el hombro contra el marco de la puerta y se estrelló contra la pared que había al otro lado del pasillo.
Cuando volvió en sí unos instantes más tarde, todo lo que Malus pudo ver más allá de la puerta fue un vórtice de luz rojiza. De la puerta salía un viento caliente como el aliento de un dragón, que portaba el débil grito de Urial el Rechazado.
—¡Dejad que la Puerta Bermellón se abra de par en par! Levantaos, ¡oh, devotos de Khaine!, y allanad el camino de la Novia de la Perdición con la sangre del sacrificio.
Un gruñido resonó a través de la cubierta por debajo de Malus, como si el casco del barco herido se estuviera hundiendo bajo un peso imposible. Entonces, oyó el débil sonido de los gritos y del choque de acero contra acero que provenía de la cubierta principal, por encima de ellos. Maldiciendo amargamente, el noble se incorporó y corrió en dirección a los sonidos de la batalla.
Malus recordó las palabras de Urial mientras irrumpía en la cubierta principal con la espada en la mano: «Me preguntaba cuándo vendrías. Unos instantes más y habrías llegado demasiado tarde».
Se estaba librando una batalla campal en la cubierta, y en el fragor del combate las siluetas tuvieron un breve momento de alivio cuando se vieron arrastradas bajo el resplandor de las luces brujas. Las dagas brillaron bajo la luz verdosa mientras los guardias nocturnos luchaban mano a mano con las formas marchitas que una vez habían sido compañeros marinos.
Los hombres colgados habían vuelto a la vida.
Malus observó cómo un marinero que luchaba a brazo partido con un monstruo de piel grisácea lo apuñalaba con una daga una y otra vez en el pecho. El monstruo agarró al hombre por el hombro, asiéndolo con gran fuerza, y haciendo caso omiso de los golpes del marinero, le puso una mano en la cara. Lenta e inexorablemente el demonio le empujó la cabeza hacia atrás, hasta que los gritos del druchii quedaron silenciados por el sonido de los huesos al astillarse. El marinero momificado arrojó el cadáver sobre la cubierta y avanzó a tumbos hacia el puente de mando, donde había dos guardias con lanzas dispuestos a defender el timón del barco.
—Madre de la Noche —maldijo Malus, valorando la situación de la batalla.
Los hombres que se encontraban de guardia estaban a punto de ser derrotados y el resto de la tripulación estaba bajo cubierta, ignorante del peligro. Todos iban a ser sacrificados a Yasmir.
El noble miró las siluetas que luchaban a su alrededor, incapaz de distinguir unos hombres de otros en la oscuridad. La tripulación estaba en clara desventaja, armada únicamente con cuchillos en vez de con las espadas curvas que normalmente llevaban al cinto.
—¡Hauclir! —exclamó Malus, mientras se ponía en movimiento para interceptar al muerto viviente que se aproximaba a las escaleras de la ciudadela.
—¡Aquí, mi señor! —se oyó un grito que provenía de la oscuridad, cerca del mástil principal.
—¡Ve abajo y despierta al resto de la tripulación, y a continuación, abre el arsenal! ¡De prisa!
El guardia personal gritó una respuesta, pero Malus no le prestó atención, concentrado como estaba en la figura que se arrastraba hacia las escaleras y extendía las manos desgarradas y marchitas hacia la barandilla. Le salían gusanos de las cuencas vacías de los ojos y le colgaban restos de entrañas arrugadas de la cavidad abierta en el desgarrado abdomen. Malus se abalanzó sobre el monstruo con un grito de guerra y le asestó al cadáver un poderoso golpe en la nuca. La hoja de la espada penetró en la carne, pero a continuación llegó a la espina dorsal de la criatura y rebotó con un sonido metálico que retumbó enviando una dolorosa descarga al brazo de Malus. La cabeza de la criatura se giró y pareció fijarse en él por primera vez. El hombre desollado se sacudió la espada de la nuca como si fuera una mosca, y luego fue a agarrar al noble con una velocidad sorprendente.
Malus esquivó la mano que intentaba atraparlo y le lanzó un tajo con la espada. Una vez más, el filo atravesó la carne pútrida con facilidad, para después rebotar en el hueso con un chirrido metálico. La espada se desvió de la muñeca de la criatura y se llevó un trozo de carne correosa del antebrazo del cadáver, con lo que pudo atisbar un brillo metálico del color del cobre bruñido. La magia que había vuelto a la vida a los hombres desollados había transformado sus huesos en cobre macizo.
Una vez más, el cadáver reaccionó con una rapidez sorprendente, agarrando la espada del noble con gran fuerza. El acero afilado rechinó contra los huesos de metal, mientras el monstruo quitaba la espada de en medio y agarraba a Malus por el cuello.
Malus dejó escapar un grito ahogado. Sólo le dio tiempo a tragar aire una sola vez antes de que los dedos se cerraran como un cepo. Se retorció entre las garras del monstruo, tirando en vano de la espada que la criatura tenía atrapada en su mano. La presa que le atenazaba el cuello seguía apretando cada vez más.
Tz’arkan se revolvió, desenroscándose lentamente en el pecho de Malus.
—Te superan, Darkblade —siseó el demonio con malicia—. Urial se ha pasado un mes entero creando a sus ejecutores, pero tú has sido muy estúpido; has estado demasiado inmerso en la bebida para ver el peligro antes de que fuera ya tarde.
La boca del noble se movió, pero no consiguió que pasara ningún sonido a través de las garras sofocantes del cadáver. La sangre le rugía en los oídos y en sus ojos la oscuridad subía como la marea.
La voz de Tz’arkan siseó como una serpiente en los oídos de Malus.
—¿Deseas que te haga olvidar tu insensatez, pequeño druchii? ¿Dejo que esta pequeña marioneta de bronce y carne te quite la vida? ¿O quieres que te preste mi fuerza? —La risita del demonio se filtró en su cerebro como un veneno—. ¿Qué debo hacer? Dímelo, Darkblade. Dime qué debo hacer.
Malus agarró el antebrazo del monstruo con la mano que tenía libre, apoyó los pies contra su cadera y empujó con todas sus fuerzas. Podía sentir cómo se debilitaban sus miembros y la oscuridad amenazaba con vencerlo. Un terror puro y absoluto le recorrió la espina dorsal como un rayo.
De repente, la criatura se tambaleó hacia atrás. Malus perdió el apoyo en el abdomen del cadáver y se desplomó en la cubierta, y sin previo aviso, el monstruo volvió a tambalearse de nuevo. El noble se esforzó por ponerse en pie, y mientras lo hacía, se fijó en el astil de roble negro pulido que sobresalía de la clavícula derecha de la criatura. El guardia que había en lo alto de la escalera de la ciudadela le había clavado la lanza en el hombro y la había fijado contra el duro hueso. Entonces, el corsario dejó caer todo su peso contra el astil de la lanza y casi consiguió tirar al torpe monstruo contra la cubierta. Al ver eso, Malus también apoyó todo su peso contra la criatura, y eso fue suficiente para hacerle perder el equilibrio. El cuerpo momificado cayó hacia atrás y aterrizó pesadamente en la cubierta… durante un breve instante la presión se relajó.
Malus consiguió respirar brevemente, y sus ojos brillaron de odio mientras decía con voz áspera:
—Préstame tu fuerza, demonio. ¡Ahora!
El poder de Tz’arkan fluyó dentro de Malus como un torrente de agua helada y nauseabunda. Su cuerpo se puso tenso; abultadas venas negras surcaban cuello y manos, y reptaban como vides trepadoras por la parte izquierda de su cara. Sus ojos se convirtieron en estanques de la noche más negra y le salía vapor helado de los labios. El mismo aire parecía helarse a su alrededor, contaminado por el contacto con el demonio. Mientras el poder recorría sus miembros, podía sentir cómo lo devoraba por dentro, abriéndose camino como el agua a través de la roca de una montaña. Algún día sería su perdición, pero mientras tanto era algo glorioso.
La mano libre de Malus aferró la muñeca del monstruo. La carne muerta quedó reducida a pulpa y los fluidos putrefactos le gotearon entre los dedos. Los huesos de bronce crujieron, se doblaron y, al fin, se hicieron pedazos. El noble retrocedió dando tumbos y se arrancó la mano muerta y mutilada de la garganta, que tenía hinchada. Al quitarle la espada de la mano al cadáver, lanzó cinco dedos de bronce sobre la cubierta.
El monstruo todavía intentó levantarse, boqueando hambriento. Malus le dio un tajo con la espada y le cortó el cuello de un solo golpe. El cuerpo se desplomó, sin vida, mientras la cabeza daba botes por la cubierta. Al final, acabó en el riel de babor, todavía boqueando sin parar. El noble la alcanzó de dos zancadas rápidas y la lanzó al mar de una patada.
La batalla había terminado en pocos minutos, cuando Hauclir y cincuenta marineros habían irrumpido en la cubierta principal y habían vencido a los hombres desollados. Para entonces, más de un tercio de la tripulación había muerto.
Malus estaba en el centro del desierto camarote de su hermanastra. Las visiones se sucedían ante sus ojos. Unas veces veía la habitación tal como era, con marcas de quemaduras en las paredes y sangre medio coagulada goteando de las runas talladas en el techo; otras, veía una caverna iluminada con una luz rojiza. Una multitud de figuras vestidas con túnicas negras y máscaras de porcelana con forma de calavera se inclinaban como señal de obediencia bajo los brazos abiertos de una diosa de piel de alabastro. Ella y Urial estaban de espaldas a un arco independiente tallado en piedra rojiza; él se encontraba bajo el mismo arco y tenía la impresión de estar observando la escena desde el otro lado de una puerta invisible.
—No puedes esconderte de mí, hermano —siseó Malus—. Vayas donde vayas, te encontraré. Lo juro.
—¿Decíais algo, mi señor? —preguntó Hauclir con expresión cansada desde la puerta.
La visión se desvaneció. Malus agitó la cabeza, exhausto. Los dones del demonio eran poderosos, pero cuando se desvanecían se sentía totalmente agotado.
—Sólo me hacía una promesa a mí mismo —contestó.
Hauclir estudió la cara de su señor durante un instante, lo suficiente para hacer que Malus se sintiera incómodo. A pesar de todas las debilidades y asperezas del guardia personal, este podía ser también perceptivo de una manera desconcertante cuando quería. Pero el antiguo capitán de la guardia simplemente dijo:
—¿Adonde creéis que han ido?
—No lo sé, y por ahora no me importa —contestó.
Malus miró a su alrededor, intentando recordar las palabras que Yasmir (o la voz que hablaba a través de Yasmir) había dicho. ¿Había sido la calavera la que le había dicho adonde tenía que ir? ¿Era posible aquello?
«La daga se halla detrás de la luna astada. Tu camino espera en la oscuridad de la tumba».
—El timonel dice que estaremos en la entrada del estrecho de los Esclavistas en pocas horas —continuó el guardia personal—. Quiere saber dónde atracaremos.
Malus volvió a mirar hacia el centro de la habitación, donde había visto la imagen fantasmagórica de su hermano. Urial se había escapado con su futura esposa, pero cuando había vuelto la vista hacia él, Malus había visto algo nuevo en los ojos color cobrizo de aquel hombre.
Miedo.
—Pon rumbo a Karond Kar —ordenó Malus, asintiendo, pensativo—. Debo hacer una visita a las moradas de los muertos.