19
Muerte en Aguanegra
Malus y Eluthir habían recorrido casi un kilómetro más cuando se toparon con los primeros jinetes a la fuga.
La caballería naggorita iba a toda la velocidad que le permitían sus monturas camino abajo. Los jinetes tenían las armaduras abolladas y ensangrentadas, y las caras pálidas por el cansancio y el miedo. Malus rechinó los dientes y desenfundó la espada. La desbandada en el vado ya había empezado.
—¡Alto! —gritó a los jinetes que llegaban. Al ver que no paraban, tiró de las riendas y colocó a Rencor bloqueando el camino—. ¡Alto, o vuestras vidas no valen nada! —repitió, y esa vez los jinetes tiraron de las riendas y se pararon de golpe—. ¿Quién es el oficial de más rango entre vosotros? —preguntó perentoriamente.
Los jinetes se miraron los unos a los otros. Un hombre inclinó la cabeza.
—Soy yo, temido señor —balbució—. Debéis huir. ¡El enemigo nos viene pisando los talones! Nos han tendido una emboscada en el vado…
Malus espoleó su montura y puso fin a la aterrorizada protesta del hombre con un rápido golpe de su espada. La cabeza del hombre cayó dando tumbos por el camino.
—¿Quién es ahora el de mayor rango entre vosotros? —preguntó.
Los supervivientes observaron, atónitos, cómo el cuerpo sin cabeza de su compañero de armas se deslizaba y caía al suelo blandamente. Por fin, uno de ellos respiró hondo y dijo:
—Soy yo, temido señor. ¿Cuáles son vuestras órdenes?
—Me seguiréis y reuniréis a todos los demás jinetes que han huido del combate —dijo—. Matad a todo el que se niegue a obedecer. La infantería viene de camino y estará aquí en cuestión de minutos. Vamos a hacer que cambien las tornas para los hombres de Hag Graef. ¿Habéis entendido?
El hombre sostuvo la mirada del noble tratando de reunir todo su valor.
—Yo… Sí, temido señor. Lo entiendo.
—Muy bien. —Malus se volvió hacia Eluthir—. Quedaos con ellos. Cuando hayáis reunido una fuerza razonable, avanzad hacia el vado y sumaos a la batalla. Actuad según vuestro mejor juicio, Eluthir, y no me falléis.
—Contad con ello, mi señor —respondió Eluthir con voz grave.
Malus asintió. Más jinetes aparecieron en el camino, y el joven caballero empezó a darles el alto. El noble dejó a la caballería a lo suyo y reanudó su carrera hacia el vado con los silenciosos exploradores a la zaga.
Aunque iba a galope tendido, el kilómetro largo que quedaba le pareció una eternidad. Cuanto más se acercaba, tantos más hombres a la fuga se encontraba. Muchos estaban heridos y apenas se sostenían en la silla. Gritaban advertencias incoherentes a su paso, pero él ni siquiera los miraba.
Por fin, coronó una colina baja y vio la cinta oscura del río Aguanegra a unos cientos de metros de distancia. La escena se veía difuminada por una espesa nube de polvo en movimiento por encima del desbarajuste que estaba teniendo lugar a escasos metros del río, y Malus se dio cuenta en seguida de que sus peores temores se habían hecho realidad.
Fuerlan, los caballeros pretorianos y lo que quedaba de la caballería trataban de mantener su posición en el Camino de la Lanza, librando una batalla campal con los jinetes y los caballeros del Hag rodeados prácticamente de un cordón de compañías de lanceros. La trampa había sido bien tramada y los naggoritas estaban totalmente rodeados, pero los que quedaban trataban de vender cara su vida. Ante la mirada de Malus, una compañía de la caballería enemiga salió con paso vacilante, llevando a los caballos heridos a la seguridad de sus propias líneas. Otras dos compañías de caballería muy castigadas avanzaban renqueantes hacia el sur, atravesando el vado, evidentemente agotadas e imposibilitadas para luchar. Los naggoritas estaban haciendo pagar un buen tributo a los combatientes de Hag Graef, pero con eso no bastaba. Si no conseguían romper el cerco, estaban perdidos.
Había una bandera de lanceros enemigos entre los naggoritas atrapados y el camino del norte; estaban formados en línea a la espera de acabar con cualquier jinete que tratase de huir de la trampa. Eran el primer obstáculo del que tendría que ocuparse Malus. Se volvió hacia los exploradores.
—Avanzad y empezad a disparar sobre aquellos lanceros —dijo señalándolos con su espada—. Seguid matándolos hasta que avancen sobre vosotros; entonces, retroceded camino arriba. Llevadlos directamente hacia Eluthir y sus jinetes.
—¿Y vos? —preguntó la joven autarii.
Por absurdo que sonara, la respuesta le pareció evidente a Malus.
—¿Adonde va a ser? A lo más encarnizado del combate —dijo con una feroz carcajada antes de cargar ladera abajo.
Tan incansable como siempre, Rencor corrió colina abajo hacia los lanceros enemigos. Malus desvió su carga para pasar por la estrecha abertura que quedaba entre dos de las compañías de lanceros, contando con que el estruendo del combate cubriría su carrera hasta el último momento. Cuando estaba cerca, los primeros lanceros enemigos empezaron a caer por efecto de las ballestas de los autarii. Observó con satisfacción que los exploradores escogían sus blancos entre los que tenían aspecto de oficiales o trompetas.
Cuando estaba a diez metros de la retaguardia, los lanceros empezaron a darse cuenta de la amenaza que había surgido a sus espaldas. Las cabezas se volvieron y los dedos comenzaron a señalar a los exploradores y al solitario jinete que se les venía encima. La confusión reinó cuando los soldados se dieron cuenta de que sus jefes estaban muertos y las compañías de lanceros empezaron a reaccionar cada una por su lado. Algunos de los hombres rompieron filas y trataron de cerrar el paso a Malus, pero era demasiado poco y demasiado tarde. Rencor derribó a dos de los hombres que trataban de refugiarse entre los suyos y mordió en el brazo a otro, lo que provocó aun más confusión en las filas. Malus lanzó un feroz juramento mientras irrumpía entre la sorprendida fuerza enemiga. Cuando los hubo dejado atrás, se encontró ante la retaguardia de una unidad de caballería enemiga que luchaba contra los caballeros pretorianos que estaban algunos metros más allá.
Los jinetes enemigos no lo oyeron llegar. Rencor se lanzó sobre sus prietas filas como un lobo sobre un rebaño de ovejas y empezó a dar coletazos y dentelladas a diestro y siniestro. Un caballo fue arrollado por la fuerza de la carga del nauglir y el jinete quedó aplastado bajo las patas de Rencor. A la derecha de Malus, un soldado trató de volverse y hacer frente a la nueva amenaza, y el noble le atizó con su espada un golpe desde arriba que prácticamente partió en dos el yelmo y la cabeza del jinete. Sin darse descanso, Malus liberó su espada y la emprendió con el hombre que tenía a su izquierda. Alcanzó al hombre en la muñeca derecha y le cortó el pulgar y los tres dedos siguientes de la mano con que manejaba la espada.
Un rugido partió de los caballeros enzarzados en encarnizado combate al ver que la sorpresa recorría las filas enemigas, y se lanzaron con renovada furia contra la caballería. Los jinetes de la retaguardia estaban tan apiñados que no podían volverse para repeler el inesperado ataque de Malus. El cerco en torno a los caballeros empezó a distenderse y les dio ocasión de defenderse mejor. La cohesión de la unidad se vino abajo cuando los hombres se dispersaron y alguien, presa del pánico, empezó a llamar a la retirada. Al cabo de algunos minutos, los hombres de a caballo se replegaban y los caballeros asediados los despidieron con una cansada ovación. Varios levantaron las espadas para saludar a Malus cuando este se sumó a sus filas.
—¡Seguid combatiendo! —les gritó a sus hombres—. ¡La ayuda viene de camino!
La lucha continuaba. Las fuerzas naggoritas se habían visto obligadas a retroceder formando una masa informe de tropas y asediadas por todos lados.
—¿Dónde está Fuerlan? —gritó, pero los escasos hombres que lo oyeron menearon la cabeza cansinamente—. ¿Y Gaelthen? ¿Dónde está Gaelthen?
Las cabezas cubiertas con yelmos se volvieron en todas direcciones, tratando de encontrar sentido al caos que los rodeaba. Sin su propio yelmo, Malus podía hacerse una idea más cabal de la batalla, pero era difícil distinguir a un hombre de otro entre tanto polvo y confusión. Entonces, algunos metros más al sur, Malus vio un combate de nauglir contra nauglir mientras los caballeros de ambas ciudades luchaban cerca de la orilla del río. Entre la confusión de hombres y gélidos, Malus vio al señor de la guerra enemigo presentando batalla a dos caballeros naggoritas y se dio cuenta de que si Fuerlan seguía vivo, sin duda estaría en el camino del señor de la guerra.
«No es que me importe», pensó el noble con expresión feroz. Ahora tenía otro plan.
—Mantened una vía abierta por detrás de vosotros —les ordenó a los caballeros que lo rodeaban—. Estad atentos a la llegada de nuestra infantería por el norte. ¡Cuando aparezcan, vamos a romper el cerco y a salirles al encuentro!
Sin esperar respuesta, espoleó a Rencor y se incorporó a la lucha, abriéndose paso inexorablemente hacia el general enemigo. Los caballeros, cansados, se hacían a un lado para darle paso mientras se iba abriendo camino por el centro de los combatientes y se incorporaba a la lucha más al sur.
Las garras de Rencor chapotearon entre la arena empapada de sangre cuando Malus llegó a la orilla del río. En ese punto, la batalla se había convertido en una serie de combates cuerpo a cuerpo: los caballeros trataban de no ceder terreno al enemigo. Los nauglirs se destrozaban unos a otros mientras sus jinetes intercambiaban golpes de espada, hacha y maza. El suelo estaba sembrado de cuerpos con armadura, algunos trabados todavía en encarnizado combate con las últimas fuerzas que les quedaban.
Malus llegó a unos diez metros del señor de la guerra enemigo antes de que su camino se viese obstaculizado por los combates individuales. De haber tenido una ballesta podría haberle dado al bastardo en la cabeza y haber dejado cojo al ejército enemigo, pero tal como estaban las cosas tuvo que conformarse con observar, impotente, cómo el señor de la guerra le aplastaba el cráneo a uno de sus adversarios y se lanzaba a por el otro.
Enfrente mismo de Malus, otro naggorita se volvió en su silla llevándose una mano a una herida mortal que tenía en la garganta. Su enemigo alargó la mano y cogió al caballero por el crestado yelmo, tiró de él hacia adelante y le cortó la cabeza con un golpe salvaje. El gélido del muerto todavía seguía trabado en combate con el nauglir del vencedor, y ni uno ni otro cedían un centímetro.
La frustración de Malus llegó al colmo.
—¡Si no puedo abrirme camino, por la Madre Oscura que pasaré por encima! —Clavó las espuelas en los flancos de Rencor—. ¡Arriba, Rencor! ¡Arriba!
Rencor tomó impulso, saltó y aterrizó sobre el lomo del nauglir que se había quedado sin jinete. El pequeño gélido buscó dónde afirmarse con las garras. Malus siguió castigándolo con las espuelas.
—¡Eso es! —gritó—. ¡Adelante, bestia de los infiernos!
El nauglir enganchó una garra en la silla del caballero muerto y volvió saltar hacia adelante, aterrizando esa vez de lleno en el lomo de la cabalgadura de un caballero enemigo y tirando al jinete de la silla. El otro nauglir, más grande que él, se sacudió y rugió mientras trataba de alcanzar a Rencor con sus colmillos. El señor de la guerra enemigo estaba apenas a unos cuantos metros más allá, entretenido todavía con el adversario que tenía ante sí.
—¡Una vez más! —gritó Malus—. ¡Adelante!
Rencor volvió a intentarlo, pero esta vez el gélido que tenía debajo se dejó caer de lado y lo arrastró consigo. Unas mandíbulas enormes y babeantes se cerraron de golpe a unos centímetros apenas de la pierna de Malus, que se sintió lanzado hacia adelante. El instinto hizo que se tirara de la silla para no quedar aplastado bajo el peso de las dos bestias de guerra trabadas en una feroz pelea.
Malus cayó con tanta fuerza en el suelo arenoso que se quedó sin respiración. Se arrastró más de un metro y chocó contra el flanco de la cabalgadura del señor de la guerra en el preciso momento en que este remataba a su segundo enemigo y empezaba a buscar a alguien más a quien matar.
El noble trató de recuperar el aliento cuando una garra del tamaño de su pecho se cernía encima de él. Malus se echó hacia adelante y, de una voltereta, pasó por debajo del gélido y apareció al otro lado de la bestia.
El señor de la guerra se afanaba con las riendas de la bestia tratando de darle la vuelta para quedar frente a Malus, entre gritos de sorpresa y furia. El noble aulló como un demonio, y empuñando la espada con ambas manos, la clavó en la parte posterior de la rodilla del general. La carne, el hueso y la juntura de la armadura se abrieron y saltó un chorro de sangre. El grito del señor de la guerra se transformó en un aullido de agonía cuando perdió el equilibrio, se inclinó hacia un lado y cayó de la silla. Desapareció al otro lado del nauglir, y Malus, sin pensarlo, tiró de la pierna cortada del hombre sacándola del estribo, puso su pie en el soporte de cuero y se montó sobre el lomo del gélido.
El general estaba tratando de escabullirse por la arena y dejaba un reguero de sangre detrás de su muñón. El nauglir intentó alcanzar a Malus con sus fauces, dando vueltas sobre sí mismo, pero el noble no le hizo el menor caso y saltó para alcanzar a su enemigo en retirada.
Cayó al suelo a algunos palmos del general sobre la endurecida arena. Sintió un dolor horrible en caderas y rodillas, pero sacó fuerzas de flaqueza y avanzó a cuatro patas como un lobo. El señor de la guerra lo vio venir y le lanzó un golpe con su temible maza, pero Malus se anticipó al golpe y lo esquivó agachándose. La fuerza del empujón hizo que el general quedara de espaldas sobre el suelo, momento que aprovechó el noble para montarse a horcajadas sobre él con la espada en alto.
—Enhorabuena, general —le dijo entre dientes—; habéis venido al norte con un ejército para encontrarme y aquí me tenéis.
La espada descendió rápida como el relámpago y atravesó el cuello del general haciendo rodar el yelmo del dragón por la arena. Malus se arrastró en pos de él para recuperar el rezumante trofeo que llevaba dentro. Se puso de pie sobre la arena manchada de sangre y sostuvo en alto la cabeza del general. Lo asaltó de golpe algo feroz, parecido a un déja vu, que se transformó en seguida en una sensación de triunfo.
—¡Naggor! —rugió, y un grito de desesperación surgió de los caballeros de Hag Graef que estaban más próximos. En ese momento, le pareció el sonido más dulce que había oído jamás.
Malus se puso la cabeza del general debajo del brazo y recuperó su espada, mientras buscaba como un loco a Rencor. Lo vio que venía cojeando hacia él y corrió al encuentro de la bestia herida antes de que algún caballero enemigo decidiese tratar de acabar con él. Otro nauglir habría olvidado a su jinete y se hubiera lanzado a la refriega, pero Rencor era más listo que los gélidos en general.
—Bien hecho —dijo Malus, montando en la silla—. ¡Bien hecho, terrible bestia!
Cogió la cabeza del general, la ensartó en la punta de su espada y la puso en alto para que amigos y enemigos pudieran verla. Los caballeros de Hag Graef próximos a él ya estaban en franca retirada, conmocionados y desanimados ante la muerte de su señor de la guerra. Los caballeros pretorianos lo ovacionaron al sonido de las estridentes trompetas.
¡Trompetas! Malus miró hacia el norte. Una masa de hombres a caballo cargaba colina abajo con Eluthir a la cabeza y seguidos por una muralla de lanzas relucientes. La bandera de lanceros enemigos apostada al norte había defendido su posición y había sufrido el mortífero ataque de los exploradores, pero en ese momento se dejaron llevar por los nervios y retrocedieron ante el embate de la caballería. Las fauces de la trampa se habían abierto, y los naggoritas atrapados pudieron escapar.
Una ovación surgió de las filas de la caballería y, en ese preciso momento, Malus vio a Fuerlan en medio del grupo más numeroso de caballeros. El general naggorita había perdido su yelmo en la pelea y en su cara se reflejaban un miedo y una rabia espantosos. El noble dio la vuelta a Rencor y se abrió paso entre la enfervorizada multitud hasta Fuerlan.
—¡Mi señor! —le gritó Malus mientras se acercaba—. La infantería ha llegado y Eluthir ha abierto un camino para nuestra retirada. Debemos darnos prisa antes de que el enemigo se recupere de la sorpresa.
—¿Retirada? —Fuerlan entrecerró los ojos oscuros llenos de odio—. ¡El ejército del Arca Negra no se retira! ¡Seguiremos adelante, y cuando la batalla haya terminado os haré decapitar por cobarde!
—¿Seguir adelante? —Malus no se lo podía creer—. ¡Nuestra caballería está dispersa y agotada! ¡Debemos retroceder y reagruparnos, o la trampa podría volver a cerrarse sobre nosotros en cualquier momento y no tendríamos otra ocasión de romperla!
—¡Silencio! —chilló Fuerlan, temblando de rabia. Alargó su mano cubierta con el guantelete; en ese momento, Malus se dio cuenta de que ni siquiera había desenfundado la espada—. La cabeza de ese hombre merece estar en las manos de un verdadero guerrero, no de un Darkblade traidor como vos. Traedla aquí y poneos fuera de mi vista. Me ocuparé de vos cuando la batalla haya terminado.
Malus apartó los ojos de Fuerlan y buscó la mirada de los agotados jinetes y caballeros naggoritas. Todos contemplaban la escena con sorpresa apenas disimulada, pero nadie osaba contradecir al hijo de Balneth Calamidad. El noble sacó el trofeo de la punta de su espada y se lo entregó a Fuerlan sin una palabra; a continuación, se volvió de espaldas.
Fuerlan levantó la cabeza del general.
—¡Victoria para el Arca Negra! —gritó como si él mismo acabara de arrancarle la cabeza al señor de la guerra.
Mientras lo hacía, Malus volvió y golpeó de plano con su espada al general naggorita en la cabeza. El hijo del Señor Brujo emitió un gruñido y cayó de la silla.
Por un momento, el silencio reinó entre los naggoritas. Malus esperó, paseando la mirada por los presentes sin decir una sola palabra.
Por último, uno de los caballeros pretorianos habló.
—El señor general ha sido herido —dijo, poniendo una intención evidente en sus palabras mientras miraba a sus hombres—. Eso os deja al mando, lord Malus. ¿Cuáles son vuestras órdenes?
Malus asintió y siguió adelante como si no acabara de cometer un acto de flagrante amotinamiento. Buscó entre los presentes al trompeta de Fuerlan y fijó en él su mirada autoritaria.
—Tocad la orden de retirada de la caballería —dijo—. Los caballeros pretorianos deberán formar y actuar como retaguardia para cubrir la retirada. Con suerte, arrastraremos el contraataque del enemigo hacia nuestras lanzas.
—Sí, mi señor —dijo el trompeta con voz áspera, y llevándose la trompeta a los labios tocó una serie complicada de notas.
De inmediato, los caballeros pretorianos se pusieron en movimiento, transmitiendo la orden a sus compañeros dispersos. Alrededor de ellos, el polvo empezaba a asentarse y el orden volvía a imponerse sobre el caos. Una vez roto el cerco de hierro, los lanceros enemigos se habían retirado unos doce metros hacia el este y el oeste, y su caballería había retrocedido en dirección al río. Los hombres de a caballo de los naggoritas fueron volviendo a sus filas en grupos dispersos de tres o cuatro. Tendrían suerte si quedaba una compañía completa de ellos cuando terminara el día.
Los caballeros pretorianos habían corrido una suerte parecida. Había quedado menos de la mitad de los caballeros de la élite del arca, una pérdida a todas luces apabullante. Y la batalla distaba mucho de haber terminado.
Sonaron las trompetas de las fuerzas del Hag, señales contradictorias provenientes de diferentes jefes, pero Malus sabía que eso no duraría mucho. La mayor parte de los jinetes ya habían llegado a las líneas naggoritas o estaban a punto de hacerlo. El noble alzó su espada.
—¡Caballeros pretorianos! ¡Al galope!
La formación de ojerosos caballeros se puso en movimiento y fue cogiendo velocidad a medida que los nauglirs recuperaban las fuerzas y empezaban a correr. Casi de inmediato se oyó un clamor en las filas enemigas. Malus volvió la vista y vio, inclinándose nuevamente hacia adelante, las armas curvas de las compañías de lanceros. El espectáculo de sus enemigos más odiados escapándoseles de las manos les había señalado con más claridad que sus jefes el camino que debían seguir.
Normalmente, la carrera no hubiera suscitado dudas, pero los nauglirs llevaban todo un día batallando y hasta su legendaria energía estaba casi agotada. Entre aullidos, los lanceros se abalanzaron por ambos lados sobre las fuerzas en retirada. Sibilantes virotes de ballesta empezaron a surcar el aire, pero esa vez provenían de los autarii apostados sobre la colina que disparaban sobre el grueso de la infantería enemiga. Una lanza pasó tan cerca que Malus, con sólo haber alargado la mano, podría haberla agarrado si hubiera querido hacerlo. En el fondo de la formación se oyó el entrechocar de armas. Cuando miró hacia atrás vio que los lanceros enemigos habían dado alcance a la última fila de caballeros y estaban luchando contra los hombres montados.
Por delante, sonó una trompeta, y dos compañías de lanceros se desplazaron a izquierda y derecha abriendo un camino para que pasaran los caballeros. Se oyó un clamor cuando el primer nauglir pasó de una forma atronadora por la brecha abierta, y Malus alzó la espada a modo de saludo.
Los lanceros enemigos se dieron de bruces con los naggoritas que los esperaban y se oyó el estrépito de las armas unas contra otras. Los capitanes gritaban órdenes a sus hombres; las banderas retrocedieron un paso ante el impacto. Entonces, los naggoritas se afirmaron bien en el suelo y repelieron el ataque. Los hombres de las primeras filas eran diezmados una y otra vez por la frenética acometida de las lanzas; los heridos abandonaban las filas tambaleándose y retirándose hacia la retaguardia, cojeando o llevando las manos a las heridas sangrantes del pecho y de los brazos. Las partes se castigaban mutuamente como una lluvia de piedras, dejando una huella dispersa de cuerpos destrozados mientras se iba produciendo un desgaste paulatino.
Una vez a salvo detrás de sus líneas, la rápida carrera de los caballeros se detuvo. Los hombres se dejaron caer en sus sillas, muertos de cansancio y debilitados por la multitud de heridas menores. Malus se desprendió de la formación y volvió hacia la línea. Las compañías de lanceros naggoritas no cedían terreno frente a unas tropas enemigas más o menos igualadas. Desde el flanco derecho, los autarii seguían lanzando su lluvia letal sobre los lanceros enemigos, y Malus se dio cuenta de que el enemigo no tenía ballesteros propios, de modo que en eso llevaban una ligera ventaja.
Los ojos de Malus se fijaron en la masa oscura de hombres montados a caballo o en gélidos que permanecía en el lado norte del vado, a menos de cien metros de allí. ¿Entrarían en combate o estarían demasiado agotados como para luchar? No había modo de saberlo. Malus tenía claro que a menos que entre la nobleza del Hag hubiera alguien capaz de erigirse en nuevo general, las compañías de lanceros no iban a retirarse. La inercia de su misión las había llevado a trabarse en combate con la línea naggorita, y allí se mantendrían hasta que una u otra parte se desmoronara.
Se dio cuenta de que el resultado de la batalla estaba en sus manos. Esa idea le produjo una íntima conmoción.
Al cabo de unos minutos había tomado su decisión. Se giró y condujo a Rencor de vuelta hacia los caballeros exhaustos, y llegó al mismo tiempo que Eluthir. La cara del joven caballero reflejaba una alegría salvaje. Había otra media docena de cabezas recién cortadas colgando de su silla como trofeos.
Malus pasó revista al grupo con la mirada.
—¿Dónde está lord Gaelthen? —preguntó.
—Lo vi caer junto al río, mi señor —dijo uno de los caballeros con voz ronca—. Fue durante la tercera o cuarta carga del enemigo.
—¡Ah! —dijo Malus con tono grave, sorprendido ante la auténtica sensación de pérdida que le producía la noticia—. Está bien. Eso se suma a la deuda de sangre que tienen con nosotros esos bastardos —dijo—. Y vamos a cobrárnosla. Ahora mismo.
Los hombres se irguieron en sus sillas. El agotamiento había eliminado toda expresión de sus rostros. Malus los miró fijamente.
—La infantería enemiga está plenamente entregada, pero la caballería flaquea. Si lanzamos sobre la infantería una carga en el lugar adecuado, se vendrá abajo. Ya sé que hoy habéis luchado duro y habéis perdido muchos compañeros a manos del odiado enemigo. Sus espíritus os observan. ¿Vais a negarles la venganza que se merecen?
Una conmoción sacudió las filas de los caballeros. Después de un momento, habló uno de ellos.
—¡Si vos nos guiáis, temido señor, os acompañaremos hasta la mismísima Oscuridad Exterior!
Malus sonrió como un lobo.
—Seguidme, entonces —dijo.
El noble condujo a los caballeros hacia el flanco derecho, donde la división de lord Jeharren estaba castigando a los lanceros enemigos bajo la cobertura del fuego constante de los autarii. El joven capitán saludó al ver la llegada de Malus y de los caballeros.
—Un buen día para combatir, temido señor —dijo Jeharren, como si estuviera hablando del tiempo o de una ejecución pública. Tenía clavado en un hombro un virote de ballesta, pero el lord naggorita no le hacía el menor caso.
—Enhorabuena, lord Jeharren —dijo Malus—. Los caballeros pretorianos se adelantarán a vuestras líneas y cargarán contra el enemigo. Cuando dé la señal, ordenaréis a vuestras compañías que abran un camino en el centro de la formación enemiga.
Jeharren asintió.
—Se hará lo que ordenéis, temido señor.
Malus volvió junto a sus hombres.
—¡Formad en columnas! —ordenó—. ¡Dispuestos para cargar!
Los caballeros se dispusieron rápida y ordenadamente en columnas a pesar de su estado de agotamiento. Cuando estuvieron organizados, Malus alzó su espada teñida de sangre y saludó a lord Jeharren. El capitán asintió y se volvió hacia su trompeta.
—¡Preparados! —gritó Malus con la mano apretada sobre la empuñadura de su espada.
Al sonar la trompeta, dos compañías se replegaron a derecha e izquierda dejando el camino expedito. Los lanceros enemigos se lanzaron por él adelante con gritos exultantes. Malus bajó en ese momento el brazo describiendo un arco.
—¡A la carga!
Los caballeros pretorianos se lanzaron adelante con un grito terrible y cayeron sobre la línea enemiga. Los lanceros que se habían precipitado hacia la brecha abierta vieron lo que se les venía encima y trataron de retroceder. Muchos dejaron caer sus lanzas llevados por el pánico, y empezaron a empujar y golpear a los que tenían detrás para abrirse camino.
Los caballeros del Arca Negra cayeron sobre la línea enemiga como una lanza y, aplastando a los hombres a su paso, llegaron al corazón mismo de la formación. Malus lanzaba golpes a las cabezas y los cuellos de las tropas apiñadas, infligiendo terribles heridas en las caras y gargantas expuestas. Partía lanzas y yelmos, mientras Rencor lanzaba por los aires los cuerpos aplastados como un perro de caza entre las ratas. Por todas partes se oía el ruido de gritos y el entrechocar de aceros, y Malus, enardecido, reía como un loco.
Tan repentinamente como se había iniciado, la presión de las tropas se retrajo ante los caballeros como una ola cuando se retira de la playa. Los lanceros, superados por la ferocidad de la carga naggorita, rompieron filas y huyeron hacia el vado. El flanco izquierdo había caído y se incrementó la presión de los naggoritas en el centro y la derecha del Hag.
Malus tiró de las riendas y alzó la espada.
—¡Alto! ¡Alto! —ordenó.
La batalla todavía no estaba decidida. Todo dependía de lo que hiciera la caballería enemiga. Si contraatacaban, era posible que los naggoritas se encontraran muy pronto combatiendo a la defensiva.
Buscó a la caballería enemiga al pie de la colina y la vio atravesando el ancho río, huyendo hacia el sur. Los caballeros enemigos les iban pisando los talones. Habían perdido a su señor de la guerra y con él su voluntad de seguir combatiendo.
Poco después, el centro de la línea enemiga cedió y la retirada se convirtió en desbandada. Los lanceros tiraban sus armas y bajaban la colina a trompicones, tratando se salvar la vida. Sonó una trompeta y las divisiones naggoritas avanzaron tras ellos a paso medido, matando a todo el que pudieron alcanzar. Hasta la maltrecha caballería salió en su persecución, vengándose de la carnicería que había padecido una hora antes.
Un clamor se alzó desde las filas de los caballeros pretorianos.
—¡Malus! ¡Malus! —gritaban, y él rió y gritó con ellos, embriagado con el rojo vino de la victoria.
Eluthir hizo avanzar a su nauglir entre los cadáveres enemigos apilados y se unió a él.
—¿Adonde ahora, mi señor?
—¿Adonde va a ser? —dijo Malus señalando al sur con su ensangrentada espada—. ¡A Hag Graef!