16
Un terrible designio
Los nauglirs no eran criaturas sigilosas. Aunque demasiado cansados como para hacer algo más que lanzar gruñidos irritados a sus cuidadores, el largo desfile de gélidos por el estrecho camino de caza iba acompañado de un constante crujir de ramas y conmoción de la maleza. Cada ruido sonaba a los oídos de Malus como un trueno mientras los caballeros pretorianos se abrían camino a través del espeso boscaje. Al igual que el resto de la división, el noble iba andando junto a su gélido, sujetándolo firmemente por las riendas. Desde su puesto cerca de la cabecera de la columna lo único que podía ver eran árboles y densos arbustos alrededor. Hasta donde sabía, el enemigo podía estar a pocos metros de distancia, pero se aferraba a la endeble esperanza de que si él no podía oír las actividades del campamento enemigo, era probable que este tampoco pudiera oír el paso de los caballeros.
Por delante de Malus, el gélido de Gaelthen se detuvo bruscamente y se sentó sobre los cuartos traseros. Malus tiró levemente de las riendas de Rencor.
—¡Alto! —dijo en voz queda, y el nauglir se detuvo.
El caballero que lo seguía en la fila repitió la orden a su cabalgadura y lo mismo fueron haciendo los que venían detrás.
Llevaban casi tres horas abriéndose camino por el bosque y las sombras que proyectaban los árboles empezaban a alargarse. Imaginó al grueso del ejército de Fuerlan avanzando a gran velocidad por el camino, ansioso de enfrentarse al enemigo. Si los caballeros no salían del bosque y despachaban rápidamente al grupo de avanzada, el ejército debería lanzar un asalto frontal contra el campamento que impediría su acceso al vado.
Un trío de figuras cubiertas con capas, se deslizó por el sendero hacia Malus con las ballestas preparadas. Los autarii no prestaban atención a los inestables gélidos y, de hecho, los nauglirs no parecían reparar en los espectros. Malus sabía que la figura que abría la marcha era la chica con la voz de muerta y los inquietantes ojos. Alzó la mano y se levantó el yelmo del dragón alado ante la proximidad de los exploradores.
Los espectros llegaron hasta Malus y se pusieron en cuclillas. Eso era lo más parecido a un saludo respetuoso que los clanes de las colinas parecían capaces de hacer. La joven autarii se echó atrás la capucha, y Malus se sorprendió al ver que su rostro pálido estaba arrebolado y sus ojos violeta relucían de excitación. Se inclinó hacia adelante, apoyando los brazos en las rodillas, y Malus se dio cuenta de que sus delgadas manos estaban manchadas de sangre reciente.
—Hemos pasado por el campamento del enemigo —dijo casi sin aliento.
—¿Y saben ellos que estamos aquí? —preguntó Malus. La chica se encogió de hombros.
—Han oído el ruido, pero no saben qué pensar. Son tontos criados en ciudad —dijo con desdén—. Vuestras lanzas han aparecido sobre la cresta de las montañas, y eso es todo lo que les preocupa.
Malus asintió. Le había dicho a lord Ruhven que le diera dos horas para situar a los caballeros y que, a continuación, hiciera marchar a la primera división superando la cresta de las montañas para situarse a la vista. Sus órdenes a Ruhven habían sido claras: no debía atacar, sólo llamar la atención del enemigo. Era de esperar que no se le ocurriera nada raro cuando se diera cuenta de que los caballeros llegaban con retraso.
—¿Tiene el enemigo exploradores en los bosques?
El noble se sorprendió al ver una verdadera sonrisa en el rostro de la joven.
—Ya no —respondió, sacando de debajo de su capa un puñado de cueros cabelludos recién cortados—. Autariis del clan de la víbora de la roca, casi tan ciegos y sordos como la gente de ciudad. —Los otros dos espectros acompañaron sus palabras con una divertida risita sibilante.
—¿Cuánto más debemos avanzar antes de volver al camino?
—No mucho —respondió la chica—. Aproximadamente, cien metros. Hay un campo oculto por una revuelta del camino.
Malus asintió volviendo a ponerse el yelmo.
—Bien. Pongámonos en marcha.
Los espectros se pusieron de pie al unísono y volvieron línea arriba. En pocos instantes, el gélido de Gaelthen se levantaba, y la columna se puso otra vez en movimiento.
Diez minutos más tarde, el bosque empezó a ralear, y Malus pudo ver un prado de hierba entre los árboles. Poco después, Rencor estaba trotando con avidez por la hierba marrón pisoteada. Tal como había dicho la exploradora, el campo estaba oculto de las ruinas situadas al norte por un bosquete que les permitiría formar sin que los vieran.
Malus detuvo a Rencor y se montó en la silla.
—Formad en columnas —les fue diciendo en voz baja a cada uno de los caballeros cuando surgían de entre los árboles—. Nada de cuernos, ni estandartes, ni lanzas.
Hacia el oeste, el cielo estaba nublado y presentaba un tono gris matizado de púrpura. Pasaron algunos minutos antes de que los caballeros pretorianos hicieran marchar a sus cabalgaduras y se formaran en compañías por columnas. Malus estaba oído alerta, temeroso de detectar el menor sonido de trompetas al norte cuando las tropas de Fuerlan aparecieran en escena con diez minutos de adelanto.
Después de lo que pareció una eternidad, la división estuvo formada y lista para emprender la marcha. Malus espoleó a Rencor, que inició el trote y se encaminó al frente de la columna. Los autarii esperaban acuclillados, mostrándose las cabelleras capturadas los unos a los otros. Se incorporaron al acercarse el noble.
Malus sacó la espada, una hoja de doble filo, pesada y recta, forjada al estilo arcaico del interior del país, y apuntó hacia la línea de árboles que había al otro lado del camino.
—Ocupad posiciones allí con toda la tropa —dijo—. Disparad sobre cualquier enemigo que trate de huir hacia el camino.
La joven fijó en Malus su mirada enigmática.
—No escaparán —dijo antes de echar a correr y perderse entre las sombras de los árboles seguida por sus hombres.
Malus la observó mientras se marchaba, sin entender todavía por qué le producía ese desasosiego. Encontraría razones para mantenerla en una posición muy adelantada junto con el grupo de exploradores hasta que llegaran a Hag Graef. En cuanto se hubieron ido, Malus hizo girar a Rencor y se dirigió a los caballeros.
—Que nadie use la espada hasta que yo lo ordene. En cuanto empiece el combate, matad a cuanto hombre se os ponga por delante.
Un murmullo feroz recorrió las filas. Por un momento, Malus se vio embargado por el poder de las fuerzas armadas reunidas en el campo que esperaban una orden suya. Casi le hizo olvidar el hecho de que estaba a punto de emprender una guerra contra su propia ciudad. «A ver si, de repente, te vas a volver débil y sentimental —se dijo—. ¿Hay en todas estas tierras alguien de quien puedas decir que es pariente tuyo? Has matado al vaulkhar de Hag Graef, y todos están en tu contra. Sólo puedes elegir entre huir… o combatir».
Malus alzó la espada.
—¡Sa’an’ishar! ¡Avanzad en columnas!
Un movimiento ondeante recorrió las filas cuando la larga columna de jinetes empezó a moverse. Malus se puso al frente, conduciendo a los caballeros hacia la carretera y girando a la derecha, aproximándose a las ruinas desde el sur. Tan pronto como la vanguardia de la columna dobló hacia la carretera, Malus se volvió en la silla.
—¡Soldados de la guardia! —gritó—. ¡Adelante al galope!
Como un solo hombre, los caballeros acorazados clavaron las espuelas a sus cabalgaduras y los enormes animales dieron un salto adelante cogiendo velocidad. Malus y la primera fila de caballeros no tardaron en llegar a la curva del camino, y el noble se hizo rápidamente una idea de la escena que tenía delante.
Las ruinas podrían haber sido antiguamente una aldea, o un puesto de refresco para los soldados que viajaban hacia el norte, pero ahora no eran más que montones de piedras sobre desdibujados cimientos de las construcciones. Los restos se extendían a lo largo de cincuenta metros o más a uno y otro lado del camino, en un punto donde el bosque formaba un claro y permitía una buena perspectiva tanto hacia el norte como hacia el este y el oeste. Desde la posición de Malus, las ruinas blancas y grises se veían erizadas de hombres cubiertos con negras armaduras, dispuestos todos ellos en una delgada línea de compañías de lanceros que miraban al norte. Una compañía reforzada de lanceros bloqueaba el camino en formación cerrada, como si fuera un tupido bosquete de lanzas de punta reluciente que apuntaba a la densa formación de tropas dispuesta en la cresta de las montañas al norte. Las tropas del Arca Negra estaban formadas para la batalla, fuera del alcance de los ballesteros, pero dispuestas a lanzarse ladera abajo sobre las ruinas en cuanto se les diera la orden. Lord Ruhven había hecho que primase la discreción sobre la temeridad y parecía dispuesto a mantener a sus hombres en la posición que ocupaban hasta la caída de la noche si fuera necesario.
Al sur de las ruinas, una fuerza de caballería enemiga esperaba en formación relajada, a modo de fuerza de reserva para lanzar un contraataque en caso de un asalto al campamento. Los nauglirs captaron en el aire el olor a tanto caballo y apuraron la marcha. En cierto modo, las hambrientas bestias de guerra decidieron por él la táctica que debían seguir: mejor aplastar primero a la caballería, capaz de actuar con rapidez, y atrapar a las compañías enemigas de lanceros dentro de las ruinas. Podía ordenar a los hombres de Ruhven que atacasen desde el otro lado si era necesario, y hacer polvo al enemigo entre ambos.
A escasos cien metros más adelante, gran parte de la caballería se volvió ante el retumbo de las pesadas bestias sobre la carretera. Una ovación desigual partió de ese cuerpo del ejército al pensar que, por fin, llegaban las primeras unidades del grueso de su ejército. Malus hizo un gesto feroz y dejó que sus fuerzas se aproximasen más. Cuanto más pudieran acercarse sin que les presentaran resistencia, tanto mayor sería el impacto de su carga.
Sesenta metros, cincuenta. Allá al frente vio Malus que un grupo de jinetes se separaba de la formación y salía a recibir a los caballeros que llegaban. Probablemente fuera el comandante de la caballería, incluso tal vez el propio comandante del grupo de avanzada, decidido a poner a los recién llegados al corriente de la situación. El que iba al frente era un noble alto, aristocrático, con una ornamentada armadura y una capa de piel de dragón que ondeaba al viento. Malus apretó la empuñadura de su espada y decidió que aquel iba a ser su primer objetivo.
Cuarenta metros. Treinta. Malus pudo ver con claridad las facciones del hombre. Le resultó familiar. ¿Sería uno de los antiguos miembros de la guardia personal de su padre?
Veinte metros. La expresión del hombre pasó de la altanera brutalidad a la sorpresa más absoluta. Sus ojos se fijaron en Malus y, de repente, este reconoció en él a uno de los conspiradores que habían puesto dinero para tratar de apresarlo el verano anterior. El aristócrata lanzó un grito de sorpresa y rabia, y Malus le respondió con una risa ávida de sangre. Alzó su espada, en cuyo filo se reflejó la luz del atardecer.
—¡A la carga! —ordenó, y mil caballeros respondieron a su llamada conmoviendo el aire con sus gritos de batalla.
Rencor se lanzó a una ansiosa carrera, saludando con voraces gruñidos a los caballos del enemigo. Las monturas de la caballería relincharon y piafaron al ver a las bestias que se lanzaban sobre ellos, y el caos se extendió como el fuego por las filas enemigas. El aristócrata, al ver la muerte tan próxima, echó mano a su espada y clavó las espuelas en los costados de su caballo, atacando de frente a las arrolladoras tropas naggoritas.
De haber estado mejor preparado y de haber tenido su caballo más espacio para tomar impulso, podría haber conseguido atacar con fuerza y presentar un blanco más difícil; pero a Malus le habría dado lo mismo que se estuviera quieto. Rencor pasó corriendo junto a los chillidos del caballo, con las fauces ya preparadas para otro, y Malus describió un arco breve y preciso con su espada, dejando que el peso de nauglir y jinete fuera la principal fuente impulsora del golpe que superó con facilidad la parada del aristócrata, le levantó limpiamente la tapa de los sesos y provocó una efusión de sangre y masa cerebral.
Malus desembarazó rápidamente su espada y se dispuso a lanzar un golpe descendente sobre el jinete que lo pasaba por la izquierda. Su espada alcanzó de refilón el espaldarón izquierdo del hombre, y Malus recibió, a su vez, un golpe en el brazo del mismo lado. Entonces, Rencor se lanzó de cabeza sobre un caballo de guerra muerto que se encontró delante, y Malus tuvo que limitarse a mantenerse en la silla mientras el nauglir despedazaba de una dentellada el cuello musculoso del animal.
Una lanza salida de quién sabe dónde impactó directamente sobre el espaldarón derecho del noble y se desvió hacia un lado. La presa de Rencor cayó al suelo en un revoltijo de sangre caliente, y el jinete trató de apartarse con una voltereta entre gritos de furia. El nauglir atacó, entonces, al hombre, cerrando las fauces sobre su cadera. Se oyó el crujido de los huesos cuando levantó a su sangrante víctima por los aires.
—¡Vamos, Rencor! ¡Vamos! —gritó Malus, clavando los talones en los flancos de la bestia y haciendo que se metiera de lleno en el combate.
La carga del caballero había actuado como el impacto de una maza sobre un cristal, y había hecho que la caballería enemiga se dispersara en todas direcciones. Los caballos, presas del pánico, salieron desbocados por entre las ruinas, pisoteando a los sorprendidos lanceros que trataban de reorganizar su formación ante la repentina amenaza que les llegaba por la retaguardia. Proyectiles de ballesta atravesaban el aire con su silbido, y lo mismo hacían blanco en enemigos que en amigos.
El olor a sangre y a visceras abiertas se esparció en el aire y los oídos de Malus sufrieron el embate de una oleada de gritos y alaridos mezclados con el batir del acero.
Un jinete enemigo cargó contra Malus por la derecha, apuntando con su lanza al pecho del noble. Con un grito levantó la espada y paró el impulso del golpe del hombre, cuya arma se desvió hacia la derecha. El jinete druchii lanzó un juramento y tiró de las riendas, apartando a su cabalgadura, pero Malus clavó el talón izquierdo en el flanco de Rencor, que puso su poderosa cola en el camino del caballo. El animal cayó de cabeza al trabarse sus patas delanteras, y el jinete quedó apresado bajo el peso de su caballo herido.
Rencor se agazapó y reculó, rugiendo ávido de sangre, y Malus se agachó hasta pegarse al cuello de la bestia de guerra, tratando de hacerse una idea del curso de la batalla que tenía lugar en torno a él. El suelo estaba sembrado de cuerpos de caballos y hombres, y todo lo que pudo ver de inmediato a su alrededor fueron caballeros manchados de sangre que se adentraban más en las ruinas en busca de más enemigos. Aparentemente, la caballería del enemigo había sido superada por completo, y los caballeros habían atacado las filas de los lanceros, que se ocultaban entre las piedras. Llegaban gritos mezclados con el entrechocar de armas desde las ruinas y también el restallar de las cuerdas de las ballestas.
Malus echó en falta a un trompetero que pudiera haberlo ayudado a mantener a sus hombres bajo control, pero ya era demasiado tarde para eso. La batalla ya estaba en marcha y seguiría su curso. Sólo cabía esperar que le quedara una división que comandar cuando todo hubiera acabado.
Malus espoleó a Rencor para que se incorporara a la roja marea de los caballeros pretorianos. Estos, con sus pesadas armaduras, habían abierto una brecha a través de las desordenadas filas de los lanceros enemigos y se habían centrado en la compañía sorprendida al descubierto en medio del camino. De esa fuerza, sólo quedaban lanzas rotas y cadáveres destrozados, la pista de ceniza estaba empapada con su sangre. Al otro lado, vio a los caballeros que combatían con grupos aislados de infantería en los campos que quedaban al norte de las ruinas y también se libraban otros combates entre los restos de los edificios. Malus miró a izquierda y derecha, en busca de enemigos, y vio a un grupo reducido de soldados de infantería que corría por un camino sembrado de rocas y con las ballestas en la mano. Vieron a Malus al mismo tiempo y sus caras se crisparon con rabia.
El noble sintió que el frío atenazaba sus entrañas y la imagen mordaz de una fila de ballesteros recortada sobre una cortina de niebla hizo brotar de sus labios un grito casi de pánico.
—¡A por ellos, Rencor! —gritó, clavándole las espuelas.
El nauglir dio la vuelta y se lanzó sobre los cuatro hombres en el preciso momento en que estos apuntaban sus ballestas y disparaban. Un proyectil dio de refilón en el pecho de Malus y rebotó hecho pedazos, mientras otro se rompía contra el duro cráneo de Rencor. Los otros disparos no dieron en el blanco y pasaron sibilantes a uno y otro lado del noble. Los ballesteros tiraron sus armas y corrieron dando gritos de terror. Rencor aplastó a uno con sus patas, y Malus le destrozó el cráneo a otro con un solo golpe de su espada; entonces, el gélido se lanzó hacia adelante y cerró las terribles fauces sobre un tercero. El cuarto sorteó de un salto los restos de una pared y se perdió de vista.
Malus sofrenó a Rencor y se dio cuenta de que el ruido de lucha había cesado y lo que sonaba ahora era una salvaje ovación. El noble dio la vuelta a su cabalgadura y volvió al camino principal, donde vio a los caballeros saliendo con cuentagotas de entre las ruinas, solos o por parejas. Cabezas recién cortadas se balanceaban en los ganchos para los trofeos adosados a sus sillas de montar. Cuando vieron a Malus, alzaron las espadas a modo de saludo, y él supo entonces que habían conseguido una victoria aplastante.
Tras poner a Rencor al trote, Malus se dirigió hacia los campos que quedaban al norte de las ruinas. Muchos de los caballeros se habían reunido allí para recoger trofeos entre los muertos. Por la cantidad de cuerpos sembrados en el campo daba la impresión de que los lanceros enemigos se habían retirado de las ruinas y habían tratado de recomponer su formación en espacio abierto; pero los caballeros los habían arrollado. Malus se puso de pie en los estribos.
—¡Gaelthen! —gritó—. ¡Lord Gaelthen!
—¡Aquí, mi señor! —llegó una ronca respuesta.
Al otro lado del campo, Gaelthen espoleó a su cabalgadura y al trote se dirigió hacia Malus. El viejo caballero estaba cubierto de sangre, pero daba la impresión de que no era suya.
—Reunid la división aquí, en el campo —le ordenó Malus—. Que esté preparada para moverse rápidamente. —Calculó la altura del sol—. Fuerlan tendría que llegar de un momento a otro y apenas tenemos tiempo para encaminarnos hacia el sur para alcanzar el vado.
—Sí, mi señor —respondió Gaelthen, señalando hacia la línea de colinas—. Ese podría ser Eluthir.
Al volverse, Malus vio un nauglir solitario que bajaba al trote de la colina hacia las ruinas. Despidió a Gaelthen con una inclinación de cabeza, y este se volvió y empezó a dar instrucciones a voces a los jubilosos caballeros. A continuación, se quitó el yelmo. Fue reconfortante sentir el aire fresco sobre la cara y el cuello, y de pronto se dio cuenta de que tenía los huesos molidos. «No hay tiempo para descansar ahora —pensó, pesaroso—. Nos esperan kilómetros de camino y más hombres que matar antes de que acabe el día».
Eluthir tiró de las riendas al llegar ante Malus y echó una mirada a la carnicería con gesto de envidia.
—Enhorabuena por vuestra victoria, mi señor. Ruego estar presente la próxima vez para participar en la matanza.
Malus rió entre dientes con cansancio.
—Vuestros deseos se cumplirán antes de una hora, os lo garantizo. ¿A qué distancia están Fuerlan y el grueso del ejército?
Eluthir respiró hondo.
El joven caballero lo miró con desánimo. Malus frunció el ceño.
—¿Qué ha sucedido?
—Mi señor, he hecho llegar vuestro informe, pero el general ha decidido acampar para pasar la noche. Os ordena que os repleguéis con la vanguardia y os dispongáis para atacar al enemigo al amanecer.
Malus no daba crédito a lo que oía.
—¿Atacar al amanecer? ¿Al amanecer? ¿Está loco? ¿Le dijisteis que el ejército enemigo está cruzando el vado del Aguanegra? ¡Podríamos llegar en una hora y hacerlos picadillo! Al amanecer se encontrarán en buena posición defensiva; lo más seguro es que sea en este mismo lugar, y estarán preparados y esperándonos.
El joven caballero, apesadumbrado, miró a Malus.
—Le expliqué la situación con toda la claridad de que fui capaz, pero dijo que los hombres necesitaban tiempo para descansar y prepararse. Dijo…, dijo que necesitaba tiempo para considerar su estrategia.
—Tiempo para vaciar otra barrica de vino, eso es lo más probable —soltó Malus.
Por un momento se sintió tentado de desoír las órdenes de Fuerlan y marchar sobre el vado sólo con los caballeros pretorianos y las lanzas de Ruhven, pero sin datos sobre las proporciones y la disposición del enemigo podría resultar superado y derrotado. Tampoco podía quedarse donde estaba. El enemigo podría llegar a las ruinas en cuestión de horas y tendría que enfrentarse al grueso del ejército con apenas dos divisiones. Rechinó los dientes de frustración. Aquel maldito miserable no le había dejado otra opción.
En ese preciso momento, volvió Gaelthen.
—Mi señor, la división está en formación y esperando vuestras órdenes —declaró el viejo guerrero surcado de cicatrices—. ¿Qué debemos hacer?
Malus se irguió en su silla y echó una última mirada al escenario de su primera victoria.
—Nos retiramos —dijo con amargura.
Las tiendas para el general y su guardia personal fueron las primeras en montarse, incluso antes que de que se hubiera establecido el perímetro del campamento. Allí estaban, como una incongruencia en medio de un ejército exhausto. Algunas compañías hacían intentos no demasiado animosos de montar sus propios refugios, mientras que otras unidades se limitaban a parar la marcha, dejarse caer en el suelo y echarse a dormir. Se habían levantado los piquetes para los caballos, y los jinetes mantenían a raya su propia fatiga para ocuparse de que sus monturas fueran atendidas mientras que los hombres del tren de equipaje desembalaban provisiones y empezaban a encender hogueras para una rápida cena.
Las cabezas fatigadas se volvieron hacia los caballeros pretorianos y los lanceros de Ruhven cuando entraron en el campamento. Los guerreros montados eran una visión temible tal como estaban, cubiertos de sangre seca y suciedad, y con sus macabros trofeos obtenidos en la batalla sostenida entre las ruinas. Malus se desvió de la marcha y pasó revista a la división mientras pasaba, estudiando en qué condiciones estaba. Habían tenido pocas bajas gracias a la pesada armadura de los caballeros y al factor sorpresa. Dudaba de que fueran a tener la misma suerte al día siguiente, y esta idea le producía una profunda rabia.
Una vez en el campamento, los caballeros se dispersaron para buscar sus tiendas. Malus se dirigió al pabellón del general.
Los guardias que vigilaban ante la gran tienda de campaña de Fuerlan empalidecieron al ver la imponente figura de Malus salpicada de sangre, y no se atrevieron a decirle nada cuando entró como un lobo hambriento en el estridente jolgorio que reinaba en el interior.
Se orientó por las risas mientras atravesaba pequeñas habitaciones creadas con cortinajes para permitir que los sirvientes del general realizaran las tareas sin obstaculizar su diversión. Pasó por una antesala donde los escribas estaban atareados compilando órdenes para el día siguiente y salió a un gran espacio en el centro de la tienda donde Fuerlan estaba rodeado de colaboradores y aduladores.
El incienso sumía el espacio en una niebla azulada que se elevaba en leves volutas de los braseros. La cámara estaba tapizada de pilas de gruesas esteras y se habían instalado mesas bajas con bandejas de carne y queso para los huéspedes del general. Casi una docena de jóvenes nobles estaban sentados por allí, bebiendo vino y hablando, o jugando a los dados, bajo la cambiante luz del fuego. Fuerlan estaba sentado en el centro como una extraña araña, con sus miembros larguiruchos colgando de los brazos de una silla de roble color sangre de alto respaldo mientras bebía vino de un cráneo dorado. Cuando vio a Malus sus ojos se encendieron con jubiloso odio.
—Ya era hora de que llegarais —dijo con desdén, con una lengua a la que el vino volvía torpe—. Y parece que hayáis rodado por un muladar. Supongo que no debería sorprenderme.
—¿No os sorprende que prefiriera luchar en lugar de esconderme en una tienda con una pandilla de aduladores? —siseó Malus—. ¡Teníais una gran victoria al alcance de la mano y la dejasteis escapar, contrahecho y afectado miserable!
Fuerlan lo miró con ojos desorbitados. Las manos le temblaban y empalideció de rabia.
—¡Apresadlo! —rugió—. ¡Atadlo a un poste y desolladlo vivo!
Dos de los petimetres se pusieron de pie y corrieron hacia Malus. Sin dudarlo, el noble sacó su espada manchada de sangre.
—¡Vamos, si os atrevéis! ¡Voy a colgar vuestros estrechos cráneos de mi silla de montar!
—¡Ya basta! —La voz de Nagaira resonó en la penumbra como un trueno.
Los petimetres se quedaron paralizados. Malus se volvió a mirar hacia el lugar de donde había salido la voz de la bruja. Algo se removió en las sombras profundas del extremo de la cámara cuando ella se acercó al lado del fuego. Sus ojos relumbraron como brasas encendidas en las cuencas argentadas de su máscara de demonio haciendo que Malus se parara en seco.
Sólo Fuerlan fue lo bastante osado, o lo bastante tonto, para ofenderse por la aparición de Nagaira.
—Vuelve a tu tienda —le espetó—. Esto no te concierne.
—¿Que no me concierne? —siseó, y Malus vio que la luz de los braseros se volvía más apagada—. ¡Pensad lo que decís, necio sarmentoso! ¡Pensad en el plan y en todo lo que le queda por hacer a Malus! ¿Estaríais dispuesto a matarlo ahora y tirarlo todo por la borda?
Malus abrió mucho los ojos. ¿De qué estaba hablando? Espontáneamente dirigió la mirada a la mano con que manejaba la espada y a las líneas de destacadas runas que tenía pintadas.
—¿Qué quieres decir con eso de lo que me queda por hacer? —dijo sin pensar.
Nagaira lo miró otra vez, y Malus sintió que su rabia se desvanecía como la llama de una vela.
—Por ahora, ve a tu tienda a descansar. Mañana habrá que luchar y debes conducir el ejército a la victoria.
No era una respuesta sincera, pero Malus sintió que no podía desafiarla. Impotente, se vio a sí mismo enfundando la espada y girando sobre sus talones sin decir palabra. Cuando salía de la tienda de Fuerlan oyó que Nagaira decía algo con fiereza a su prometido, pero no pudo entender lo que era.
Malus sintió en la cabeza una punzada atroz mientras se alejaba de la tienda del general. El dolor le revolvió el estómago y se le aflojaron las rodillas, pero su cuerpo siguió moviéndose de todos modos, empujado por el designio poderoso de Nagaira. Tuvo que alejarse más de una docena de metros de la tienda antes de poder caer finalmente de rodillas tratando de recobrar el aliento ante aquel dolor que lo cegaba.
«¿Qué es lo que me ha hecho esa bruja? —pensó—. ¿Y de qué forma puedo volverlo atrás?».