15
El portador de la sangre sagrada
Malus llevaba ya tres horas en su montura cuando llegó el amanecer. Había estado recorriendo barracón tras barracón por toda el Arca Negra y había preparado al ejército para la guerra. Había sido toda una larga noche en vela, con una agitada sucesión de presentaciones, evaluaciones y órdenes, muchas de las cuales había que transmitir personal y perentoriamente para conseguir que las compañías se movieran en la dirección correcta. El tiempo para que la noticia de los nombramientos de Calamidad se difundiesen al resto de las filas había sido escaso, y pocos capitanes estaban dispuestos a creer que él, y precisamente él, detentara la autoridad que pretendía. En especial, un necio había llegado a llamarlo embustero y a reírsele en la cara. Por suerte, su lugarteniente se mostró mucho más circunspecto y sensato después de que Malus le permitiera a Rencor saciar su apetito con el capitán.
El amanecer apuntaba en el cielo y todo parecía anunciar un día frío y despejado cuando Malus ocupó su lugar junto a los caballeros pretorianos en la extensa plaza de la Gran Puerta. De todas las divisiones del ejército, los caballeros habían sido los más fáciles de organizar y los más difíciles de mandar. Con sus pequeños cuerpos de partidarios, los caballeros eran capaces de hacer el equipaje y prepararse en un momento para trasladarse, pero convencerlos de la necesidad de hacerlo era un asunto peliagudo.
Después de casi una hora de discutir sobre las precesiones de rango en las filas, Malus perdió la paciencia y simplemente delegó esa tarea en lord Tennucyr, que estaba mucho más ducho que él en esto de los tiquismiquis de la nobleza del arca. No había visto a Tennucyr durante el resto de la noche, pero poco antes de que apuntara el amanecer, los primeros caballeros empezaron a llegar con cuentagotas a la plaza y, al cabo de media hora, toda la división estaba formada en columnas ante la puerta con los pendones ondeando al viento en el extremo de las relucientes lanzas.
La primera división de infantería los siguió poco después; entró por compañías en la plaza y se detuvo en columnas a distancia segura de los indolentes y huraños nauglirs. El resto del ejército se perdía en la distancia, extendido a lo largo de más de tres kilómetros de la calzada que subía serpenteando entre las torres del arca. Malus había recorrido las filas de un extremo al otro, montado en su nauglir, consultando con los demás capitanes para asegurarse de que las divisiones estaban formadas y listas para pasar revista según las órdenes de Fuerlan, y comprobó que, por algún milagro, lo habían conseguido.
El noble se inclinó en su montura y examinó el cielo. Según sus cálculos más aproximados, Fuerlan llevaba una hora de retraso.
El ruido de algo pesado que se arrastraba por los adoquines de la plaza hizo que Malus volviera la cabeza. Lord Gaelthen se acercaba al trote a lomos de un enorme gélido, tan viejo y lleno de cicatrices como él. Rencor gruñó a modo de advertencia al nauglir gigante, y Malus le tiró de las riendas como advertencia propia. Gaelthen se detuvo a una respetuosa distancia y alzó una mano a modo de saludo.
—Lord Esrahel os envía sus respetos, mi señor, y dice que no es posible que el tren de equipaje esté listo para emprender la marcha antes de media tarde.
—Bendita Madre de la Noche —bramó Malus con desánimo.
Tal como estaban las cosas, las divisiones de combate no saldrían de la ciudad hasta media mañana, pero eso significaría que la artillería y las provisiones irían con seis horas de retraso por detrás del ejército.
—¿Cuál es el problema?
El viejo caballero se inclinó y escupió en el empedrado.
—Los jefes del gremio de los portadores decidieron plantarse para conseguir más dinero. Dijeron que no podían proporcionar carretas y bueyes suficientes con tan poco tiempo.
—¿Y no aplicó un castigo ejemplar a esos malditos ladrones? —preguntó Malus con desdén.
—Por supuesto, pero lleva tiempo crucificar a veinte hombres. Cuando Esrahel lo tuvo todo solucionado ya era bien entrada la noche. Ahora están tratando de ponerse al día.
—¡Maldita sea! —gruñó Malus, cerrando el puño sobre la espada—. ¿Creéis que Esrahel realmente tiene las cosas controladas, o es necesario reemplazarlo?
Gaelthen le dirigió a Malus una mirada de soslayo con su único ojo bueno.
—No es prudente reemplazar a uno de los caballeros nombrados por el Señor Brujo, especialmente antes de que el ejército se haya puesto en marcha siquiera.
—La política me importa un bledo —le espetó Malus—. Lo que me interesa es la victoria. Os lo preguntaré otra vez: ¿sabe Esrahel lo que se trae entre manos?
Gaelthen tanteó al noble con la mirada, y luego sonrió abiertamente.
—Sí, mi señor, lo sabe. Ha tenido mala suerte y está tratando de sacar a las cosas el mejor partido; pero saldrá adelante.
Malus suspiró estentóreamente.
—Que sea media tarde, pues —dijo—. No creo que vayamos a acampar antes de tres días. —De pronto se le ocurrió que no había comprobado que cada una de las compañías llevara víveres y agua suficientes en sus mochilas para la marcha—. Gaelthen, tengo un trabajo para vos —dijo con una mueca.
Antes de poder continuar, Malus oyó que alguien lo llamaba desde el otro lado de la plaza. Al volverse a mirar, vio que lord Eluthir cabalgaba hacia él con un bulto envuelto en un trapo sobre sus rodillas. Malus tiró de las riendas y se volvió hacia el viejo caballero.
—Comprobad con los capitanes de compañía que los hombres tengan raciones suficientes para los tres próximos días. Que lleven lo que vayan a comer o pasarán sin ello. ¿Entendido?
En la cara del caballero despuntó una mirada de cansancio, pero respondió sin vacilación.
—Entendido, mi señor —dijo, e hizo dar la vuelta a su montura para realizar un nuevo recado para su señor.
Eluthir llegó cuando Gaelthen se retiraba. El nauglir del joven era más pequeño que el del más viejo, pero de todos modos superaba en un tercio a Rencor. Este trató de apartarse del recién llegado, pero Malus contuvo su impulso clavándole las espuelas.
—¿Qué tenéis para mí? —preguntó el noble.
—Pan caliente, queso y un poco de salchichón —dijo Eluthir con aire triunfal, y entregó el envoltorio a su señor. A continuación, sacó de una alforja una vasija de barro y la destapó con cuidado. Cuando lo hizo, una nube de vapor salió del líquido oscuro que había dentro—. E hice que uno de mis hombres cociera una olla de ythrum —dijo, orgulloso.
—¿Ythrum?
—Es una bebida hecha con raíz de courva —explicó Eluthir—. ¿No se toma en Hag Graef?
Malus frunció el entrecejo.
—Por supuesto que no. No parece muy incitante.
—¡Oh!, sabe muy mal, os lo aseguro —dijo Eluthir con una ancha sonrisa—, pero quita el sueño y lo mantiene a uno bien despierto durante horas. —Le pasó la jarra a Malus—. Pensé que os vendría bien.
El noble miró la jarra con desconfianza.
—Por lo que parece, bien podría ser veneno.
La risa de Eluthir lo sorprendió.
—Vaya, claro que es veneno —dijo Eluthir—. Un veneno necesario, pero veneno al fin.
En ese preciso momento Malus sintió que lo asaltaba un bostezo monumental y echó mano de la jarra. La aproximó a los labios y la apartó de golpe cuando el líquido ardiente amenazó con quemarlo.
—¡Por todos los dioses! —dijo con expresión mortificada—. Tan amarga como el corazón de una doncella del templo.
Después de un momento, dio un sorbo de verdad. El sabor era igualmente abominable, pero agradeció el calor que le llenó el estómago. A continuación, abrió el hatillo y empezó a devorar la comida, dándose cuenta de que no había probado bocado en todo el día.
—¿Alguna noticia de Fuerlan? —preguntó entre dos bocados.
Eluthir bebió un buen trago de la jarra. Malus no sabía con certeza si la mueca del hombre se debía al sabor de la bebida o a su opinión sobre el comandante del ejército.
—Ha corrido la voz de que anoche hizo un recorrido por las casas de placer y acabó tirado en los escalones del templo local allá por la medianoche. Desde entonces, ha estado dentro.
Malus acabó su rápida comida y se sacudió las migas de la pechera del kheitan… En ese momento su mente cansada cayó en la cuenta de que no llevaba armadura. Ni siquiera tenía una espada a la que pudiera considerar suya.
—¡Que la Oscuridad Exterior se apodere de mí! —gruñó—. ¡Todos están preparados para la guerra menos yo! —Se volvió hacia Eluthir—. ¿Tenéis alguna idea de dónde está lady Nagaira?
—¿Vuestra hermana?
—¡Por supuesto, mi hermana! ¿Qué otra podría ser?
Eluthir parpadeó.
—¿No es aquella que está allí? —preguntó, señalando a un grupo de jinetes que entraba por el otro extremo de la plaza.
Malus siguió el gesto de la mano del hombre y vio una figura encapuchada a lomos de un poderoso caballo de guerra negro, acompañada por un par de soldados de caballería y lo que parecía una pequeña guardia de sirvientes montados. No sabía si aquella figura era o no Nagaira, pero no tenía la menor idea de quién más podría ser. Espoleó a Rencor y se dispuso a interceptar a la partida.
Los caballos del grupo se inquietaron cuando captaron el olor de los gélidos allí reunidos…, todos menos el corcel negro que iba a la cabeza. Sus ojos negros como el carbón miraron, desafiantes, a Malus y a Rencor, que se aproximaban, y el noble no pudo por menos que notar el aire de magia que rodeaba al animal. De cerca, era evidente que la figura encapuchada era una mujer, y cuando volvió la cabeza para mirarlo, Malus vio el destello de argentado acero en el fondo de la voluminosa capucha.
—Bien hallado, hermano —dijo Nagaira con la voz levemente ensordecida detrás de una máscara muy adornada que representaba la forma de un demonio de sonrisa lasciva—. El ejército está formado y tiene un aspecto temible. Has hecho un buen trabajo.
—Sin embargo, parezco el escudero de un caballero pobre la víspera de la batalla —dijo con amargura—. ¿Dónde están mis espadas y mi armadura? Dijiste que se estaban ocupando de ellas.
Nagaira alzó una mano y dos miembros de su guardia se dejaron caer de sus monturas sin una palabra y empezaron a bajar cajas de madera del lomo de sus caballos.
—No me había olvidado —dijo la mujer con aire divertido—. El armero dijo que la placa era de calidad mediocre, de modo que le pedí que le colocara otros arneses y la adecuara. Por suerte, conozco perfectamente tus medidas ¿verdad?
Malus no sabía si debía sentirse agradecido —una idea mortificante en sí misma— o ultrajado.
—¡Qué presentes tan generosos, hermana! —dijo—. ¿No se pondrá celoso tu prometido?
—¡Oh!, esto no lo he pagado, hermano —respondió—. Le dije al armero que habías sido designado capitán de los caballeros del ejército y se mostró muy complacido de ampliar tu crédito.
—¡Crédito! —gritó Malus—. Ahora me has metido en deudas…
—¡Tranquilo! —le espetó Nagaira—. Bájate de esa bestia apestosa y ponte la armadura. Fuerlan llegará de un momento a otro.
El cerebro falto de sueño de Malus no había terminado de registrar las palabras de su hermanastra y ya se estaba bajando de la silla. Vio que los guardaespaldas de la bruja intercambiaban una mirada de sorpresa ante su reacción de sometimiento, y reprimió un airado reproche. Un enfrentamiento con Nagaira en esas circunstancias no hubiera hecho más que empeorar las cosas y si Fuerlan estaba realmente de camino, no tenía mucho tiempo. Se apartó de su montura y los dos sirvientes colocaron las cajas que contenían su armadura en el suelo junto a él. La pareja trabajó coordinada y hábilmente, sujetando y atando con rapidez las piezas superpuestas sobre su kheitan. Malus miró a su hermana con enfado.
—Te has vuelto presuntuosa desde que dejaste el Hag —dijo con frialdad—; algo que sin duda copiaste de tu prometido.
—No seas necio, Malus —replicó Nagaira—. No tengo tiempo para eso. Ya hay bastante que hacer como para que tu estúpido ego se interponga en mi camino.
La reacción fue tan extravagante que dejó a Malus con la boca abierta y blanco de indignación, hasta tal punto que los hombres que lo estaban armando retrocedieron un paso, alarmados, y tuvieron mucho cuidado de no interponerse entre los dos hermanos.
Pero él no se movió. Ni una sola palabra de reproche salió de sus labios. Nagaira sostuvo su mirada sin pestañear y, tras un momento, los sirvientes continuaron con su trabajo.
Malus se preguntó qué le estaba pasando, sorprendido de su incapacidad para responder a su hermana. «¿Acaso la fiebre se llevó mi valentía aunque no mi salud?». Sintió que otro dolor sordo le atenazaba la frente y lo combatió apretando los dientes.
En pocos instantes, los sirvientes habían acabado y uno de ellos entregó a Malus un yelmo con un dragón alado y un hermoso par de espadas con sus respectivas vainas de ébano. Acababa apenas de colocarlas en su sitio cuando el eco de un curioso gemido llegó por la calle que venía del norte.
—¿Qué es eso, por la Madre Oscura?
—Debe de ser Fuerlan —dijo Nagaira—. Prepárate, hermano. Es probable que todavía esté borracho.
Maldiciendo entre dientes, Malus volvió a montar a Rencor y se colocó en su puesto entre los caballeros. Lord Eluthir se colocó a su lado, pero Gaelthen todavía no había regresado de su último recado.
—¡Sa’an’ishar! —gritó Malus alzándose en sus estribos—. ¡El señor de la guerra se acerca!
El grito recorrió la línea cuando los capitanes de la compañía llamaron la atención a sus hombres de a pie. El bosque de lanzas se conmovió al colocarse los hombres en posición. Ahora el gemido sonaba mucho más próximo; Malus pudo distinguir voces femeninas que entonaban un cántico estridente y, a continuación, vio que entraba en la plaza una figura cubierta con una ornamentada armadura y montada en un gélido enorme.
Fuerlan se tambaleaba levemente en la silla con el balanceo del enorme nauglir sobre las piedras de la calzada. Llevaba la calva pintada con rayas de sangre humeante y sostenía en las manos una copa de bronce bruñido. Detrás de la bestia de guerra, venía danzando una procesión de mujeres desnudas manchadas de sangre que lanzaban al cielo sus feroces cantos y se abrían las carnes con dagas curvas hechas de bronce.
—¡Madre de la Noche! —dijo Malus en un susurro, apabullado por la ostentosa escena—, ¿quién se cree que es?
—El hijo malcriado de Balneth Calamidad y el conquistador de Hag Graef —replicó Eluthir en el mismo tono—. Y tan loco como un basilisco en este momento. Ya era detestable antes, pero ese tiempo en Hag Graef ha sacado lo peor de él. —Eluthir echó una mirada a Malus—. Vos sois de Hag Graef, mi señor. ¿Sabéis cómo se ganó todas esas cicatrices?
Malus le lanzó al joven caballero una dura mirada.
—Se pasó en su familiaridad con los que eran superiores a él —dijo el noble con frialdad antes de espolear a Rencor para que se pusiera en marcha.
La procesión de Fuerlan todavía no había terminado de llegar a la plaza cuando Malus salió al encuentro del general a mitad de camino. Vio que además de las doncellas del templo había traído consigo una guardia personal, una multitud de sirvientes y al menos una docena de animales de carga que llevaban de todo, desde barricas de vino hasta mobiliario. Reprimiendo su enojo, detuvo su cabalgadura y quedó a la espera, listo para informar.
El joven general dirigió a Malus una mirada diabólica y tiró de las riendas de su montura, pero la vieja bestia agitó la cabeza tratando de alcanzar las argollas de la brida, bramando de rabia. Agitó la cola, que cortó el aire con un sonido sibilante, hasta que incluso las doncellas del templo tuvieron que interrumpir su canto bruscamente y hacerle sitio. Fuerlan maldijo al animal, derramando el líquido denso y rojo de su copa mientras castigaba a la bestia a patadas y a latigazos. Por fin, el nauglir se sometió, y Fuerlan miró a Malus como si en cierto modo aquello fuera culpa suya.
Malus respiró hondo.
—El ejército está listo para marchar, temido general —dijo con voz clara y alta—. Esperamos vuestras órdenes.
—¿Acaso yo os ordené que los tuvieras listos para marchar, idiota? —dijo Fuerlan con desdén—. Dije que estuvieran en orden de revista.
—Y así estaban, temido general —replicó Malus, tenso—. Una hora antes del amanecer, según vuestras órdenes.
Un estremecimiento de furia sacudió al príncipe cubierto de sangre.
—¡Vaya impertinencia! —siseó—. ¿Osáis burlaros de mí?
—No hago sino repetir las órdenes que me habéis dado —replicó Malus—. No pretendía ser impertinente.
Por un momento, Malus oyó la voz de Hauclir en su cabeza, repitiendo las mismas palabras con una expresión perfectamente neutral. «Ahora comprendo el tono furioso del hombre», pensó.
—¡Embustero! —le soltó Fuerlan—. ¡Haré que os azoten!
—Como gustéis, temido general —dijo Malus, apretando los dientes—, pero me permito recordaros que vuestro padre instó al ejército a darse prisa, y un buen castigo nos costará varias horas de demora.
—¡Más impertinencia! —siseó el general—. ¡Tened por seguro que no se me escapa vuestra torpe maniobra! ¡Cuando acampemos haré que os desnuden y os azoten hasta que vuestros huesos se queden descarnados!
—Muy bien —replicó Malus, consciente de que no acamparían por lo menos en tres días—. ¿Queréis arengar a las tropas antes de partir?
—¡No partiremos todavía, maldito amotinado! —gritó Fuerlan, inclinándose hacia adelante en su silla. Se podía oler el vino en su aliento desde cinco metros de distancia—. ¡Dije que quería pasar revista al ejército y es lo que voy a hacer!
«Que la Madre de la Noche nos proteja», pensó Malus, tratando de reprimir su rabia.
—Temido general, pasar revista nos llevará al menos una hora de luz, posiblemente más. Vuestro padre…
—¡No me habléis de mi padre, maldito parricida! —dijo Fuerlan con desprecio—. Sé perfectamente lo que esperáis de mí, del mismo modo que sé lo que se espera de vos.
Malus frunció el ceño. Se preguntó qué significaría aquello.
—Empezaré por pasar revista al destacamento de exploradores —declaró Fuerlan con tono imperativo.
—No podéis —soltó Malus, sorprendido por la declaración. Tradicionalmente, a los exploradores ni siquiera se los consideraba parte del ejército propiamente dicho—. Salieron del arca a medianoche.
Fuerlan lo miró, sorprendido.
—¿Qué han salido? ¿Para qué?
—¿Para qué iba a ser? Son exploradores y han salido a explorar. No pueden ir a la caza del enemigo si están aquí lamiéndoos el culo.
—Sois…, sois… —tartamudeó Fuerlan, empalideciendo—. ¡Sois un amotinador! ¡Os voy a desollar vivo! ¡Os voy a partir los huesos! ¡Os voy a cortar vuestras partes y os las voy a hacer tragar!
Malus le respondió con una sonrisa.
—Como temido general que sois, tenéis derecho a intentarlo —dijo—, pero haríais bien en recordar lo que sucedió la última vez que me pusisteis una mano encima.
Las palabras cayeron sobre Fuerlan como un latigazo. Se estremeció de rabia animal y la copa se sacudió en su mano. Rugió como un lobo rabioso; echó mano de la espada, pero una voz fría hizo que se parara en seco.
—Mi señor, estáis desperdiciando las bendiciones del Señor del Asesinato —dijo Nagaira desde detrás de Malus—. Estáis derramando su sangre sagrada sobre las piedras, y eso es un mal augurio en vísperas de una guerra.
Fuerlan hizo una pausa y fijó la vista en el cáliz en precario equilibrio que sostenía en la mano. Con un esfuerzo lo enderezó y trató de recuperar parte de su compostura.
—¡Este…, este maldito traidor me ha provocado! —dijo con un gemido plañidero—. ¡Quiere sabotear mi campaña incluso antes de que empiece! ¡Matadlo! ¡Matadlo ahora mismo!
Malus se puso tieso. Una cosa era Fuerlan y otra muy diferente Nagaira. Su mano derecha se apretó sobre la empuñadura de la espada, pero la voz de su hermana no admitía réplica cuando se dirigió al general.
—No voy a hacer nada de eso —le dijo, cortante—. Calmaos, mi señor, y recordad todo lo que hemos hablado. ¡No es este el momento para actuar intempestivamente!
Fuerlan se disponía a darle una respuesta airada, pero se controló al ver la mirada de Nagaira. Malus cerró el puño, luchando contra el impulso de mirar a su hermana por encima del hombro y ver lo que sucedía entre ellos. El general y la bruja se miraron un momento, y luego él bajó la vista.
—Tenéis razón, por supuesto —dijo con voz sorda—. No es el momento.
—Mi señor es muy sabio —replicó Nagaira como una madre que hablase con su hijo—. Vuestro ejército espera, general. Mostradles la bendición de Khaine, y emprendamos la marcha hacia Hag Graef, donde os aguarda una corona.
—Sí, sí, por supuesto —dijo Fuerlan, sujetando las riendas de su quejumbrosa montura.
El viejo nauglir gruñó y empezó a avanzar. Malus hizo retroceder a Rencor y lo apartó del camino del general cuando el naggorita lleno de cicatrices clavó salvajemente los talones en los flancos de su cabalgadura y esta se lanzó contra Rencor.
El gélido más viejo bramó de rabia y cargó contra su congénere más pequeño, pero Rencor no era de los que retroceden ante un desafío. El nauglir de Malus respondió con otro rugido y lanzó un mordisco de sus enormes fauces a la cara del otro. Malus lanzó una furiosa maldición y tiró de las riendas mientras Fuerlan hacía lo mismo, haciendo girar la cabeza a la vieja bestia de guerra y dejando a los dos gélidos flanco con flanco apenas un instante. El general aprovechó la ocasión para mirar a Malus con la cara demudada por el odio.
—Llevo meses soñando con este momento —dijo, dejando escapar una risita desquiciada—. Mirad a vuestro alrededor. Tengo a todo un ejército esperando mis órdenes. No necesito poneros una mano encima para destruiros. Cuando esta campaña haya terminado, pondréis en mis manos vuestra preciosa ciudad. Os haré desollar vivo y tendréis que atravesar la Corte de las Espinas para poner sobre mi cabeza la corona del drachau, y cuando muráis, haré que me hagan un orinal con vuestro cráneo. Pensad en eso los pocos días de vida que os quedan.
Antes de que Malus pudiera responder, Rencor lanzó otro mordisco al costado del viejo nauglir, que dio un salto para apartarse, rugiendo de rabia. Fuerlan lanzó un juramento y le hundió los talones, lo que hizo que todavía se derramara más sangre sagrada de Khaine. Un siseo furioso partió de las doncellas del templo, y Malus sonrió. El fiero caballo de Nagaira se apartó del camino del viejo nauglir, intentando a su vez dar un mordisco en el lomo a la bestia de guerra.
A Fuerlan le costó bastante recuperar el control del animal. Cuando lo consiguió, lo colocó de frente a los caballeros pretorianos como si nada hubiera pasado. Los guerreros nobles contemplaban a Fuerlan con cara de piedra cuando se alzó sobre sus estribos y gritó con voz estridente:
—¡Guerreros del Arca Negra! ¡Yo soy el portador de la sangre sagrada, ungido en la caldera de Khaine! —Fuerlan alzó el cáliz, siguiendo con la bendición ritual—. ¡Ante vosotros bebo la bendición del Señor del Asesinato, prometiendo gloria y riquezas a todos los que marchen bajo mi bandera!
Fuerlan se llevó el cáliz a los labios y una ovación cerrada salió de las filas de los caballeros y de la primera división de la infantería. Malus observaba cómo el general inclinaba cada vez más el cáliz, hasta que su pie quedó apuntando al aire. Cuando Fuerlan se enderezó y alzó la copa triunfalmente, Malus observó que no había el menor vestigio de sangre roja en sus labios.
«Ha derramado hasta la última gota de la sangre sagrada con su estupidez», pensó el noble con amargura. Sin duda, era un mal presagio.
Malus escuchó mientras el joven general empezaba a gritar órdenes para poner al ejército en marcha. El plan de Calamidad era audaz, pero como todos los planes osados, era una apuesta peligrosa. Si el ejército de Hag Graef no hacía lo que el Señor Brujo había previsto hasta en los menores detalles, iban derechos al desastre.
La chica autarii lo estudió con la desapasionada malevolencia de un halcón de caza. Malus se pasó una mano cubierta con el guantelete por la cara y trató de quitarse de los ojos la suciedad del camino y el peso del cansancio.
—¿Qué significa eso de que hay tropas enemigas al norte del vado del Aguanegra?
—Caballos y lanzas —dijo la muchacha con una dulce voz pero inerte—. Docenas de ellos. —Se volvió y señaló hacia el sur por la carretera, más allá de la lejana colina—. Recogen leña y esperan entre las torres derruidas a ambos lados del camino.
Malus se irguió en la silla y trató en vano de eliminar la rigidez de su dolorida espalda. Los caballeros pretorianos estaban desplegados a lo largo de medio kilómetro del Camino de la Lanza, dando un descanso a sus agotadas cabalgaduras bajo el sol crepuscular. Ya hacía medio día que habían pasado Naggarond. Las torres de la ciudad fortaleza de Malekith podían verse aún a lo lejos, al noroeste. El vado del Aguanegra se encontraba a otros siete kilómetros al sur, abrigado entre una línea de colinas bajas y pinares que se extendían de este a oeste siguiendo la línea del caudaloso río.
De los últimos días tenía el recuerdo vago de viandas frías y marcha ininterrumpida. Los caballeros pretorianos habían recibido orden de marchar a la vanguardia del enemigo, junto con la primera división de infantería. Malus sospechaba que eso era sólo para que él fuera el primero en toparse con cualquier problema que se presentara en el camino. La columna se detenía quince minutos cada cuatro horas; los hombres habían aprendido a dormitar sin caerse de sus monturas y a consumir rápidos tentempiés a base de bizcochos duros remojados en agua salobre. El noble no entendía cómo podían sostenerse los lanceros. Incluso la resistencia de hierro de los nauglirs empezaba a flaquear.
Se encontraban a escasos kilómetros del lugar donde tenían pensado acampar. Según el plan, el ejército debía plantar el campamento un poco antes del vado y descansar día y medio mientras los exploradores y los jinetes oscuros cruzaban el río en busca del enemigo. Por desgracia, parecía que los guerreros de Hag Graef tenían otros planes.
—¡Alto! —ordenó Malus, y Rencor se dejó caer gustoso sobre el camino.
El noble bajó con dificultad de la silla. Tenía la cara y las manos llenas de polvo y suciedad, y llevaba el pelo lacio atado sobre la nuca con una simple tira de cuero. Curiosamente, las runas que Nagaira le había pintado en la piel se mantenían nítidas e indelebles. Daba la impresión de que por más que se frotara no se podían desdibujar sus líneas definidas y negras. Esa idea le producía desazón.
Malus hizo señas a la autarii y a sus compañeros. La había enviado al frente con los exploradores más que nada para quitársela de encima. Cuando la tenía cerca acechaba como un espectro vengativo, observándolo cuando creía que no la estaba mirando. Cerca de él, Eluthir y Gaelthen también desmontaron y se unieron a él. Tennucyr permaneció montado, vigilando a la división.
—Muéstramelo —dijo el noble, arrodillándose en la tierra al lado del camino—. Dibuja un mapa.
La chica se puso graciosamente en cuclillas y sacó un cuchillo largo. Le echó una mirada extraña por encima de la punta del arma y empezó a trazar líneas en el suelo.
—Al otro lado de la colina, más allá de donde el camino pasa por campos bordeados de bosques —dijo mientras dibujaba—. A menos de un kilómetro más adelante hay ruinas a ambos lados del camino. Los hombres del Hag esperan allí, cortando leña y clavando postes en la tierra.
—Postes —repitió Malus mientras estudiaba el mapa de la autarii—. Es probable que estén clavando estacas para los caballos. ¿Has visto algún nauglir?
—¿Parientes de los dragones? —preguntó la chica—. No, sólo caballos y lanzas.
El noble asintió con aire pensativo. Eluthir echó un buen trago de una cantimplora y miró a su señor.
—¿Qué significa? —preguntó.
—Un grupo de avanzada —dijo Malus—. Exploradores de caballería y encargados de avituallamiento enviados para establecer un campamento para el grueso del ejército, lo que quiere decir que el ejército del Hag está cruzando el vado mientras estamos aquí hablando.
El noble estudió el mapa tratando de no hacer caso al dolor sordo de cabeza que le hacía palpitar las sienes. No habría manera de acercarse a las ruinas siguiendo el camino sin ser vistos, y estaba seguro de que el grupo de avanzada tendría al menos algunos ballesteros montando guardia.
Echó una mirada hacia el contorno de los bosques.
—¿Hay pistas aceptables en estos bosques?
—Senderos de caza —dijo la joven con un escalofrío—. No nos hacen mucha falta.
—Pero ¿podrían circular por ellos los nauglirs?
—Sí —dijo la autarii tras una pausa.
Malus volvió a estudiar el mapa un instante, tratando de ver si se le escapaba algo. Si conseguían atacar al ejército enemigo cuando estaba cruzando el río, podían causar una verdadera carnicería, pero tendrían que moverse con rapidez, y primero habría que derrotar al grupo de avanzada.
Comprobó el mapa una vez más e hizo un decidido gesto afirmativo.
—Bien —dijo, poniéndose de pie—. Eluthir, montad y recorred el camino hacia atrás lo más rápidamente que podáis. Fuerlan y el resto del ejército deben estar a menos de dos kilómetros por detrás de nosotros. Decidles que el ejército del Hag está cruzando en este momento el vado del Aguanegra y que deben venir a toda velocidad.
—En seguida, mi señor —dijo Eluthir, y corrió hacia su cabalgadura. Gaelthen vio cómo se marchaba y se volvió hacia Malus—. ¿Qué vamos a hacer mientras tanto?
Malus se encogió de hombros.
—Los hombres no han descansado en varios días y no tienen nada que comer más que bizcochos y agua; el enemigo nos supera en número y tiene una firme posición defensiva. —Se volvió al viejo caballero—. ¿Qué otra cosa podemos hacer? Atacar.