14
Consejos de guerra
Malus se despertó sintiendo el sol en la cara. Estaba tendido en una cama ancha y cubierto con pilas de pesadas mantas y pieles.
Abrió los ojos un poco indeciso, tratando de protegerlos de tanta claridad. Sentía la boca tan seca como si se la hubieran llenado de pasta y la hubieran dejado secar toda la noche. Se puso de lado con un gruñido, ya que tenía un poco dolorido el hombro y el brazo izquierdos y sentía debilidad en los miembros, como si hubiera tenido mucha fiebre. A pocos pasos de la alcoba había una pequeña mesa, y encima, una jarra y una copa de metal bruñido. Malus respiró hondo, para reunir fuerzas y sacó las piernas desnudas de entre las mantas. En la habitación hacía frío, y el piso de piedra estaba todavía más frío cuando se despojó de las mantas y se puso de pie. Desnudo, fue rápidamente hacia la jarra y se sirvió una copa rebosante de vino tinto. Bebió la primera copa con avidez. Luego, se sirvió otra y la fue tomando a sorbos mientras estudiaba el entorno.
Era una habitación alargada, muy adecuada para un noble de posición desahogada. La cama, la mesa y las sillas estaban talladas por una mano experta de madera de roble cobrizo, y había gruesos cortinajes que cubrían las paredes de piedra lisa para proteger algo del frío. Contra una pared había un arcón alto de madera de ébano. Cuando la abrió, Malus encontró espléndidas ropas de lana y un kheitan de color azul, junto con un par de hermosas botas negras. Al lado del arcón había un soporte de armadura vacío que le hizo preguntarse dónde estarían sus arreos de plata y sus armas. Lo más curioso de todo era que la pregunta no lo preocupaba en lo más mínimo. Se sentía totalmente cómodo, a pesar de que no reconocía la habitación y no tenía la menor idea de dónde se encontraba.
Malus acabó su segunda copa de vino, notando con satisfacción cómo le llenaba el estómago, y un poco a regañadientes volvió a dejar la copa sobre la mesa. La única iluminación del cuarto era un haz grisáceo de sol que entraba por la alta ventana que había frente a la cama. Los visillos se removían sin parar por la brisa que se colaba de fuera. El noble anduvo hasta la ventana y apartó las cortinas lo suficiente como para echar una mirada al exterior. Vio profusión de altas torres con techo de pizarra y tres mástiles desgastados, ennegrecidos, que se alzaban a más de cuarenta y cinco metros de altura.
Se sobresaltó al darse cuenta de que estaba en el Arca Negra de Naggor. Entonces, reparó en que la mano que había apartado las cortinas estaba cubierta con líneas de bella escritura negra. Con curiosidad, Malus se revisó todo el cuerpo lleno de cicatrices y vio que estaba cubierto en su totalidad de escritura arcaica.
—Uno de mis mejores trabajos, si me está permitido decirlo —dijo una voz detrás de él—. Me llevó horas hacerlo bien, pero el resultado fue bastante satisfactorio.
La voz hizo que un escalofrío estremeciera a Malus de arriba abajo. Era una voz familiar, seductora…, y sin embargo extraña en cierto modo. Algo en el timbre de la voz, o en el tono…, no sabía precisamente qué, lo llenaba de inquietud. Se volvió con torpeza y la vio sentada en una butaca baja en un rincón oscuro de la habitación. Iba vestida con pesados ropajes de lana teñida de rojo oscuro y con un kheitan de piel de enano ennegrecida. Los dedos fuertes de Nagaira se juntaban formando un ángulo mientras lo estudiaba. Podía sentir sus ojos sobre él como una espada sobre su piel, aunque tenía el rostro oculto en las sombras.
—Dime, querido hermano, ¿cómo te encuentras?
A Malus se le ocurrieron una docena de respuestas intempestivas, pero procuró conservar la compostura.
—Ahora mismo, con ganas de tomarme otra copa —dijo por fin—. ¿Quieres acompañarme, hermana?
Nagaira sonrió. Malus no podía ver su expresión, pero sí podía sentir su mirada risueña cuando negó levemente con la cabeza.
—Yo que tú tendría mucho cuidado con el vino de este país —dijo—. Es fuerte y has estado enfermo durante mucho tiempo.
Malus volvió a la mesa y se sirvió otra copa mientras hurgaba en su memoria para encontrar las claves de su situación. Todo era turbio y desdibujado, y cuanto más se concentraba, menos precisos se hacían sus recuerdos.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó.
—Algo más de una semana. La corrupción de tus heridas era muy profunda. Sin mis encantamientos no creo que hubieras podido sobrevivir.
Malus frunció el entrecejo mientras bebía otro sorbo de vino. Ya sentía la cabeza ligera, pero le gustaba la sensación. Se miró el hombro y el brazo izquierdos, y vio una cicatriz rosada en el bíceps.
—¿Dices que estaba herido?
Por un momento, Nagaira guardó silencio.
—¿Cuánto recuerdas, hermano?
Malus respiró hondo, tratando de apresar mentalmente unas volutas de niebla. Las imágenes fragmentarias iban y venían, y se le escapaban como trocitos de cristal roto.
Cristal. Una imagen de una sala en alguna torre lejana. Muertos que yacían en charcos de sangre y una cabeza que dejaba un rastro de sangre humeante mientras rodaba por el suelo de piedra.
El noble miró a Nagaira.
—Padre está muerto —dijo con sencillez—. Yo lo maté.
—Sí. ¿Y recuerdas por qué?
—¿Necesitaba un motivo? —preguntó Malus con una sonrisa no del todo sincera. Inmediatamente su expresión cambió por otra de preocupación—. La verdad, no estoy seguro de ello. Estaba en una torre en algún lugar.
—Vaelgor Keep —dijo Nagaira—. Es una torre fortificada en el Camino de los Esclavistas, cerca de Har Ganeth, o al menos eso me dijeron. Luthan había terminado cierta campaña secreta en las colinas y se encaminaba a casa cuando apareciste como por arte de magia y te enfrentaste a él.
—¿Yo? ¿Por qué me enfrenté a él?
Nagaira hizo con las manos un gesto de impotencia.
—Sólo tú puedes responder a eso, hermano. Nadie más sobrevivió para contarlo. Tú solo mataste a Lurhan y a los jefes de su guardia personal y desapareciste en plena noche.
Malus asintió pensativo, tratando de reunir más fragmentos de recuerdos.
—Hubo una pelea en el camino…
—Más de una, diría yo. Te dispararon varias veces y las heridas estaban infectadas cuando llegaste. Desvariabas como un loco cuando te encontraste con una patrulla naggorita. Por fortuna para ti, el que la encabezaba era uno de los primos del Señor Brujo y debe de haber reparado en el parecido familiar. Puso en fuga a los hombres de Lurhan y te trajo aquí, donde he pasado el tiempo tratando de curarte. —Cruzó los brazos e inclinó la cabeza con aire pensativo—. La pérdida de la memoria es frecuente después de un largo período de fiebre, pero deberías recuperarla con el tiempo.
Malus miró a Nagaira con desconfianza cuando terminó el vino.
—Debo reconocer que me sorprenden tus esfuerzos por mí.
Nagaira rió entre dientes.
—Veo que hay algunas cosas que no tienes problemas para recordar.
La recordaba suspendida en el aire por encima de su torre en ruinas, rodeada por un torbellino vertiginoso de poder extraterrenal. Había tratado de atraerlo al culto prohibido de Slaanesh, y él la había denunciado al templo de Khaine porque. ¡Vaya!, no podía recordar exactamente el porqué.
—Estaba seguro de que habías muerto en aquella explosión, hermana.
—Eso es porque no eres mago —dijo Nagaira, muy pagada de sí misma—. Convenía a mis intereses que Lurhan y los drachau me creyeran muerta.
—Y por eso viniste aquí.
—¿Qué mejor refugio para una bruja perseguida por la justicia? Balneth Calamidad simpatizaba con mi causa por numerosos motivos —dijo—. Me atrevería a decir que tú pensabas más o menos lo mismo, o no habrías venido aquí.
Malus se encogió de hombros, aceptando el razonamiento.
—Todavía no me has explicado por qué te tomaste tanto trabajo para curarme.
—¿Quieres decir: en vez de tejerme una túnica con tus nervios vivos?
El noble reprimió un estremecimiento.
—Sí, se me había ocurrido esa idea.
Nagaira suspiró y fue como un viento frío que soplase sobre una grieta en la roca.
—Por supuesto que estuve tentada de hacerlo. —En su voz se adivinaba un tono cortante—. Nunca llegarás a entender la cantidad de conocimientos que se perdieron con la destrucción de mi biblioteca. Sólo por eso merecías que te separaran de tus huesos centímetro a centímetro. Y puede ser que todavía suceda, querido hermano. Tenlo presente. Sin embargo, por ahora, Balneth Calamidad espera grandes cosas de ti, y yo, por supuesto, estoy obligada a complacer a mi anfitrión en todo lo que pueda.
—¡Ah! —respondió Malus. Las cosas empezaban a aclararse un poco, aunque en sus recuerdos seguían revueltas y vagas—. ¿Y qué es exactamente lo que el Señor Brujo espera de mí?
—Tendrás que preguntárselo tú mismo —respondió—. Estás convocado para asistir a un consejo de guerra con el resto de los comandantes de las banderas.
—¿Comandantes de las banderas? —Malus alzó una ceja, inquisitivo—. ¿He prestado juramento de servirlo?
—Como te he dicho, estuviste delirando durante algún tiempo —respondió Nagaira—. Cuando los hombres de Lurhan entraron en el territorio de Calamidad para tratar de capturarte, técnicamente violaron las condiciones de la tregua entre el Arca Negra y Hag Graef. Y ahora que nuestro padre está muerto, el Señor Brujo ve una oportunidad de emprender una campaña relámpago contra el Hag.
—¿Una reanudación del enfrentamiento secular? ¿Para qué? Fue Lurhan quien derrotó al ejército de Calamidad en el campo de batalla y conquistó el arca hace todos esos años.
—Así es —concedió Nagaira—, pero lo hizo por orden del drachau, Uthlan Tyr, que a su vez obedecía órdenes del propio Rey Brujo. Si Lurhan se hubiera limitado a cumplir órdenes y hubiera matado a Eldire por sus crímenes, el feudo de Calamidad habría permanecido en manos de Malekith. En lugar de eso, el vaulkhar tomó a Eldire como su concubina y, desde entonces, las dos ciudades han estado en guerra. Creo que ahora Calamidad trata de hacerse con Hag Graef e instalar allí a Fuerlan como drachau, y ateniéndose a las leyes del enfrentamiento secular, Malekith no tendrá más remedio que sentarse a observar.
Malus resopló, disgustado.
—¿Derrotar Calamidad y sus hombres al ejército del Hag? No tienen posibilidades.
—Supongo que ahí es donde entras tú, querido hermano. —Nagaira se puso lentamente de pie. Había algo en el movimiento levemente inquietante, pero Malus no podría haber dicho exactamente qué era—. El consejo ya se está celebrando, de modo que será mejor que no te entretengas —continuó—, aunque te aconsejaría que te pusieras algo de ropa antes de salir.
Malus reprimió una respuesta destemplada. ¡No era un perro para ser llevado con una correa y mostrado ante unos señores rurales! ¿Cuándo se había comprometido él a servir a Balneth Calamidad y por qué? ¿En qué estaría pensando?
Por otra parte, ¿qué otra opción tenía? Después de matar a Lurhan, evidentemente pensó que Calamidad le ofrecería un santuario, y así había sido, pero a un alto precio. No tenía estómago para guerrear contra una ciudad que en un tiempo había aspirado a gobernar, pero la guerra podía crear oportunidades para las ambiciones, se dijo. Antes de darse cuenta, estaba de pie ante el arcón, sacando un traje y unas botas.
—¿Qué se ha hecho de mi armadura y de mis espadas? —preguntó.
—La armadura la están reparando. Confieso que no sé qué fue de tus espadas, lo cual es una pena porque me costaron una fortuna —dijo Nagaira.
Malus se volvió hacia su hermana a punto de lanzarle una pulla, pero se mordió la lengua. Ella había abandonado las sombras del rincón y se estaba sirviendo una copa de vino, pero su rostro seguía oculto. Era como si la oscuridad se cerniera en torno a ella como una capa, escondiendo sus facciones tras un velo cambiante de nocturnidad. Sus manos pálidas casi brillaban sobre el fondo de sombra encantada cuando se llevó la bruñida copa a los labios. Bebió un trago y notó la mirada de Malus. Se volvió y colocó la copa con calma deliberada sobre la superficie de la mesa. Malus sentía sus ojos sobre él, como espadas desnudas.
—Te ruego que me perdones, hermano —dijo la mujer fríamente—. ¿No habías terminado de beber?
Dos guardias con armadura completa permanecían, desenvainadas las espadas, ante la puerta con herrajes de hierro. Cuando Nagaira se acercó le hicieron una respetuosa reverencia y la dejaron pasar, tal vez con demasiada prontitud, según observó Malus, que la seguía. No era que los culpara. Si la mujer se envolvía en un manto de oscuridad, ¿qué otras cosas sería capaz de hacer? Pero no era sólo el manto de sombra; lo cierto era que había cambiado mucho desde aquella fatídica noche en la torre. Supuso que había pagado un precio por invocar la tormenta del Caos, pero no se atrevía a preguntar cuál podría haber sido. La verdad, no estaba seguro de que fuera a gustarle la respuesta.
La bruja extendió la mano y apoyó un dedo contra los cuellos entrelazados de los dragones haciendo que la puerta se abriera silenciosamente. Un murmullo de voces inundó la antesala: hombres que discutían mezclado con el tintineo de botellas y copas, risas estridentes y juramentos contrariados.
De no ser por el entorno, Malus habría jurado que más bien estaba entrando en una taberna en vez de en un consejo de guerra.
Nagaira traspasó el umbral flotando como un fantasma, y el clamor se atenuó como si se hubiera apagado una vela. Malus oyó que su hermana se dirigía a Balneth Calamidad.
—Si así os place, mi señor, Malus de Hag Graef ha acudido a vuestra llamada y está dispuesto a asistiros en vuestro consejo de guerra.
El noble reprimió un gruñido ante el anuncio de Nagaira. ¿Cómo hablaba en su nombre tan a la ligera? Pero se contuvo en presencia del Señor Brujo y sus lugartenientes.
Media docena de aristócratas con armadura estaban sentados en butacas bajas dispuestas en círculo ante un sillón alto de ébano espinoso. Los sirvientes iban y venían entre los hombres, sirviendo vino y ofreciendo bandejas de viandas para desaparecer a continuación tras la pantalla de los pesados tapices. Había una mesa en el centro del círculo y, sobre ella, estaba desplegado un gran mapa del norte de Naggaroth. Sobre él alguien había dibujado con tinta roja una flecha que iba desde el sur y el este del Arca Negra, recorriendo el Camino de la Lanza, hacia Hag Graef.
Balneth Calamidad estaba sentado tan tieso como el asta de un estandarte en su silla ornamentada, con las manos juntas en posición meditativa. A su izquierda se encontraba la vidente del arca mirando fijamente las profundidades verdes de un gran orbe de cristal que tenía en el regazo y hablando para sí en un susurro.
El Señor Brujo hizo un gesto grave y afirmativo cuando Malus entró en la habitación.
—Bienvenido, asesino de Lurhan —dijo formalmente.
—Mi señor —respondió Malus, acompañando sus palabras con una reverencia. El olor a viandas y a vino lo asaltó, y se sintió mareado de hambre, pero haciendo acopio de fuerza de voluntad trató de no dar ninguna muestra de debilidad—. ¿En qué puedo serviros? —preguntó, cauteloso.
Los señores reunidos lo miraron con mal disimulado desdén. Todos eran mayores que él, con cicatrices hechas por el contacto con afilado acero y curtidos por años de campañas. Todos menos uno: un joven noble cubierto con una armadura de placas ricamente adornada con runas estaba sentado a la derecha de Calamidad. Su cabeza calva tenía más cicatrices que las de todos los demás hombres de la sala juntos.
—Podríais empezar por lanzaros sobre la primera lanza enemiga que se os pusiera en el camino —murmuró Fuerlan sobre su copa de vino, y el resto de los lugartenientes festejaron la gracia del joven príncipe.
—Ahora que nuestro nuevo aliado se ha unido a nosotros, llamaré al orden al consejo de guerra —dijo Calamidad severamente, como si Fuerlan no hubiera hablado. Se volvió hacia los sirvientes que esperaban en las sombras—. Traed una silla para lord Malus.
Malus sonrió. «Lord Malus —pensó—, me gusta cómo suena». Dos sirvientes acudieron prestos desde detrás de los tapices y colocaron otra butaca en el círculo, frente a Calamidad. Nagaira recorrió en silencio el perímetro formado por los hombres y ocupó un lugar por detrás y a la izquierda de Fuerlan. El joven príncipe de las cicatrices observó sus movimientos y le sonrió con gesto posesivo cuando la bruja se acomodó en el lugar elegido.
«¿Qué es esto?», se preguntó Malus. ¿Acaso Calamidad exigía un matrimonio a cambio de proporcionar un santuario a Nagaira? ¿O sería que ella se había aliado con Fuerlan para enfrentar a padre e hijo?
Una vez que Malus se hubo sentado, Calamidad se reclinó en su asiento.
—Todos los aquí presentes son conscientes de la afrenta cometida contra nosotros hace años por los hombres de Hag Graef. —Las cabezas grises asintieron y los señores reunidos emitieron gruñidos de asentimiento—. Muchos de vosotros habéis perdido hijos e hijas en la contienda y habéis derramado vuestra propia sangre para vengar nuestro honor mancillado. Una y otra vez hemos fracasado. Las fuerzas de Hag Graef siempre eran demasiado numerosas y su maldito general era un auténtico demonio en el campo de batalla. Sin embargo, no nos dimos por vencidos. Ni perdonamos ni olvidamos.
Más movimientos y murmullos de asentimiento. Sobre Malus se concentraron miradas de odio, a las que el noble respondió con frialdad.
—Finalmente, los vientos adversos de la guerra, por fin, se han vuelto a nuestro favor. El vaulkhar Lurhan ha muerto a manos del hijo de Eldire, y muchos de los señores más poderosos de Hag Graef están en campaña con sus hombres o en el mar, cosechando carne en el Viejo Mundo. —El Señor Brujo dedicó a sus lugartenientes una sonrisa altiva—. Ahora sabéis por qué os he mantenido aquí, en el arca, este último mes e hice llamar a nuestros aliados. Nuestros enemigos están dispersos y debilitados por su pérdida, lo que da lugar a una brecha por la que podemos atacar a su mismísimo corazón.
Los murmullos de inquietud se calmaron. La madera y el cuero crujieron al removerse los hombres en sus sillas y dejar sus copas. Calamidad había logrado concitar la atención de todos sus hombres. Malus estudió muy bien la escena, considerando las implicaciones. En su mente iban y venían imágenes de plazas llenas de hombres armados. No era cuestión baladí invocar antiguos acuerdos y llamar a los aliados a la guerra, Malus lo sabía. Tampoco era prudente mantener acuartelados a los propios señores en un momento en que podían estarse procurando fortuna y gloria en otras partes. Llegó a la conclusión de que Calamidad había previsto todo eso y, en el fondo de su cerebro, surgió un incipiente recuerdo. ¿Había visto algo más cuando lo trajeron al arca? Cuanto más se concentraba en el pensamiento, tanto más difícil le resultaba concretarlo.
—La clave está en atacar rápidamente, mientras los señores del Hag están todavía dispersos —prosiguió Calamidad, inclinándose sobre el mapa desplegado ante el consejo—. Puesto que Bruglir, el sucesor previsto de Lurhan, murió en campaña en el Mar Septentrional, el título de vaulkhar ha pasado, por el momento a Isilvar Lunaoscura, el segundo hijo de Lurhan. Según todos los informes, Isilvar es un libertino y un gandul, un inútil en el campo de batalla. —Calamidad miró a través de la mesa—. ¿Estáis de acuerdo, lord Malus?
—Es todo eso y más —dijo Malus, absolutamente rabioso por la noticia—. El hombre tendría dificultades para llevar una casa de placer, y mucho más para dirigir un ejército en la batalla.
Los reunidos rieron de buena gana ante la ocurrencia. Malus echó una mirada a Nagaira; su forma sombría estaba tan quieta como la muerte; sin embargo, le pareció percibir una especie de satisfacción depredadora. Ella e Isilvar habían conspirado para volver a instalar el culto de Slaanesh en Hag Graef. ¿Seguían siendo aliados? ¿Sería posible que su presencia en el arca formara parte de un plan todavía más abarcador? Malus levantó una mano y se frotó la frente, sintiendo un incipiente dolor de cabeza.
Calamidad hizo un gesto de aprobación ante la evaluación de Malus.
—El vaulkhar en funciones nos ha acusado, por supuesto, de dar cobijo al asesino de Lurhan y ha acudido a Uthlan Tyr exigiendo una reanudación de la antigua enemistad. Esto ha servido para complicar los planes del drachau de nombrar a otro noble, más experimentado, como jefe del ejército de la ciudad, lo que ha aumentado la confusión en las filas del enemigo. Los nobles de la ciudad estarán todavía tramando los unos contra los otros para reclamar el título para sí cuando mañana llegue nuestro mensaje a la corte del drachau.
El Señor Brujo miró uno por uno a sus lugartenientes y sonrió perversamente.
—Un mensajero llevará las cabezas cortadas de los hombres de la guardia personal de Lurhan y las arrojará a los pies de Tyr a mediodía. Gracias a las habilidades mágicas de la prometida de mi hijo —Calamidad señaló a Nagaira con un gesto de la mano—, esas cabezas proclamarán ante todos los allí reunidos que los hombres de Lurhan invadieron nuestro territorio y mataron a nuestros caballeros en una incursión deliberada para capturar a nuestro nuevo aliado, Malus. Estas son todas las pruebas que necesitamos para declarar que Hag Graef ha violado la tregua del Rey Brujo y para reanudar el enfrentamiento secular. —Calamidad rió por lo bajo—. Para entonces, por supuesto, nuestro ejército llevará ya seis horas de marcha.
Calamidad se inclinó hacia adelante y recorrió con un dedo de su guantelete las planicies heladas desde el arca hasta el Camino de la Lanza y luego hacia el sur.
—Haremos marchas forzadas durante los primeros días hasta pasar el Camino del Odio y Naggarond. Eso nos pondrá a tres días de marcha de Hag Graef.
—Los hombres estarán exhaustos antes incluso de entrar en combate —gruñó uno de los lugartenientes más viejos.
Malus observó con sorpresa que el Señor Brujo aceptaba la crítica con ecuanimidad.
—De lo que se trata, lord Ruhven, es de actuar tan rápidamente que haya pocos enemigos a los que enfrentarse a lo largo del camino. Si la Madre Oscura está con nosotros, no deberíamos encontrar resistencia alguna hasta llegar al vado del Aguanegra.
—¿Y después? —preguntó Malus cada vez más intrigado por el plan de Calamidad.
—Para entonces, Hag Graef habrá reunido a sus fuerzas y las habrá sacado al campo —dijo Calamidad—. Los hombres de Lurhan siguen ávidos de venganza y los miembros de su guardia personal son hombres poderosos. Isilvar tendrá que actuar para no parecer débil, de modo que deberá reunir la fuerza más poderosa que pueda conseguir en muy poco tiempo y enviarla hacia el norte. Lo único incierto a estas alturas es si Isilvar liderará personalmente al ejército o delegará el mando en otro general.
—No lo hará personalmente —declaró Malus. Aun a su pesar, se daba cuenta del gran potencial de la estrategia de Calamidad—. No tiene fama como líder guerrero y su poder en Hag Graef será todavía demasiado débil. Lo más seguro es que se quede en casa para mantener a raya a sus rivales y aprovechar cualquier victoria conseguida contra las fuerzas del arca.
—Magnífico —dijo Calamidad con gesto de aprobación—. Entonces, mientras Isilvar se encuentre todavía en el Hag provocando enfrentamientos políticos con sus rivales, gran parte de las fuerzas de que dispone caerán en las garras de nuestro ejército, una fuerza muy superior a la que el vaulkhar o su general pueden esperar. —El puño del Señor Brujo cayó sobre la línea oscura del río Aguanegra—. Aplastaremos a las fuerzas enemigas decididamente, y luego marcharemos sobre Hag Graef. Cuando Isilvar se entere de la destrucción de su ejército, estaremos a las puertas de la ciudad, y cuando el drachau y los rivales de Isilvar se echen encima del señor titular de la guerra con motivo de su primera derrota, tomaremos por asalto la ciudad.
Los lores reunidos se miraron entre sí con una mezcla de aprehensión y ansia de batalla. En caso de funcionar, el plan les acarrearía gloria y riquezas inimaginables. No obstante, si resultaba un fracaso, sus cabezas cortadas alimentarían a los cuervos en las almenas de Hag Graef. Uno de los lores más viejos expresó sus dudas con palabras.
—Vuestro plan es fulminante y osado —dijo el druchii—, pero acaba con el asedio a una de las más poderosas de las seis ciudades. Cada día que pasemos acampados al pie de la muralla, será otra jornada para que los dispersos nobles del Hag reúnan un ejército para acudir en auxilio de la ciudad.
Ante eso, Calamidad se reclinó en su asiento de ébano espinoso y le dedicó al hombre una sonrisa felina.
—No habrá asedio, lord Dyrval. La bruja Nagaira se ocupará de eso.
Todos los ojos se volvieron hacia la sombría figura situada junto al hombro de Fuerlan. El hijo de Calamidad bebió un sorbo de vino mientras reía entre dientes.
Fue Malus quien rompió el silencio resultante.
—¿Y cómo derribará mi estimada hermana las puertas de la ciudad? —inquirió.
—Cada cosa a su tiempo, lord Malus —respondió el Señor Brujo—, cada cosa a su tiempo. —Calamidad alzó su copa vacía y echó una mirada a sus hombres mientras un esclavo se la volvía a llenar—. Ocupémonos ahora de quién va a conducir nuestras banderas a la guerra.
Todas las demás preguntas que pudieran tener pendientes los lugartenientes de Calamidad se desvanecieron cuando el Señor Brujo se dispuso a nombrar a los hombres que irían al mando de las divisiones del ejército del Arca Negra en el campo. Era una tradición muy antigua que el señor de la guerra de una ciudad asignara puestos dentro de un ejército a los hombres que considerase más dignos y capaces. Por lo general, esto significaba que al mando del ejército estarían los aliados y los favoritos políticos, cuyas fortunas estaban ya estrechamente vinculadas al propio señor de la guerra. Esas personas tenían asegurada una parte sustancial del botín y de la gloria si el ejército salía victorioso, de modo que la competencia por esas posiciones era naturalmente fiera. Puesto que el Arca Negra era demasiado pequeña para tener un vaulkhar propio, el privilegio de asignar rangos correspondía al propio Calamidad. Malus cruzó los dedos, pensativo, y se dispuso a tomar nota de aquellos cuyos favores tendría que granjearse y de aquellos de los que tendría que cuidarse en los días y semanas venideros.
—Según nuestros heraldos, nuestras tropas reunidas se componen de siete banderas de infantería y cuatro banderas de caballería, además de una bandera de caballeros pretorianos y un escuadrón de exploradores autarii —empezó el Señor Brujo—. La infantería se formará con tres divisiones de dos banderas cada una, y una bandera se mantendrá en reserva. La caballería se formará con una sola división, lo mismo que los caballeros pretorianos.
Malus asintió para sí. Era una organización bastante estándar de las fuerzas. Junto con el capitán obligatorio a cargo del tren de equipajes y de la artillería, eso significaría seis puestos de rango en el ejército que formaría el estado mayor del general. Un rápido recuento de los presentes en la cámara daba como resultado que tres nobles además de él pasarían a formar parte de los soldados rasos, siempre y cuando ninguno de los elegidos por Calamidad no «cayera enfermo» de la noche a la mañana.
—Al mando del tren de artillería y equipaje irá lord Esrahel —declaró Calamidad, y el mayor de los lores reunidos apretó los dientes e inclinó la cabeza respetuosamente, sin quejarse—. Al mando de las tres divisiones de infantería estarán los lores Ruhven, Kethair y Jeharren.
Ruhven aceptó su asignación con gesto grave, mientras que Kethair y Jeharren, ambos mucho más jóvenes, sonrieron con entusiasmo e hicieron una profunda reverencia a su señor.
—Al mando de la caballería irá lord Dyrval —dijo Calamidad, y el noble a punto estuvo de dar un salto en su asiento con los ojos como platos por la sorpresa.
Muchos de los demás lores reunidos se intercambiaban miradas inquisitivas, pero no decían nada. Por su parte, Calamidad mantuvo el tono de voz, pero en sus ojos había una advertencia cuando miró a Dyrval. Malus consideró las reacciones. «Parece ser que Calamidad le está dando a Dyrval la oportunidad de redimirse por algún error del pasado —pensó—. El Señor Brujo debe de tenerlo en muy alta estima para darle un puesto tan codiciado», concluyó Malus. Eso era algo que debía tener en cuenta.
Quedaba el mando de los caballeros pretorianos, un puesto que prometía todavía menos riquezas que el de capitán del tren de equipajes, que al menos podía esperar una saludable porción de oro del tesoro del propio ejército. Sin embargo, lo que el puesto perdía en beneficios materiales lo ganaba en prestigio, ya que el capitán de los caballeros era el subcomandante del ejército y podía formar alianzas con muchos nobles de alto rango durante el curso de la campaña.
Malus contempló a Fuerlan al otro lado de la mesa y trató de ocultar su disgusto. Cabían pocas dudas de a quién otorgaría Calamidad el puesto y quién tenía todas las probabilidades de ser su inmediato superior en el ejército. Estaba absorto en sus pensamientos, maquinando todas las maneras posibles de asesinar al hombre sin armar alboroto cuando Calamidad hizo su anuncio y se vio arrancado de sus planes al saltar ultrajados varios de los lores.
—¡Esto es un insulto! —gritó el de más edad—. Mi familia ha servido al arca con honor durante siglos.
—¡Y la mía también! —gritó otro noble, cuya cara estaba marcada por años de campaña—. ¡No podéis hacer esto, mi señor!
—¿Que no puedo? ¿Decís que no puedo? —dijo Calamidad, alzando airado el tono de su voz—. ¡Es mi derecho como Señor Brujo asignar los rangos a quien me plazca… y matar a los que se opongan a mí!
Hubo un roce de aceros cuando guerreros armados surgieron de entre las sombras con las manos en las empuñaduras de sus espadas, y los lores airados volvieron a hundirse en sus butacas ante la amenazadora presencia de la guardia personal del Señor Brujo.
—Es un jinete experto y criador de nauglirs y un feroz guerrero por derecho propio. No tengo duda de que servirá adecuadamente como capitán de los caballeros —les dijo Calamidad a sus lores con voz ronca. Luego se volvió hacia Malus—. ¿Y vos qué decís? ¿Aceptáis el puesto?
Malus vaciló apenas un instante.
—Es un gran honor, mi señor —dijo, poniéndose de pie y haciendo una profunda reverencia—. No os fallaré ni a vos ni a vuestro ejército, mi señor.
—Por supuesto que no —replicó Calamidad—. Vuestra vida depende de ello, después de todo. —La sonrisa del Señor Brujo no contribuyó en nada a reducir el peso de su advertencia—. Además, estaréis al frente de los exploradores del ejército. ¿Tenéis algún problema con los autarii?
—En absoluto, mi señor —respondió—. ¿Tendrán ellos problema en trabajar conmigo? Eso es harina de otro costal. ¿Es por eso por lo que me habéis asignado este puesto?
—Entonces, sólo queda un puesto que asignar —dijo Calamidad.
Los señores, Malus incluido, intercambiaron miradas confundidas. Lord Ruhven fue el que habló por todos.
—Si no me equivoco, todas las divisiones han sido asignadas.
—Así es, pero todavía no ha sido nombrado el comandante del ejército —dijo el Señor Brujo—. El comandante general será mi hijo, Fuerlan.
El obstinado silencio que sobrevino tras la declaración de Calamidad era todo lo que Malus necesitaba saber sobre la reputación de Fuerlan en el arca. Varios de los lores empalidecieron al oírlo. El hijo de Calamidad tomó nota del desasosiego generalizado y rió estentóreamente, derramando el vino de su copa.
Lord Esrahel, el capitán del equipaje, miró alternativamente al hijo y al padre.
—Seguramente a mi señor le apetecería ser comandante del ejército en vísperas de una victoria tan definitiva —empezó a decir.
El Señor Brujo negó con la cabeza.
—Me basta con haber sentado las bases para la humillación de Uthlan Tyr —dijo—. Mi hijo gobernará el Hag en mi nombre, de modo que lo adecuado es que vaya al frente del ejército que va a conquistarlo.
Era una jugada inteligente, Malus tuvo que admitirlo. Hacer que el hijo idiota de Calamidad tomase la ciudad no hacía sino aumentar la humillación de Tyr, y por extensión, también la de Malekith. «Y a mí me ha puesto en situación de garantizar su éxito —pensó el noble sombríamente—, o de ser el chivo expiatorio si fracasa».
Calamidad se volvió hacia su hijo.
—¿Tenéis algo que decir a vuestros hombres, general?
Fuerlan se llevó la copa a los labios y la vació de dos ruidosos tragos lanzándola al suelo a continuación. Un delgado hilo de vino corrió por el borde de una delgada cicatriz que tensaba la comisura del labio inferior. Se limpió la boca con el dorso de la mano enguantada y dedicó una sonrisa vacía de alegría a los lores.
—No se me dan bien las palabras, mi señor —dijo con una risa aguda—. Deberá bastar con los hechos.
Miró a Malus con un profundo odio en sus ojos negros.
—Marchamos al amanecer, lord Malus —siseó—. Un minuto de demora y os haré azotar delante del resto del ejército. ¿Está claro?
Malus inclinó la cabeza.
—Perfectamente, general —dijo a su vez con una sonrisa gélida.
En ese preciso momento se dio cuenta de que uno de los dos moriría antes de que acabase la campaña.
—Entonces, es mejor que todos os pongáis a trabajar —declaró Fuerlan—. Reunid al ejército en la Gran Puerta una hora antes del amanecer para pasar revista. Nos veremos allí.
Los lores se removieron incómodos, repasando mentalmente la empresa épica que tenían ante sí. Esrahel se volvió hacia Calamidad. El capitán de equipaje ya parecía ojeroso y cansado.
—¿Tenemos permiso para retirarnos?
Calamidad asintió.
—El consejo ha terminado. Que la Madre Oscura cabalgue con vosotros y retribuya vuestro odio con venganza y victoria.
Los nobles se pusieron de pie silenciosamente. Malus hizo lo propio, moviéndose como en un sueño. En su cabeza se agolpaban cientos de preguntas. ¿Cómo iba a conseguir que un ejército de miles de hombres estuviera listo para marchar en el plazo de doce horas si ni siquiera sabía dónde estaban acampadas las compañías y mucho menos quién estaba al mando de ellas? Podía sentir los ojos de Fuerlan fijos en él mientras abandonaba pesadamente la cámara.
La perspectiva de ser flagelado delante de miles de hombres lo llenaba de rabia, pero sabía que no tenía sentido pensar en ello. Fuerlan iba a encontrar formas de atormentarlo y humillarlo hiciera lo que hiciese, al menos eso estaba claro. Era preferible desde todo punto de vista centrarse en la campaña que tenía entre manos y buscar ocasiones para orquestar la desaparición del joven general.
La antecámara que había a la salida de la sala del consejo estaba sorprendentemente atestada. Oficiales jóvenes del ejército se habían reunido allí como cuervos a la espera de órdenes de sus señores. Mientras Malus trataba de abrirse camino entre la multitud, oyó la voz de su hermana que lo llamaba.
—Un momento, querido hermano —dijo Nagaira—. Tengo un presente para ti.
Al volverse encontró a su hermana de pie a un lado de la puerta de la cámara del consejo, acompañada por un trío de lores con armadura y dos druchii encapuchados. Conteniendo su irritación, sonrió.
—¿Vino envenenado, tal vez, o una víbora dentro de una bolsa? ¿Algo que ponga fin a mis sufrimientos?
Una vez más sintió la sonrisa de la bruja.
—Tal vez —respondió Nagaira—. Un lord, especialmente uno de tu posición, necesita una guardia bien preparada para desempeñar sus funciones —la mujer abarcó con un movimiento de su pálida mano al grupo que la acompañaba—, de modo que te ofrezco a estos guerreros, todos ávidos de gloria y dispuestos a servir.
«Y a espiarme, sin duda —pensó Malus—. O a apuñalarme en sueños si ese es tu deseo».
—Nada me complacería más —dijo con tono lacónico.
Nagaira señaló al primer lord.
—Lord Eluthir es un joven caballero de una antigua familia. Es un buen jinete y promete ser un luchador tenaz a tu servicio.
El joven lord, que llevaba una armadura destartalada y se cubría con una pesada capa de piel de oso, saludó a Malus con una profunda reverencia. Llevaba el pelo negro y largo peinado en una trenza y sujeto con un par de huesos de dedos dorados, y sus facciones eran agudas e inquisitivas como las de un zorro.
El segundo lord era un hombre de más edad, algo calvo y lleno de cicatrices, con un burdo ojo postizo de vidrio rojo que emitía un brillo apagado dentro de su cuenca derecha. Hizo una breve reverencia cuando Nagaira se volvió hacia él.
—Lord Gaelthen es un guerrero respetado y reconocido, que conoce de nombre a todos los caballeros de las familias del arca. Ha participado en muchas batallas contra Hag Graef y es famoso por el odio que siente por nuestra antigua patria.
El tercer lord era joven, llevaba una armadura negra grabada con hermosas volutas doradas y tenía la altanería propia de la aristocracia. Sus ojos oscuros rebosaban rabia. Cuando Nagaira lo señaló, echó a Malus una mirada despectiva y casi acusadora.
—Lord Tennucyr es un caballero de gran fortuna y un buen jinete que ha librado muchas batallas contra los hombres de Hag Graef —dijo Nagaira. Su voz sonaba levemente divertida, pero Malus no sabía si se estaba burlando de él o de Tennucyr—. Y Cuando oyó que entrabas al servicio del Señor Brujo fue el primero en ofrecerse para colaborar contigo.
Malus estudió a los hombres. «Un joven necio, un viejo tonto y un caballero de mirada asesina», pensó con desánimo.
La bruja se volvió e hizo una señal a las figuras encapuchadas, que se acercaron a Malus con pasos silenciosos.
—Confieso que hace días que conozco las intenciones del Señor Brujo —le dijo a su hermano—, y sabía que tendrías que mandar a los exploradores del ejército. Fue por eso por lo que busqué por todas partes con la esperanza de encontrar hombres que pudieran facilitarte el trabajo con los espectros y que pudieran traducir su escurridiza lengua. La suerte quiso que estos autarii acabaran de llegar al arca para enrolarse en el ejército y se sintieran honrados de aceptar un puesto entre tus hombres.
Las dos figuras echaron atrás sus capuchas. Uno era un autarii joven con algunos tatuajes que tenía la cara llena de magullones que empezaban a amarillear y un corte a medio curar encima de un ojo. Hizo una profunda reverencia a Malus, pero su cuerpo parecía tenso y expectante.
La otra figura era una autarii muy joven, pero sus ojos violetas trasuntaban el conocimiento de hechos terribles. Llevaba el pelo negro echado hacia atrás y peinado en pequeñas trenzas muy tirantes, y el tatuaje de un dragón en espiral subía desde su fino cuello por un lado de su aristocrático rostro.
Malus tuvo otro atisbo de recuerdo y se estremeció de los pies a la cabeza.
—¿Nos hemos visto antes? —le preguntó a la chica.
Cuando la autarii habló, su voz tenía un timbre musical, pero no reflejaba ni sombra de calidez.
—No hemos compartido ni la carne ni la sal —le dijo con gesto adusto.
—No, supongo que no —dijo Malus—. Sin duda, tendremos pronto ocasión de hacerlo.
Un esbozo de sonrisa apuntó en la cara del espectro.
—¿Quién sabe lo que nos depara el destino?