13
Tenebrosa alianza
Malus clavó los talones en los flancos de Rencor y atravesó a galope tendido el barrio de los Esclavistas. Detrás de sí todo era fuego y ruinas.
La armadura del guerrero no era de su medida, y se movía y rechinaba sobre su pecho y sus hombros a cada paso del nauglir. Sentía los avambrazos y las grebas peligrosamente flojos, amenazando con deslizarse de sus miembros. Había tenido poco tiempo para ajustar todas las correas y comprobar que las hebillas estuvieran cerradas mientras una multitud de esclavos descontrolados campaba por sus respetos por la casa de Noros. Cuando logró colocarse el hadrilkar y la armadura del muerto, el recinto estaba ardiendo y esclavos armados salían corriendo a la calle ávidos de derramar más sangre de esclavistas.
Los esclavistas druchii y sus hombres se asomaban al exterior por el otro extremo del callejón, escuchando la conmoción a lo lejos y observando con alarma creciente la columna de humo que salía del recinto de Noros.
—¡Los esclavos de Noros han escapado! —les gritaba Malus a su paso—. Están quemando todo lo que encuentran a su paso. ¡Atrancad las puertas y armad a vuestros hombres!
Los esclavistas se retiraban del camino del noble y empezaban a gritar órdenes a los suyos. Malus seguía al galope esperando que a nadie se le ocurriera preguntarse qué asunto tan urgente tenía entre manos uno de los hombres de lord Tennucyr.
En cuestión de minutos, Malus llegó al pasaje curvo que conectaba los distintos niveles del Arca Negra. Los guardias que cobraban el peaje a los druchii que pasaban fruncieron el entrecejo al ver la marcha que llevaba el noble, pero Malus se limitó a espolear su cabalgadura dispersando tanto a soldados como a ciudadanos al girar a la derecha y dirigirse a los niveles más altos de la fortaleza rodeada por el hielo.
—¡Dad la alarma! —les gritaba a cuantos encontraba—. ¡El barrio de los Esclavistas está ardiendo!
Las figuras aparecían y se retiraban hacia las sombras, mientras Malus subía por la larga rampa, con expresión de ira o de miedo en sus pálidos rostros. Al noble le pareció que olía a humo e imaginó las consecuencias de un incendio de envergadura en las bóvedas cerradas del arca. Justo en ese momento Malus tuvo la sensación de que unas escamas duras rozaban por dentro sus costillas y oyó la voz de Tz’arkan en su cabeza.
—Vas en la dirección equivocada, pequeño druchii —dijo el demonio con frialdad—. Como siempre, vas de cabeza a los brazos de tus enemigos.
Malus sacudió la cabeza y rechinó los dientes ante el repentino regreso del odiado demonio. En cuanto tuvo puestas la armadura y el collar de servicio del guerrero muerto había pensado en dirigir a Rencor hacia abajo por la larga rampa y salir corriendo al helado desierto. Sin embargo, se había dado cuenta de que huir del arca sólo le daría una ilusión de seguridad. Al otro lado de las murallas sería un hombre perseguido por los guerreros del Hag y por los asesinos. Su única esperanza era probar suerte con Balneth Calamidad y confiar en que la enemistad entre el Señor Brujo y Hag Graef —y la misteriosa tregua con Malekith— fueran suficientes para detener a sus enemigos el tiempo suficiente para poder librarse, por fin, del maldito acoso de Tz’arkan.
—¡Qué oportuna tu preocupación! —dijo el noble con sorna—. Especialmente después de haber estado tan callado cuando me cazaron como a un lobo tras el combate en Vaelgor Keep.
—Necio —le espetó el demonio—. Te mantuve vivo después de tu metedura de pata con los hombres de Lurhan y cuando te dejaron erizado de proyectiles. De no haber sido por mí esa infección se hubiera llevado por lo menos tu pierna, y eso si no te mataba después de días de dolor y de delirio. Soy tu aliado más fiel, Darkblade, pero eres demasiado tonto para darte cuenta.
Malus no daba crédito a sus oídos.
—¿Aliado? ¿Acaso me dijiste que era Lurhan quien tenía la daga? No, te burlaste de mí con acertijos. Por lo que a mí respecta no fue sino otro de tus malditos juegos.
—¿Te he mentido alguna vez, Malus? —dijo el demonio entre dientes—. No. Ni una sola vez.
—Pero ¿me has dicho en alguna ocasión toda la verdad? —le replicó el noble—. Responde si puedes. Sé perfectamente que Calamidad es mi enemigo. No hay en Naggaroth nadie que no sepa que Calamidad es mi enemigo, maldito espíritu. Por una vez dime algo útil y explícame el motivo, si es que lo hay, por el cual no debería probar suerte con él.
—Te utilizará contra Hag Graef —respondió Tz’arkan—. Serás una arma con la que apuntará al corazón mismo de la ciudad.
La advertencia era tan absurda que el noble no pudo por menos que reírse.
—¿Es que eres tan simple, demonio? Por supuesto que lo hará. ¿Acaso has pensado que no se me había ocurrido a mí? Es una espada de doble filo, demonio. Él intentará utilizarme para sus fines, y lo mismo haré yo con él. Así es como se juega este juego. —Malus esbozó una sonrisa feroz—. ¡Ningún señor feudal se aprovechará de un druchii de Hag Graef!
Rencor superaba otra revuelta del largo camino ascendente cuando una explosión sonora, estremecedora, sacudió la piedra misma del arca. El ruido se propagó como un trueno, reverberando en los huesos del noble, y todavía no se había desvanecido del todo cuando le siguió otra. Era el toque de un tambor grande y terrible que hacía llegar una portentosa llamada de alarma a todos los túneles y cavernas de la enorme fortaleza. El sonido acentuó más la sonrisa calculadora de Malus. El caos y el pánico eran sus verdaderos aliados en ese momento; cuanto más durara la alarma, tantas más oportunidades tendría de llegar a la fortaleza de Calamidad y de conseguir una audiencia con el propio Señor Brujo. Una parte de su mente no hacía más que maquinar una propuesta que plantear al Señor Brujo y que este no pudiera rechazar.
El tambor seguía con su llamada de alarma cuando Malus llegó al siguiente nivel por encima del barrio de los Esclavistas. Después de atravesar a toda velocidad el oscuro pasaje curvo, se encontró dejando atrás a un sorprendido grupo de guardias de peaje y subiendo por el costado de una enorme caverna. Un espacio enorme, húmedo y oscuro se abría a su derecha y por un momento sintió una especie de mareo ante el cambio súbito del entorno. La cámara era tan enorme que el lado más alejado se perdía en una difusa neblina de luces brujas cuyo resplandor permitía ver los lados relucientes de docenas de columnas de mármol, que se alzaban a una altura de casi treinta metros hacia el techo abovedado. Entre las columnas, Malus entrevio pequeños edificios y callejas más estrechas repletas de druchii armados y resueltos. Luego, la rampa llegó a la parte más alta de la gran cámara y las estrechas paredes de un pasaje subterráneo se volvieron a cerrar en torno a Malus.
Minutos más tarde, el noble olió el aire puro y frío, y se dio cuenta de que se acercaba a la cima del arca. En ese momento, a la vuelta del camino, se oyó el paso medido de soldados marchando, y el noble se apresuró a pegar a Rencor a la pared interior justo a tiempo para evitar la marcha imparable de un regimientos de lanceros naggoritas que acudían a marchas forzadas al combate que se estaba librando abajo. La luz de las lámparas se reflejaba en las superficies curvas de sus petos y relucía como la helada en los hermosos faldares de pesada malla. En sus caras se veía el ansia de combatir mientras pasaban a toda prisa junto a Malus sin una sola mirada de curiosidad.
Un pequeño destacamento de ballesteros seguía a los lanceros y luego una gran tropa de caballeros montados en gélidos que llevaban en sus lanzas pendones negros y rojos. «Es una respuesta rápida y temible», pensó el noble con cierta admiración. Ni siquiera los guerreros de Hag Graef podrían haber reaccionado tan velozmente.
En cuanto hubo pasado el regimiento, el noble espoleó su montura para que apurara el paso, consciente de que el levantamiento no duraría mucho cuando llegaran los guerreros del arca. Tan empeñado estaba en marchar de prisa que no se dio cuenta de que el pasadizo se iba nivelando gradualmente y de que el aire era más limpio, hasta que superó una última revuelta y se encontró avanzando de cabeza y a galope tendido hacia una alta verja de barras de hierro erizada de pinchos como espinas.
—¡Sooo! —gritó Malus, tirando de las riendas y con los ojos desorbitados, mientras Rencor, lentamente, acusaba la orden, pero no podía frenar al resbalar sus pies sobre la piedra pulida.
Avanzaban imparables hacia los aguzados pinchos que se veían cada vez más cerca, hasta tal punto que el noble tuvo que reprimir el impulso de saltar de la montura. En el último minuto, las garras del nauglir consiguieron afirmarse y su tonelada de peso dejó unos profundos surcos en la piedra cuando la bestia de guerra consiguió, por fin, detenerse. La verja se alzaba como un muro a la derecha de Malus, tan cerca que podía tocarla. Un pincho relucía a menos de quince centímetros de su cuello descubierto y otro apuntaba de forma amenazadora a su greba derecha.
Al otro lado de la verja montaba guardia un contingente de lanceros, que con los ojos como platos, habían contemplado la repentina y peligrosa llegada del noble. Malus identificó en seguida al jefe del grupo y lo miró fijamente con mirada dura.
—¡Abre la puerta, maldita sea! —le espetó—. ¡Hay una sublevación general de los esclavos y traigo un mensaje urgente para el Señor Brujo!
El tono imperativo de la voz de Malus hizo que los guardias se lanzaran sobre el torno que controlaba la verja. Al cabo de un momento, se abrió una puerta giratoria con un chirrido, y el noble guió a su gélido a través del estrecho acceso. El capitán de la guardia le gritó algo, pero el noble no le hizo el menor caso, y nuevamente se lanzó al galope.
Superada la verja había un ancho túnel en arco de unos diez metros. Sobre las oscuras paredes grises del otro extremo se reflejaba la luz del sol.
—Ya casi estamos —se dijo Malus, y al cabo de unos instantes, salió a una amplia plaza urbana rodeada por las ciudadelas de la élite de la ciudad.
El noble había pensado que se encontraría con puestos callejeros y con ciudadanos haciendo sus recados, pero se vio en medio de un campamento armado. Compañías de lanceros que vestían negras armaduras estaban formadas por regimientos a uno y otro lado del túnel. Al otro lado de la plaza, la caballería ligera esperaba con nerviosismo, inquietos los caballos de guerra ante la presencia de una gran compañía de caballeros del gélido totalmente desplegados a cierta distancia. Malus sintió que un millar de ojos se volvían hacia él cuando salió de la oscuridad del túnel tratando de no reflejar su sorpresa al darse cuenta de que no tenía la menor idea de adónde iba.
Improvisando sobre la marcha, pasó revista a las torres que se cernían a su alrededor y escogió la que se elevaba por encima de todas las demás y que se destacaba contra un bosque de mástiles erosionados hacia el nordeste. Sin reducir la marcha, Malus atravesó la plaza en esa dirección y se metió en la primera calle que encontró. Suspiró aliviado al ver que no había gritos de alarma ni señales de persecución. No era más que un caballero entre tantos, empeñado en atender a los asuntos de su señor.
Las calles de la ciudad alta estaban desiertas; las puertas de las ciudadelas, cerradas a cal y canto ante el sonido del tambor de alerta. Malus fue haciendo camino por el laberinto de calles con la mayor rapidez posible, sin perder de vista en ningún momento la alta torre. Lenta pero inexorablemente, su azarosa trayectoria lo fue acercando a su objetivo, hasta que, de sopetón, se encontró cabalgando por otra gran plaza que se abría al pie de la ciudadela de Calamidad. También esta estaba atestada de tropas en situación de alerta. Muchos de los soldados llevaban armaduras recién lustradas y armas a las que no había tocado la suciedad del campo de batalla. También en esa ocasión, cientos de ojos se fijaron en Malus cuando entró en la plaza sofrenando a Rencor. El noble se dio cuenta de que esa no era una milicia de ciudadanos convocada por las revueltas en el barrio de los Esclavistas. Eran tropas regulares, muchas de ellas equipadas con pertrechos sin estrenar de los arsenales del Señor Brujo. Calamidad estaba ampliando su ejército. El Arca Negra estaba en pie de guerra.
Malus apenas tuvo tiempo de considerar las implicaciones de ese movimiento mientras cabalgaba hacia una verja de hierro alta, imponente, que se alzaba al pie de la ciudadela de Calamidad. Una falange de lanceros con armadura montaba guardia ante la puerta y sus lanzas apuntaron al noble, que se aproximaba. A cada lado de la falange de arqueros, media docena de ballesteros también apuntó cuidadosamente a Malus, lo que le hizo pensar en sus heridas.
El capitán de la compañía de la guardia dio un paso adelante con su espada apuntando al suelo, por el momento.
—¡Alto! —ordenó—. Qué asunto os trae.
—Sirvo a lord Tennucyr —respondió Malus, deteniendo a Rencor a unos diez metros del capitán—. Traigo un mensaje urgente para el Señor Brujo.
El noble reprimió el impulso de ordenar al hombre que se apartara. Este no era un cobrador de peaje temeroso de provocar la ira de un noble. Amenazar al capitán no haría más que atraer sobre él una atención que no deseaba.
A pesar del tono formal del noble, el capitán frunció el entrecejo.
—¿Tennucyr, decís?
Malus hizo una pausa al percibir la sospecha en la voz del capitán. Sopesó muy bien su respuesta.
—Fui enviado al barrio de los Esclavistas por mi señor para evaluar allí la situación y ahora debo presentar mi informe al Señor Brujo. —Impulsivamente, añadió—: Varios recintos están ardiendo, capitán. El tiempo es de vital importancia.
Ante eso, el capitán asintió.
—Muy bien —dijo, y dio orden a sus lanceros de que abrieran paso. A continuación se volvió hacia las almenas que dominaban la verja—. ¡Un mensajero para el Señor Brujo! —declaró con voz potente—. ¡Abrid la verja!
Hubo un par de golpes sordos cuando se quitaron los pernos, y la verja de casi cinco metros de altura se abrió sin apenas hacer ruido. Malus hizo una breve reverencia al capitán y mantuvo una expresión cuidadosamente neutra mientras espoleaba a su montura y entraba en la ciudadela de Balneth Calamidad. Al entrar en un corto túnel que atravesaba la gruesa muralla de la ciudadela, el demonio susurró:
—Te lo advertí, Darkblade. No lo olvides cuando la trampa se cierre sobre ti.
—Di las cosas claras o cállate, demonio —dijo Malus con desdén—. Hasta ahora no me has dicho nada que yo no supiera.
El túnel daba a un pequeño patio rodeado de establos, un corral para nauglirs y un herradero. En el centro del espacio abierto se alzaba una imponente estatua de un druchii lujosamente ataviado, que portaba un bastón con runas grabadas. Un palafrenero esperó a que Malus se detuviera y desmontara, y el noble le entregó las riendas.
—Mantenlo ensillado a menos que se te indique lo contrario —le dijo antes de dirigirse con paso ágil a la entrada de la ciudadela.
Malus reprimió el impulso de sujetarse y acomodarse la incómoda armadura al acercarse a la puerta de madera rematada en arco de la ciudadela. La puerta se abrió silenciosamente cuando se aproximó, y un sirviente de librea salió a su encuentro en el umbral.
—¿Dónde está el Señor Brujo? —le preguntó al sirviente con tono imperativo.
El hombre hizo una reverencia y se apartó para darle entrada al vestíbulo de la ciudadela.
—Mi señor celebra consejo en sus habitaciones privadas —dijo con la mirada baja—. No debe ser interrumpido, temido señor.
—Eso seré yo quien lo juzgue —le espetó el noble—. Traigo un mensaje urgente para él de los hombres que combaten en el barrio de los Esclavistas. Llévame a su presencia.
El sirviente no lo dudó.
—En seguida, temido señor —dijo el hombre en voz baja antes de volverse y conducir a Malus por el pequeño vestíbulo hacia la gran cámara que había al otro lado.
La sala principal de la ciudadela era un espacio amplio, circular, hecho de una sola pieza de piedra gris y adornada con tapices arcaicos en los que se representaban las hazañas de brujos muertos hacía ya mucho tiempo. El techo abovedado se alzaba a casi diez metros por encima de la cabeza de Malus, y cuando miró hacia arriba quedó boquiabierto al ver una luna brillante y numerosas estrellas destacadas sobre un cielo de terciopelo negro. La luz de la falsa luna era la única iluminación de la sala, y envolvía el estrado y el trono de hierro que se alzaban en el centro de la sala con una pátina de bruñido peltre. En hornacinas que rodeaban toda la sala había estatuas de brujos y brujas, cuyas caras de mármol se veían sorprendentemente vibrantes bajo aquella luz irreal. Al otro lado del estrado, la estatua de un dragón sin alas formaba una columna en espiral que se alzaba hacia la oscuridad. La falsa luna arrancaba un brillo iridiscente a las escamas del dragón, hechas de madreperla machacada.
La grandiosidad de la estancia hizo que Malus se detuviera. El aire estaba cargado de antigüedad y solemnidad y, por primera vez, el noble tomó conciencia de que estaba en el interior de una torre que se había alzado en Nagarythe hacía miles de años. Era una pervivencia de glorias pasadas, y Malus se sorprendió ante la repentina sensación de pérdida que lo asaltó a la luz imperturbable de estrellas olvidadas.
«No perdonaré ni olvidaré —juró para su adentros—. Muerte y ruina a los hijos de Aenarion por todo aquello de lo que nos han despojado».
El sirviente marchaba con rapidez por el reluciente suelo de mármol, ajeno a las maravillas que lo rodeaban. Malus se sacudió la ensoñación y se dio prisa para no perder a la figura que se alejaba. Al acercarse al imponente dragón de piedra, vio que la estatua era, en realidad, una escalera hábilmente construida que llevaba hacia las plantas superiores de la torre. Los escalones eran altos y estrechos, y no había nada en qué apoyarse al subir; pero el sirviente subía con paso rápido y ágil. El noble lo siguió con decisión, centrando su atención en los pies del sirviente apenas unos escalones por encima del nivel de sus ojos.
Se internaron en un fantasmal cielo nocturno. Malus se dio cuenta de que la luz de las supuestas estrellas no producía calor, pero el aire estaba cargado de olor a hechicería. Cuando extendió la mano para tocar la brillante luna, sus dedos la atravesaron sin dificultad y sintió en la piel el cosquilleo de la energía mágica.
Se fueron introduciendo en el falso crepúsculo, hasta que sus pasos se perdieron totalmente en las sombras. Dejaron atrás la sala principal y, después de un rato, Malus pudo entrever apenas el contorno de otras plantas de la torre mientras pasaban a oscuras. Volvió a sentir la magia en la piel y sospechó que algún conjuro de protección lo mantenía aislado de las zonas de la torre que Calamidad no quería que vieran los extraños.
Por fin, el sirviente detuvo su ágil ascenso y, dando un paso hacia un lado, abandonó la escalera. Malus lo siguió rápidamente, temiendo en el fondo que si no seguía el paso de su guía, jamás podría librarse de las garras del dragón. Apartarse de la escalera fue como salir de la noche a un falso amanecer. Malus pasó de estar escrutando una penumbra crepuscular a encontrarse en una habitación iluminada con un débil resplandor que parecía el del sol naciente. La cámara era más pequeña, pero no menos espléndida que la sala principal. Había antiguos tapices colgados a intervalos regulares a lo largo de la pared circular, alternando con estatuas de criaturas arcanas como hidras, basiliscos y grifones. La iluminación era tenue y sombría, y el aire estaba perfumado con el aroma leve del incienso. Al otro lado de la cámara había una arcada con puertas de roble negro y herrajes de hierro bruñido. En las bandas de hierro decorativas de la superficie de la puerta estaban representados un par de dragones enzarzados en una pelea en pleno vuelo por encima de una cordillera de empinadas montañas.
El sirviente se dirigió sin el menor ruido hacia la puerta y, por todo lo que lo rodeaba, Malus dedujo que habían llegado a las habitaciones privadas de Calamidad. El noble respiró hondo y adoptó un aire de compostura, acomodándose con impaciencia el hadrilkar, que no se adaptaba a su cuello. Arrojaría a un lado el maldito artilugio en cuanto fuera introducido a la presencia del Señor Brujo. Ya había sido bastante mortificante llevar el dichoso collar de servicio de camino a la torre, y no estaba dispuesto a llevarlo en presencia de otro noble.
Malus estaba pensado en cómo iba a plantear su oferta al Señor Brujo cuando el sirviente apoyó una mano en la puerta con herrajes de hierro y se hizo a un lado de forma respetuosa. La puerta se abrió lenta y silenciosamente en el preciso momento en que un noble con armadura avanzaba con pasos pesados desde el otro lado, flanqueado por su guardia personal.
Lord Tennucyr se detuvo justo a tiempo para no chocar con la puerta que se abría y miró con expresión hosca al hombre que esperaba al otro lado. Frunció el entrecejo con extrañeza al reconocer el collar que llevaba Malus al cuello y, a continuación, abrió mucho los ojos al darse cuenta de quién era el que lo lucía.
—¡Tú! —gritó Tennucyr—. Pero ¿cómo?
Malus disimuló su sorpresa con una sonrisa displicente.
—Me temo que es una historia muy larga. Digamos que tengo un talento especial para armar jaleo, y dejémoslo ahí.
El lord naggorita empalideció de rabia. Desenvainó su espada y apuntó con ella a la garganta de Malus.
—¡Asesino! —gritó—. ¡Matadlo!
Los hombres de Tennucyr se deslizaron rápidos como anguilas al lado de su señor, esgrimiendo sus relucientes aceros. Malus alzó la mano en gesto de protesta.
—¡Señor mío, estáis cometiendo un error! —dijo rápidamente, pero ya los dos guardias estaban sobre él con sus espadas dispuestas a asaltarlo como víboras.
Malus retrocedió ante el avance de los dos hombres y buscó a tientas su propia arma. Los dos hombres avanzaron a uno y otro lado del noble, aprovechando su ventaja y tratando de alcanzarlo en los codos y las rodillas. Las junturas de las placas de la armadura eran los puntos más débiles y los hombres estaban muy versados en el arte de derribar a caballeros vestidos con ella. Una espada cogió de refilón la articulación del codo derecho de Malus ladeando la pieza mal ajustada y trabando momentáneamente la juntura. El segundo guardia asestó el golpe hacia abajo y dio en la articulación de la rodilla izquierda, lo que hizo saltar los remaches y abrió la protección metálica. Malus sintió un estallido de dolor en su maltrecha rodilla y apenas tuvo tiempo de bajar la espada para bloquear una fiera cuchillada dirigida a su garganta por el hombre de la derecha.
El noble reprimió un juramento de rabia. Lo que menos necesitaba en ese momento era una pelea. Si Balneth Calamidad estaba en la cámara contigua, en segundos podía intervenir su guardia personal dando por tierra con cualquier posibilidad de exponer su caso ante el Señor Brujo. La desesperación lo llevó a invocar entre dientes a Tz’arkan.
—Demonio…
—No pidas más, necio —le soltó Tz’arkan—. Te he dado todo lo que tenía intención de darte. Lo que suceda ahora será por tu cuenta y riesgo.
Malus rugió de rabia y se abalanzó contra los dos guardias para lanzarles furiosos mandobles a la cara y recuperar en parte la iniciativa. Los guerreros perdieron el equilibrio por un momento y luego empezaron a trazar un círculo en torno a Malus desde lados opuestos. El noble reprimió el impulso de girar junto con ellos. Si se movía para no perderlos de vista, le daría la espalda a Tennucyr, que estaba apartado, espada en mano, esperando la oportunidad para atacar.
Malus sentía un dolor insoportable en el hombro, la pierna y el brazo, y le ardían los miembros al acercarse al límite de sus escasas fuerzas. Tenía que hacer algo, o todo estaba perdido.
Malus miró fijamente a Tennucyr en el preciso momento en que los dos guardias se lanzaban sobre él por ambos lados. El señor naggorita esbozó una sonrisa inclemente, y llevado por un impulso, Malus le lanzó su espada a la cara y cargó contra él.
La sonrisa de Tennucyr desapareció al ver la espada de Malus que daba vueltas en el aire delante de su cara, pero el aristócrata era hábil y rápido, y agachándose puso su propia arma en el camino de la otra para desviarla. Sin embargo, antes de que consiguiera recuperarse, Malus chocó con él y le hizo perder pie. Los dos nobles cayeron al suelo y se deslizaron por el enlosado pulido atravesando la puerta.
La habitación del otro lado estaba tenuemente iluminada y olía a humo de especias. A través de los remolinos de humo se veía el resplandor rojizo de los braseros encendidos que hacía resaltar los pesados tapices colgados de un techo invisible. Los tapices estaban dispuestos de una manera arcaica, que subdividía la cámara en espacios más reducidos, ocultando las actividades de sirvientes y guardias que atendían a los nobles reunidos en el centro de la cámara.
Malus abarcó todo eso con la mirada mientras apretaba con la mano la muñeca con la que Tennucyr sostenía la espada y hacía caer el arma al suelo. Su otra mano se cerró sobre la garganta del lord naggorita. Tennucyr abrió mucho los ojos y, con la mano que le quedaba libre, empezó a manotear tratando de alcanzar a Malus en el brazo y la cabeza. Malus oyó pasos a la carrera a sus espaldas y, sabiéndose casi perdido, alzó la cabeza hacia las figuras reunidas en la cámara central de la estancia.
—¡Balneth Calamidad! —gritó—. ¡Señor Brujo del Arca Negra! Soy pariente tuyo y he venido a ofrecerte algo.
El noble oyó los juramentos de burla de los hombres de Tennucyr, que entraban corriendo en la habitación. Malus tensó el cuerpo, presintiendo que le clavarían una espada en la parte posterior del cuello, pero una de las figuras oscuras que estaban delante de él se irguió levemente y alzó una mano imperativa.
—Ya basta —dijo con voz fría y autoritaria, y Malus oyó que los hombres que tenía a sus espaldas se paraban en seco. A continuación, la mano le hizo señas de que se acercara—. Soltad a mi primo y aproximaros, Malus de Hag Graef —dijo la figura—. Me interesa saber qué es lo que tenéis que ofrecerme.
Malus sintió un gran alivio. Con un esfuerzo, soltó a Tennucyr y se puso de pie a duras penas antes de echar mano del hadrilkar que llevaba al cuello y desprenderlo para arrojarlo al pecho de Tennucyr. Acto seguido, se acercó al Señor Brujo.
La penumbra se abrió como si fuera niebla al aproximarse Malus a los naggoritas allí reunidos. Balneth Calamidad se reclinó en su enorme trono formado de espinoso ébano y con tallas de cacerías de dragones. El Señor Brujo llevaba una armadura de hermosa factura recubierta de oro y plata, y el pelo negro le caía, suelto, sobre los estrechos hombros. Calamidad era un hombre apuesto, con su peculiar mandíbula cuadrada y sus pómulos altos y achatados. A Malus le recordó inmediatamente a su madre, Eldire, hermana de Calamidad y antigua vidente. El nuevo oráculo del Señor Brujo, una mujer de aspecto sorprendentemente juvenil, estaba sentada a su izquierda, un poco más atrás, y sostenía un reluciente orbe verde en sus delgadas manos. Tenía una figura voluptuosa, el pelo blanco y penetrantes ojos negros, y en sus facciones afiladas lucía una expresión de júbilo recóndito al observar a Malus que se acercaba.
El noble se preguntó qué sabría esa maldita bruja.
Otros tres aristócratas formaban una especie de semicírculo delante de Calamidad. Todos ellos estaban reclinados en sus sillones de ébano y miraban a Malus fijamente. También ellos llevaban armadura y estaban sentados en torno a una mesa baja en la que estaba desplegado un pergamino con un mapa del norte de Naggaroth. La parte del mapa que ocupaba el centro de la mesa correspondía al Camino de la Lanza entre el Arca Negra y Hag Graef.
Entonces se dio cuenta Malus contra quiénes iba a marchar el ejército de Calamidad. Sonrió, inclinando la cabeza en respetuoso saludo.
—Ya veo que habéis oído la noticia —dijo.
Calamidad miró a Malus con detenimiento, aunque su expresión no dejaba traslucir nada de lo que pensaba.
—¿Es cierto? —preguntó—. ¿Ha muerto Lurhan?
Malus asintió.
—Tu enemigo más encarnizado ya no existe, temido señor. Lo maté yo mismo. Y ahora vengo a ofreceros una alianza como primo y como enemigo de Hag Graef.
—¿Una alianza? ¿De verdad? —Balneth sonrió, pero la alegría no se extendió a las motas de obsidiana de sus ojos—. ¿Y qué queréis a cambio?
—Sólo lo que es el derecho de cualquier noble: propiedad y posición dentro de tu reino y un lugar en tu ejército. —Malus se volvió hacia Tennucyr, a quien estaba ayudando uno de sus hombres a ponerse de pie—. Podríais darme sus posesiones, por ejemplo.
—¿Mis posesiones? —Tennucyr no podía creer lo que oía—. ¡Soy el primo del Señor Brujo!
—Pero yo soy su sobrino —replicó Malus—, a quien vos capturasteis, torturasteis y tratasteis de vender como un esclavo en la casa de maese Noros. —El noble miró a Calamidad con gesto inquisitivo—. Si no me equivoco, incluso según las leyes del Arca Negra, eso podría considerarse traición. Por eso os podrían desnudar y empalar sobre las murallas del arca, señor mío. A mi entender, sólo desposeeros de vuestras posesiones sería demasiado generoso.
Ahora la sonrisa del Señor Brujo se acentuó.
—Ya empiezo a ver un aire de familia —dijo—. Decidme: ¿hay alguna posesión en especial que os gustaría arrebatarle a mi primo?
Malus frunció el entrecejo. Había estado pensando específicamente en recuperar las reliquias del demonio, pero no tenía intención de revelar su importancia ni a Calamidad ni a ningún otro.
—Yo… no estoy seguro de lo que queréis decir, temido señor.
Calamidad alzó un guantelete e hizo un leve gesto. De inmediato, una guerrera se deslizó silenciosamente desde detrás de una colgadura cercana y se puso de rodillas junto a su señor. Sostenía en las manos una pulida caja de madera, que le entregó a Calamidad para que la inspeccionara. Calamidad alargó la mano y abrió la tapa de la caja con su dedo cubierto de acero. Dentro de la caja, sobre terciopelo rojo, estaban el Octágono de Praan, el Ídolo de Kolkuth y la Daga de Torxus.
—¿Tal vez ahora me entendéis mejor, Malus de Hag Graef?
Tz’arkan se removió, incómodo, en el pecho de Malus, constriñéndole el corazón. El noble procuró mantener un tono reposado.
—No entiendo.
Calamidad se rió: un sonido hueco, sin sentimiento.
—Vuestra llegada no nos ha cogido por sorpresa, Malus. De hecho, había sido anunciada. —El Señor Brujo buscó la mano de la vidente y la sostuvo en la suya mientras una fugaz sonrisa iluminaba las crueles facciones del oráculo.
Malus se dispuso a decir algo, pero le faltaron las palabras. Mentalmente trataba de entender las implicaciones de lo dicho por Calamidad y tuvo la sensación de que la habitación daba vueltas a su alrededor. Calamidad se rió y sus hombres lo acompañaron, mientras que una estridente carcajada extrañamente familiar salía de entre las sombras.
El noble se volvió y se abalanzó hacia la puerta, buscando una espada que ya no poseía. Los hombres de Tennucyr se apresuraron a bloquear la salida, pero entonces Malus oyó un siseo, y el aire se cargó de fuerza a su alrededor. El noble sintió como si una red de fuego invisible se hubiera cerrado en torno a él y lo inmovilizara. Haces de calor lacerante recorrieron la superficie de su armadura y, sin saber cómo, quemaron la piel que había debajo. Malus soltó un gruñido de furia, pero la magia lo tenía atenazado.
Malus observó que la fiera expresión de Tennucyr y sus hombres se convertía en un terror atávico; sin decir una sola palabra al Señor Brujo, abandonaron la cámara. El noble oyó otro siseo, y los hilos de fuego que lo rodeaban se retorcieron y contrajeron, obligando a sus miembros a obedecer a una voluntad que no era la suya. Lentamente, titubeando, se volvió de frente al Señor Brujo, con una expresión que era una máscara de miedo y de odio. La aguda carcajada continuaba y se acercaba cada vez más.
Balneth Calamidad seguía reclinado, con un brillo de triunfo en los negros ojos. Dos figuras salieron de la oscuridad detrás del trono. Una era contrahecha, temblorosa, y su risa era la de un loco. La otra vestía una capa y se cubría con una capucha, era de estatura mediana y sostenía a la primera con su mano tendida.
—Estaréis a nuestro servicio, Malus Darkblade —dijo Balneth Calamidad—. Podéis estar seguro de ello. Ya habéis cumplido nuestro mandato y habéis matado al vaulkhar de Hag Graef. Pronto os convertiréis en el instrumento de la derrota absoluta del Hag.
La figura que reía avanzó hacia la penumbra teñida de rojo. Mechones ralos de pelo negro y lacio caían a los lados de un rostro joven cruzado con unas cicatrices profundas y mal cerradas. Dos anillos de plata lucían en el muñón de su oreja derecha y una perilla gris e irregular era el único pelo que quedaba en la cabeza estragada del hombre.
Malus lo reconoció de inmediato.
Fuerlan, el hijo de Balneth Calamidad y antiguo rehén del Arca Negra en Hag Graef, miró a Malus con ojos en los que no había ni rastro de piedad ni de cordura. Cuando habló, su voz rechinaba como cristal roto, quebrada por las horas de gritos de agonía.
—Y cuando tomemos esa ciudad maldita tendréis el honor de colocar la corona del drachau sobre mi cabeza —dijo Fuerlan en un susurro cargado de odio.
Malus temblaba; apresado en la trampa embrujada, impotente en poder de sus enemigos.
«Tz’arkan tenía razón —pensó—. Madre de la Noche, protégeme, el demonio tenía razón».
Viendo quizá el horror en los ojos de Malus, Fuerlan echó atrás la cabeza y rió como un loco. En ese momento, la figura que acompañaba a Fuerlan retiró su mano del brazo del naggorita y apuntó con un dedo pálido a la frente de Malus. Al hacerlo, la luz de los braseros llegó a las profundidades de su capucha y Malus vio un par de ojos oscuros, cargados de odio que le resultaban familiares y que quemaban los suyos.
«¡Nagaira!», pensó. Luego el dedo se apoyó levemente en su frente y el mundo se disolvió en una explosión de luz blanca.