12
Al Arca Negra
—A despertar, Darkblade. —La voz burlona sonó dentro de su cabeza—. A despertar. ¿O quieres pasar el resto de tu corta vida encadenado?
Las palabras reverberaron en la oscuridad como el repiqueteo de una campana. Malus se removió un poco; oleadas de dolor lacerante surgieron de las quemaduras de la pierna y del brazo. El feroz dolor hizo desaparecer el resto de los efectos del hushalta, y al cabo de unos instantes, estaba despierto. Otra vez estaba boca abajo, atravesado en la parte trasera de un nauglir en movimiento y atado de pies y manos. Sentía una especie de nudo en el estómago vacío, y el regusto a cobre quemado del hushalta le producía una sed rabiosa. Una repentina ráfaga de viento le clavó sus heladas garras en la espalda y el cuello haciéndolo tiritar, aunque también dio las gracias al darse cuenta de que ya no tenía fiebre. La feroz cauterización llevada a cabo por el señor druchii había conseguido erradicar las infecciones que se cebaban en su carne.
Malus oyó una risilla seca a cierta distancia por detrás de él.
—Acabo de verlo estremecerse, Hathan —dijo una voz divertida—. Después de todo da la impresión de que va a vivir lo suficiente para llegar al arca. Espero que no te olvides de que me debes una botella de Vinan.
El noble oyó el crujido de una silla de cuero cerca del oído. Una mano enguantada lo cogió por el pelo y le echó la cabeza hacia atrás brutalmente. El movimiento cogió a Malus por sorpresa. Por instinto, procuró mantener el cuerpo relajado e inmóvil.
—Son las sacudidas de la muerte —dijo una voz áspera, tan cerca que Malus pudo oler el apestoso aliento del druchii—. Hay una buena subida por la escalera sur. Estará frío y tieso antes de que lleguemos arriba.
Malus oyó la risa del primer caballero y el puño lo golpeó sin anunciarse. La mejilla del noble rebotó contra la piel escamosa del nauglir, y otra oleada de dolor feroz le atravesó el pecho y el brazo. También en ese caso se propuso no mostrar la menor reacción. Los dos caballeros se sumieron en el silencio y después de unos momentos el noble reconoció los pasos rítmicos del nauglir sobre terreno pavimentado. Por delante empezaban a discernirse otros ruidos: el crujido de las ruedas de una carreta y los mugidos del ganado, así como murmullos de rústicas voces druchii. Lenta y cautelosamente, el noble abrió apenas los ojos pegoteados y trató de ver dónde se encontraba.
Estaban en un camino, eso estaba bastante claro. Malus vio las piedras negras del pavimento orladas de hielo y que cubrían una anchura suficiente como para permitir el paso de dos jinetes a la vez. Los gélidos subían una larga y suave pendiente hacia lo que parecía un empinado acantilado de roca y hielo que se elevaba muchos metros en el aire. El noble abrió un poco más los ojos y siguió la rugosa superficie de piedra hasta la cima. Estaba seguro de ver allá arriba los muros negros e imponentes de una fortaleza y una profusión de torres circulares entre las cuales había restos astillados de gigantescos mástiles de roble, como los que tienen los barcos de vela. El acantilado era el lateral de un enorme trozo de roca rematado nada menos que por una pequeña ciudad dominada por la fortaleza de un jefe supremo. Era la tristemente célebre arca rodeada por el hielo: el Arca Negra de Naggor, sede del supuesto Señor Brujo Balneth Calamidad.
Al frente de la columna que avanzaba, Malus vio un movimiento entre los mercaderes y nobles menores que trataban de calmar a sus inquietas monturas y apartarse a un lado del camino para dar paso a los caballeros. Un poco más adelante, había un arco de oscura piedra gris en la base del arca, y ante él montaba guardia una compañía de lanceros. Como en cualquier otra ciudad druchii había una entrada y salida constante por ese arco, pero este conducía a los túneles que formaban un laberinto dentro de la propia ciudad.
Gran parte de la ciudad estaba oculta dentro de la roca, como Malus sabía; había sido excavada por manos druchii y acabada más tarde por esclavos enanos, después de que el arca quedara encallada en el lejano norte. Sólo los ciudadanos más ricos e influyentes del arca tenían el privilegio de vivir en las antiguas torres, mientras que el resto vivía, como los gélidos, en los laberintos inferiores.
Era la primera vez que Malus veía de cerca una de las famosas arcas. Gracias a cascos de piedra como esos se habían salvado los druchii cuando Nagarythe se había perdido bajo las olas hacía miles de años. De hecho, el casco era un trozo de la propia Nagarythe. Cuando el gran cataclismo golpeó la parte septentrional de Ulthuan, había algunas ciudades y fortalezas protegidas por embrujos tan poderosos que sobrevivieron al embate de las olas cuando el resto de la tierra desapareció a su alrededor. Se mantuvieron sobre las furiosas olas como islas flotantes y en ellas se salvaron todos los elfos del norte que quedaban. Las propias arcas transformaron al pueblo de Nagarythe en los druchii, o al menos eso decían las leyendas.
Ante la pérdida de todo lo que habían conocido, los pobladores de las arcas se vieron ante la disyuntiva de abandonar sus refugios a la deriva y quedar a merced del resto de los ulthuanos o endurecer sus corazones y sobrevivir por su cuenta. Los druchii escogieron el camino del desafío, erigiendo tremendos mástiles y modificando sus hechicerías para transformar los cascos en fortalezas oceánicas. Así nacieron las Arcas Negras.
Cuando los druchii llegaron a Naggaroth muchas de las arcas quedaron varadas a lo largo de la costa oriental, convirtiéndose en puestos de avanzada para conquistar el continente. De las restantes, la mayoría permaneció en el mar como feudos flotantes que aterrorizaban al Viejo Mundo con sus pequeñas flotas de corsarios. No fue ese el caso del Arca Negra de Naggor. Cuando los druchii llegaron a sus nuevas tierras, Malekith quiso hacer una demostración de fuerza que hablase de su dominio sobre el nuevo territorio y sobre el pueblo druchii en su conjunto. Fue así, según se cuenta, que recurrió a los magos de Naggor, otrora famoso centro de conocimiento arcano en Nagarythe, y les ordenó crear un conjuro capaz de transportar su propia arca al continente y crear una sede literal y simbólica de poder desde la cual pudiera gobernar.
Los magos de Naggor acataron la orden y con un coste enorme trasladaron el arca de Malekith cientos de leguas tierra adentro, creando las bases de la gran ciudad fortaleza de Naggarond. Pero no se quedaron ahí. No había transcurrido mucho tiempo cuando trasladaron su propia arca incluso más hacia el norte que la sede del poder del propio Malekith. Algunas leyendas afirmaban que los magos sólo querían tener ocasión de seguir adelante con sus estudios en privado, lejos de las mezquinas intrigas del reino, mientras que otras abordaban el tema con más cinismo y decían que los naggoritas pretendían enviar un mensaje a Malekith, para recordarle al Rey Brujo que su poder le había permitido establecer su preeminencia.
Al poco tiempo, Malekith prohibió que los hombres practicaran la brujería, enviando a su vez un mensaje a los naggoritas.
La columna siguió avanzando por el camino hacia la puerta, hasta que Malus oyó una voz que oficiosamente ordenó a los caballeros que hicieran alto.
—¿Quién va? —preguntó el comandante de la compañía de la guardia.
—Lord Tennucyr y sus guerreros, con un prisionero y un nauglir para el mercado de carne —respondió uno de los guerreros con mal disimulado disgusto.
Malus pensó en Hauclir y en sus denodados intentos de extorsión cuando él era capitán de la guardia en Hag Graef, y se preguntó si esas prácticas también estarían extendidas en las puertas de las fortalezas por toda la Tierra Fría.
De ser así, lord Tennucyr no estaba para juegos.
—¡Hazte a un lado, gusano! —bramó, elevando su voz por encima de la de su guerrero y de la del capitán de la guardia.
Hubo ruido de pasos apresurados y la columna volvió a ponerse en marcha. Al cabo de unos momentos, Malus vio que el arco de la gran puerta y sus enormes puertas con refuerzos de hierro pasaban a su lado y, a continuación, los caballeros se sumergieron en el bullicio oscuro y maloliente de la parte interior de la ciudad.
Nada más atravesar la puerta había una caverna de techo bajo, ruidosa y rebosante de actividad, que se parecía mucho a cualquier plaza de mercado de Naggaroth. Sirvientes, soldados, esclavos y ciudadanos se mezclaban haciendo sus recados diarios. Enormes lámparas brujas ardían en columnas de piedra que se alzaban a intervalos por toda la plaza; la luz fría no contribuía demasiado a desvanecer la oscuridad en un espacio tan enorme, y los habitantes de la ciudad y los puestos del mercado estaban envueltos en unas sombras fantasmagóricas.
Malus veía pasar a su lado rostros pálidos como fantasmas sin cuerpo que los contemplaban a él y a los caballeros con cara totalmente inexpresiva. El noble tuvo la sensación de que las manos invisibles de la bulliciosa multitud ejercían presión sobre él. «Es como estar enterrado en vida», pensó, ansiando súbitamente un soplo de viento fresco y el contacto del desvaído sol del norte.
Los jinetes giraron a la izquierda en la plaza y fueron abriéndose camino entre la multitud, hasta que llegaron a una rampa amplia e iniciaron un sinuoso ascenso hacia las sombras. Había otro grupo de guardias al inicio de la rampa que cobrara peaje a los druchii que subían o bajaban por el camino. Los sirvientes y los nobles que iban a pie pagaban a los guardias por el uso del túnel, lo cual, según sospechaba Malus, era otro recurso para evitar que las masas se desplazaran de un lugar a otro de la ciudad. Los soldados echaron una mirada a lord Tennucyr y a sus hombres, y rápidamente despejaron el camino para permitir que la columna pasara con comodidad.
Cabalgar por el camino curvo no era muy diferente de subir la escalera de caracol de una torre druchii, sólo que superar cada nivel llevaba casi media hora. Malus los iba contando. Habían pasado seis cuando los jinetes se detuvieron de golpe y Tennucyr hizo circular hasta el final de la línea una serie de órdenes. El noble oyó que el caballero que iba montado a su lado asentía con un gruñido y, a continuación, apartaba su montura de la columna.
Malus mantuvo los ojos entreabiertos y vio que atravesaban una pequeña plaza desierta para entrar después en un pasadizo mal iluminado, que se iba internando en la roca. Unos pies grandes golpeaban la piedra detrás de ellos, acompañados por el rítmico tintineo de una pesada cadena. Malus se arriesgó a echar una rápida mirada hacia atrás y vio a Rencor, que era conducido tras él, despojado de sus arreos, y por primera vez cayó en la cuenta de que Tennucyr tenía en su poder no sólo su espada y su armadura, sino también las tres reliquias que tanto le había costado conseguir. Tuvo que controlar un acceso de pánico. «Sé quién las tiene —se dijo—, y las voy a recuperar, preferiblemente sobre el cuerpo muerto de Tennucyr».
El pasadizo era tan plano y liso como un camino, y olía a caballo y a nauglir. A su paso veía puertas y ventanas abiertas en la piedra a intervalos regulares. No era muy diferente de recorrer una calle estrecha en una ciudad a una hora avanzada de la noche. En el aire flotaban sonidos familiares: el restallar de látigos y el arrastre de cadenas, gritos y órdenes destempladas, y el rechinar de las puertas de jaulas al cerrarse. Estaba en el barrio de los Esclavistas del arca rodeada por el hielo, donde los mercaderes compraban y vendían su mercancía viva tanto para las torres de los nobles como para las casas de placer.
Siguieron su marcha durante varios minutos, y a medida que se internaban en el barrio, Malus notó que los distintos edificios estaban separados por callejones estrechos y mugrientos, y que las propias estructuras tomaban la forma de fortalezas macizas de gruesos muros. Eran los recintos de los traficantes más prósperos de la ciudad, construidos para alojar a cientos de esclavos y para funcionar como lugar de entrenamiento para los que estaban destinados a los fosos de combate de la ciudad. El nauglir pasó junto a tres de esas imponentes estructuras antes de detenerse frente a una cuarta. Malus observó que la fachada del recinto de los traficantes de esclavos tenía grabados bajorrelieves de escenas de lucha, tal vez para hacer publicidad de famosos guerreros que habían salido de las filas del propietario.
Hubo una repentina sacudida cuando el nauglir se sentó sobre sus cuartos traseros. Rencor lo imitó con un ruido de cadenas. Se oyó el crujido del cuero de la silla al desmontar el caballero, y Malus sintió que el hombre lo cogía por la parte trasera del kheitan y lo sacaba a rastras del lomo del gélido como si fuera una bolsa de grano. Cayó al suelo con fuerza suficiente como para quedarse sin aire en los pulmones. Por mucho que lo intentó, no pudo evitar hacerse una bola sobre el camino y boquear para recuperar el aliento.
El guerrero maldijo en voz baja al ver las débiles señales de vida de su prisionero.
—Me vas a costar una botella de buen vino —dijo, dándole un puntapié en la espalda.
Él hombre se acercó a las dobles puertas del recinto y llamó con la empuñadura de su espada. Pasaron largos minutos hasta que se abrió una mirilla en una de las puertas.
—Maese Noros no está aquí —dijo una voz de hombre—. Vuelve más tarde.
—Abre la puerta —gruñó el caballero—. Tengo un prisionero y un nauglir para vender, con los saludos de lord Tennucyr.
—¿El primo del Señor Brujo?
—El mismo.
Hubo un sonoro chasquido al cerrarse la mirilla y, a continuación, el ruido de los goznes al abrirse la puerta. Un druchii flaco y encorvado se asomó tímidamente. Iba cubierto con ropa sucia y con un kheitan pardo descolorido, y llevaba al cinto una porra y un látigo enrollado. El sirviente hizo una reverencia de compromiso al guerrero y dirigió hacia Malus su nariz larga y rota.
—¿Este? Parece medio muerto.
El guerrero volvió la cabeza y escupió.
—El bastardo tendría que estar muerto del todo, pero es o demasiado mezquino o demasiado necio para entenderlo. Es duro para ser un hombre de ciudad.
—Eso no es decir mucho —dijo el sirviente, poniéndose en cuclillas y entreabriendo uno de los párpados de Malus—. Debería estar camino del féretro en algún lugar —musitó con desdén—. ¿Y qué hay del nauglir?
—¿No lo ves ahí, estúpido?
—¿Esa enanez? ¿Por quién me tomas? Si maese Noros se encontrara aquí, estaría planteando una cuestión de honor. ¡Es un insulto!
—¿Te parezco un aprendiz de panadero, gusano estercolero? No estoy aquí para regatear contigo. Lord Tennucyr me dijo que trajera este lote a la casa de Noros para venderlo, y aquí estoy.
—Está bien, está bien. No hace falta gritar tanto —dijo el sirviente con tono conciliador. El hombre volvió arrastrando los pies hasta la entrada y lanzó un agudo silbido—. Suéltalo —le dijo al guerrero.
—¿Por qué?
—Quiero ver si tiene fuerza suficiente para tenerse de pie. Si no puede, sólo sirve como alimento para los nauglirs.
Malus permaneció absolutamente quieto mientras el guerrero sacaba su cuchillo y se agachaba para cortar las ataduras de los tobillos y las muñecas del noble. Por un momento, pensó que había llegado su oportunidad, pero cuando recuperó la libertad de movimientos ya había dos musculosos esclavos humanos en la puerta del recinto. Lo cogieron por los brazos y lo pusieron de pie como si fuera un muñeco. Malus les dedicó un débil gruñido y dejó descansar gran parte de su peso sobre ellos mientras el sirviente lo estudiaba con ojo crítico.
Era evidente que el hombre de maese Noros no estaba impresionado, pero al cabo de un momento suspiró.
—Está bien —dijo—, pero sólo como un favor a tu señor. Entra y llegaremos a una cifra. —Se volvió hacia los esclavos y señaló la puerta con la cabeza—. Llevadlo dentro y mareadlo, y a continuación, arrojadlo con el resto de los despojos.
Los humanos gruñeron a modo de respuesta y arrastraron a Malus hacia el interior del recinto del traficante. Atravesaron un gran salón lleno de relucientes columnas de mármol provistas todas ellas de grilletes de plata brillante para exponer la mercancía. Malus se sorprendió al ver que las propias columnas eran totalmente decorativas. De hecho, ni siquiera había un techo que sostener. Al mirar hacia arriba vio que las paredes de la sala eran anormalmente altas, pero que más allá no había nada más que sombras y sólo se adivinaba el techo de una caverna a unos cinco metros más arriba.
Un poco más lejos de la sala de exposición se abría una galería larga y estrecha, desde la cual podía verse una serie de salas de entrenamiento. En cada una de ellas, había una o más parejas de esclavos, a los que les enseñaban técnicas de combate en foso unos ceñudos instructores druchii. Al pasar por una de las salas, Malus oyó un grito horrible; uno de los instructores estaba demostrando las diferentes maneras de dejar incapacitado a un adversario y para ello cortaba los tendones de un decrépito esclavo humano. «Eso es lo que hacen con los despojos», pensó Malus con amargura.
En el extremo de la galería había una imponente puerta de hierro. Uno de los esclavos sacó un llavero de su cinturón, quitó el pestillo de la puerta y abrió la pesada hoja. Al otro lado, había otro pasadizo, flanqueado este por los barrotes de hierro de numerosas jaulas de gran tamaño. Cientos de pares de ojos siguieron el paso de Malus y de los esclavos hacia una pequeña habitación que había al final. Al noble se le aceleró el corazón con el olor a carbón encendido y a hierro candente.
Dentro de la habitación, sentado ante una pequeña mesa, había un druchii con muchas cicatrices que repasaba unos libros y garabateaba notas en una hoja de grueso pergamino. De las paredes de la habitación colgaban estacas y látigos, y en un rincón había un pequeño brasero. El hombre miró a Malus con expresión ceñuda cuando los esclavos lo acercaron a la mesa.
—¿Qué es esto? —preguntó con desprecio.
—Más despojos, señor —musitó uno de los esclavos—. Maese Lohar quiere que lo marquen.
La cara estragada del druchii reflejó incredulidad.
—¿Ha dado dinero por esto? Noros lo desollará vivo —dijo, y a continuación salió de detrás de la mesa y se acercó cojeando al brasero—. Tendedlo sobre la mesa —dijo con aire distraído—, pero tened cuidado con los libros.
Antes de que Malus pudiera darse cuenta, los hombres le habían doblado los dos brazos sobre la espalda y se encontró tendido boca abajo sobre el escritorio. Uno de los esclavos le puso una manaza entre los hombros y lo sujetó para que no se moviera, mientras que el otro lo cogía por el pelo y le hacía volver la cabeza para que quedara descubierta una de sus mejillas. Sintió el contacto del pergamino seco sobre la cara y percibió el olor acre de la tinta. Un pequeño cuchillo, de los que se usan para afilar las plumas, estaba a pocos centímetros de su cara, pero para el caso hubiera dado lo mismo que estuviera al otro lado del Mar Frío.
Malus tensó el cuerpo, tratando de apartarse de la mesa, pero no pudo moverse ni un centímetro. Fugazmente le pasó por la cabeza la idea de pedir ayuda a Tz’arkan, pero la desechó con rabia. Si el maldito demonio no lo había ayudado cuando estaba a punto de morir en el Camino de la Lanza, ¿por qué habría de compartir con él su fuerza en ese momento?
Se oyó un silbido cuando el druchii retiró el hierro de las brasas. Una pequeña voluta de humo salió del símbolo al rojo vivo de una medialuna, evidentemente la marca de la casa de Noros. El druchii estudió la marca atentamente e hizo un gesto de aprobación.
—Ahora no dejéis que se mueva, como pasó con el último —recomendó el hombre, que se acercó a la mesa cojeando—. Si llega a estallarle un ojo me estropeará los documentos.
El hierro candente descendió hacia la cara de Malus brillando como un sol furioso. En el último momento, Malus cerró los ojos y dio un grito antes de levantar el pie izquierdo y golpear con el talón la rodilla del esclavo que tenía a su lado. El humano dejó escapar un grito de sorpresa y de dolor al doblársele la pierna y caer hacia adelante, de modo que se puso en el camino del hierro de marcar. El metal al rojo vivo lo alcanzó en el hombro y el grito de dolor del esclavo se transformó en alarido de agonía al prenderse fuego su ropa. El pánico se adueñó de él, y soltó a Malus para tratar de apagar el fuego con sus manos. El noble echó mano al cuchillo que estaba sobre la mesa y se volvió de lado; lanzando una cuchillada hacia atrás, clavó el arma hasta la empuñadura en la garganta del otro esclavo. La sangre brillante se vertió sobre Malus y sobre el atónito druchii esclavista cuando el hombre cayó inerte.
Malus se apartó de la mesa y cambió de mano el cuchillo ensangrentado. La hoja no tenía ni diez centímetros, lo cual no hacía de él una arma muy temible. El esclavista se recuperó de la conmoción inicial y avanzó hacia el noble, blandiendo el hierro de marcar a modo de arma. El metal tenía todavía un brillante color cereza, más que suficiente para achicharrar la carne al menor contacto.
El esclavista se acercó más, apuntando a la cara y el pecho de Malus con el hierro. El noble retrocedió, zigzagueando a derecha e izquierda, pero cada vez que trataba de pasar por el lado del esclavista, este le ponía el hierro delante de la cara. El hombre lo miró con sonrisa desdeñosa, y Malus le dio la vuelta al cuchillo y, cogiendo la punta con dos dedos, lo arrojó contra la cara del hombre, que lo esquivó con facilidad, pero eso le dio tiempo para volverse y lanzarse hacia la pared más próxima. El esclavista lanzó una exclamación sorprendida y corrió tras él, pero no pudo impedir que Malus se apoderara de una pesada porra de roble que pendía de un gancho. Giró sobre un talón y con un poderoso empujón le dio un buen golpe al esclavista en la sien. Hubo un crujido de hueso roto, y el hombre de las cicatrices cayó al suelo con un gemido.
Para entonces, ya había gran alboroto en las jaulas que estaban fuera de la habitación. Esclavos de todas las razas se agolpaban ante los barrotes y gritaban, ávidos de sangre. Sacudían las puertas de sus jaulas y hacían un ruido atronador. Malus pensó que eso, sin duda, llamaría una atención que no le convenía. Nada más cierto, ya que al echar una mirada hacia el pasadizo vio a un grupo de guardianes que corrían en su dirección armados con porras.
Pensando con rapidez, Malus buscó en el cinto del esclavista muerto y encontró un aro con pesadas llaves de hierro. A continuación, fue hacia el esclavo al que había acuchillado y cogió el segundo llavero, y los pasó a través de los barrotes de las dos jaulas más próximas.
—¡Abrid las puertas y pasad las llaves a la jaula siguiente! —ordenó con voz imperativa—. Después armaos lo mejor que podáis. ¡Ha llegado el momento de vuestra venganza!
Los esclavos le respondieron con un rugido feroz que hizo brotar en su cara una expresión implacable. Se volvió hacia los guardianes, que todavía estaban a varios metros, y en seguida vio que se habían dado cuenta de lo que había hecho. El noble dio un paso hacia ellos blandiendo su porra y salieron corriendo. Aullando como un lobo se lanzó en pos de ellos. Detrás de él, se abrió la puerta de la primera jaula, y el pasillo retumbó con el ruido de los pies de los que todavía estaban encerrados.
Los guardianes llegaron a la puerta de hierro y la dejaron abierta de par en par en su prisa por escapar. Malus acortó la distancia que lo separaba de los hombres que huían y oyó sus gritos de alarma. Al pasar galería abajo, el instructor druchii que había estado mutilando a hombres indefensos un rato antes salió al pasillo delante de Malus con cara de no entender nada. Malus le dio un golpe con la porra, le rompió la rodilla y lo dejó allí, retorciéndose en el suelo para que lo encontraran los otros esclavos.
En la sala de exposición, Malus vio a Lohar acompañado del guerrero de Tennucyr. El esclavista gritaba órdenes frenéticamente a los guardianes presas del pánico que trataban de explicarle lo que había pasado. Cuando Lohar vio que Malus irrumpía en la sala blandiendo una porra ensangrentada, se le puso la cara blanca como el papel. El hombre de Tennucyr lanzó un grito de sorpresa, como si hubiese visto a un fantasma. Malus le mostró los dientes en una sonrisa feroz.
—¿Qué tal otra apuesta, pequeño?
Lohar lanzó un grito y se lanzó contra Malus; desenrolló su látigo con un movimiento fluido y rápido, capaz de lacerar la cara del noble. Un esclavo se hubiera amedrentado ante semejante acometida, pero no un guerrero endurecido en el combate. Malus esquivó el golpe y corrió hacia Lohar; blandiendo la porra con ambas manos, alcanzó al hombre en la entrepierna. El esclavista se dobló en dos y emitió un grito ahogado, que cesó cuando Malus le dio en la nuca un revés que lo dejó seco en el suelo.
Malus giró en redondo para enfrentarse al hombre de Tennucyr y sólo alcanzó a ver su espalda cuando atravesaba a todo correr la puerta abierta del recinto.
El guerrero corría hacia su montura a la máxima velocidad que le permitían sus piernas sin molestarse en mirar hacia atrás. Malus salió a la calleja, hizo puntería y arrojó la porra contra el hombre con todas sus fuerzas. El pesado garrote salió dando vueltas por el aire, golpeó al guerrero en la cabeza y lo derribó al suelo.
De la casa de Noros salía el eco de la lucha cuando Malus llegó al hombre de Tennucyr y le dio la vuelta poniéndolo de espaldas sobre el suelo. El hombre estaba recuperando la conciencia cuando el noble le quitó la daga del cinturón.
Malus se arrodilló sobre el pecho del druchii y apoyó la punta de la hoja debajo de su barbilla.
—Mal momento para despertarse —le dijo fríamente—, pero debo decirte que tu suerte se ha torcido por fin.
El guerrero parpadeó.
—¿Mi suerte? ¿Qué quieres decir?
El noble se acercó y lo miró a los ojos.
—Pues que no puedo darme el lujo de manchar de sangre tu armadura o estropearía mi disfraz —dijo, e inclinando la daga hacia arriba atravesó el cerebro del hombre.