10
El lobo herido
Malus sintió que el suelo temblaba bajo sus pies por la caída de algo pesado varias plantas por debajo del salón principal al mismo tiempo que sofocados gritos de alarma llegaban por la escalera central de la torre. El noble giró en redondo y vio un reguero de color rojo brillante que atravesaba el salón y bajaba por la escalera. Un rápido recuento le reveló que faltaba un miembro de la guardia del vaulkhar, el hombre cuya mano había cercenado Malus al comienzo de la reyerta. El guerrero había reunido las fuerzas que le quedaban y había bajado con paso vacilante para abrir las puertas y advertir a los acampados debajo de que habían dado muerte a su señor.
El noble emitió un gruñido feroz al debatirse entre la razón y la desesperación animal. Sólo podía salir por donde había venido. Se volvió a mirar la cristalera hecha añicos.
—¡Demonio! —gritó—. Dame tu fuerza. ¡De prisa!
—¡Eres demasiado codicioso, pequeño druchii! —replicó Tz’arkan—. Tus venas ya están negras por obra mía, ¿y todavía quieres más?
—¡Ya estoy harto de tus burlas!
El noble tomó impulso y saltó al alféizar de la ventana. A punto estuvo de no conseguirlo, ya que sus músculos estaban debilitados por las heridas que le habían infligido las espadas druchii. Sintió en la cara un viento frío, pero no tan frío como la sensación helada que tenía en los huesos. A sus pies se abría la negrura de la noche. Tres plantas más abajo, figuras con la espada desenvainada corrían a través de la plaza y desaparecían en el interior de la torre. Malus se inclinó hacia el peligroso vacío tratando de asirse con sus débiles dedos al estrecho marco de la ventana.
—¿Vas a concederme mi deseo o tendré que desplegar mis alas con la esperanza de volar?
—No es cuestión mía… —empezó a decir.
—¡Embustero! —le espetó Malus—. ¡Tengo tres de las cinco reliquias en mis manos, maldito demonio! ¡Si muero aquí, la multitud se apoderará de ellas y volverán a dispersarlas! No es sólo mi vida lo que está en juego, sino también tu propia libertad, ¡de modo que o me ayudas o te resignas a otro milenio de cautividad!
Un grito rabioso resonó en la cabeza de Malus, pero al mismo tiempo un hilo de gélido vigor se extendió dolorosamente por sus miembros. Le volvieron las fuerzas y, de golpe, vio de nuevo el mundo enfocado. En el momento en que los primeros hombres de Lurhan desembocaron atropelladamente en la sala, Malus saltó desde la ventana y cayó con suavidad sobre una cornisa que estaba a unos metros de allí. Como una araña bajó por las paredes mientras los miembros de la guardia personal de su padre buscaban infructuosamente en el salón, allá arriba, dispuestos a vengar a su señor.
Los hombres de Lurhan que habían sobrevivido eran todos muy fieles…, o tal vez temían las consecuencias de volver al Hag sin la cabeza del que había dado muerte al vaulkhar. Cuando Malus se reencontró con Rencor, el aire se llenó del sonido de los cuernos de caza y ya se había dispuesto todo para seguirle el rastro.
Malus no podía darse el lujo de recorrer con sigilo la legua que lo separaba de su cabalgadura. Había corrido apartando la maleza, pisoteando vides, hasta llegar al escondite donde lo esperaba el nauglir. Sólo paró al oír la respiración lenta y sibilante. En la oscuridad, bajo los árboles, Malus apenas distinguía la forma del gélido que estaba pegado al suelo en actitud de alerta. Se dio cuenta de que había asustado a la bestia con su intempestiva llegada. Un paso más y podría haberlo partido en dos de un mordisco.
—Soy yo, Rencor —dijo Malus. Plegó los brazos y se cubrió con ellos la cabeza en un intento de parecer más pequeño y menos amenazador—. Tranquilo. Nos espera una buena cabalgada esta noche.
Dio un paso adelante. Rencor volvió a resoplar, esa vez con más fuerza. Malus se quedó atónito. «Algo va mal —pensó—. La bestia no me reconoce».
Los nauglirs eran criaturas de reconocida estupidez, pero Rencor era una rara excepción. De tamaño mucho menor que sus congéneres, la bestia de guerra había sobrevivido en las cavernas gracias a que era más lista y más despiadada que los demás. «Es el demonio —pensó Malus—. Huele en mí la corrupción del maldito espíritu».
Con movimientos lentos y cuidadosos, Malus buscó en un pequeño bolsillo de su cinto y sacó una botellita de cristal azul oscuro. Tras quitar el tapón, vertió un poco de líquido transparente y acre en la palma de la mano y se frotó con ella la cara y las manos. El vrahsha le produjo escozor al tocarle la piel, pero en cuestión de segundos, sintió la carne fría y entumecida. «Tan frío por fuera como por dentro», pensó el noble con amargura.
Malus volvió a guardar la botellita. Rencor no había movido un solo músculo y lo seguía mirando, amenazador. El noble dio otro paso adelante. Rencor volvió a resoplar y, a continuación, olfateó el aire a modo de prueba. Malus se dio cuenta de que la postura del nauglir era un poco menos amenazadora.
—Eso es —dijo, avanzando otro paso—. Soy yo, grandísimo tonto. ¿Podemos marcharnos ahora?
La bestia se acercó un poco a Malus, alargando el hocico babeante. Malus extendió una mano, y el nauglir la olfateó con uno de sus enormes ollares. Después de un momento, el gélido se enderezó, pero Malus se daba cuenta de que no estaba totalmente convencido. Llegaría un día en que ni todo el vrahsha del mundo sería capaz de tapar el olor a demonio. «¿Qué haré entonces?», pensó Malus, pesaroso.
Al oeste sonó un cuerno de caza, a menos de media legua. Sabía que serían necesarios los sentidos de un autarii para seguirle el rastro, incluso con luna llena, pero si los caballos captaban el olor del nauglir y eran presas del pánico, eso lo delataría igualmente. El problema era que no podía regresar al este, hacia Karond Kar, después de la trifulca que había organizado allí. Si se encaminaba al norte, adentrándose en las montañas, correría el riesgo de otro encuentro con los espectros. Al oeste estaban Hag Graef y sus hombres, además de una fortuna en oro, pero primero tenía que despistar a los hombres de Lurhan.
Malus reprimió un juramento y volvió a considerar sus opciones. Ninguna era demasiado halagüeña. El camino estaba totalmente descartado por el momento. Lo único que podía hacer era abrirse paso por el bosque, llevando a Rencor por las riendas y marchando en paralelo al camino. Una vez que hubiera pasado la torre fortificada podría arriesgarse a volver a la vía principal y a cabalgar como un poseso hacia el Hag. Si era capaz de llegar a la ciudad antes de que se anunciara la muerte de Lurhan, podría reunir hombres y oro, y…
De pronto, interrumpió el hilo de su razonamiento.
—Y entonces, ¿qué? —dijo para sí—. ¿Adónde iré? En cuanto el drachau y el Rey Brujo se enteren de lo que he hecho, se me cerrarán las puertas de todas las ciudades de Naggaroth.
La vida no valía nada en la Tierra Fría y cualquier hombre estaba expuesto a morir a manos de otro a menos que fuera un acólito del propio Malekith. Eso incluía a los drachau de las seis ciudades y a sus vaulkhar, que vivían y morían según los caprichos del Rey Brujo, y de nadie más. Derramar su sangre equivalía a propiciar un enfrentamiento con el propio Malekith, y por extensión, con todo el pueblo druchii.
Los labios del noble se plegaron en un rictus de amargura.
—Quizá permita que Tz’arkan y Malekith se disputen el privilegio de atormentarme —le dijo a Rencor al coger sus riendas e internar al nauglir en el bosque—. ¿Quién sabe? Tal vez se destruyan mutuamente y pueda quedarme con Naggarond.
La creciente oscuridad anunciaba la proximidad de la noche; las nubes se fueron haciendo más densas hasta tragarse la luna y el aire se volvió frío. Durante horas, Malus condujo a Rencor a través del espeso bosque, tratando de mantenerse paralelo al camino. De vez en cuando, tenía que detenerse y dejar a la bestia de guerra mientras trataba de localizar la línea de árboles para orientarse.
El griterío en torno al fuerte no cesó en ningún momento. Durante toda la noche, se oyó el sonido de los cuernos y las órdenes a voz en cuello que recorrían el camino arriba y abajo mientras la guardia personal de Lurhan trataba de encontrar su rastro para vengarse. Ya hacía rato que había pasado la medianoche cuando Malus logró dejar atrás la torre fortificada. Al amanecer se dio cuenta de que sólo había avanzado unas cuantas leguas hacia el oeste, pero el aire frío había traído del mar una espesa niebla que amortiguaba los sonidos y cubría la torre con un manto gris. El agotamiento y el dolor le pusieron la decisión fácil a Malus. Apenas podía ya poner un pie delante del otro después de haberse pasado casi toda la noche abriéndose camino entre la espesura del bosque. Ante eso, el camino abierto le pareció casi acogedor.
Rencor estaba ansioso por dejar atrás el confuso entorno del bosque y se lanzó a un trote rápido descendiendo por el Camino de los Esclavistas. Malus se sujetaba con fuerza a las riendas y procuraba mantenerse despierto. Estaba dispuesto a atarse a la montura si era necesario. Los hombres de Lurhan se habían pasado toda la noche buscándolo y sus caballos tenían que estar casi tan cansados como él. Cada hora que el nauglir pasaba en el camino significaba poner una legua o más entre ellos y la torre.
La blanca niebla hacía difícil oír nada y mucho menos ver a más de veinte metros. Al principio, el cambio de ritmo dio nuevas energías a Malus y contribuyó a mantenerlo despierto, pero al cabo de media hora empezó a sentir pesadez en los párpados. Sacudió la cabeza con determinación, tratando de no dormirse. «Cada hora, una legua más», se volvía a decir una y otra vez, como si estuviera pronunciando una plegaria.
Malus estaba tan absorto en el esfuerzo por no dormirse que no oyó los cascos de los caballos, hasta que ya fue demasiado tarde.
Los jinetes surgieron de la niebla delante de Malus; marchaban por el camino con trote cansado. Eran tres jinetes e iban uno al lado del otro por el camino, con las lanzas apoyadas en el hombro. Los caballos llevaban la cabeza gacha por el cansancio. Habían decidido enviar partidas de reconocimiento en ambas direcciones por el Camino de los Esclavistas, y Malus se había dado de bruces con la partida del oeste.
Malus y los miembros de la guardia se divisaron al mismo tiempo. Todos se quedaron con la boca abierta y los ojos desorbitados por la sorpresa, mirándose con una especie de temerosa extrañeza, como si se les hubiera cruzado en el camino un fantasma en medio de la niebla matutina. Entonces, arreció el viento, y Rencor captó el olor de los caballos. El nauglir rompió la quietud del momento con un rugido atronador.
Los caballos se alzaron sobre las patas traseras y manotearon en el aire al oír el bramido de la bestia, pero no se dejaron llevar por el pánico. Eran caballos de guerra bien entrenados, preparados para la presencia de los temibles gélidos. Esa fue toda la ventaja que Malus podía esperar, y la aprovechó desenvainando la espada y clavando los talones en los flancos de Rencor con un salvaje grito de guerra.
La respuesta de Rencor fue inmediata. Se abalanzó sobre el caballo que tenía más cerca, y el jinete, viendo la proximidad de la muerte, alzó la lanza para clavársela en el ojo al gélido. El impulso del hombre era fuerte, pero el caballo reculó e hizo que errara el blanco, con lo que la lanza apenas rozó el hocico de la bestia. El soldado soltó un juramento y se echó atrás para intentar otra embestida, pero para entonces ya tenía al nauglir encima, que cerraba sus poderosas fauces sobre el caballo y el jinete. El grito del hombre y el del animal sonaron al unísono cuando sintieron que unos dientes afilados como dagas destrozaban su carne y sus huesos. El caballo cayó, con la espina dorsal rota, y el jinete trató de arrastrarse para ponerse fuera del alcance del furioso animal, que dejó tras de sí un rastro de entrañas destrozadas.
Los jinetes atacaron a Malus por ambos lados. Después de haberse recuperado de la conmoción inicial, los guerreros de la élite de Luhan reaccionaron con rapidez, pericia y ferocidad. Malus se retorció en su silla, haciendo a un lado la lanza de la izquierda con un golpe amplio de la espada y parando, a continuación, la de la derecha con un revés rápido como un rayo. El jinete de la izquierda de Malus dejó atrás al noble, tratando de colocarse para clavarle la lanza por la espalda, mientras el de la derecha persistía en su ataque, apuntando con su arma a la cara del noble.
Pensando con rapidez, Malus tiró de la riendas y clavó el talón derecho con fuerza en las costillas del nauglir. Siguiendo su orden, la bestia de guerra movió el látigo de su cola a la derecha y alcanzó con ella al caballo por la izquierda. El animal cayó dando una voltereta al partírsele las patas delanteras como palillos, y el jinete quedó apresado bajo su cabalgadura. Mientras tanto, Rencor se lanzó sobre el caballo de la derecha y le dio una dentellada en el cuello.
Al sentir sus dientes, el animal se volvió loco de dolor y de miedo, y con los ojos en blanco empezó a debatirse por ponerse fuera del alcance de la bestia. El jinete lanzó un furioso juramento y clavó su lanza en el cuello del gélido. A Malus lo recorrió un escalofrío de terror, pero en seguida vio que la lanza no había afectado a ningún punto vital del animal. Era una herida espantosa, pero no fatal. Se inclinó hacia adelante todo lo que pudo y, de dos fuertes tajos, partió por la mitad el asta de la lanza.
El guerrero arrojó el asta astillada a la cabeza de Malus y echó mano de su espada, pero en ese momento el cuerpo musculoso de Rencor con un violento movimiento, le arrancó la cabeza al caballo. El animal cayó hacia adelante, salpicando a Malus con su sangre caliente y acre. El noble lanzó un alarido triunfal y espoleó a Rencor, que saltando por encima del guerrero que había quedado en tierra, se lanzó a galope tendido por el Camino de los Esclavistas. Al pasar, Malus se inclinó y trató de alcanzar al hombre con su espada, pero una última mirada hacia atrás le demostró que no le había hecho ningún daño sustancial. Acto seguido, se dedicó a examinar la herida de Rencor.
Unas formas oscuras brotaron de la niebla justo delante de ellos. Malus apenas tuvo tiempo de ver a los cinco druchii que formaban una línea bloqueando el camino antes de que su jefe hubiera gritado «¡fuego!» y llovieran sobre él los virotes de ballesta.
A esa distancia era imposible que un ballestero consumado errara el blanco. Rencor lanzó un rugido furioso y vaciló cuando un proyectil lo alcanzó en el musculoso pecho. El bramido tapó el ruido de los tres virotes que alcanzaron a Malus: uno le atravesó el espaldarón izquierdo y, al mismo tiempo, la protección del hombro y el peto por debajo de la clavícula mientras otro lo alcanzaba por la izquierda, justo debajo de las costillas. El tercer proyectil hizo blanco en la pantorrilla derecha, por debajo de la rodilla. Por una cruel jugarreta del destino, la punta dio en una pequeña hendidura y encontró asidero suficiente para penetrar la armadura en lugar de golpear en una parte más redondeada y resbalar.
No sintió dolor. Debido en parte al vrahsha y en parte a la conmoción de tantos golpes, durante unos instantes no notó nada y su mente estaba extrañamente clara. Vio a los hombres dispersarse al paso de Rencor mientras recargaban sus armas. Más allá, en un corrillo defensivo del lado norte de la carretera, esperaban los caballos de los guerreros. Malus tiró de las riendas para dirigir su montura hacia los animales, y el gélido, animado por el frenesí de la batalla, le obedeció de buena gana. Sin los jinetes para tranquilizarlos, los caballos se pusieron como locos al ver la carga del nauglir y se desperdigaron en todas direcciones antes de que el reptil pudiera ponerles una garra encima.
Malus empleó una combinación de rodilla y rienda para poner a su cabalgadura en la pista del caballo que huía hacia el oeste. Se dio cuenta, con un curioso desapego, de que el proyectil alojado en su hombro había inmovilizado las placas de la armadura, lo que le trababa el brazo. Por delante de él, el caballo iba a galope tendido, con las orejas hacia atrás y la lengua fuera, pues le iba la vida en alejarse de la sibilante respiración de la bestia de guerra. Poco a poco, pero sostenidamente, la distancia entre los animales se fue agrandando. El nauglir era incansable y duro como la piedra, pero no muy rápido. Eso no preocupaba demasiado a Malus, pues lo que quería era hundirse en la niebla todo lo posible antes de que los ballesteros pudieran volver a dispararle.
Un disparo apresurado de uno de los ballesteros pasó surcando el aire a la derecha de Malus. El noble se pegó todo lo que pudo a su montura, sin aliento por el dolor que le producía montar. Su mirada se fijó en una anilla de acero sujeta a un eslabón giratorio en la perilla de la montura. En batalla, las riendas del gélido se pasaban a través del anillo para mantenerlas más cerca del cuello del reptil, de modo que así fueran más difíciles de enganchar o de cortar.
Malus echó mano del cinto de la espada torpemente y, tensándolo, lo enganchó a la argolla. Con gran esfuerzo, cogió el extremo que había pasado por la anilla y lo sujetó a la parte tensa de su cinturón haciendo un lazo.
Oyó el silbido de frustración de Rencor al ver que su presa desaparecía en la niebla delante de ellos. Malus suspiró profundamente y sujetó bien el cinturón antes de perder la conciencia presa de un dolor feroz.
El contacto de la lluvia fría sobre la cara despertó a Malus.
Abrió los ojos y vio a lo lejos la superficie plomiza del Mar Maligno, velado por movedizas cortinas de lluvia. Después de un instante, se dio cuenta de que ya no se movían, y todos sus sentidos se activaron ante la señal de alarma para enviar una oleada de energía a sus miembros. Lenta y cautelosamente se incorporó, reparando con retraso en que estaba casi fuera de la montura, sujeto apenas por menos de quince centímetros de su cinturón de cuero.
Sintió un dolor que empezaba por la pierna y soltó un involuntario quejido al mismo tiempo que trataba de reacomodarse en la silla. Toda la parte izquierda de la armadura, desde el hombro hasta la rodilla, presentaba surcos de sangre seca y oscura. Miró al cielo, tratando de calcular la posición del sol en medio de la lluvia. Le pareció que era un sol de tarde, pero en su estado bien podía equivocarse.
«Lo primero es lo primero», pensó, tomando una resolución firme. Al menos, los proyectiles tenían cabezas capaces de perforar la armadura, o sea que eran aguzadas y no anchas y con púas.
Echó mano al que sobresalía de su pantorrilla y lo sujetó con cuidado. Respiró hondo, apretó los dientes y tiró.
El virote salió con una efusión de sangre y produciendo un dolor espantoso. Empezó a verlo todo borroso, pero cerró los ojos y respiró hondo, hasta que pasó el momento. A continuación, prestó atención a los que tenía clavados en el costado.
Cuando hubo extraído todos los proyectiles, se paró a estudiar la situación. Ninguno de los que lo habían alcanzado en el torso habían penetrado demasiado, en especial el del hombro, pero la herida de la pantorrilla era otro cantar. Había entrado a fondo en el músculo y le dolía más que las otras dos juntas.
—Tz’arkan —dijo Malus con los dientes apretados—. Ayúdame.
El demonio no respondió.
Malus maldijo con todas sus fuerzas y volvió a llamar a Tz’arkan una y otra vez, pero el demonio no respondía. ¿Habría abusado del pozo de poder del demonio? Durante un fugaz momento, se atrevió a pensar que tal vez Tz’arkan lo había dejado definitivamente, incapaz de mantener el control de su alma. Una mirada al anillo que llevaba en el dedo y a las venas negras que palpitaban como gusanos a lo largo del dorso de su mano hizo que rápidamente desechase toda esperanza. Al final, el noble se vio obligado a recurrir a una medida desesperada que llevaban siglos usando los caballeros del gélido. Sacó su botellita de vrahsha y vertió una pequeñísima cantidad en cada una de las heridas, que quedaron entumecidas de inmediato y le arrancaron al noble un profundo suspiro de alivio. Usar la baba de nauglir para tratar heridas representaba un gran riesgo, ya que podía producir infecciones, locura o incluso la muerte al introducirse la toxina en un corte abierto, pero por el momento las ventajas superaban a los riesgos. De todos modos, si no se ponía en marcha de inmediato, era hombre muerto.
Moviéndose con cuidado, Malus se dejó caer de la montura y apoyándose en su pierna sana examinó las heridas de Rencor.
La lanzada que había recibido en la garganta era profunda, pero se curaría con el tiempo. El virote de ballesta se había desprendido en algún momento —Malus sospechó que el gélido se la había arrancado porque le molestaba— y había dejado una herida irregular, que ocasionaría problemas si no se la atendía. Cuando el noble se lo ordenó, el gélido se pudo de pie, lo cual era una señal alentadora. Cualquier gélido capaz de ponerse de pie, también podía andar.
El noble sacó un odre de agua de sus alforjas y tomó un buen trago; a continuación, trató de orientarse. Ahora estaban mucho más cerca de Har Ganeth. Malus vio perfectamente la ominosa ciudad y sus murallas llenas de sangre. Al mirar hacia atrás no vio por ninguna parte la torre fortificada que se había perdido en medio de la lluvia y de las escarpadas colinas.
Los hombres de Lurhan andarían por ahí, acercándose. Estaba seguro de que los supervivientes de la partida de búsqueda habrían vuelto al fuerte y habrían despertado al campamento. Sin embargo, los caballos, cansados, no serían capaces de hacer un buen tiempo ese día, especialmente con esa lluvia, de modo que al menos tenía unas horas para decidir qué hacer a continuación.
Har Ganeth no era un refugio seguro. Ningún hombre en su sano juicio ponía un pie en la Ciudad de los Verdugos si valoraba en algo su vida. Y si sus sospechas eran fundadas y Urial había huido hacia allí con Yasmir, lo único que conseguiría sería cambiar un peligro por otro.
A cuatro días más de viaje hacia el oeste, el Camino de los Esclavistas se cruzaba con el Camino de la Lanza, a la sombra de Naggarond, sede del propio Malekith. Malus reprimió un escalofrío. ¡Prefería probar suerte en Har Ganeth que buscar refugio tras las murallas del Rey Brujo!
¿Qué otras posibilidades había? Hag Graef estaba a tres días hacia el sur por el Camino de la Lanza. Allí esperaban Silar junto con Hauclir y el resto de sus hombres, y con oro suficiente para huir de Naggaroth si le placía. Pero ese era el lugar al que los hombres de Lurhan esperarían que fuera; peor aún, siete días en el camino les darían una buena ocasión de darle alcance con sus cabalgaduras más veloces. No estaba en condiciones de ofrecer resistencia, y mucho menos de combatir. Además, prefería cortarse el gaznate que dejarse llevar encadenado al Hag.
Sólo le quedaba el norte, el desolado y helado norte. Si podía llegar al Camino de la Lanza antes que los hombres de Lurhan, podría despistarlos dirigiéndose a los Desiertos. Pero ¿qué le esperaba en ese caso? No había nada entre Naggarond y las atalayas fronterizas, excepto… Malus se enderezó y adoptó una actitud pensativa.
—¿Me atreveré? —preguntó en voz alta—. No sienten el menor afecto por Lurhan ni por Hag Graef, eso es indudable, pero tampoco por mí. A pesar de todo, puedo recurrir a mis vínculos de sangre; tal vez bastaría…
Un plan empezó a tomar forma en su cabeza. Las oportunidades de éxito era pocas, pero mucho mejores que las otras opciones.
Tuvo que intentarlo tres veces, pero después de varios minutos de agonía pudo volver a montar. Cogió las riendas de Rencor con la mano sana.
—¡Arriba, Rencor! —ordenó, y el nauglir obedeció—. ¡Tenemos mucho camino por delante, pero al final habrá un establo y carne de caballo buena y fresca! Marchamos hacia el norte, adonde no se atreverán a seguirnos los hombres de Lurhan. El propio Malekith se ha ocupado de eso. Es hora de que me reúna con mi tío. Muerto Lurhan, espero que él y yo tengamos bastante de qué hablar.
Con un tirón de las riendas y un toque de talones, Rencor se puso en marcha, y sus zancadas largas e incansables los dirigieron rápidamente hacia el oeste. El noble se reafirmó en su idea de cabalgar toda la noche poniendo al nauglir al límite de sus fuerzas para llegar al cruce de caminos antes que sus perseguidores. Una vez en el camino hacia el norte, los hombres de Lurhan estaban invitados a seguirlo; de hecho, su presencia resultaría muy conveniente.
Absorto en sus planes, Malus corría por el Camino de los Esclavistas hacia los desiertos helados y el Arca Negra de Naggor, el reino de Balneth Calamidad.