1
El barco de los condenados
Los susurros arrancaron a Malus Darkblade del feliz olvido. Con un gruñido, abrió los ojos legañosos y buscó a tientas, en la oscuridad, la botella que había junto a él; hizo una mueca de disgusto al saborear por anticipado la acritud del vino. Y entonces se dio cuenta, con una sacudida, de que la voz baja e impaciente no estaba dentro de su cabeza, sino en algún lugar de la habitación contigua.
Malus se desembarazó de un salto de las sábanas enmarañadas e hizo caer con gran estrépito al suelo de madera las botellas vacías que había sobre aquel desastre de cama. La cabeza le daba vueltas, y durante unos instantes de náusea, el movimiento giró en contraposición al cabeceo y balanceo del barco. El vello de la nuca se le erizó ante un posible peligro, incluso mientras apretaba los dientes reprimiendo las ansias de vomitar. Malus pestañeó en la oscuridad del camarote del capitán, y de su boca escapó un gemido involuntario.
La voz volvió a susurrar, esa vez algo más alto y de manera más inteligible.
—Perdón por despertaros, mi señor…
Malus miró con los ojos entornados hacia el lugar del que provenía la voz. La silueta de un hombre se alzaba a los pies de la cama destartalada, rodeada por el débil resplandor de una linterna de luz bruja que ardía en el pasillo al otro lado de la puerta abierta del camarote. El noble miró con frialdad la aparición, intentando centrar sus pensamientos confundidos por el vino.
—Por los dioses del inframundo, Hauclir —rechinó—. Si pudiera matarte con la mirada, ya serías un charco humeante en cubierta. ¿Tienes idea de la hora que es?
—Algo más tarde de medianoche, mi señor —dijo el criado—. Por eso estoy aquí. Ha vuelto a suceder.
Las palabras hicieron que el noble se levantara rápidamente, mientras un atroz juramento moría en sus finos labios. Inclinó la cabeza y exhaló un único suspiro sibilante, invocando la fría claridad de su ira. Cuando se levantó de la cama dando tumbos, su cabeza todavía estaba abotargada y la boca le sabía a estiércol, pero sus pensamientos eran fríos y claros.
El camarote del capitán del barco corsario Saqueador estaba en un estado lamentable y lleno de basura. Había pocos recursos. Después de la batalla que había librado en la isla de Morhaut hacía casi un mes, siempre había reparaciones más urgentes que hacer mientras la barcaza herida volvía a casa renqueando. Había trozos de lona de triple capa clavados a los marcos rotos de las ventanas a proa y a popa del camarote. Las puertas arrancadas de otros camarotes del barco tapaban agujeros en el mamparo de proa y en el techo, en las partes donde los proyectiles de las catapultas habían atravesado la madera de roble hechizada del barco. Uno de ellos había atravesado el camarote y había destrozado el cabecero de la cama de madera de espino tallada antes de descansar sobre la pila de colchones de crin de caballo; el otro aún estaba medio incrustado en cubierta y entre la cama y la enorme mesa de mapas de la estancia. Había baúles, pilas de ropa, trozos de armadura y armas inservibles apilados entre trozos de madera astillada y loza rota. Malus, que todavía llevaba una ennegrecida cota de malla de buena calidad sobre el kheitan de cuero oscuro y el traje, tan sólo se detuvo un momento a ponerse las botas; a continuación, con una familiaridad fruto de la práctica, revolvió entre las pilas de desechos y sacó su pesada capa y el cinto de la espada de la mesa de mapas chamuscada.
—Vámonos —dijo mientras pasaba junto a su criado y salía al pasillo.
Un gruñido largo y gutural resonó en el estrecho pasillo mientras el Saqueador se hundía entre dos olas. Malus adaptó sus pasos a la cubierta inclinada sin detenerse y se arrebujó en la capa marinera de lana. En el fondo de su mente nublada por el vino comenzó a contar los segundos mientras el barco llegaba al final de su descenso. El Saqueador se debatía en los agitados mares, en vez de cabalgar las crestas de las olas como debería. El noble contó hasta cinco antes de sentir cómo el casco temblaba, mientras el barco golpeaba contra la ola que venía y más tarde comenzaba a remontar de nuevo.
Malus se preguntó cuánta agua habría caído sobre la cubierta superior y se habría introducido en el barco, añadiendo de este modo su peso al del oro y la plata que transportaba. Si el peso era excesivo, y al barco le estallarían las junturas, lo que permitiría el paso de todavía más agua al interior, hasta que llegara el momento en que finalmente el Saqueador se hundiría en una fosa y se abriría paso hacia la sima de los Dragones.
«El saqueo ha sido un mal necesario», pensó Malus, con pesar, mientras jugueteaba con las espadas. Había conducido nueve barcos y más de mil hombres hasta los mares del norte, para encontrar y destruir la guarida de una banda de piratas contaminada por el Caos llamada skinriders. El enfrentamiento con la flota de guerra personal de su líder en el fondeadero de la isla había sido una batalla brutal y cuerpo a cuerpo entre los ágiles corsarios druchii y los barcos de guerra más grandes y pesados de los skinriders. Al final, sólo los del Saqueador y menos de cien marineros provenientes de los otros nueve barcos habían sobrevivido. Si Malus hubiera intentado negarles a los druchii el botín de su victoria, no tenía dudas de que lo habrían matado en el acto.
Tal como estaban las cosas, era capitán sólo porque no había otro. El verdadero capitán del Saqueador y su primer oficial estaban muertos, y él lo comandaba en virtud de su condición de noble y de la cédula real del drachau de Hag Graef que portaba. Malus llegó a la escalera que había al final del pasillo y se armó de valor para subir a cubierta. Se preguntó cuánto tiempo se mantendrían su autoridad y la creciente presión en los bajos del barco.
La escalera ascendía a través de la ciudadela del corsario, la sección de cubiertas de popa que alojaba los camarotes de los oficiales, la sala de mapas y el espacio de trabajo del cirujano del barco. Malus subió hasta la cubierta principal y descendió por un pasillo estrecho y mal iluminado que terminaba en una sólida puerta de roble. Había dos corsarios a ambos lados de la puerta, iluminados por el débil fulgor de una lámpara bruja de luz parpadeante, con los chubasqueros chorreando constantemente agua salada sobre la cubierta. Los marineros druchii se pusieron firmes de mala gana mientras Malus se aproximaba, con los ojos bajos y la expresión plomiza. El noble los rozó al pasar sin siquiera mirarlos, suponía que eran parte de la guardia y, como tal, no pintaban nada fuera de sus puestos. Si reconocía su presencia significaba que tendría que ocuparse de la infracción y en aquel momento no estaba seguro de cómo acabaría semejante enfrentamiento. Aquella certeza lo hirió profundamente, pero su ira estaba silenciada bajo el peso de varios litros de vino malo. En aquel momento, Malus no sabía con certeza si aquello era bueno o malo, pero definitivamente era algo necesario, mientras el equilibrio de poder en el barco continuara siendo precario.
Malus abrió la puerta y recibió un chorro de agua fría en la cara y el cuello que cortó el zumbido de su cabeza como un cuchillo de desollar. Una ráfaga de aire húmedo amenazó con arrancarle la puerta de las manos.
El noble, arrebujándose en su capa, que sujetaba firmemente con la mano blanquecina, se abrió paso en la noche con cuidado. Soplaba un viento cortante desde el norte, que hacía vibrar y golpear las velas del Saqueador, agitándose como un espíritu atormentado entre las jarcias deshilachadas allá arriba. El viento gélido golpeaba al noble desde arriba y desde atrás, y bajo sus pies, la cubierta subía y bajaba mientras el barco zozobraba entre las olas frías y plomizas. Débiles linternas de luz bruja creaban piscinas de luz verdosa por toda la cubierta principal, pero más allá de los rieles destrozados y astillados del barco tan sólo había oscuridad y el choque con el mar. Era una suave noche de verano, tratándose de los mares del norte.
El noble se detuvo, intentando mantener el equilibrio. Hauclir pasó junto a él rozándolo, mientras se dirigía hacia el mástil principal. El antiguo capitán de la guardia llevaba una camisa oscura y un kheitan teñido de añil oculto bajo una fina cota de malla ennegrecida. No llevaba ninguna capa pesada para resguardarse del viento y del agua; después de varios años de montar guardia en las almenas de Hag Graef estaba acostumbrado a climas más adversos que ese. Al igual que la de los marineros, su piel estaba curtida, debido a toda una vida a merced de los elementos, pero las cicatrices en forma de cruz que tenía en las manos daban testimonio de batallas de otro tipo.
El oficial era robusto para ser druchii, con brazos y piernas vigorosos. Llevaba la espada corta de rigor, y un pesado garrote de mango colgando del cinto. Era lo contrario del oficial avaricioso y con aspecto de petimetre que Malus se había encontrado en primer lugar en el portón de Hag Graef hacía más de cinco meses, donde había preferido la utilidad y la eficiencia antes que las armas cargadas de joyas y las ropas elegantes. Llevaba el pelo largo y oscuro recogido en una gruesa trenza metida por debajo del kheitan, y sus pómulos angulosos estaban cubiertos de una elegante barba, que se había dejado crecer desde la batalla en aquella isla perdida.
Aparte de tener una total falta de respeto por el rango de Malus y una vena insolente, que era casi suicida por su franqueza, Hauclir había resultado ser un guardia personal sorprendentemente eficiente y leal desde que había entrado al servicio del noble. Era un juego difícil actuar con la mayor insubordinación posible y hacerse indispensable sólo lo justo para no resultar muerto, y Malus no tenía otro remedio que admirar la dedicación y la habilidad de aquel hombre.
Hauclir condujo a Malus al mástil principal, pero alteró su rumbo en el último momento para evitar una parte de la cubierta cercana a la base metálica del mástil. Malus pisó un charco de sangre espesa y pegajosa.
—Tened cuidado dónde pisáis, mi señor —murmuró cuando ya era demasiado tarde, y a continuación señaló hacia la mitad del mástil—. Mirad allí.
Había una sombra más oscura contra la vela negra del Saqueador; Malus pensó que podía oír el crujir de una cuerda mientras el cuerpo daba bandazos siguiendo el movimiento del viento cambiante. Al mirar arriba notó cómo algo caliente goteaba y se estrellaba contra su cara pesadamente, algo que olía a cobre fundido. A pesar de no ver los detalles, sabía muy bien lo que colgaba allá arriba; un hombre desnudo, abierto en canal, destripado, y que en vez de ojos, tenía unos agujeros rojos y descarnados vaciados por unas manos desnudas. Malus emitió un gruñido profundo. La bruma del vino malo estaba comenzando a disiparse y un zumbido doloroso empezaba a extenderse por la parte posterior de su cabeza.
—¿Cuántos van ya? —preguntó fríamente.
Hauclir cruzó los brazos y su rostro se crispó en una mueca.
—Ocho, mi señor.
Malus estiró el cuello y distinguió las otras siluetas que colgaban de los palos del barco maltrecho como horripilantes trofeos. El primer asesinato había tenido lugar la noche después de que el Saqueador partiera de la isla perdida y comenzara su tortuoso viaje de vuelta a casa. En aquel momento, ni Malus ni Hauclir habían sabido qué hacer. ¿Era un ajuste de cuentas, o una oscura ofrenda a los Dragones de las Profundidades para regresar sanos y salvos a casa? El noble sólo había realizado dos viajes por mar en toda su vida: el tradicional crucero iniciático de su paso a la edad adulta, y un único viaje de tráfico de esclavos hacia el Viejo Mundo muchos años después. Era un novato en las costumbres del mar, y Hauclir jamás había pisado un barco antes de la expedición contra los skinriders. Bruglir, el ilustre hermano de Malus, había comandado el Saqueador, pero él y su guardia personal habían muerto en la batalla y la tripulación veía a Malus como poco más que un intruso. El noble era reacio a azotar al puñado de supervivientes para obtener información. Por eso, se había reprimido; prefería ignorar el asesinato, tomarlo como un hecho aislado y concentrarse en arribar a Naggaroth. Al principió le había parecido la forma correcta de actuar, pero tres días después apareció otro cuerpo.
Hauclir estudió los cadáveres y especuló con la posibilidad de que todo eso tuviera que ver con el tesoro que se guardaba en la bodega de los corsarios. Todos los marineros que había a bordo podían reclamar el rescate de un drachau en oro como parte de botín, pero la avaricia es una fiebre que sólo crece cuando se alimenta, y los marineros estaban acostumbrados a apostar para pasar el tiempo. El anterior guardia llegó a la conclusión de que los muertos eran pobres almas a las que habían pillado haciendo trampas a los dados o a hassariya y habían sido colgados en un acto de justicia marinera para advertir a otros jugadores.
Malus reunió a todos los marineros a la mañana siguiente y ordenó que detuviesen los asesinatos, y a continuación, Hauclir, apoyado por un grupo reducido, requisó las espadas de la tripulación y las guardó bajo llave en la armería del barco. A la tripulación no le gustó la orden, pero obedeció, y después de pensarlo detenidamente, Malus desistió de llevar las cosas más allá ordenando que bajaran los cadáveres. A cientos de leguas de Hag Graef, sabía perfectamente que el límite de su autoridad lo imponían la tradición marinera y la buena disposición de la tripulación.
Fue después de la quinta muerte cuando Hauclir se dio cuenta de la existencia de una tendencia preocupante: había sólo un puñado de marineros a bordo leales a Malus y todos estaban siendo destripados y colgados uno a uno.
Se hicieron interrogatorios. Azotaron a varios marineros. Los ánimos de la tripulación empeoraron, pero nadie sabía quién estaba detrás de las muertes y ni siquiera por qué se estaban produciendo. Malus ordenó que se bajaran los cuerpos, pero al día siguiente todavía colgaban de los palos. Ante la opción de insistir sobre el asunto y quizá provocar un enfrentamiento, Malus había apretado los dientes y lo había dejado pasar, reacio a arriesgarse a perder aún más autoridad. Decidió ordenarle a Hauclir y sus hombres de confianza que se quedaran esperando a los asesinos, con la intención de pillarlos con las manos en la masa y después torturar públicamente a los responsables de la manera más brutal que se pudiera imaginar.
Desde entonces, habían muerto tres hombres más. Malus se frotó la frente, intentando aclarar su mente y deshacerse del dolor de cabeza que cada vez era más fuerte.
—¿Cómo ha podido ocurrir? —preguntó con voz amenazante.
Hauclir se disponía a responder, pero se detuvo. Después de un instante, negó con la cabeza.
—No lo sé —dijo con expresión sombría, mostrando una dentadura perfecta—. Estaba vigilando desde la cubierta de la ciudadela. Tenía hombres en los mástiles superiores e incluso en proa. Duras recorría la cubierta cada quince minutos, pero justo después del cambio de guardia, ahí estaba.
—Por lo menos deben de haber sido dos hombres —gruñó Malus, apretando los puños—. El cuerpo está abierto en canal como un cerdo en la matanza, y sin embargo, ¿no hay rastro de sangre?
El antiguo capitán de la guardia se encogió de hombros.
—Podría haber estado envuelto en un trozo sobrante de velamen y atado ya por las muñecas. Todo lo que tendrían que haber hecho es lanzar la cuerda por encima del palo del mástil y elevarlo. —La mirada de Hauclir se paseó por la penumbra, que era como la de una caverna; su expresión era de rabia y frustración—. Podrían haberlo hecho en menos tiempo del que lleva contarlo y está tan oscuro como boca de lobo ahí fuera. Yo podría haber estado junto al mástil y aun así no haberme dado cuenta.
Malus podía sentir la rabia creciendo lentamente en su pecho a medida que los efectos del vino se disipaban.
—Ya es suficiente —siseó—. Mi paciencia se ha terminado. Escoge diez hombres al azar y comienza a despellejarlos. Quiero nombres.
—No podemos hacer eso —dijo Hauclir.
El noble se dio la vuelta y golpeó a su guardia personal en la cara con el dorso de la mano. El potente restallido se perdió en el viento al instante, pero Hauclir se balanceó sobre los pies mientras brotaba sangre de su labio partido.
—Soy el capitán de esta nave —dijo Malus con brusquedad—. Y nadie vierte la sangre de esta tripulación salvo yo, por ley y por costumbre. Debería haber empezado a despellejar vivos a los hombres tan pronto como esto empezó.
—No podríamos haberlo hecho entonces, y no nos atrevemos a hacerlo ahora —dijo Hauclir, poniéndose a su misma altura y limpiándose un hilillo de sangre oscura con el dorso de la mano. Los ojos le brillaban de dolor, pero su rostro tenía una expresión fría y disciplinada—. Cuando completamos nuestra tripulación con los supervivientes del resto de la flota había quizá un hombre entre diez en cuya lealtad podíamos confiar. Ahora hay dos. Creedme mi señor, me he enfrentado a más de un motín en mis tiempos y sé de buena tinta que una vez que has enseñado la mano sólo pueden pasar dos cosas: o bien los hombres se amilanan y aceptan tu autoridad sin cuestionarla, o se vuelven contra ti como una manada de nauglirs hambrientos. Si insistís en el tema, no creo que haya muchas dudas acerca de lo que pasará.
—¿Y crees que es mejor que parezca débil y que deje estos asesinatos sin castigo?
Hauclir respiró profundamente.
—Creo que es preferible evitar una pelea que sabemos que no ganaremos, mi señor. —Señaló con la cabeza hacia el timón del barco—. El viejo Lachlyr dice que no estamos a más de veinte leguas de la costa norte de Naggaroth; no me preguntéis cómo lo sabe, pero los lobos de mar tienen un instinto especial para estas cosas. Dice que avistaremos tierra probablemente mañana al alba y, a partir de ahí, hay otro día o dos bajando por el estrecho de los Esclavistas y entrando en el Mar Frío. Podríamos atracar en Karond Kar en tres días, pagarle a la tripulación y deshacernos de ella. No habrá ningún otro asesinato antes, así que podéis evitar un enfrentamiento y, al mismo tiempo, conservar el pellejo.
—A menos que estos hombres estén siendo asesinados porque hay un motín en marcha y los asesinos estén eliminando a los miembros leales de la tripulación hasta que decidan hacer su jugada. —Malus observó el cadáver colgante con expresión pensativa—. Podrían estar colgando a las víctimas como advertencia para los otros, a fin de mantenerlos a raya. Avistar tierra mañana puede ser la señal para moverse y apoderarse del barco y de la totalidad del oro.
El capitán de la guardia negó con la cabeza.
—No, ya había pensado en eso. ¿Por qué esperar? Si suficientes miembros de la tripulación estuvieran dispuestos a matarnos y reclamar todo el oro, lo podrían haber hecho en cualquier momento. ¿Por qué tomarse tanto trabajo en cazar a los leales? Estos no son hombres sutiles, mi señor. Si cabe, se han vuelto más feroces desde que dejamos esa maldita isla.
Malus pronunció una oscura maldición entre dientes, pero tuvo que admitir que Hauclir tenía razón. Al principio, la moral de la tripulación era alta, cuando comenzó la batalla y con el saqueo que vino después, pero una vez que volvieron a mar abierto el estado de ánimo de los marineros había sido cada vez más tenso. Primero habían sido sólo los hombres originales del Saqueador, pero se había extendido poco a poco a otros supervivientes también, como una extraña fiebre. El dolor que le producían sus pensamientos y el zumbido en la cabeza eran cada vez más fuertes. El noble rechinó los dientes.
—Hay algún propósito en estas muertes, Hauclir. Si no es un motín, entonces, ¿qué es? Es demasiado constante para ser otra cosa que no obedezca a un plan… —La voz del noble se fue haciendo menos audible a medida que se iba dando cuenta de algo. Entornó la mirada.
La pausa hizo que Hauclir girase la cabeza.
—¿Mi señor?
—Los asesinatos —dijo Malus—. ¿Cómo sabes que no habrá otro antes de que lleguemos a Karond Kar? Hauclir frunció el ceño.
—Bueno, cada hombre fue asesinado más o menos con cuatro días de diferencia, justo en… —El guardia personal abrió mucho los ojos—. Justo en el cambio de luna.
Malus asintió, mientras su rostro adquiría una expresión asesina.
—Exacto. Esto no es un motín, Hauclir. Esto es brujería. —El noble giró sobre sus talones y volvió por donde había venido, avanzando a grandes pasos.
Le llevó un tiempo asimilar del todo lo que Malus había dicho. Hauclir abrió mucho los ojos y se apresuró a seguir al noble.
—Pero ¿qué significa, mi señor? ¿Adónde vais?
—A la fuente —dijo Malus con enfado—. Mi querido hermano tiene cosas que explicarme.
La puerta de roble se había convertido en un santuario horripilante.
Al principio, habían sido tan sólo tallas; los marineros tallaban sus nombres en la puerta o en el marco, esperando una bendición, o escribían pequeñas oraciones por la muerte de sus amigos. Algunas de las oraciones habían sido adornadas a lo largo del tiempo al volver sus autores con el deseo de consagrarse de nuevo a su dios. Líneas fluidas de drucasto, talladas elegantemente por manos callosas, estaban rodeadas de representaciones vividas de escenas de batallas compuestas de más y más líneas artísticas talladas en la madera. Incluso Malus se sintió impresionado por el arte y la habilidad de los marineros devotos, que se habían pasado horas trabajando en sus oraciones en la dura superficie de la puerta.
Más tarde, sin embargo, las oraciones habían pasado a ser menos artísticas y más directas. Había nombres escritos con sangre, o algunas veces, incluso, el aspirante plantaba una mano sangrienta en la superficie de madera de la puerta. Entonces, alguien cogió un clavo de carpintero y puso una mano cortada que había pertenecido a un skinrider. Las orejas cortadas adquirieron popularidad, al igual que los cueros cabelludos.
A partir de ahí fue sólo cuestión de tiempo que los devotos comenzaran a apilar cabezas al pie de la puerta de Yasmir.
El hedor era insoportable. Malus no había estado en aquella parte del barco desde que el Saqueador había dejado la isla de Morhaut, y el espectáculo sangriento ya había sido lo bastante horripilante entonces. El noble contó, por lo menos, veinte cabezas de skinriders antes de detenerse asqueado. El dolor que sentía iba de mal en peor, le latía el fondo de los ojos como un tambor y parecía tener una carga eléctrica invisible por todo el cuerpo que le ponía los pelos de punta. De repente, sintió ganas de saborear de nuevo aquel pésimo vino.
Malus hizo una pausa ante la puerta empapada de sangre. Por lo que podía ver, hacía tiempo que no había sido abierta, quizá desde que dejaron la isla. Durante los pocos momentos sobrios que había tenido en las últimas semanas le había parecido una bendición no tener a Urial vagando por la cubierta principal como un pájaro de mal agüero. Ahora no estaba tan seguro.
Urial llevaba semanas encerrado en aquella habitación con su hermanastra. Malus no apreciaba en absoluto a Yasmir; sin embargo, la idea lo perturbaba enormemente.
El noble pensó con amargura que todavía debía de estar borracho mientras se frotaba la cara con la mano. Yasmir era indescriptiblemente hermosa y astuta como una víbora. Cuando estaba en Hag Graef había tenido a los jóvenes nobles de la corte comiendo en la palma de su mano y los había hecho sangrar como diversión. Pero fue su amor por su hermano Bruglir lo que la hizo útil para Malus. Necesitaba la flota de Bruglir para alcanzar la isla y vérselas con los skinriders, y con el apoyo de Yasmir se aseguraba la cooperación de Bruglir. Urial, por otro lado, era un hombre amargado y retorcido que tenía tantas razones para odiar a su familia como Malus. El niño deforme, que había sido entregado al templo de Khaine como sacrificio humano, había sobrevivido a la inmersión en el caldero de los sacrificios, una señal del favor del dios. Se había convertido en sirviente del templo y había aprendido muchas artes arcanas, y por esa razón, Malus también lo necesitaba. Así pues, Malus había tejido una red de promesas y mentiras que había atado a sus hermanos a él. O eso había imaginado.
Con la influencia de Urial como sirviente del templo, Malus pudo persuadir al drachau de Hag Graef para que le otorgara un poder de hierro, de modo que pudiera comandar la flota de Bruglir y buscar la isla perdida. La influencia de Yasmir era realmente el hierro que había tras la orden, sin embargo; una fuerza a la que Bruglir no podía oponerse. Urial, a su vez, amaba a Yasmir, y Malus le había prometido que cuando finalizara la campaña, Bruglir no se interpondría en su camino.
Al final, todos fueron traicionados de un modo u otro.
Bruglir resultó muerto en la batalla a manos del jefe de los skinriders, pero no antes de que lo traicionara su señora del mar, Tanithra. Yasmir fue traicionada por la deslealtad de Bruglir y su odio hacia él despertó una parte de ella que había permanecido dormida durante sus años de refugio en el Hag. Sus ansias asesinas se habían transformado en una manifestación viva de la muerte: en palabras de Urial, una santa del Dios de Manos Ensangrentadas. Incluso Malus se vio obligado a admitir que su habilidad para matar con sus largos cuchillos tenía algo de sobrenatural dadas su terrible elegancia y habilidad. La tripulación la vio luchar durante un abordaje desesperado en medio de un temporal a finales del invierno y después sus aposentos se convirtieron en un santuario dedicado al Señor del Asesinato.
Malus levantó la mano hacia la puerta manchada de sangre. Había brujería en el interior; comenzaba a ser capaz de sentirla, como un hedor que le quemaba la garganta. El zumbido de su cabeza empezó a transformarse en palabras, pero en vez de eso se concentró en la puerta y sus sangrientas inscripciones.
Se detuvo, con la mano a pocos centímetros de la madera oscura. La piel le picaba cuando entró en contacto con las corrientes de poder invisible. Tras unos instantes retiró la mano. «¿Por qué llamar a la puerta? —pensó—. Con todo ese poder a sus órdenes, Urial sabe sin duda que estoy aquí».
Malus Darkblade levantó la pierna y abrió la puerta de una patada en medio de una lluvia de astillas y metal retorcido.