VIII

Era la fiesta titular de la iglesia de San Agustín.

Bajo el pórtico, donde dos carabineros de gala montaban la guardia, el rector y sus monjes esperaban la llegada del cardenal, que iba a celebrar in fiocchi. Su Eminencia bajó del coche con sus familiares. Llevaba el manteo de seda roja, el roquete y la muceta, los guantes rojos con cruz dorada, el capelo rojo con trenza y borlas y los zapatos rojos con hebillas doradas. Subió los peldaños majestuosamente, tomó en la puerta la capa roja que le ofreció un ceremoniario y el hisopo que le tendió el rector, se persignó y asperjó a la concurrencia, se puso el solideo que le ofreció el capellán y, seguido de los dos carabineros y el clero, avanzó bendiciendo.

Se dirigió a la capilla de Santa Mónica, se sentó en el faldistorio, rezó con el clero el oficio de tercia, se revistió de los ornamentos pontificales y fue a cantar la misa al trono que, bajo el baldaquino rojo, se había preparado en el coro. El capellán era diácono, el secretario subdiácono y el abate y el gentilhombre acólitos. La prestancia del cardenal resultaba más notable porque Su Eminencia había experimentado aquella misma mañana cierta fatiga. Pero no quiso dispensarse en modo alguno del cumplimiento de sus deberes.

La ceremonia tenía muchas razones para emocionar al abate, que se había fijado este mismo día para hacer sus confesiones. Al contemplar al cardenal, que nunca le había parecido tan imponente, pensaba con tristeza y hasta con terror en la pena que iba a causarle. Esta misa cardenalicia ponía término a la vida religiosa de Victor Mas y a su servicio en el palacio Belloro.

Su ideal chocaba por última vez en su interior con su resolución. Sentía la grandeza y la dulzura del mundo que era todavía el suyo, como había advertido antes sus ridiculeces y debilidades. Estaba entre los servidores de Dios e iba a pasar al otro lado de la balaustrada, con el pretexto de vivir. A pesar de todos sus pecados, la imagen de Dios seguía grabada en el fondo de su corazón. ¿Es que la tristeza y el terror que le causaba la idea de afligir al cardenal no tenía más bien su origen en la idea de afligir a Dios?. Había sido su elegido y se convertía en su renegado. ¿Y por qué?. Por complacer a una mujer. La eterna enemiga se había interpuesto en el camino del joven clérigo y le había hecho probar el fruto prohibido. ¿A qué paraísos efímeros lo llevaba al arrancarlo de éste?. ¿Cómo sabía ella que Dios no alegraba su juventud?. Cuando se ha tenido el valor de ponerse por encima de los hombres, ¿hay que volver a su nivel para siempre, porque se haya bajado hasta él demasiadas veces?.

El nombre de San Agustín, con cuanto significaba, nunca había asumido tanta importancia para el abate. En esta iglesia consagrada al santo y en la que celebraba el cardenal titular, las oraciones que el joven escuchaba y a las que contestaba entraban en él como flechas. Y no eran flechas que recibiera con la sonrisa que había admirado en el rostro de San Sebastián en las catacumbas.

¿No era a él a quien San Pablo se dirigía en la epístola, como se había dirigido de otra manera a San Agustín?. Cumple tu ministerio… Yo estoy ya asperjado para el sacrificio y la hora de mi muerte ha llegado. He librado el buen combate. He terminado la carrera. He guardado la fe. El viejo secretario que cantaba la epístola era, sí, un personaje bastante ridículo, pero estas palabras bastaban para justificarlo. Adquirían todo su sentido para el cardenal, junto al que el abate sostenía la palmatoria, para que el anciano pudiera leerlas. El joven sintió una tierna emoción al advertir el esfuerzo que hacía su viejo maestro: la noble frente se contrajo y la clara mirada se veló y, luego, los labios pronunciaron con firmeza: «He librado el buen combate. He terminado la carrera. He guardado la fe». Cuando contemplaba a este hombre revestido de la casulla blanca y dorada, el abate creía ver la ilustración de otra oración de la misa: «El Señor lo ha amado y adornado con el manto de gloria».

Ahora, el capellán cantaba el evangelio: «Sois la sal de la tierra… Sois la luz del mundo». También el capellán era un personaje bastante ridículo, pero también estas palabras lo justificaban. Le aseguraban que no tenía necesidad de pedir al mundo ninguna luz ni a la inteligencia humana ninguna sal. Pero, del mismo modo que podían conducir únicamente al estudio de la vida de los santos, al culto de las reliquias, a la afición por rosarios y escapularios y a la caza de indulgencias, podían llevar a horizontes lejanos, a altitudes embriagadoras. Habían permitido a los primeros cristianos afrontar los suplicios y sostenían todavía, en ciertos países, los esfuerzos heroicos de otros cristianos.

—Sois la luz del mundo… El abate volvía a oír las palabras que le habían exaltado a raíz de su ordenación como acólito: «Sé un hijo de la luz». Y hoy, en este oficio solemne, llenaba funciones de acólito, como si, en la hora más grave de su vida, un destino misterioso le recordara la última en la que había disfrutado de la verdadera paz del corazón.

Pero también estaba en su corazón Paola. Se defendía contra el enternecimiento del espectáculo que tenía ante los ojos, contra la seducción de las palabras que le requerían. Se decía que eran los sobresaltos de la hidra que estaba aplastando y a la que había estado a punto de entregarse. Si conservaba la fe e iba a casarse con Paola, ¿qué tenía Dios que reprocharle?. Terminaría la carrera, después de haber librado el buen combate de un hombre libre. Si Dios quería retenerlo a su servicio, ¿por qué no hacía una señal?. ¿Por qué Víctor Mas no tenía derecho a un milagro?.

Miraba con avidez a la Virgen de San Lucas, que estaba encima del altar. ¿Por qué no movía la cabeza, no parpadeaba, no vertía lágrimas?. En el momento de la elevación, contempló la Hostia. ¿Por qué no se cambiaba en sol, no arrojaba sangre, no venía hacia él?. La blanca cabeza y las pálidas manos del cardenal parecían estar rodeadas por una aureola, pero el abate no se contentaba con esto. Contempló luego el cáliz: ¿por qué no aparecían en él unas cadenas de oro, una piedra celeste, una estrella?. En verdad, algo de sobrenatural transfiguraba cada vez más al celebrante, pero no era más que el reflejo de su fatiga vencida. De pronto los ojos del joven se agrandaron por el espanto: no veía un milagro, sino que el cardenal vacilaba. Antes que el diácono y el subdiácono, que bajaban la cabeza, advirtieran lo que sucedía, el abate se lanzó hacia adelante y recibió al celebrante en sus brazos. Aunque desfalleciente, el anciano había tenido la fuerza suficiente para dejar el cáliz sobre el borde del altar.

Hubo un fuerte murmullo en la iglesia. Los fieles avanzaron hacia la balaustrada. Los carabineros la franquearon para ayudar a los sacerdotes a llevar al cardenal hasta el trono. El anciano no se había desmayado y sonreía como para excusarse. El abate, con su corazón en un tumulto, se había arrodillado cerca de él y le besaba la mano, que estaba helada. Impasible, el ceremoniario había vuelto a colocar sobre la venerable cabeza el solideo, que había caído a la alfombra. «Hijos míos… Dios mío…», murmuraba el cardenal. Contemplaba la imagen de la Virgen, el crucifijo, el cáliz, que el ceremoniario cubrió con la palia, y parecía pedirles los medios de terminar la misa. Se levantó, pero volvió a caer sobre su asiento. Indicó con el dedo la sacristía.

Se puso en marcha a través de la iglesia un extraño cortejo. Era fúnebre por la lentitud, pero aquel a quien llevaban revestido de su resplandeciente casulla seguía de pie y no perdía nada de su alta talla. Lo sostenían los dos carabineros. Los fieles se habían arrodillado por respeto, no para una bendición que Su Eminencia ya no podía darles.

El abate terminó en una especie de sueño místico este día que había creído terminar de otro modo. Oía sin escucharlos los discursos del capellán sobre los ritos que debieron haberse cumplido, sobre si el vino del cáliz se había derramado o sobre si Su Eminencia había entregado el alma en plena iglesia. Trataba el joven de comprender el significado de este acontecimiento extraordinario, al que interpretaba de diversas maneras ¿No era esto la señal que había pedido?. El hombre que lo había ligado a este Dios del que había estado a punto de despedirse acababa de ser fulminado, en todo su esplendor y en el momento más solemne de su vida cotidiana de sacerdote. ¿Había sido para afianzar en un pobre subdiácono un lazo a punto de romperse o, por el contrario, para mejor romperlo?. La muerte de este ilustre cardenal, que era ya cuestión de días, ¿debía señalar la liberación del humilde subdiácono o su muerte para el mundo?. ¿Podía Dios tomarse tanto trabajo para resultado tan mediocre?. Verdad era que ahorraba así al protector el conocimiento de la infidelidad y la indignidad del protegido; pero ¿no había otro designio en haber inducido a éste a guardar silencio?. El cardenal se había asperjado para el sacrificio, pero también el subdiácono había quedado asperjado.

Los médicos no habían dejado la menor esperanza. A pesar de la lozanía conservada hasta entonces, no se salía de un ataque a la edad del cardenal Belloro. Así lo había comprendido él, pues había dispuesto que vinieran la extremaunción y el notario. El capellán recordaba que los cardenales tienen por indulto derecho a testar, salvo para el mobiliario de su capilla, que iba a la sacristía del Santo Padre, a menos que fuera objeto de un legado piadoso, y el buen hombre, hecho un mar de lágrimas, añadía que se creía al respecto el legatario de Su Eminencia. El viejo secretario, no menos lloroso, creía, por su parte, por una alusión de Su Eminencia, que iba a heredar la biblioteca. Desde luego, tanto el uno como el otro pensaban que esto no sería todo. El cardenal Tisserant acudió a la cabecera del prefecto de Ritos, le habló a solas y tuvo a la salida una mirada prometedora para los dos viejos familiares. «Tal vez me harán prelado doméstico», dijo el capellán, secándose los ojos. «Y a mí canónigo o beneficiario», dijo el secretario entre dos suspiros.

El abate no había buscado la mirada del cardenal Tisserant ni pensado en lo que podía legarle el cardenal Belloro. Apenas abandonaba el dormitorio en el que acababa de entrar por primera vez y cuya sencillez le asombraba. Este patricio, a quien gustaba rodearse de las apariencias del lujo, dormía en una pieza desnuda, sobre un lecho de hierro.

Llegó el telegrama del Santo Padre: «Expresamos Nuestra honda fraternal solicitud al muy querido cardenal. Hacemos votos fervorosos para pronto restablecimiento. Invocamos para él asistencia divina mariana Santa Rosa Lima Santa Rosa Viterbo. Enviámosle bendición apostólica especial sumamente propiciatorio». El Santo Padre hasta envió a su oculista, que se retiró sin insistir. La religiosa enfermera estaba emocionada por la alusión a Santa Rosa de Lima, fiesta del día.

—Sor Pascualina… —murmuró el cardenal sonriéndose.

Sin duda atribuía a la monja alemana la alusión mariana del Santo Padre y la invocación a las dos Santas Rosas.

—Santa Rosa de Lima, la primera santa de América —dijo el capellán.

—De la América del Sur —dijo el cardenal con la misma sonrisa.

Parecía dar a entender que el Santo Padre le reprochaba todavía no haber dado un santo a la América del Norte. El secretario recordó la fiesta de Santa Rosa de Viterbo, que iba a celebrarse en la ciudad del mismo nombre a comienzos del mes próximo: ¡la carroza de la procesión era tan hermosa!. El capellán propuso traer rosas y bendecirlas conforme al ritual de las rosas de Santa Rosa: «¡Que la suavidad de su perfume aleje las enfermedades y expulse a los diablos!». El cardenal hizo un signo negativo. No tenía miedo a los diablos y sabía que pronto estaría definitivamente alejado de las enfermedades. El secretario propuso traer una vela y agua de San Ramón Nonato, cuya fiesta litúrgica caía al día siguiente. El cardenal hizo otro signo negativo y dio a entender que quería quedarse a solas con el abate.

Lo miró y, concentrando las fuerzas que le quedaban, le dijo:

—Hijo mío, has iluminado mis viejos días. Espero iluminar un poco los largos días que te quedan. —El joven le besó la mano llorando—. Sé feliz en el Señor —añadió el cardenal. Fueron sus últimas palabras.

En este mismo instante, el abate recobró su vocación. Su inmenso dolor estaba compensado por esta inmensa alegría. Se sentía inundado por la gracia. Este anciano que acababa de entregar el alma dejándole un mensaje, este anciano tan estragado por los milagros, había realizado en este momento uno que sería desconocido de todos. Cuando le hicieron el aseo supremo, descubrieron que el ironista e implacable crítico llevaba un cilicio.

Le pusieron la sotana de lana morada, el roquete, el manteo morado y el solideo de lana roja y lo expusieron sobre un lecho fúnebre en el gran salón. Estaba en el lugar del trono, bajo el baldaquino. Por la tarde vinieron los cardenales, los altos funcionarios de la Santa Sedé y los representantes de las autoridades. El hermoso laurel que había dado sombra durante tanto tiempo a la Congregación de Ritos se había venido al suelo para siempre.

Al día siguiente vistieron al cardenal pontificalmente, como si fuera a terminar, con el color del duelo cardenalicio, la misa interrumpida en San Agustín. En uno de sus dedos, encima del guante morado, brillaba el anillo de topacio que había recibido del papa en el momento de su designación. El sustituto de Ritos vino a cumplir, como jefe de ceremoniarios, los últimos deberes que se tenían con un príncipe de la Iglesia: el acta notarial, en la que se daba fe de la muerte, se enumeraban las virtudes del extinto y se resumía su carrera, fue colocada, protegida por un estuche de plomo, en el féretro. Antes, otro prelado había leído el acta en alta voz y estas frases latinas, que resonaban en el hermoso salón Renacimiento donde las Musas mostraban sus desnudos pechos, recordaban el estilo de los breves a los príncipes.

Extra omnes —gritó el sustituto.

En nombre de una regla cuyo simbolismo no pudo ser explicado ni por el mismo capellán, este prelado y el que acababa de leer eran los únicos que debían asistir al cierre del féretro de un hombre que había sido revestido de la púrpura.

En esta misma iglesia de San Agustín, a la que Su Eminencia había llegado triunfalmente la semana última y que había visto su caída, se escuchó la misa fúnebre del cardenal Belloro. Fue celebrada por el sacristán del Santo Padre, obispo de Pórfido. Los miembros del Sacro Colegio, con capas moradas, ocupaban los bancos revestidos de verde puestos frente a frente, a este lado de la balaustrada. En medio de la nave se alzaba el catafalco, cubierto de negro y oro, inclinado hacia el pórtico. El capelo rojo de treinta borlas estaba puesto delante, en una corona de laurel dorado, que era ritual y parecía hoy heráldica. Sobre altos candelabros negros ardían cien cirios. El cardenal Tisserant dio la absolución en nombre del jefe de la Iglesia, y la familia cardenalicia, que estaba en vísperas de dispersarse, acompañó los despojos al cementerio de Frasead.

Según la voluntad expresa del difunto, su testamento sólo debía ser leído al regreso de las exequias. Aparte los familiares, el notario había convocado a las herederas naturales, dos viejas parientas del cardenal, que habían venido de la provincia al enterarse del fallecimiento.

Esperaba a todo el mundo una sorpresa: el abate Mas había sido nombrado legatario universal. Había legados particulares para el capellán y el secretario, así como para el personal las cruces pectorales y los anillos preciosos iban a la sacristía del Santo Padre, otros objetos a San Agustín y los recuerdos de familia a las dos viejas parientas, que tuvieron una crisis de nervios. El abate abandonó la notaría para huir de las felicitaciones.

Tenía necesidad de recobrarse, de comprender. No podía creer en su suerte, que lo abrumaba y asustaba. Se sentía henchido de gratitud hacia el cardenal, que había querido hacerlo feliz en el siglo, después de haberle deseado que fuera feliz en el Señor. Pero ya no pensaba en ser feliz: pensaba en ser sacerdote, un pobre sacerdote como tantos otros. Aunque la Iglesia fuera demasiado ávida para el dinero, él no tenía necesidad de dinero para servirla como pensaba hacerlo.

Verdad era que tenía a la vista el ejemplo de un hombre que había sabido unir la pureza de costumbres y la riqueza. Sus penitencias secretas, que quedaron reveladas a su muerte, eran comparables a las de los santos. Pero el abate Mas no era de tan alto nacimiento. Así como no estaba hecho para ser romano, tampoco lo estaba para ser rico. Se sentía para siempre el hijo espiritual de este hombre, pero tampoco estaba hecho para recibir otro género de herencia. Recibía ésta como la última prueba a la que lo sometía el viejo maestro. Delante del abate Mas volvían a abrirse los dos caminos, el de la verdad y el de la mentira. El cardenal no le dejaba su fortuna para hacer de él un orondo prelado, canónigo de una basílica mayor. Era para ver hasta qué punto el discípulo tenía amor a la verdad. Esta fortuna era la tentación de la mentira, como podía haber sido la de la libertad.

Caminó al azar por la ciudad hasta la caída del día. Atravesó las plazas que tanto le habían gustado. Volvía a ver las conocidas iglesias, pero no entró en ninguna, ni siquiera en San Agustín, ni siquiera en San Ignacio. No tenía necesidad de oraciones para infundirse valor. Su decisión estaba tomada.

Volvió ya de noche al palacio Belloro. Había pasado por el seminario francés de la calle Santa Clara y recordaba a los jóvenes de cuya servidumbre se había compadecido y cuya suerte pensaba compartir para castigarse. Viviría hasta el sacerdocio en lo que había considerado una prisión, y esta prisión estaría muy cerca de lo que había sido su morada, de lo que hubiera podido ser su palacio.

A pesar de la hora tardía, el portero lo esperaba para saludarlo. El criado cínico lo llamó «Excelencia» y le entregó sobre una bandeja una carta con el matasellos del Aquila. El capellán y el secretario conferenciaban en el saloncito; se levantaron, humildes y maravillados, a la entrada del joven. Con lágrimas en los ojos, sólo sabían decir «don Vittorio», «don Vittorino». El cubierto del nuevo amo había sido preparado en el comedor del cardenal, con un derroche de plata. El joven dijo que no sentía apetito, se hizo servir un poco de fruta en su dormitorio y despidió a todo el mundo.

Se paseó por la vasta morada. Al encender las luces, le parecía que estaba iluminando los recuerdos que guardaba para él este escenario. ¡Estos cuadros y muebles, esta casa y las importantes rentas eran de su exclusiva pertenencia y a todo renunciaba!. La birreta roja, que había quedado sobre una consola, y las armas del baldaquino contrastaban con su modestia. En verdad, iba a ser citado en los seminarios. Hasta era posible que diera trabajo a algún futuro prefecto de Ritos. Creyó oír la voz burlona del cardenal y abrió la puerta de su dormitorio: se le apareció el pequeño lecho de hierro.

De pronto tuvo un movimiento de rebeldía contra sí mismo, contra su tontería, su ceguera. Hacía muy poco tiempo todavía había dudado de esta vocación a la que sacrificaba una suerte inverosímil. Pero ¿había comprendido bien todos los mensajes del cardenal?. Al de sus últimas palabras había sucedido otro ante notario que procuraba la clave, un mensaje que daba a Victor Mas las llaves de la vida, al mismo tiempo que las llaves de la caja. Era libre; había sido liberado y dotado por su maestro. Haría limosnas principescas para agradecer su secularización. Paola y él eran realmente elegidos de Dios, elegidos de los dioses, que estaban siempre presentes en Roma, siempre en ese Panteón del que el Hombre-Dios sólo los había expulsado en apariencia, dijera lo que dijere Joseph de Maistre. Eran ellos los que habían provocado en el momento oportuno esta asombrosa catástrofe y, si se la calificaba de providencial, sería porque la Providencia se había puesto de acuerdo con ellos para hacer la felicidad de Victor y de Paola.

El abate sacó de su bolsillo la carta que había metido en él sin leer. La abrió: Paola expresaba su emoción por la muerte del cardenal. No había venido a los funerales por respeto para el dolor de Victor. «Has perdido el último lazo que te retenía en las órdenes. Puedes ahora establecer otro sin acusarte de ingratitud». Incluía su número de teléfono y decía que esperaba impaciente una llamada. «Mi amor…». Estas palabras, con las que comenzaba y terminaba la carta, parecieron a Victor impregnadas del sabor de unos labios, del perfume de una piel.

Fue a la biblioteca, donde estaba el teléfono, y pidió el Aquila. Veinte minutos de espera. Se sentó en la butaca que tantas veces había ocupado junto al cardenal. Sonreía pensando en la noticia que iba a dar a Paola.

El seminarista del que ella se había encaprichado hasta el punto de pensar en hacer de él su marido, aunque casi no tuviera oficio ni beneficio, se convertía como por arte de magia en una especie de Creso, y no precisamente en indulgencias. La situación se había invertido: era Paola quien había sacado el premio gordo; era el premio de su constancia. Hallaba la fortuna por haber buscado el amor, como él, sin haberlos buscado, hallaba el amor y la fortuna.

Miró el reloj. Todavía un cuarto de hora. Pensó en las conversaciones que había mantenido con el cardenal en esta habitación o, mejor dicho, en los largos monólogos que había escuchado. Habían formado un testamento moral que había precedido al otro. Sin que él lo advirtiera, el destino del menudo abate se había decidido entre estas paredes. Recordó la más delicada de las conversaciones que se habían desarrollado aquí mismo, la que tuvo precisamente por causa a Paola, cuando él rechazaba sus engatusamientos.

Todavía diez minutos. ¡Qué largo era el tiempo!. Se imaginaba a Paola en esta habitación, en esta butaca, en la butaca del cardenal. Serían marido y mujer. El antiguo secretario adjunto del cardenal Belloro, el exorcista, el acólito, el subdiácono, sería sin duda un excelente marido para la sobrina del capellán, la pensionista de Santa Brígida, la asociada del colegio del culto a los mártires. Merecían casarse en la capilla del palacio Belloro, instalarse en el palacio Belloro. Para conseguir este triunfo, sólo habían necesitado un poco de hipocresía. Una bocanada de vergüenza pasó por el rostro del joven triunfador.

Cinco minutos. Su vida dependía de lo que iba a decidir en estos cinco minutos. Ya no sabía lo que iba a hacer. La sangre Se agolpaba en sus sienes. Le oprimía una especie de repugnancia. ¿Repugnancia del sacrificio?. ¿Repugnancia de la satisfacción?.

Sonó el teléfono. El abate, con la cabeza echada sobre el respaldo, escuchaba aquellos sonidos desesperados. Era la llamada del amor, de la felicidad, de la libertad: todo esto se le ofrecía y todo esto rechazaba. Era una llamada que oía en su corazón, en su alma, más que en sus oídos. Y la estaba sofocando. Pero no podía sofocar sus sollozos.

Salió a hora muy temprana sin ser visto por nadie. Llevaba en la mano su maletín de seminarista. En la plaza del Panteón tomó un taxi para hacerse llevar a Frasead.

En el cementerio, donde los grandes bojes tallados parecían formar un parque, la tumba estaba cerca del muro del linde, desde donde se dominaba la vasta llanura de Roma. Las flores de las coronas se habían marchitado ya. El abate puso su mano sobre el laurel del blasón, como para tocar un follaje que no se marchitaba.

—Eminencia —murmuró—, no he sido digno de tu confianza, pero espero serlo de tu estima.

Al volver, contemplaba el cielo y el campo con unos ojos nuevos. Nunca se había sentido tan feliz. La paz de los olivares que atravesaba era su paz.

Fue a ver al notario y lo dejó atónito: renunciaba a su herencia, que iría a las herederas naturales. Iba a tomar el tren de París. Su dirección era el seminario de Versalles. No debía ser comunicada a nadie.

Las llaves de San Pedro habían abierto al abate Víctor Mas todas las cerraduras. Y el abate Víctor Mas las dejaba bajo la puerta.