—Es muy bonito, hijo mío, ir a venerar el Santo Prepucio —le dijo el capellán—, pero este mes de agosto hace madurar gracias que debe usted aprovechar. Lo veo triste y eso le procurará ánimos.
—Me he perdido en la cuenta de mis indulgencias.
—Va a ganar ésas y más. La vicaría y el comité central del Año Mariano han decidido que este mes, aunque consagrado al Inmaculado Corazón de María, patrón de Roma…
—¿Patrón de Roma?. ¿Y San Pedro?. ¿Y San Felipe Neri?. ¿Y Santa Catalina de Siena?.
—Y otros muchos, hijo. Roma tiene más patrones de los que usted cree: hay patrones principales y patrones secundarios, una docena larga en total. Antes había casi sesenta y esto obligaba a la municipalidad a ofrecer otros tantos cálices por año. Hemos reducido el número de protectores al ver que ella reducía el de cálices. ¡Tristes tiempos!. Apenas ofrece ahora tres o cuatro. Por fortuna, compensamos eso con las lámparas: hay la lámpara de San Francisco, cuyo aceite es ofrecido por tal provincia; la lámpara de tal Madonna, con la ofrenda de tal otra provincia, etc. Monseñor Pimprenelle, con su lámpara de Santa Petronila, no ha hecho más que imitarnos. En pocas palabras, este mes va a librarse en Roma una gran batalla, la del rosario, combinada con una gran cruzada, la del escapulario.
—El lenguaje es más marcial que marial —dijo el abate, que comenzaba a divertirse.
—No nos sorprende a nosotros, los italianos. El régimen difunto había decretado la batalla de la cosecha, a la que la Iglesia se incorporó: el duce premió a setenta y dos obispos y dos mil trescientos cuarenta párrocos por los hermosos resultados que obtuvieron en la recolección. Pero, aunque estemos bajo un Gobierno que se pone en manos de la Iglesia, dudo mucho que se premie oficialmente a los vencedores de una batalla que es mucho más importante todavía. Deberían recordar que no sólo de pan vive el hombre.
—¿No es octubre el mes tradicional del rosario?.
—Eso no impedirá que agosto también lo sea. Su rosario de usted está actualmente bien provisto de indulgencias, pero tiene usted que aprender todavía mucho sobre este capítulo. También ahí podrá apreciar la inefable e inagotable generosidad de la Iglesia: no se contenta con darnos un rosario, sino que nos los da a docenas. Su única dificultad será decidirse por uno o por otro.
—¿Y me ha privado durante tanto tiempo de gracias tan grandes?.
—Venía usted de tan lejos y estaba tan carente de todo, que tuve que acudir a lo más urgente. He analizado sus oraciones y hasta le he hecho leer al respecto los libros idóneos, pero nunca le he preguntado, que Dios me lo perdone, qué escapulario lleva.
—El de la Pasión —dijo el abate, sin añadir a quién se lo debía.
—¿No lleva usted entonces más que uno?.
—Sé por lo menos que hay otros dos —contestó el abate, sin añadir tampoco quién se lo había dicho.
El capellán lo miró con conmiseración:
—Querido amigo, hay ocho. Quiero decir ocho principales. —Se llevó las dos manos al pecho—. Los tengo todos, con sus respectivas medallas milagrosas. ¡Cuántos soldados se han librado de la muerte durante la guerra gracias a una de estas medallas, que desvió la bala!. Cuando Benedicto XV permitió, el 10 de noviembre de 1914, reemplazar los escapularios por medallas, prestó un gran servicio a la humanidad, pero las personas piadosas llevan las dos cosas, medallas y escapularios. Le voy a procurar la lista de las iglesias donde se libra la batalla y donde podrá emplear santamente unos ocios de que yo carezco. El programa se ha organizado de manera que se puedan conseguir en un día tres o cuatro.
El abate decidió someterse a esta prueba, como a un juicio de Dios para su vocación. Debía, en efecto, explicarse a fin de mes con el cardenal. Admitía que era improrrogable el plazo fijado por Paola, pero ideaba todos los días algún pretexto para no acortarlo. Aceptó, pues, con alegría el de ganar tiempo que el capellán le proponía y, provisto de la lista ad hoc, emprendió esta nueva gira por las iglesias romanas.
La primera de la lista era San Andrés del Valle, que pertenecía a los teatinos. Estaba en el púlpito uno de estos religiosos, con hábito negro debajo de su sobrepelliz. Ante un auditorio numeroso y atento, agitaba un escapulario azul.
—He aquí, hermanos y hermanas, el escapulario azul de la Inmaculada Concepción, el escapulario de los teatinos, es decir, de los clérigos regulares del gran San Cayetano, gloria del cielo, particularmente venerado en Napoles. Es el escapulario inspirado por una visión celeste a la bienaventurada Úrsula Benincasa, fundadora de las teatinas. «Deja de llorar Úrsula, y cambia tus suspiros en alegría —le dijo la Madonna—, mi Hijo tiene algo que decirte». Y fue el mismo Nuestro Señor Jesucristo quien dictó a la bienaventurada la regla de su orden y, al pedírselo ella, añadió a la regla la descripción del escapulario de la orden tercera. Este escapulario es azul como la cintura que llevaba la Virgen en Lourdes y La Salette, azul como el velo que, por tradición, le adjudican los pintores, azul como los ornamentos de las misas votivas de la Inmaculada Concepción en España. Al inscribiros, para tenerlo, en la tercera orden teatina, participaréis en los frutos de las buenas obras, mortificaciones y penitencias de toda la orden. En cuanto a las indulgencias que proporciona, son tan numerosas que un decreto de la Sacra Penitenciaría ha prohibido contarlas. Y si me limito a recordar que, antes de esta prohibición, algunos calculaban que llegaban a las quinientas indulgencias plenarias, imaginad si queréis cuántas son las parciales. Llevad, hermanos, llevad, hermanas, el escapulario azul, el escapulario teatino, el escapulario de la Inmaculada Concepción, que no debe ser confundido con el escapulario blanco de la Inmaculada Concepción, de fecha más reciente y de eficacia menos probada.
Al mismo tiempo que escuchaba, el abate contemplaba los frescos que representaban en el ábside la vida de San Andrés. El criado cínico le había dicho que algunos sacerdotes se negaban a celebrar en este altar mayor, porque, al levantar los ojos, veían el cuerpo demasiado desnudo del santo titular, encima del tabernáculo. El capellán le había dicho por su parte que el papa Pío II, cuvo sarcófago estaba en la nave, encima de una arcada, había proclamado a los romanos «hijos de San Andrés», cuando hizo traer de Constantinopla la cabeza de este santo. «Es un título que mis compatriotas han olvidado, pero harían bien en reemplazar con él el de nietos de Rómulo», comentó este hombre excelente.
Ahora, el negro teatino agitaba un rosario:
—Queridos hermanos, queridas hermanas, aquí tenéis el rosario de la Inmaculada Concepción, complemento indispensable de nuestro escapulario. No tiene más que tres decenas y es de cómoda recitación. Es el que la misma Virgen inspiró al padre Buenaventura de Ferrara, unos cuantos años antes de que fuera definido el dogma de la Inmaculada Concepción. El padre Buenaventura era un capuchino y no un teatino, pero nuestra orden, de acuerdo con la de los hermanos menores capuchinos, ha decidido hacerse excepcionalmente la propagandista de su escapulario, atendiendo así los deseos de la vicaría y del comité central del Año Mariano. Se ponen así a vuestra disposición doce indulgencias plenarias y una indulgencia cotidiana de trescientos días. Recitad, hermanos míos, recitad, hermanas mías, el rosario de la Inmaculada Concepción.
Pero he aquí que, a espaldas o a propuesta de la vicaría y del comité central del Año Mariano, se añadía al parecer otra batalla a las del rosario y del escapulario: la de las aguas milagrosas. El teatino agitaba ahora un frasco:
—Permitidme que os recomiende, en esta misma ocasión, el agua milagrosa de Santa Adelaida, abadesa de Colonia; es la célebre agua de Colonia con bendición especial, reservada a la archidiócesis de Colonia y otorgada, por indulto, a los clérigos regulares de San Cayetano. Es incomparable para la curación de las enfermedades.
En un rincón de la iglesia, tres o cuatro muchachitos, sentados detrás de una mesa, vendían rosarios y escapularios de la Inmaculada Concepción e inscribían en unos registros, sacando la lengua, los nombres de los nuevos miembros de la tercera orden teatina. El agua de Santa Adelaida se despachaba en la sacristía.
El abate cruzó el Tíber para correr a la iglesia de San Crisógono, perteneciente a los trinitarios. Estaba en el pulpito un monje de hábito blanco y cruz roja y azul. Agitaba un escapulario blanco con una cruz roja y azul ante un auditorio numeroso y atento:
—He aquí, queridos hermanos y hermanas, el escapulario tricolor, el escapulario trinitario, es decir, de la orden de la Santísima Trinidad para la redención de los cautivos, la orden que rescató antes al mayor número de cautivos y que hoy os exhorta a que rescatéis vuestros pecados. Es el escapulario inspirado por una visión celeste a nuestros ilustres fundadores, San Juan de Matha y San Félix de Valois, en 1198. Es blanco, color del Padre Eterno, que habita en la luz inaccesible y ha sido representado por los pintores con una barba blanca. Es azul, color del Espíritu Santo, antes de ser el de la Madonna, pues el Espíritu Santo descendió del cielo, que es siempre azul, por lo menos en Roma. Es rojo, color de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, en el que se cumplen las palabras de la Escritura: «¿Quién es el que viene de Edom con ropaje teñido de Bosra, pues su vestidura es roja?». Este escapulario os permite ganar nueve absoluciones generales al año, digo bien, nueve absoluciones generales, privilegio único, aparte las indulgencias estacionales y treinta y siete indulgencias plenarias, digo bien, treinta y siete, sin contar la última, que no es la menor, la del artículo de la muerte. No me preguntéis el número de las indulgencias parciales: es infinito. Al inscribiros, para tener este asombroso escapulario, en la tercera orden de la Santísima Trinidad, participaréis en los frutos de las buenas obras, mortificaciones y penitencias de toda orden trinitaria. Llevad, hermanos míos, llevad, hermanas mías, el escapulario tricolor, el escapulario trinitario, el escapulario de la Santísima Trinidad.
Estas palabras no podían afectar al granito de las columnas antiguas que formaban la nave, al pórfido de las que sostenían el arco triunfal y al alabastro de las que soportaban el baldaquino del altar mayor. Acariciaban sin duda los oídos de la bienaventurada Taigi, terciaria de la Santísima Trinidad, que reposaba bajo el altar de una capilla. Pero no podían llegar a la basílica subterránea donde se habían desarrollado, en los primeros siglos, las ceremonias de una religión que llevaba entonces a otras batallas.
Había llegado el turno del rosario:
—He aquí, caros hermanos y hermanas, el complemento indispensable del escapulario de la Santísima Trinidad: el rosario de la Santísima Trinidad: De todos los que os recomienden, ninguno tendrá más virtudes. En efecto, las tres invocaciones que hay que añadir al recitarlo hicieron cesar el año 446 en Constantinopla un temblor de tierra que duraba ya seis meses. La orden de los trinitarios estuvo, pues, iluminada por la Providencia cuando ideó fortificar su rosario con tan prodigiosa invocación. Hasta San Emidio tan eficaz contra los terremotos, tiene que ceder ante la Santísima Trinidad. Este rosario es particularmente precioso en un país como el nuestro, expuesto a las sacudidas sísmicas. Rezad, hermanos, rezad, hermanas, el rosario de los terremotos, el rosario de la Santísima Trinidad. Os protegerá y os hará ganar cada semana una indulgencia plenaria, cincuenta y dos indulgencias plenarias al año, digo bien, cincuenta y dos.
Finalmente, el blanco trinitario agitó un frasco:
—Permitidme que os recomiende, en esta misma ocasión, el agua milagrosa de San Huberto, la célebre agua de Colonia, objeto de una bendición especial reservada a la archidiócesis de Colonia v concedida por indulto a la orden de la Santísima Trinidad para la redención de los cautivos. Es incomparable contra las mordeduras de los perros rabiosos.
En un rincón de la iglesia, tres o cuatro jovenzuelos, sentados detrás de una mesa, vendían los rosarios y escapularios de la Santísima Trinidad e inscribían en los registros, sacando la lengua, los nombres de los nuevos miembros. El agua de San Huberto se despachaba en la sacristía.
Al día siguiente el abate fue apresuradamente hacia la avenida de Italia, a los carmelitas descalzos. En la iglesia nueva, ante un auditorio numeroso y atento, un carmelita de hábito pardo, al que se suponía descalzo, blandía, en lo alto del púlpito, un escapulario pardo:
—Aquí está, hermanos y hermanas, el más famoso de los escapularios, el escapulario de la Virgen del Monte Carmelo, el escapulario de la orden de los carmelitas, tanto de los descalzos como de los llamados de la antigua observancia, que están calzados. Ha sido inspirado por la mismísima Virgen, el 16 de julio de 1251, en la ciudad de Cambridge, a San Simón Stock, sexto moderador general de los carmelitas de la antigua observancia. ¿He de haceros una reseña de las granas atribuidas a este escapulario, es decir, a la archicofradía que va a procurároslo?. Entre todas sus indulgencias plenarias, fijaos especialmente en la del 16 de julio, conmemorativa de la aparición; la del cuarto domingo de cada mes y la de todos los santos de la orden del Monte Carmelo. ¿He de haceros una reseña de todas las indulgencias parciales que os esperan y que pueden ser aplicadas sin excepción a las almas del purgatorio?. Para los que llevan el escapulario, trescientos días de indulgencia si no comen carne los miércoles, ciento si recitan el oficio de la Virgen y cuarenta si rezan siete padrenuestros y siete avemarias. Además, todos los inscritos participan en los frutos de las buenas obras, mortificaciones y penitencias de toda la orden carmelita.
—Esto bastaría, hermanos y hermanas, para recomendaros el escapulario de la Virgen del Monte Carmelo. Pero no he dicho todo todavía. He guardado para el postre dos privilegios tan extraordinarios que ya es hora que os los revele: el privilegio de la buena muerte y el privilegio sabatino. Verdad es que nuestro escapulario comparte el primero de estos privilegios con los crucifijos que han recibido la misma indulgencia, pero el privilegio sabatino o indulgencia sabatina sólo pertenece y pertenecerá a él. Le ha sido reconocido por la célebre bula del papa Juan XXII del 3 de marzo de 1322, bula cuya existencia niegan vanamente las órdenes celosas de la nuestra, pero cuyos elementos esenciales han sido confirmados por el tribunal de la Santa Inquisición romana y universal y por varios soberanos pontífices, los más recientes el glorioso San Pío X y el inolvidable Pío XI.
—Otros escapularios os ofrecerán muchas indulgencias plenarias, muchas indulgencias parciales. Pero ninguno de ellos os ofrecerá ésta, que debemos a la Virgen y que debe ser recordada en el Año Mariano. Aprovechad esta indulgencia sabatina y felices aquellos de vosotros que mueran un viernes por la noche!. No estarán ni un día en el purgatorio. Llevad, hermanos, llevad, hermanas, el escapulario de la Virgen, el escapulario pardo (a veces os lo ofrecerán negro, pero es lo mismo), el escapulario de los carmelitas, el escapulario del privilegio sabatino, de la indulgencia sabatina, el escapulario de la Virgen del Monte Carmelo.
Mientras el carmelita descalzo recobraba el aliento, el abate recorría la iglesia con la vista. En una vitrina iluminada estaba colgada de una percha de material plástico una sotana blanca de San Pío X. Bajo un altar se veía, en un féretro de cristal igualmente iluminado, una estatua yacente con máscara de cera de Santa Teresa del Niño Jesús, titular de la iglesia.
—Caros hermanos y caras hermanas —gritaba el carmelita descalzo agitando un rosario multicolor—, aquí tenéis ahora el rosario que os recomendamos, lucida escolta del venerable escapulario que vais a llevar. No es un rosario de la orden del Carmen o de otra orden religiosa; es algo mejor, es el rosario de las naciones, el rosario internacional, compuesto de cuatro decenas de colores diferentes, una blanca para la raza blanca, una negra para los negros, una roja para los pieles rojas y una verde para los amarillos. «¿Una verde para los amarillos?». preguntaréis. No os diré la razón de esto, porque es el secreto del inventor del rosario, venerable prelado norteamericano cuya modestia no permite que lo identifiquemos, pero que ha sido favorecido por una inspiración de lo alto. Adoptad todos el rosario de las naciones y tendréis así, con el más ilustre de los escapularios, el más joven de los rosarios.
El carmelita tenía ahora en la mano un frasco que no parecía ser el agua de melisa carmelitana:
—Permitidme que os recomiende en esta misma ocasión nuestra agua milagrosa, la de San Roberto, objeto de una bendición especial reservada a los carmelitas descalzos o calzados. Es incomparable para curar a los enfermos.
En un rincón de la iglesia, tres o cuatro muchachos, sentados detrás de una mesa, vendían el rosario de las naciones y el escapulario de la Virgen del Monte Carmelo e inscribían en un registro, sacando la lengua, los nombres de los nuevos miembros. Precisaron a una vieja beata que, en efecto, era el miércoles y no el viernes cuando se ganaban trescientos días de indulgencia no comiendo carne, El agua de San Roberto se despachaba en la sacristía.
Esta visita se combinaba muy bien con la de la iglesia de los mercedarios, que estaba en el mismo barrio. Esta iglesia, todavía más nueva que la de los carmelitas, resplandecía con sus mármoles esculpidos y sus mosaicos y tenía un matronium y un trifonium encima de las naves laterales, lujo digno de la nación argentina, a la que pertenecía.
En uno de los ambones, un monje de hábito blanco, adornado con una insignia roja de cruz dorada, blandía un escapulario blanco. El auditorio era numeroso y atento.
—Ved, hermanos, ved, hermanas, el escapulario blanco de la Virgen de la Merced, el más precioso de todos los escapularios blancos (que no debe ser confundido con ningún otro), el escapulario de los mercedarios, es decir, de la orden de la Virgen de la Merced para la redención de los cautivos, la orden que rescató antaño al mayor número de cautivos y que os exhorta hoy a que rescatéis vuestros pecados. Este escapulario ha sido inspirado por la misma Virgen a nuestros tres santos fundadores, cuando se les apareció en Barcelona en 1223: San Pedro Nolasco, San Raimundo de Peñafort (ese gran santo que viajaba por el mar extendiendo sobre él su capa) y el rey Jaime de Aragón, todavía no canonizado. Este escapulario os conferirá treinta indulgencias plenarias por año y doce absoluciones generales (doce, privilegio único), además de innumerables indulgencias parciales que van de los tres años y tres cuarentenas a siete años y siete cuarentenas. Llevad, hermanos míos, llevad, hermanas mías, el escapulario de los mercedarios, el escapulario blanco de la Virgen de la Merced.
—En cumplimiento de su deber y para atender los deseos de la vicaría y del comité central del Año Mariano, nuestra orden os aconseja también un rosario, más eficaz precisamente por lo poco practicado: el rosario de la milicia angélica. Nos olvidamos con demasiada frecuencia de rezar a los santos ángeles, compañeros naturales de la Virgen. El rosario de los Santos Ángeles fue instituido por el arcángel San Miguel, en una de sus apariciones a Sor Antonia de Astonaco, religiosa portuguesa. Le dijo que quería ser honrado con nueve salutaciones angélicas y tal es la razón de que este rosario tenga nueve decenas. Tiene atribuidas dieciséis indulgencias plenarias, además de una indulgencia diaria de siete años cuando se lo reza y de cien días cuando se lo besa. Rezad, hermanos, besad, hermanas, el rosario de los ángeles.
—Permitidme que os recomiende en esta misma ocasión nuestra agua milagrosa, la de San Ramón Nonato, objeto de una bendición especial reservada a los mercedarios.
—No es esto todo, hermanos, no es esto todo, hermanas. Por un privilegio del que se sienten con razón orgullosos, los mercedarios tienen otros dos útiles enriquecidos con bendiciones reservadas y que no pueden dejaros indiferentes: la vela de San Ramón Nonato para las parturientas y el óleo de San Serapión para los enfermos. El agua, el óleo y la vela son incomparables.
—Pero no he dicho todo todavía, hermanos míos, no he dicho todo todavía, hermanas mías: los mercedarios tienen algo más para vosotros en el fondo del saco. ¿Qué orden puede ofreceros como ellos una agua milagrosa, una candela milagrosa, un óleo milagroso y, para terminar, la medalla milagrosa que veis aquí?. Reconoced en esto la munificencia española. Esta medalla es la de la Virgen de Guadalupe, la Virgen mexicana, cuya estatua es el principal ornamento de los jardines del Vaticano. Rociaos, hermanos y hermanas, con el agua de San Ramón Nonato, iluminaos con la vela de San Ramón Nonato, ungíos con el óleo de San Serapión, llevad la medalla de la Virgen de Guadalupe y, como atletas de Cristo, lograteis la salvación.
En un rincón de la iglesia, tres o cuatro jovenzuelos, sentados detrás de una mesa, vendían el rosario de los ángeles y el escapulario de la Virgen de la Merced e inscribían, sacando la lengua, los nombres de los nuevos miembros. El óleo de San Serapión y el agua y la vela de San Ramón Nonato se despachaban en la sacristía.
El abate no se había imaginado que sus queridos pasionistas poseyeran el rosario de las Cinco Llagas, el agua de la Santa Lanza y el escapulario de la Pasión. Pero era además el escapulario negro de la Pasión, el mejor, según decían, revelado por Cristo a San Pablo de la Cruz y que no debía ser confundido con el escapulario rojo del mismo nombre. El escapulario rojo estaba en manos de los lazaristas, que lo alababan en su capilla de la calle de Pompeyo el Grande, al mismo tiempo que su agua milagrosa de San Vicente de Paúl y la medalla milagrosa de la Virgen, descrita por la Virgen a Santa Catalina Labouré. Los redentoristas, en su iglesia de San Joaquín, alababan el escapulario blanco de la Inmaculada Concepción, objeto de una bendición especial reservada a su orden. Era el mejor de los escapularios blancos y no había que confundirlo con el escapulario azul del mismo nombre.
Los servitas de San Marcelo encomiaban el rosario de los Siete Dolores con el escapulario de San Miguel; los hermanos menores conventuales de los Santos Apóstoles hacían otro tanto con el rosario de los Siete Gozos y el cordón de San Francisco de Asís. Los cruzados de San Jorge de Velabro salían de su retiro para ofrecer su rosario, dotado de la famosa indulgencia de quinientos días por cuenta; los camaldulenses de San Gregorio el Grande salían del suyo para proponer la medalla milagrosa de San Benito y el rosario del Señor, que puede conferir hasta doscientos años de indulgencias y ha sido creado por el bienaventurado Miguel, camaldulense de Florencia. Además, los unos recomendaban, en nombre de las hijas del Sagrado Corazón de Jesús y del Corazón Inmaculado de María, el escapulario de esa doble denominación y los otros, en nombre de los misioneros del Corazón Inmaculado de María, el escapulario sencillo del Corazón Inmaculado de María, que no debía ser confundido con el doble.
Los oblatos cantaban las alabanzas del gran escapulario del Sagrado Corazón de Jesús, al mismo tiempo que recomendaban la medalla milagrosa de San Bernardo, en nombre de los cistercienses, y el agua milagrosa de San Willibrod, en nombre de la archidiócesis de Colonia, que parecía haber extendido todas sus aguas hasta Roma. Los capuchinos recomendaban el escapulario y el rosario de San José y, en nombre de la archicofradía de San José, el cordón de San José; los mínimos, el cordón de San Francisco de Paula y el agua de San Torel; los misioneros de la Preciosísima Sangre, junto al escapulario y el rosario de la Preciosísima Sangre, el agua de San Maclou.
Los jesuitas elogiaban el escapulario pequeño del Sagrado Corazón de Jesús, revelado por Cristo a Santa Margarita María Alacoque y que no debía ser confundido con el grande; el rosario pequeño de las almas del purgatorio, que reemplaza los padrenuestros y avemarias con simples invocaciones de cuenta a cuenta y permite ganar en unos cuantos minutos una cantidad asombrosa de indulgencias; el rosario pequeño de la Virgen, no menos expeditivo, pues sólo tiene una decena; el agua de San Ignacio y el agua de San Francisco Javier; y, por último, la medalla milagrosa de San Cristóbal para los automovilistas de todas las procedencias, que no debía ser confundida con la medalla de Santa Francisca Romana, patrona de los automovilistas romanos. Los dominicanos de la Minerva alababan el rosario y el escapulario de Santo Domingo, el agua milagrosa de San Vicente Ferrer y el cordón de Santo Tomás de Aquino. Los Camilos de la Magdalena encomiaban el escapulario de la Virgen de la Salud, la medalla milagrosa del Niño Jesús y, en nombre de los hermanos de San Vicente de Paúl, el cordón de Santa Filomena.
Hasta los agustinos de San Agustín tenían su escapulario —el escapulario agustino o de la Virgen del Buen Consejo—, y un cinturón milagroso, el cinturón agustino, de cuero negro y hebilla negra de acero. Era la misma Virgen quien había puesto el primer modelo en manos de Santa Mónica, cuando estaba encinta de San Agustín.
Con independencia de alusiones aisladas a tales o cuales santos o cosas de su conocimiento, el abate había oído encomiar más de una vez las indulgencias de Santa Brígida. Este nombre, al que para él estaba, desde el primer día, ligado otro, atravesaba de pronto estas piadosas reuniones como un rayo de luz, alabándole otra cosa: la felicidad que le esperaba a la puerta, por poco que lo deseara. ¿Acaso este torrente de palabras y aguas milagrosas era capaz de retenerlo con tales colegas, para el bien de tales fieles, lejos de la vida?. ¿No había salido todavía de la infancia, para persistir en su vocación de niño, entregarse a una religión de niños, escuchar sermones que le recordaban los de los niños de la Epifanía?.
En ocasiones, una referencia a algún acontecimiento público hacía estos sermones menos monótonos: el misionero de la Preciosísima Sangre, en su pequeña iglesia vecina a la fuente de Trevi, con el escapulario y el rosario en sus manos, había lanzado imprecaciones dignas de las antiguas Furias contra el miserable que había robado el relicario de San Búfalo.
—Ese ladrón no irá lejos con su sacrilegio —dijo el secretario—. Piense en el lansquenete del saqueo de Roma, que robó el Santo Prepucio de Letrán.
—¿Saben ustedes —dijo el capellán—, el suplicio que se infligió a un canónigo de Letrán y a sus dos sobrinos beneficiarios, que robaron los relicarios que contenían las sagradas cabezas de San Pedro y San Pablo?. Fueron degradados delante del altar mayor del Araceli, expuestos durante tres días y tres noches en una jaula, en el campo de Flora, llevados luego a la plaza de Letrán, el canónigo montado al revés en un burro y los dos sobrinos arrastrados entre dos planchas, y, finalmente, quemados vivos estos dos y ahorcado el otro. Cuando los cojan, los ladrones de San Búfalo podrán decir que tienen suerte que no vivamos ya en el siglo XIV.
—Yo me pregunto a veces —dijo el abate—, si estamos realmente en el siglo XX.