Tuvo que ir, por encargo del cardenal, a buscar unos datos a la biblioteca de la abadía de San Anselmo del Aventino. La calma de esta mansión, las nobles figuras de los benedictinos y el recogimiento de sus seminaristas le hicieron olvidar momentáneamente sus problemas. Todo respiraba la paz.
Lamentó tener que cambiar un poco de opinión.
—Aquí hacemos algo por lo menos —le dijo un hijo de San Benito—. Formamos inteligencias y almas. No es como en nuestros hermanos de San Jerónimo, allí, en la vía Aureliana. Se los supone corrigiendo los ocho mil contrasentidos que cometió su santo titular al traducir las Escrituras. ¡Ah, lo toman con calma!. Acaban de decidir, después de diez años de esfuerzos, que hay que escribir Hester, no Ester. Han comenzado por fin a traducir de nuevo los salmos, pero, como los carabineros, llegan demasiado tarde. Los jesuitas se les han adelantado ya publicando su nueva traducción de los salmos y han logrado que su trabajo sea aprobado sin demora por el Santo Padre. Éste no ha tenido la audacia de imponerlo a la Iglesia universal, que sigue el salterio galicano, pero lo ha recomendado y esto explica esas notas falsas que se oyen en ciertas iglesias cuando se cantan los salmos. El latín de los jesuitas no corresponde siempre al canto gregoriano y los fieles, entre el salterio romano que se canta en San Pedro, el salterio galicano que se canta en los demás sitios y el salterio jesuítico que acaba de entrecruzarse, ya no saben a qué salmista encomendarse.
Estos juicios recordaban al abate los del canónigo de Letrán y monseñor Pimprenelle. Se decía que una orden religiosa, una congregación o una dignidad eclesiástica cuyos miembros estuvieran de acuerdo tenía que ser «algo que no se había visto nunca bajo los cielos ni, según todas las apariencias, se vería jamás», como la pequeña ciudad de La Bruyére, donde no es posible que «el deán se entienda con los canónigos, que los canónigos no desdeñen a los capellanes, y que éstos no hagan otro tanto con los chantres».
Acababa de desembocar en la hermosa plaza de los caballeros de Malta y contemplaba los trofeos de Piranesi cuando vio salir del gran priorato al padre de Trennes. Por grande que fuera el interés que le hubiese inspirado su compañero del viaje a Calcata, no era el hombre que hubiera deseado encontrar en la crisis que atravesaba, pero no tenía razón alguna para eludir el encuentro.
—¡Cómo! —exclamó el extraño personaje—. ¿Viene usted a la casa de enfrente y no es capaz de honrarme con su visita?. Pues bien, se la impongo.
Tomó con familiaridad al abate por el brazo y volvió a abrir la puerta.
—Aproveche la ocasión —dijo—. Para entrar en nuestra casa hace falta la cruz de Malta y el pendón. Los turistas se contentan con contemplar la cúpula de San Pedro por el ojo de nuestra cerradura.
Una alameda de laureles encuadraba maravillosamente esta cúpula, que se recortaba a lo lejos, al otro lado del Tíber. Extendían su ramaje unos cedros magníficos; a su sombra estallaba el rojo vivo de las salvias; un estanque reflejaba el azul de un cielo canicular; un rincón de rocalla estaba adornado con bustos. Desde el extremo del jardín se dominaba el suave declive de una gran explanada.
Donde el corvo Tiber amarillece
se veían la inmensa fachada del antiguo hospicio San Miguel, con sus doscientas cincuenta ventanas, la masa arquitectural del Vaticano y las verdes alturas del Janículo, que se prolongaban por Monteverde. La chimenea de la fábrica de tabacos era la única nota detonante del cuadro. En la orilla izquierda se recortaban el tejado pentagonal de la sinagoga y las cúpulas del Jesús, de San Andrés del Valle y de San Carlos de los Olleros.
—Tengo a mis queridos barnabitas en el horizonte —dijo el padre de Trennes mostrando esta última.
Llevó luego a su visitante a la capilla, que daba al jardín. No tenía de notable más que un antiguo relicario de mármol, estucos barrocos y la tumba de Piranesi. En el coro y bajo un baldaquino el trono del gran maestre estaba vuelto hacia la pared, como el de los cardenales en sus palacios, pero aquí era en señal de duelo y porque el magisterio estaba vacante.
Entraron en el priorato, viejo edificio refeccionado sin arte en el siglo XVIII: un torreón bastardo y una línea de almenas le procuraban un aspecto falsamente gótico, poco honroso para la mansión del jefe de la orden más aristocrática y antigua del mundo.
El padre mostró la sala del consejo, cuya larga mesa, rodeada de altos butacones, estaba bajo las miradas de los sesenta y nueve grandes maestres. Luego mostró su propia habitación, cuyas dos ventanas tenían la misma vista que la explanada. Estaba, hasta media altura, tapizada por libros, encima de los cuales sonreían retratos de jovenzuelos, puestos en hilera. Junto a un crucifijo se veía un torso griego. No extrañaba ver sobre una mesa una imagen con marco de San Amable Jacinto. Cerca de una ventana estaba apuntado un catalejo.
—Aquí tiene usted el cuadro de mi vida —dijo el jesuita—. Confiese que soy hombre de suerte. Después de haber hecho voltear excesivamente a mi sotana, he zurcido aquí los desgarrones. Termino mis días en esta noble soledad, en el corazón de la ciudad eterna, sin conflictos con nadie y alojado en este gran priorato que sólo ha alojado al gran maestre. He obtenido este favor insigne del viejo príncipe extinto y ni el cardenal Canali se ha atrevido a desalojarme. Añado que no le sería nada fácil. Si advierte que la orden de Malta posee un dignísimo capellán, canónigo de Santa María la Mayor, y que soy yo quien está aquí, tendrá que considerarme capaz de muchas cosas.
—Nunca lo he dudado —dijo el abate.
—Admire mi galería de antepasados —dijo el padre, mostrando los retratos de jovenzuelos.
—Estos que tienen la cruz roja bordada en el manto, ¿son cachorros de caballero de Malta?.
—Son pajes. Los he descubierto en las reservas del priorato. Las otras efigies son el resultado de mis búsquedas entre los anticuarios. Me han proporcionado Amables Jacintos de diversos siglos, pero de la misma edad, la del paje.
—¡Qué bello nombre es el de paje!. Huele a griego. Es la palabra griega para chico, elegantemente vertida al romance. He puesto a esos chicos juntos para que vuelvan a la vida al contacto de los unos con los otros. A veces, cuando me despierto por la noche, creo oírlos reír y hacer diabluras, como en un dormitorio.
¡Qué alboroto de salvaje Paje!.
—Y ese hombrecito de birrete rojo, ¿es un paje disfrazado de cardenal?.
—Es Juan de Médicis, el futuro León X, cardenal a los catorce años. ¿Qué no daría yo para tener también el retrato de ese otro joven cardenal al que debemos el palacio de la cancillería?. Cuando paso delante de ese noble edificio en el que Napoleón fijó la sede de la corte imperial (todavía se lee en él la inscripción), vicario y del cardenal Piazza, que viven ahí, para despecho del cardenal canciller, que vive en otro sitio. Su decano, nuestro compatriota S. E. Monseñor…, siempre tan digno y admirable con las tres arrugas que los problemas de la Rota han grabado en su frente, parece llevar en sus manos la mitra gloriosa del Santo Padre a las ceremonias de canonización. Yo observo todo esto y me hace mucha gracia, porque el austero palacio despliega sobre estos eminentes doctores insignias más festivas: las grandes armas del papa Sixto IV de la Rovera, suspendidas en los ángulos, y, a lo largo de la fachada, las más pequeñas de Rafael Riario, al que hizo por amor cardenal a los diecisiete años. Creo ver las ramas entrelazadas del roble de la Rovera abrazar a la rosa de los Riario. La historia sería muy aburrida, si sólo fuera historia. Pero, de Pascuas a Ramos, se recoge en ella una rosa, como sobre los altos muros de la cancillería.
—Tampoco dejo de entrar para meditar en la iglesia de los Santos Apóstoles, cuando paso delante de ella. No hay peligro de que encuentre en ella a uno de mis colegas: así como, en el Foro, los judíos jamás pasan bajo el arco de Tito, destructor de Jerusalén, los jesuitas jamás entran en la iglesia de los Santos Apóstoles, que guarda la sepultura de Clemente XIV, destructor de la Compañía de Jesús. El objeto de mi meditación es la tumba de Rafael Riario, que murió bajo León X. La inscripción es breve: su nombre, su título de obispo de Ostia, su cargo de camarlengo. Pero me agrada aplicarle la inscripción de la tumba de enfrente, levantada por Sixto IV al hermano mayor de Rafael, hermano mayor al que se hizo cardenal por los méritos del menor: «Insigne por la gracia y dejó de él un gran deseo». Ese sarcófago fue esculpido por Andrés Bregno y Mino de Fiésole; sus secretos parecen guardados por las esfinges que sirven de apoyos, pero quedan traicionados por los Cupidos que sostienen una guirnalda. Verdad es que hay debajo otros dos Cupidos que están llorando: encuadran la inscripción, acodados sobre el escudo de la rosa. Sus taparrabos, mojados probablemente por las lágrimas, cubren sus jóvenes virilidades, aunque moldeándolas, pero dejan al descubierto sus traseros. Si se acerca usted a la tumba, que está en el coro, se impresionará al ver que esos bellos traseros brillan como espejos. No son los besos de los visitantes lo que les ha procurado ese lustre, como en el caso de la Venus Calipigia de Nápoles, sino el hábito de los hermanos menores conventuales, cuyas sillas están allí y que se apoyan sobre los dos Cupidos como sobre misericordias.
El abate se echó a reír.
—¡Es usted un guía maravilloso, padre!. He visitado atentamente esta iglesia y no había advertido nada de eso. Pero ya veo que usted sabe mirar de lejos lo mismo que de cerca —añadió, señalando el catalejo.
—No soy como mis colegas del observatorio de Cas-tel Gandolfo, que tiemblan ante la idea de divisar a los marcianos, pues los habitantes de otro planeta les plantearían un problema muy embarazoso para la redención. A mí los marcianos me importan tan poco como el diplococo. El «Conócete a ti mismo» me basta y no estoy muy seguro de conocerme todavía.
—No miro a los astros; miro a mis vecinos. Son más interesantes de lo que usted cree. Ese largo edificio que ve usted delante está poblado de refugiados. Está lleno de chiquillos y mi afición a la juventud, aunque ha vuelto a límites de cordura, no se limita a los héroes de la Congregación de Ritos y a los retratos. Hay algo más: el edificio medianero con éste, por la izquierda, es el reformatorio de menores llamado de la Puerta de Hierro. Detrás de esas verjas que ve usted hay unos ojos muy despiertos que han advertido mi catalejo y mantienen con él una correspondencia muda. Soy para todos esos jóvenes prisioneros su única relación con el mundo, como soy el representante de otro mundo para los hijos de los refugiados. Lo que veo a través de esos distantes barrotes, en esas habitaciones próximas o, a veces, a orillas del Tíber es mucho más interesante para mí que lo que pudiera ver en los astros, ¿Sabe usted por qué me gustan los niños?. No solamente porque encarnan la belleza, sino porque constituyen la base de todas las religiones. Creen lo que se les dice y es por esto por lo que Jesús nos los ofrece como ejemplo, más que por su inocencia. Bastarían los niños para hacerme creer en Dios.
—No olvidaré nunca la visión que tuve un día en San Pedro. Era por-esta misma época, a la hora en que, según el viejo proverbio, sólo están en la calle los perros y los franceses. La plaza se abrasaba al sol. Bajo el pórtico estaban únicamente los gendarmes; en el interior, un sacristán, que se eclipsó. La basílica era para mí exclusivamente, como si fuera el papa. A la altura de la primera arcada, un rayo de sol caía sobre las losas y era una gloria verlo. Di unos pasos y, al volverme, creí ser juguete de una ilusión: en ese rayo, un chico de piernas desnudas y doradas estaba en oración, con una rodilla en las losas y el codo apoyado en la otra, para sostener la frente inclinada. ¿Había salido de un rincón de la iglesia o entrado poco después que yo?. ¿Se había detenido en ese sitio por azar o había colocado su oración en el rayo de sol para que subiera mejor hacia Dios, quien a su vez parecía descender por él?. Quedé inmóvil delante de este espectáculo. Este niño, que llevaba a Dios en su interior, llevaba sobre sus débiles hombros la mole de San Pedro y la religión entera.
En el momento en que el abate se preguntaba si debía continuar en la Iglesia, tenía delante la imagen de un hombre de Iglesia muy curioso. En el momento en que se preguntaba si era digno de servir a Dios, encontraba a un hombre que servía a Dios a su manera. ¿Era un encuentro propio para recordar al joven subdiácono que la Iglesia sabía retener a gente muy diversa y cubrir muchas cosas?.
Pero ¿caminar a plena luz, como había dicho Paola, no era preferible a llevar, aun con inteligencia, estas existencias de efugios y de tinieblas?.