IV

Paola estaba de vacaciones desde hacía más de tres semanas, pero de vacaciones en Roma. A pesar de todos los pretextos, no podía ya retrasar más su partida. «¿Qué significan esas búsquedas en las bibliotecas?. —decía su tío—. Acabarás por agotarte. ¿Para qué soportar la canícula en lugar de tomar el fresco en los Abrazos?». «Sólo habrá vacaciones cuando el Santo Padre esté en Castel Gandolfo”, contestaba ella».

Su Santidad se había demorado, en efecto, más que de costumbre, pero se anunciaba su partida para comienzos de agosto. Su Eminencia, como los otros cardenales, no se ausentaba hasta setiembre, época tradicional en la que las congregaciones iban ad aquas. Esto le permitía celebrar pontificalmente, a fin de mes, el día de San Agustín y de concluir así en su título, con una brillante ceremonia, el trabajo del ejercicio. Quería que la ceremonia fuera particularmente lucida este año, en que se conmemoraba el dec; nosexto centenario del ilustre obispo de Hipona.

Sobra decir que Paola se había quedado porque la gregoriana también había cerrado sus puertas y la libertad de Victor había aumentado. Cada encuentro parecía aumentar los deleites de los amantes. No lograban hacerse a la idea de verse pronto privados de ellos. Llegó, sin embargo, la última cita.

El abate estaba excitado y triste. Paola, con una calma asombrosa.

—Nos entendemos tan bien que deberíamos casarnos —dijo.

Victor le dijo que estaba loca.

—Tengo la seguridad de que tendríamos unos hijos encantadores.

Victor le dijo que era satánica.

—Yo no te pido que abandones tu fe —continuó la joven—, sino, al contrario, que pongas de acuerdo tu fe y tu conducta.

—Después de haberme casi convencido de que cuanto hacíamos era natural, ¿estás menos segura de ello?.

—No creo que hayamos pecado gravemente, pues tú no eres sacerdote. Si hubieses sido sacerdote y no únicamente exorcista el día en que te conocí, no te hubiera provocado. Pero, desde luego, no me imaginaba lo que te diré hoy.

—He reflexionado. Creía que estaba haciendo contigo únicamente una experiencia y me digo ahora que me puedes proporcionar otra. Hallo en ti cuanto necesito. ¿Para qué ir a buscarlo en otra parte?. Te ruego que medites por tu parte en este dilema: o también tú hallas en mí cuanto necesitas y debes sacrificar lo demás o lo demás te importa y debes sacrificarme.

—¡Maldita abogada!. ¿Qué elucubraciones son ésas?.

—No son elucubraciones. Con la misma seriedad te pregunté hace algún tiempo si abandonarías la sotana para casarte conmigo. Pero te hice la pregunta por libertinaje y tú me contestaste muy bien. Pensando en eso he llegado a decirme: «¿Por qué no?. Ha sido el primero y debe ser el único. Por eso ha pasado lo que ha pasado entre nosotros». Estas últimas semanas han acabado de convencerme. Pero cuando yo vuelva, serás diácono. Y a fin de año serás presbítero, sacerdote.

Eso hará que cambie todo. No quisiera cometer ni hacerte cometer un sacrilegio.

—¡Era hora!.

—Cada cual tiene sus ideas: yo no he visto ningún sacrilegio en lo que hemos hecho, pero lo vería en lo que hiciéramos entonces. Tú ya has adquirido, como subdiácono, el compromiso tácito de ser casto y tal vez se deba a ese compromiso el que haya, en la ordenación del diácono, esas palabras que, según me has dicho, te han impresionado: «Si alguien tiene algo que decir contra él, que venga y hable». ¿Qué dirías tú ese día, si yo hablara?. O no serás ni diácono ni presbítero o nos separaremos para siempre.

El abate caía de las nubes. No se había imaginado nunca que sus amores pudieran terminar tan pronto. Se había convertido en un sacerdote romano consumado, antes inclusive de ser sacerdote. Paola se rio al verlo tan desconcertado.

—¿Creías, pues, que esto iba a durar toda la vida, que yo sería tu querida cuando fueras monseñor, obispo y cardenal y que mi misión sería la de intrigar en un cónclave, imitando a la Teodora y la Marosia de antaño?. No soy de las que se vuelven locas por una sotana y menos todavía por un solideo.

—Si me quisieras de verdad continuarías queriéndome, a pesar de mi sotana.

—Porque te quiero de verdad, quiero tenerte por entero, no a escondidas ni en sotana.

—Confiesa que apelas a eso para desembarazarte de mí, pues sabes que no puedo abandonar las órdenes.

—Si quisiera desembarazarme de ti, me hubiera ido de Roma. Te hago esta intimación por otro motivo: verás que no he exagerado al decir que he pensado en todo. Me he informado y sé ahora que cabe hacerse secularizar sin muchas dificultades cuando se es subdiácono, pero que, una vez diácono o sacerdote, se obtiene únicamente la secularización en casos muy raros y a condición de no casarse. Estás en el límite; cuando lo hayas franqueado, me habrás perdido y yo trataré de casarme cuanto antes con cualquiera, para olvidarte. Esto es todo.

—Pero Su Eminencia, tu tío…

—El cardenal es muy inteligente y muy humano. En cuanto a mi tío, yo me encargo de que lo comprenda, recurriendo a unos cuantos símbolos.

—No puedo deshonrarme así a los ojos de un hombre que me trata como a un hijo. Me ha confiado cosas que no me hubiera dicho jamás, si hubiese sospechado en mí semejante traición.

—Sabe que no lo traicionarás, aunque no lleves ya la sotana. Y al fin y al cabo, vas a casarte con la sobrina de su capellán.

—Es cierto, pero hay ingratitudes con las que no se puede manchar un hombre honrado.

—¿Es que piensas sacrificar tu vida, a los veintitrés, años, a un anciano, por muy respetable que sea?.

—Tan respetable que preferiría morir a ofenderlo.

—Y lo estás engañando sin el menor reparo y, si no fuera por mí, lo seguirías engañando hasta el último día de su vida…

—Eres tú quien me ha hecho así, Paola.

—Pues, bien, voy a corregir lo que he hecho. Voy a hacer de ti un hombre por algo que no sean los sentidos. ¿No viene acaso del cardenal la solución que te propongo?. ¿No es él el primer artesano de tu libertad?. El ambiente que has hallado junto a él te ha permitido ser tú mismo. Al abrirte los ojos para los demás, te los ha abierto para ti. Mira a mi tío: es un ciego nato. Es fácil engañarlo, pero nuestro engaño ha durado ya demasiado tiempo. En adelante tenemos que marchar a plena luz. Antes de que el cardenal parta de vacaciones, le harás tu confesión.

El joven recordó las últimas palabras de su protector: estaba, en efecto, en la encrucijada decisiva entre el camino de la verdad y el camino de la mentira. No podía decir cuál resultaba más cruel.

—Tu silencio es un consentimiento —dijo Paola, saltándole al cuello—. ¡Qué contenta estoy!.

—Desearía poder consentir.

—No me hables de tu vocación. Eso prueba que no era a toda prueba. En realidad, ¿por qué querías ser cura?.

—Cuando era niño, me gustaba jugar a los altares, adornarlos con flores…

—Ya está todo dicho: «Cuando era niño…». Ya no eres un niño. Creiste tomar una decisión viril y sólo tomaste una decisión infantil. Habías renunciado a la vida antes de conocerla. El oficio de sacerdote es admirable, pero hay que dejarlo hay que dejarlo a otros, ¿no es eso?.

—A los que se sienten verdaderamente llamados, marcados por Dios. Si fuera hombre, no querría un sacerdocio en el que las primeras palabras que digo al ayudar a misa son una impostura. «Iré hacia el altar de Dios», declara el cardenal cada mañana y es una verdad incontestable, pues está al pie del altar. Pero ¿son igualmente verídicas las que tú pronuncias en seguida: «Del Dios que alegra mi juventud»?. ¿Cómo puedes hablar así en serio?. Sólo un chiquillo que no sabe lo que dice o que lo toma a risa o un joven con madera de santo tienen derecho a celebrar al Dios que alegra su juventud. Dios alegra la juventud únicamente en la medida en que la juventud no le sirve. Lo servirás más sinceramente como esposo que como sacerdote.

—Has pensado en muchas cosas, pero no en esta: que, para el público, un subdiácono y un presbítero son la misma cosa y que un subdiácono secularizado es un eclesiástico que ha colgado los hábitos. Yo no sé ni si tus padres te dejarían casarte con un hombre así.

—¿No te he dicho que nos casaríamos religiosamente?. Seremos practicantes, tendremos una conducta ejemplar y, sin embargo, ¡qué esposos seremos también y qué amantes!. No consultaremos el calendario del Santo Padre. El otro día tropecé en el convento con una mujer que iba a buscar el velo de Santa Brígida para su hija, que estaba de parto, y soñé contigo.

—¿Santa Brígida hace la competencia a la Madonna del Parto?.

—En Roma, querido, no hay escasez de comadronas celestes.

—Merecerías… —dijo el abate, tomándola del brazo.

Paola se zafó.

—No, mi querido subdiácono.

—¿Has pensado que ya no sería nada en cuanto dejara de ser subdiácono?. Mi fortuna es muy poca cosa.

—En liras, se duplica.

—Seguirá siendo poca cosa. Mis estudios sólo me han llevado a este hábito.

—Te han llevado a mí y es lo único que importa. Ya te dije en nuestro primer encuentro lo que era para mí el amor. No sabía todavía que lo hubiera encontrado de modo tan perfecto. Cuando dos se quieren y tienen nuestra edad, no deben rechazar la vida por un hábito. Me inscribiré en el colegio de abogados del Aquila. Me gusta mi provincia y rae gustará todavía más contigo. Mis padres tienen unos inmuebles y soy hija única. Estarán encantados con un yerno sin más ambición que ayudarlos y hacerme feliz. Hacen lo que yo quiero; la prueba es que sigo aquí a fines de julio. Como ves, amor mío, he contestado a todas tus objeciones.

El abate tenía los ojos llenos de lágrimas. Su mente iba a la deriva.