El abate fue a llevar un pliego a la sacra congregación para la Iglesia oriental. Era la primera vez que entraba en este hermoso palacio de la calle de la Conciliación y recordó al capellán que envidiaba a los colaboradores del cardenal Tisserant la vecindad de San Pedro. El joven no les envidió menos que ocuparan un inmueble en el que, según la inscripción de la entrada, había muerto Rafael.
Lo sorprendió que los vastos corredores estuvieran transformados en galerías de cuadros, pero no eran galerías de Rafael; eran las telas de un pintor ruso y representaban iglesias de torres bulbosas. Preguntó al secretario que lo despedía si eran iglesias uniatas.
—Son iglesias disidentes.
—¿Disidentes?.
—Llamamos disidentes a los que se llaman a sí mismos ortodoxos. Mire qué hermosa iglesia en Ieroslav y esa otra bajo la nieve es San Jorge de Moscú. ¡Ah!. Debería haber millones de católicos en Rusia. Las iglesias están ya construidas. Nos las ponemos ante los ojos como estímulo. Todo viene a punto…
El abate se dijo que la oración de Santa Teresita del Niño Jesús para la conversión de Rusia debía de ser rezada con mucho fervor en los dominios del cardenal Tisserant. Contó todo esto a Su Eminencia, a quien hizo mucha gracia.
—Ya te he dicho, hijo mío, que las llaves de San Pedro son las llaves de muchas cosas y debieras haberte dado ya cuenta de que son también las llaves de los sueños. El Vaticano es el imperio de los sueños. Para convencerte de ello, no tienes más que hojear el ritual, donde figuran todavía las ceremonias de degradación de las órdenes menores y mayores, aunque la última, que yo sepa, fue pronunciada contra un sacerdote español hace más de un siglo. El obispo de Málaga, revestido de ornamentos rojos, lo degradó de todas, una tras otra, y hasta hizo que lo pelaran para quitarle la tonsura. De cuando en cuando, ay, recogemos una sotana desechada, pero el que la llevaba no viene ya a hacerse pelar. También verás que subsisten en el pontifical las «órdenes para recibir procesionalmente a un emperador y para coronar a un rey». Ya no recibimos a emperadores y hasta las Salóte Tupu han dejado de pedirnos que las coronemos. La Santa Sede sueña despierta. Eso te explica los cuadros de la sacra congregación para la Iglesia oriental.
—Tú no puedes imaginarte las elucubraciones a que se dedican los cardenales y monseñores con atribuciones políticas. Te he dicho ya que Pío X esperaba de Austria el aniquilamiento del eslavismo. La comisión pontificia para Rusia es testimonio de las ilusiones de Pío XI y Pío XII.
El abate citó el nombre del jesuita d’Herbigny y el Russicum, de los que le había hablado el capellán.
—¡Pobre d’Herbigny!. Pero la fuerza de los jesuitas consiste en no darse jamás por vencidos. Habrás admirado sin duda en la cubierta de la vida de San Pignatelli un perfil bulboso de iglesia, digno de las pinturas del cardenal Tisserant. La compañía alimenta la llama del sueño ruso, de la mano con el decano del Sacro Colegio. Temo que provoquen algún incendio.
El abate veía de nuevo en las palabras de Su Eminencia el contrapunto de las del capellán y el secretario, que consideraban inminente la invasión de Rusia por los jesuitas.
—Tomarse en serio para que lo tomen en serio; tal es la gran tarea del Vaticano —dijo el cardenal.
Mostró las informaciones principales de los últimos números del Osservatore Romano: se describía en ellas, exactamente en los mismos términos, las presentaciones de cierto número de cartas credenciales, presentaciones que habían sido retrasadas sucesivamente por la enfermedad del papa y por las canonizaciones.
—¡Con qué alegría publica este diario que Su Excelencia Fulano o Mengano «ha bajado, después de la audiencia, a San Pedro para orar delante del altar de la Virgen y recogerse sobre la sepultura del príncipe de los apóstoles»!. ¿No advierte acaso la Santa Sede que está transformando así la tumba del príncipe de los apóstoles en tumba del soldado desconocido?. En todo caso, es absurdo que considere que el homenaje que le rinden los embajadores e indirectamente las potencias es un homenaje rendido a las verdades católicas. Estar acreditado o hacerse acreditar ante el papa no significa proclamar la verdad del catolicismo, del mismo modo que no significa proclamar la verdad del comunismo estar acreditado o hacerse acreditar ante el Kremlin. Se reconoce la existencia del uno y del otro; eso es todo. Tal vez el Vaticano tenga la excusa dé que se engaña a sí mismo al engañar al público respecto al sentido de esas manifestaciones protocolarias, pero yo he detestado, hasta cuando era diplomático, cuanto pareciera hipocresía.
—Sería muy interesante hacer un estudio: el de la psicología de la Santa Sede en sus relaciones con las potencias y de la psicología de las potencias en sus relaciones con ella. Los países árabes, por ejemplo, se han puesto ahora a enviarle representantes. No ven en ello más que un medio de reforzar su posición frente al Estado de Israel, pero la Santa Sede cree estar en cambio ante una derrota de la Media Luna frente a la Cruz. Por desgracia, el vicario de Cristo, el altar de la Virgen y la tumba de San Pedro siguen esperando al embajador de los Estados Unidos de América. Hace falta una guerra mundial para que ese país se haga representar oficiosamente ante el papa, con objeto de vigilar las intrigas que se desarrollan detrás de los muros de la ciudad santa.
—¿No prueba eso, Eminencia, que el Vaticano está por lo general bien informado, aunque sueñe a veces?.
El cardenal miró a su joven abate como para saber si tenía derecho a abrirle los ojos una vez más. Luego buscó en un cajón y sacó un folleto: era el cuestionario confidencial destinado a preparar la «santa visita» pastoral en la diócesis de Frascati.
—He aquí las informaciones que recoge la Santa Sede. Vas a escucharme. Me dirás luego si los historiadores católicos han tenido razón al proclamar a los cuatro vientos, después de la guerra, que fueron las informaciones proporcionadas por el Vaticano lo que permitió triunfar a los norteamericanos. Por de pronto, no hay que jactarse nunca de ser un espía, especialmente cuando se presume que se está por encima de las disputas humanas. En segundo lugar, no se debe mentir nunca. La Iglesia ha creído halagador que se diga que su personal tejía sobre el mundo una vasta red de informaciones superior a la del mejor servicio secreto. Es una broma que va camino de enseñar la cara.
—Verdad es que hay trescientas sesenta preguntas en este cuestionario. Primeramente, los miembros del clero. ¿Se ausentan más de ocho días sin permiso?. ¿Hacen diariamente su visita al Santísimo Sacramento?. Etc. En segundo término, la parroquia. ¿Hay adúlteros?. ¿Hay infames?. ¿Hay casas de trato?. ¿Cuántas?. ¿Ha hecho el cura lo necesario para eliminar estas casas?. Etc. En tercer lugar, los sacrameritos. ¿Dónde están las fuentes bautismales?. ¿Se practican los seis domingos de San Luis Gonzaga?. Esto es la influencia de la oficina jesuistica del Santo Padre. ¿Se instruye en los deberes conyugales a los esposos ignorantes?. Mucho me temo que esta pregunta sea superflua. Etc. En cuarto lugar, los edificios y lugares sagrados. ¿Hay una cruz sobre el frontón de la iglesia?. ¿A qué precio se venden los cirios?. Descríbase el cementerio. ¡Brr…!. ¿Quién provee el vino de misa?. ¿Están los relicarios revestidos de seda roja en su interior?. Etc.
—En quinto lugar, el territorio de la parroquia; Tenemos que llegar a este epígrafe y a la pregunta tricentésima decimocuarta para saber si hay fábricas o industrias cualesquiera y el número de obreros y obreras que en ellas trabajan. Dudo mucho que estas informaciones hayan bastado a los norteamericanos para ganar la guerra. Nuestras jactancias no han caído en oídos sordos y son en parte la causa de las medidas tomadas en Europa oriental contra el clero fiel al Vaticano. Vemos inclusive que, en China e Indochina, los enemigos de la Iglesia consideran como soldados a los miembros de la Legión de María y dé la Milicia Angélica. Eso enseñará al Vaticano a no comunicar a los Estados Unidos e!. número de las casas de trato y el precio de los cirios.
El cardenal bebió una copa de alquermes, ese elixir llamado «de cardenal» por su color, e hizo tomar otra al abate.
—El único interés que ofrecíamos durante las guerras era el de tener, como neutrales, una valija diplomática que circula por los dos lados de la barricada y que pueden utilizar ciertos beligerantes. No me decidía a decirte sobre el cardenal Tisserant algo que te diré ahora, ya que a la postre te digo todo. Un importante jesuita, olvidándose de que hablaba a un augur, me declaró últimamente que los afiliados secretos de la noble compañía de Rusia —risum teneatis…—, proporcionaban informaciones formidables a la diplomacia occidental. Quedé admirado de que fuera la noble compañía la primera en estar convencida de ello. Me dije, sin embargo, que tal vez el Russicum había colado a algunos jesuitas por la gotera de la «cortina de hierro». Decidí preguntar al cardenal Tisserant qué había del asunto, pero no tuve que preguntarle nada: me dijo que estaba loco de alegría porque la diplomacia occidental acababa de procurarle información sobre la Iglesia rutena, de la que estaba sin noticias desde 1939.
—El Vaticano tiene dos preciosos auxiliares para mantener su reputación: los embajadores y los comunistas. Los embajadores ante la Santa Sede, hayan o no rezado sinceramente ante el altar de la Virgen, tratan de convencer a sus Gobiernos de que la partida es muy seria: encomian en todos los tonos «la sutileza tradicional de la secretaría de Estado, que cala tan hondo». Esto les permite considerar grandes victorias la canonización de un santo nacional, la atribución de un capelo cardenalicio o la designación de una ciudad de su país para llevar a cabo un congreso eucarístico.
—Pero nadie nos es más útil que los comunistas, especialmente los de Italia. Se diría que están de acuerdo con nosotros para ponernos en candelera. Son víctimas de vuestra mala literatura del siglo XIX y ven en todas partes nuestra «mano negra», como Eugenio Sué y Michelet veían por doquiera la de la compañía de Jesús. Cabe que tengan agentes en el palacio de los Convertendi o en la secretaría de Estado para estar al tanto de los sueños que se alimentan en esos sitios, pero no aciertan a precisar el valor que esos sueños tienen. ¿O es que son ciegos de conveniencia?. Se jactan de prestar un gran servicio a Rusia librándola de un grave peligro. El Russicum no tendría el menor interés desde hace tiempo sin la vigilancia de los camaradas. Sin embargo, deberían tener probada nuestra ineficacia, pues nuestra excomunión no les ha quitado ni un solo adepto. Esas bellas designaciones de vicarios o prefectos apostólicos en tierras lejanas y esos cambios de fronteras en prefecturas y vicarías que anuncia pomposamente el Osservatore Romano, si hacen pavonearse a los interesados, estremecen a nuestros adversarios. Inclinados sobre el mapa, clavan banderitas para seguirnos paso a paso. «Los hermanos menores retroceden en China» dice uno. «Sí, pero avanzan en Patagonia» dice otro. «¡Ay de nosotros! —exclama un tercero—. Los dominicanos se instalan en Bananal. Y ¡en guardia!. ¡Tres espiritinos en Ziguinchor!».
—El último llamamiento de los capuchinos en favor de sus misiones citaba esta cifra para estimular la caridad: «Hay que convertir a dos mil millones de paganos y herejes». Desde luego, es necesario todo el valor de esos apóstoles para emprender obra tan gigantesca. Pero esas cifras, acompañadas de tales epítetos, no son más significativas que la de cuatrocientos millones de católicos que, como decían los diarios, rezaban por el papa cuando estaba enfermo. Se ha calculado que, en Italia, país tenido por católico en un noventa y ocho por ciento, apenas hay un veinte por ciento de practicantes. El anuario pontifical declara que, en la diócesis de Civita Castellana, a la que has ido a ver el Santo Prepucio en compañía de ese jesuita tan distinguido, hay «66.000 habitantes y 66.000 católicos» ni uno menos. Pues bien, Civita Castellana tiene un ayuntamiento comunista. Como ves, las estadísticas del Vaticano tienen un valor puramente relativo.
—Este bluff perpetuo (porque hay que llamarlo por su nombre) puede tener serias consecuencias. Al presentarse como campeona de!. orden establecido, la Iglesia engaña peligrosamente a quienes se fían de ella, porque les hace tomar molinos de viento por gigantes. Les citará los «66.000 habitantes y 66.000 católicos» de Civita Castellana como 66.000 partidarios del orden establecido cuando todo indica que no quieren serlo. La religión representa un papel pobre en el mundo actual y es inútil empeñarse en ofrecerla como base. Dudo que el mundo haya sido «sacudido por la canonización de Pío X» como acaba de decirlo el cardenal Canali, y espero que la Iglesia no sea «la única fuerza que queda de pie en la ruina de todas las civilizaciones» como acaba de decirlo el cardenal Fumasoni-Biondi. Tiemblo al ver esta megalomanía de la Santa Sede. La induce a provocaciones, a choques con la realidad que recuerdan la historia del cacharro de barro y el cacharro de hierro. Juvenal hablaba ya de «la frágil vajilla del monte Vaticano».
El abate citó las decisiones tomadas respecto a los sacerdotes obreros y a la misión de Francia como prueba de que la vajilla del Vaticano era tal vez suficientemente sólida.
—No nos ha costado ningún esfuerzo triunfar —dijo el cardenal—, ya que la misma mayoría nos exigía que pusiéramos en vereda a una minoría ínfima. Eso nos resulta más difícil en el caso contrario: a pesar de las detenciones del cardenal primado de Hungría, del cardenal primado de Polonia y del arzobispo de Praga, los episcopados checo, polaco y húngaro han prestado juramento a las repúblicas populares y en eso estamos todavía.
—¿Es que la existencia del catolicismo en esos países no es una realidad muy consoladora, la prueba de que nada puede desarraigar del corazón del hombre la idea de Dios?. Treinta y siete años de ateísmo militante no han impedido que cuarenta mil personas asistan en Moscú a las Pascuas ortodoxas o disidentes.
—Hijo mío, lo que interesa a la Iglesia no es la existencia del catolicismo o la de Dios, sino su propia existencia. La Iglesia es una jerarquía. Esta «piedra» sobre la que Jesucristo la ha fundado continúa siendo el fundamento de su autoridad. Su preocupación fundamental es hacer reconocer esta autoridad. No vacilaría para ello en pactar con el diablo. ¿No favoreció el advenimiento de Hitler, porque éste le había prometido firmar un concordato?. Se presta muy fácilmente a las concesiones porque siempre tiene la esperanza de recuperar con una mano lo que entrega con la otra. Se ve ayudada en esto por la circunstancia de que apenas hay alguien que sepa algo de asuntos eclesiásticos.
—Alababas hace un momento nuestra firmeza frente a Francia. Yo alabaría más bien nuestra astucia, nuestras muchas habilidades a vuestra costa, de las que nunca habéis visto la trama. Apenas terminada la guerra, con el pretexto de elevar al rango de arzobispado el obispado de Marsella, lo hemos ligado directamente a la Santa Sede, ya que el número de arzobispados estaba fijado por el concordato y no podíamos aumentarlo. Vuestro embajador Maritain hizo que la prensa católica celebrara el honor de que poseyerais un arzobispado más, gracias al amor del papa por Francia.
Era, en efecto, un arzobispado más, pero también un obispado menos. Nuestros monseñores del Vaticano se deleitan con estos golpes velados, que sus interlocutores toman por golosinas. De la misma manera, la Santa Sede se ha guardado de devolver a sus respectivas metrópolis francesas los obispados de Metz y Estrasburgo, de la que los había separado después de 1871. Parece así estimar que ninguno de los dos ha vuelto definitivamente a Francia. El otro día, en la secretaría de Estado, veía a nuestros monseñores reírse de muy buena gana de su última jugada de manos. Acaban de erigir en prelacía nullius, es decir que sólo depende de nosotros, la parroquia de Pontigny, a la que se traslada el seminario de vuestra turbulenta misión de Francia. Vuestra prensa ha vuelto a celebrar esta medida como una victoria del galicanismo, cuando no es más que una victoria del Vaticano. O Sancta simplicitas!.
—E1 año último hubo otra pequeña comedia, a la sombra de una gran tragedia. Llegó a Roma un obispo indochino. Fue recibido por el Santo Padre, pero no fue a ver al embajador de Francia. Éste estaba fuera de sí, acosando a los Montini y los Tardini. Lo tuvieron en vilo, como para prestarle un servicio vital, y acabaron haciéndole el envío del obispo indochino, quien le habló del estado de las almas en su diócesis. El embajador creyó que había salvado a la Indochina.
—Eminencia ¿no se dice que nuestro actual presidente del consejo irá, aunque israelita, a ver al papa cuando venga a Roma?.
—Yo me pregunto —dijo el cardenal riéndose—, si será para hablarle del Santo Prepucio. Aparte las bromas, es natural que el Santo Padre interese a quienes no son la reina de Tonga. No es únicamente el personaje más augusto del mundo; es también su mayor curiosidad. Para los gobernantes, tiene el prestigio único de ser un jefe de Estado que no tiene que rendir cuentas a nadie. El dogma de la infalibilidad, surgido en los momentos en que se hundía el poder temporal, ha situado al papado más arriba de lo que lo puso nunca la donación de Pepino el Breve en honor de Santa Petronila. Finalmente, la elocuencia torrencial de Pío XII, su ascetismo, su maña para la propaganda y el cuidado que pone para que queden vacantes los más altos cargos, de modo que converjan sobre él todas las luces, han terminado por hacer del jefe de la Iglesia algo distinto de un.
Peñón en medio de impreciso espanto.
—Todo eso es muy bonito y no tiene trascendencia. Continuará siendo muy bonito, mientras nuestro poder siga siendo oculto, místico, poético, económico y financiero. ¡Ay si llega a hacerse político y real!. ¡Ay de los países, como te decía un día, en que se convierte en tal!. Entonces se acaban las risas. No nos gustan los amigos de las burlas. Pensamos, como el canciller Bacon, que llevan la ciudad a la perdición, en lugar de hacerla más fuerte. Es una de las cosas que tenemos en común con el comunismo, a pesar de los rayos que lanzamos contra él y de las injurias o los engatusamientos que nos prodiga: en el fondo, compartimos la misma concepción de la vida y la libertad. Queremos una vida tomada en serio y el aplastamiento de quienes nos estorban. El ideal comunista tiende hacia una nueva Edad Media y la antigua Edad Media sigue siendo nuestra nostalgia. Verdad es que predicamos una religión de amor, pero la hemos predicado durante mucho tiempo a hisopazos.
—Lamento que demos todavía una prueba de intolerancia con el furor con que hacemos perseguir en Italia a las misiones protestantes. Es un furor verdaderamente ciego, pues nos exponemos a irritar a la opinión norteamericana.
—Eminencia, ¿acaso la Santa Sede no sostiene al general Franco frente al cardenal arzobispo de Sevilla, que reprocha al Caudillo que haya dejado infiltrarse en España a esas mismas misiones?.
—«Lo que es verdad a este lado de los Pirineos es error al otro». Más exactamente, somos comprensivos con esa pobre península ibérica, que ha tenido que inclinarse ante el dólar y dejar entrar al Ejército de Salvación. Esto nos permite considerarnos en paz con el dólar y nos incita a combatir con más vigor al Ejército de Salvación en la península italiana. El Vaticano tiene dos caras como Jano, lo que le permite soplar caliente y frío. Son las dos famosas corrientes de la secretaría del Estado (corriente de derecha, corriente de izquierda), que se suceden, se solapan y se entrecruzan.
—Puedes advertir perfectamente el papel que representamos en la vida política italiana. El partido más poderoso de Italia está a nuestra disposición. Hemos, logrado también que se crea que la tranquilidad del país está ligada al gobierno de los católicos. También lo hemos hecho creer en Alemania. Igualmente lo habíamos hecho creer en Francia y, si su país lleva camino de escaparsenos, por el retorno del antiguo espíritu laico y a pesar de las visitas ad limina de algunos de vuestros políticos, se debe a que las llaves de San Pedro no son allí más que las llaves de San Pedro. No se combinan con todas las llaves y trompetas de plata que obligan en Italia a marchar derechamente a una parte del cuerpo electoral y de sus elegidos. ¡Oh!. ¡Cómo me gustaría que fuéramos leves de manos y modestos, aquí y fuera de aquí!. Nuestras exigencias están encrespando a la Argentina, es decir, a una de las naciones más católicas del mundo. La no menos católica Bélgica comienza a agitarse para liberarse de nuestras trabas. El yugo del Señor no es el que impone su Iglesia, en cuanto es la más fuerte. Por eso nunca ha sido más grande que en la adversidad. Y es lo que hacía decir a un ministro de vuestra Tercera República: «De cuando en cuando, los curas necesitan que se los zurre».
—Comprendo ahora mejor la efervescencia que hay actualmente en la Iglesia.
—Hay demasiadas contradicciones, demasiadas formas anacrónicas y demasiada política disfrazada de misticismo, y todo ello desorienta a los fieles y a los jóvenes reclutas.
—No será Vuestra Eminencia la que me haya desorientado. Pero confieso que, aun fuera de este techo, me han gustado siempre en la Iglesia romana su liberalismo, su humanidad, su dulzura. ¿Me he equivocado acaso?.
—Hijo mío, sólo has visto el exterior y es eso en realidad lo único que se debería ver. Tal vez tengan un alma cándida los buenos Camilos que te confiesan; como ministros de los enfermos, está más cerca de los hombres y el cordón de Santa Filomena les sirve de andaderas. Pero, para hablar de nuestros otros vecinos, me gustaría sondear el alma de los dominicos, que tanto presumen de progresistas y que han estado durante siglos al frente de la Inquisición, encargada de aherrojar a sus semejantes. Advierto muchas veces en los de mis colegas un fuego que evoca el de las piras de antaño. Como esa llama suele ser provocada con frecuencia por alguna de mis observaciones cáusticas, me recuerda las tristes experiencias que tuvieron antaño los cardenales Garafa y Coscia en las prisiones del castillo de San Ángel. Te he mostrado las dos caras que tenía el Sacro Colegio durante la grave enfermedad del Santo Padre; te las lie mostrado también en el mismo Santo Padre y acabo de mostrártelas en el Vaticano. Tropezamos con ellas en todas partes: hay el Vaticano zalamero, engatusador, benigno, donde se idean menudas trampas a las embajadas, inocentes canonizaciones, oraciones nuevas e indulgencias plenarias y cuya voz, oída por la radio, arranca lágrimas, y hay el Vaticano que hacía antes decir a un cardenal que jamás se debía tomar en su recinto una taza de café.
—¿Ni siquiera en la sacristía del Santo Padre?. —preguntó el abate riéndose.
—Decide tú mismo si se debe recomendar eso a los canónigos de Letrán. Se ha dicho que Pío XI había sido envenenado. Es evidentemente una calumnia, pero ha sido inventada por gente que conoce la casa. El cardenal Verdier me preguntó si era cierto. «Eminencia, ¿no dicen también que es usted francmasón?», le contesté. Acababa de salir del seminario cuando cayó en mis manos ("que el índice me perdone) la Roma de Zola. Me reí con toda el alma cuando leí que el arzobispo de Frascati, alma maldita de un cardenal, trataba de envenenar a otro cardenal con unos higos. Pensé de nuevo en eso más adelante y mi risa fue entonces de dientes afuera.
—Hijo carísimo, hay que saber lo que es la Santa Iglesia Romana y amarla por eso todavia más.
—Si la he amado —dijo el abate con emoción—, es porque la he visto con los ojos de Vuestra Eminencia. El cardenal le miró con ternura:
—Dolce figlio!. He vuelto a ver en ti mi juventud. Te he hablado con franqueza, porque te he juzgado digno de mi confianza. Hasta te he juzgado digno de escuchar la verdad. Es el camino que elegí siguiendo al salmista: «Viam veritatis elegi». Estaba solo en él. Tú habrás sido el compañero amable de mi última etapa.