El abate se quedó una tarde en el palacio Belloro para recortar los extractos de prensa de las últimas canonizaciones.
La misma ceremonia había inscrito en el catálogo a San Chanel, San Búfalo, San Pignatello, Santa María Crucificada de Rosa y San Amable Jacinto, cuyo atractivo retrato se veía en todos los muros de Roma. Habían sido canonizados como Pío X, primeramente en la plaza y luego en la basílica, delante de multitudes igualmente numerosas, con algunos menos cardenales y muchos menos obispos. Los lugares de honor también habían estado menos llenos: el presidente de la República Italiana no se había molestado, la emperatriz de Austria y los príncipes alemanes e italianos se habían ido y los obreros no habían venido. En San Pedro había oficiado de nuevo, todavía de peor humor, el cardenal Tisserant. Había tenido como asistentes a los dos mismos canónigos y como apuntador al mismo ceremoniario. Se hubiera dicho, al ver sus vacilaciones, que no habían aprendido nada en la misa de Pío X. Las ofrendas se habían multiplicado por cinco: el número de aves era mayor que en la canonización de Santa Brígida.
El abate encontraba al hojear los diarios reseñas de las otras fiestas religiosas que habían embellecido el mes de junio y a algunas de las cuales había asistido: la de San Luis Gonzaga en San Ignacio, con sus pajecillos de calzas, jubón, capotillo, gorro con plumas negras, collar y daga dorada, que hacían que tocaran el sarcófago los objetos que les entregaban los fieles y depositaban en él cartas que contenían promesas; las de San Pedro, en San Pedro, donde se habían tendido encima de la entrada ramas de boj, entrelazadas en forma de red, para recordar al pescador de hombres, y donde los romanos escucharon en trance el himno Roma Félix. Aquel mismo día, el abate había visto en San Pablo Extramuros la ostensión de las cadenas de San Pablo. No tuvo tiempo de ir a San Pedro de las Cadenas, donde se exponían las de San Pedro, ni a San Juan Porta Latina, donde se exponían las de San Juan. Tuvo que sacrificar igualmente el placer de ir a la fiesta de San Juan de Letrán, donde había por la ocasión una nueva provisión de clavos de especia, y el de ir a San Pedro para la misa de Santa Petronila, la lámpara de Santa Petronila, monseñor Pimprenelle y el embajador de Francia.
En esto, vinieron a decirle que preguntaba por él un religioso francés: el padre de… El nombre le dejó pensando. De pronto, su memoria tuvo un relámpago: era el jesuita francés que había originado la famosa sesión del Santo Oficio consagrada al Santo Prepucio. Le agradó la idea de conocer a un hombre dedicado a cosas tan extrañas.
En el saloncito rojo se encontró delante de un sacerdote alto, de pelo casi blanco, distinguido, atildado, irónico. Sobre su sotana de jesuita se veía una delgada cinta de la cruz de guerra.
—Hace tiempo, señor abate, que deseaba conocerlo —dijo—. He preferido esperar para venir a haber vivido el día más hermoso de mi vida. Pero lo que tengo que decirle es bastante largo y quisiera tener la seguridad de que no lo molesto.
El abate, intrigado por este exordio, le dijo que estaba totalmente a su disposición.
—Es usted el único joven francés accesible en el mundo eclesiástico de Roma y hay ciertas confidencias que sólo quiero hacer a un eclesiástico francés que sea joven. ¿Por qué joven?. Porque la juventud ha representado mucho en mi existencia. De una manera o de otra, seguirá así hasta el final. ¿Puedo preguntarle, para empezar, si usted conocía ya mi nombre?.
El abate contestó que se lo había oído al cardenal.
—Su Eminencia tiene razones para conocerlo, más aun de las que él mismo supone. Sin embargo, ese nombre que, según veo, ha llegado a la Sacra Congregación de Ritos no es el mío más que a medias. ¿Ha leído usted Las Amistades Particulares?.
Después de vacilar el abate dijo que sí.
—Soy yo, ¡ay!, el padre de Trennes. Como en la tragedia, Me llamo Témugin, que tanto dice. Hasta temo que el nombre de padre de Trennes no le haya dicho más todavía. En todo caso, me dispensa de las precauciones oratorias. Por lo demás, el autor que me ha bautizado así ha metido mis aventuras en otras dos de sus novelas. Para el caso de que tenga la debilidad de confiarle mis últimos secretos y de que él los aderece a su guisa, he querido comunicarlos a alguien que pueda dar fe de la verdad. Pero debo antes hacerle una confesión general: le permitirá comprender a un personaje que no es únicamente novelesco. Verá usted que esta confesión acaba dos veces en la Sacra Congregación de Ritos.
Se arrellanó en su butaca y, sin ya mirar al abate, como si estuviera mirándose a sí mismo, comenzó su historia:
—Cuando pronuncié mis votos, se me dejó cultivar la arqueología, que había sido el objeto de mis estudios profanos, y se me encomendó una misión científica en el Cercano Oriente. Desconfíe de la antigüedad, también presente en Roma. En las soledades de Siria y luego en las de Grecia, en contacto con los mármoles y bajo el soplo de los dioses, sentí que mi cristianismo vacilaba. Fue entonces cuando volví a Francia. Para que descansara de mis trabajos, se me envió a un colegio, no al descrito por el autor. Llegué poco después de comenzado el curso. Se me hizo predicar los ejercicios espirituales y, según la costumbre, confesar a los alumnos. Nunca había confesado a chicos. A veces se predica con más vehemencia precisamente porque la convicción es menor. Es probable que tal fuera el motivo de que obtuviera resultados excesivos. Mi paganismo había sido hasta entonces únicamente intelectual: respetaba mis hábitos y ponía entre mi persona y los demás la barrera de mi dignidad. En este terreno, que no era tal vez muy firme, choqué de pronto con la vida. Estos chicos, estos amables chicos de una de nuestras amables provincias de Francia, estos muchachos que acababan de dejar a sus excelentes familias, me confesaban cosas que no hubieran confesado a sus confesores habituales, es decir, a sus profesores. La simpatía y tal vez la complicidad que adivinaban en mí hicieron indudablemente más de lo que había hecho mi elocuencia. La que me revelaron a través de la rejilla del confesonario era la lujuria en todas sus formas, el erotismo más insensato, la perversidad más inimaginable. Por lo demás, no parecía que se libraban de un peso que abrumara sus conciencias. Se hubiera dicho que jugaban al juego de la verdad, para descansar de otros juegos.
—La primera noche, después de haber escuchado a unos veinte, salí del confesonario con latidos en las sienes y la mirada extraviada. Tenía ganas de vomitar. Había descubierto una humanidad infantil cuya existencia nunca había sospechado. De aquellos veinte penitentes, cuatro era puros, ¡pero los otros!… No dormí en toda la noche; me levanté muchas veces para ir a respirar a la ventana. Al día siguiente fue el mismo desfile, la misma priapada, y así fue siempre hasta el final, con cuatro o cinco inocentes de cuando en cuando. En un principio pedí a Dios que perdonara a todos estos niños, pues tantos horrores me habían acercado a Él. Traté luego de tranquilizarme; me dije que estos chicos se harían hombres como los demás, olvidarían su adolescencia y serían buenos padres y buenos esposos, tal vez buenos cristianos. Tampoco este colegio sería peor que los demás y, al fin y al cabo, contenía ya más justos de los que Dios había reclamado para perdonar a Sodoma. Esta lluvia de fuego puso fin a mis repugnancias, mis espantos, mis impulsos caritativos. Cesó pronto para transformarse en rocío deleitoso. Lo acogía, lo provocaba. Quise participar en este festín de niños malditos, un festín que mi infancia no había conocido. Me senté a esa mesa y a otras, pero, en la misma medida en que cedí al mal, quiero dedicar los últimos años de mi vida a repararlo. El padre de Trennes ha muerto: que el diablo tenga su alma!. Es ahora el padre de… quien continúa el discurso.
Sacó un pañuelo perfumado y se lo pasó por el rostro, como para borrar unos tristes recuerdos. Más sereno, continuó:
—Me he consagrado, pues, al triunfo del bien en esa juventud cuya corrupción me había corrompido. ¿Qué más podía desear que hacer santo a un chico y ponerlo como ejemplo?. No ignoraba que hay causas que quedan arrinconadas, por falta de celo y de dinero, y me puse a la busca. Decidí mantenerme en el anónimo: hubiera sido triste que mi futuro santo padeciera un día por causa de mi nombre o de mi seudónimo.
—Iluminé los años sombríos cumpliendo mi deber como capellán entre los compañeros de Francia y luego en el ejército del Rin y del Danubio, donde transformé mi escarapela de Vichy en cruz de guerra. Instalado en Roma en 1947, no tardé en presentarme ante el secretario de la Sacra Congregación de Ritos, al que conté una fábula piadosa. Le dije que una dama muy rica y muy religiosa, cuyo director de conciencia era yo, deseaba interesarse, en memoria de un hijo único de quince años que había perdido, en la causa de un bienaventurado de la misma edad, retrasada por razones materiales. El arzobispo de Seleucia de Isauria, el noble anciano que me recibió y que lleva tan admirablemente sus noventa años y su cruz pectoral, buscó primeramente en su memoria y luego en sus registros, y me dijo despreocupadamente, con voz cascada: «Tengo su asunto: Amable Jacinto, quince años, postulado por los barnabitas, de los que ha sido alumno. Venerable desde 1910». Mi corazón quedó henchido de un júbilo divino. Amable Jacinto me venía como anillo al dedo. Reunía un epíteto encantador y un nombre que recordaba lo más encantador que Grecia había producido… Nuevo Apolo, iba a inmortalizar a un nuevo Jacinto.
—El arzobispo de Seleucia de Isauria añadió: «Hay ya ocho San Jacinto; éste será el noveno, si tiene la constancia necesaria. Hay ya dos San Amables, de los que uno es protector de Riom, en Auvernia, donde uno de sus dientes curaba antaño de las mordeduras de víbora. Pero Amable Jacinto… ¡Qué nombre más bonito para canonizar!. La heroicidad de sus virtudes está ya probada, del mismo modo que sus dos milagros; para ser bienaventurado sólo le faltaba encontrar un alma caritativa». Me informé de la suma necesaria y, aunque era muy elevada, partí muy contento, apretando contra mi pecho a Amable Jacinto, como el Lacedemonio, compatriota del hermoso Jacinto, apretaba al zorro.
—Conté la misma fábula al postulador de los barnabitas. Me procuró todos los datos sobre el joven venerable, natural de Bolonia. Pedí que me mostraran su retrato. El chico era de origen modesto, donde no se recurría a retratistas, y murió a mediados del siglo XIX, cuando la fotografía era un lujo. En cambio, me impuse de sus virtudes. Le gustaba ayudar a misa, hasta el punto de que esperaba a la puerta de la iglesia desde antes del amanecer, pero hubo santos —Tomás de Aquino, Juan Francisco Régis—, que se pasaban en su juventud parte del día y de la noche delante del altar. Permaneció una vez seis horas en éxtasis después de haber comulgado, pero Santa María Magdalena de Pazzi se pasó así doce horas. Caminaba tres kilómetros para ir a los barnabitas, pero el futuro Pío X caminaba siete. Aceptó que lo castigaran confundiéndolo con el chico que había metido nieve en la estufa, pero todos nos hemos dejado castigar en el colegio por faltas que no habíamos cometido. Impedía que sus compañeros fueran a bañarse al río, rompió las imágenes obscenas traídas por uno de los mayores e hizo huir a un perverso individuo llamado por eufemismo «emisario de los protestantes». Los protestantes tienen buenas espaldas.
—En todo caso, me inspiraba cierta simpatía porque nunca había practicado la delación. Es lo que me desagrada en San Bernardino de Siena, quien, cuando tenía trece años y se vió acosado por las proposiciones deshonestas de un caballero de la ciudad, no se contentó con darle una bofetada, sino que, al ver que el caballero reincidía, fingió que aceptaba una cita y apostó a unos pillastres para que lo apedrearan. Amable Jacinto fue menos pérfido con el emisario de los protestantes. Después de su muerte se apareció al superior de los barnabitas para mostrarle la lista de los alumnos impuros, que despedía un olor horrible, pero hay que decir en su descargo que se negó a entregársela. En pocas palabras, todo esto valió al chico que Pío X lo saludara y lo hiciera venerable, «gigante de alma».
—Decidí hacer mis cuentas con la vieja dama rica y religiosa. Por desgracia, esta dama era yo. No era muy rica, pero, en fin, sin entrar en detalles, vendió algunos bienes bastante importantes que tenía en Francia y cuyo importe llegó a sus manos por mediación de los agentes de la Santa Sede, Entregué el dinero a los barnabitas, con garantías de que no lo dedicarían a la edificación, dulce manía de las órdenes religiosas. Comprendieron, desde luego, lo que importaba adelantarse a los salesianos, quienes también tenían su joven candidato en Dominico Savio, poco más o menos su contemporáneo, no menos digno de interés, igualmente venerable y saludado por Pío X como «gigante de espíritu».
—Fue así como Amable Jacinto quedó proclamado venerable dos años después. Era mi obra a doble título: me debía sus rayos, su fiesta y su oficio, aunque sin octava y reservado para la orden de los barnabitas (un indulto le concedió el favor complementario de una procesión), y me debía hasta su imagen. Había encontrado en un anticuario el retrato de un chico encantador de su misma época. Hice que un hábil falsificador inscribiera en su retrato el nombre y apellido. Todo pasó como un hallazgo milagroso. Es el retrato que usted habrá visto en el opúsculo distribuido en San Pedro y que se ve en los muros de la ciudad.
—En 1949 estábamos todavía en los anuncios del decreto de beatificación. El ramillete de flores artificiales que el postulador de un nuevo bienaventurado ofrece al papa es la expresión de un reconocimiento que no llega todavía a los barrilítos, los panecillos, los cirios y las aves. Faltaba subir a Amable Jacinto el escalón supremo, y usted sabe lo que eso significa. Teníamos ya los milagros; apenas beatificado, Amable Jacinto, invocado en Napoles y Palermo, había curado a dos personas desahuciadas por los médicos. Si se acuerda usted del padre de Trennes, tendrá por meritorio que yo no haya tratado de provocar milagros entre los alumnos de los barnabitas, empresa que hubiera sido un juego de niños. Verdad es que el artículo 90, parte I, título 2, capítulo I del Codex pro postulatoribus precisa que el testimonio de los impúberes en los procesos canónicos «no debe servir de prueba, sino solamente de adminiculum, es decir, del bastoncito que se lleva en la mano para apoyarse».
—No, no cabía distraerse en el camino. Los jesuitas nos preparaban una zancadilla y los salesianos nos pisaban los talones. En 1950, estos últimos habían hecho beatificar a Dominico Savio. Era a ver quiénes llegaban antes. Publiqué, bajo un falso nombre —tengo, pues, tres—, una vida del bienaventurado Amable Jacinto en la que se ha inspirado el opúsculo a que he aludido. Obtuvo en Italia una tirada de ochenta mil ejemplares, en inglés —en los Estados Unidos—, de ciento sesenta y dos mil, en francés de treinta y cinco mil, en alemán de cuarenta mil. ¡Cuando se piensa que hay gente que cree que sólo se venden libros escandalosos!.
—No sabía que fuera usted un escritor tan célebre, padre.
—Tan célebre como desconocido. Eso le revela por lo menos lo que es el público religioso. Hay un mundo que el resto del mundo desconoce y del que sólo da una idea la actual «cortina de hierro». Ese mundo está detrás de rejas que sólo franquean ciertos nombres. Ni la mayor gloria del mundo puede penetrar en él sin permiso. El mundo laico puede violentar esas rejas e imponerse a los que están tras ellas, pero no logrará inculcarles su manera de ver. No leen lo mejor que se ha escrito en los siglos pasados y en el siglo presente porque son obras que están en el índice. Se alimentan con libros como el mío.
—Sin embargo, el producto de este libro distaba de cubrir los gastos de la canonización. Me impuse un nuevo sacrificio, que me redujo a lo estrictamente necesario, y ni esto fue suficiente. Mi vida de desorden me había relacionado con ricos libertinos, con los que, naturalmente, no me veía ya. Fui a verlos o les escribí. Sabía lo que había que decirles o escribirles. No tenía más que dejarme guiar por mi propio corazón. He necesitado así cuatro años para llevar hacia los barnabitas un nuevo Pastolo. No me reproche que haya procurado una base equívoca a una causa edificante: el dinero no huele y, si oliera, se perdería su olor en el del incienso. Creo inclusive que esta victoria a costa de la impureza es una aureola más para el nuevo santo de la pureza. Gracias a mí, el joven Amable Jacinto vivirá más tiempo que cualquiera de los hombres que creen llenar hoy el mundo con su nombre. He terminado la segunda parte de mi discurso.
El abate agradeció la confianza que se le había otorgado en la primera ocasión que habían tenido de conocerse.
—La vida no es más que una sucesión de ocasiones así —dijo el padre—. Vi a usted un día con Su Eminencia. Tenía que explayarme con alguien de Ritos, y este alguien no podía ser ni Su Eminencia el cardenal prefecto ni Su Excelencia el arzobispo de Seleucia de Isauria.
—Cualquiera de los dos lo hubiera felicitado.
—Olvida usted que mi historia tiene cierto preámbulo.
—Lo había olvidado, en efecto. Sólo queda una cosa: una buena acción. No le ocultaré que Su Eminencia tenía un placer especial en ver a su candidato derrotar al salesiano.
—Lo curioso es que los barnabitas admiran tanto como mi celo la discreción de la anciana dama que se niega a que su nombre se conozca. Les he dicho que lo único que ella reclama es una misa anual, anónimamente titulada «para nuestra bienhechora», y quiero creer que sus frutos me serán aplicados.
—Al darles un joven santo, les he dado la fortuna. He llamado la atención sobre sus colegios, que andaban renqueando y que han recobrado el vigor desde el día siguiente de la beatificación. Desde la canonización, tienen que rechazar alumnos y se van a ver obligados, se lo aseguro, a construir. Además, no hay día en que no partan en todas direcciones, con destino a todos los colegios católicos del mundo, estatuas y estatuillas de Amable Jacinto. Los pasionistas están coléricos y los jesuitas aterrados. Tal vez haya obrado con cierta malicia al hacer esta jugada a mis colegas, pero quiera el cielo que no se enteren de ella. ¡Jamás me la perdonarían!”.
—¡Qué hombre!. Ha tenido usted en jaque al «papa negro» y al «papa norteamericano».
—Después de esto, tal vez tengamos un papa barnabita.
El abate movía ya la lengua para preguntar a su interlocutor qué lo había llevado hacia el Santo Prepucio. El padre de Trennes, que por lo visto pensaba en ello, se adelantó a estos deseos:
—También yo he soñado con construir una iglesia para el primer santo de pantalón corto. He soñado con hacer lo que han hecho los pasionistas en Neptuno, donde han levantado una magnífica iglesia dedicada a Santa Goretti, mártir de la pureza. San Amable Jacinto, confesor de la misma virtud, debe tener su iglesia. Antes siquiera de que la canonización fuera proclamada, me lancé tras otra pista. No podía insistir con mis antiguos cómplices, que ya habían realizado un esfuerzo meritorio, y menos podía hacerlo con la anciana dama, reducida a la miseria. Un culto naciente no puede dar, de la noche a la mañana, peregrinaciones fructuosas. Haría falta para esto milagros más sonados que los que me han permitido triunfar. Llegarán, téngalo por seguro. Entretanto, he buscado una reliquia abandonada, una peregrinación en decadencia, algo donde se pudiera llevar de nuevo a las multitudes. No es cosa fácil, porque todas las fuentes de piedad están celosamente mantenidas, como puede usted suponerlo. Pero, como constantemente se crean otras nuevas, es manifiesto que hay para alimentarlas aguas inagotables.
—Un viejo libro me reveló la existencia del Santo Prepucio. Tuve una iluminación. Como había dicho el arzobispo de Seleucia de Isauria, tenía de nuevo mi asunto: ¡una reliquia de Jesucristo, del Niño Jesús, en la aldea de Calcata, a sesenta kilómetros de Roma, una reliquia desconocida para todos los guías!. En un país como Italia, donde existe el culto por los Bambini milagrosos y donde el turismo está al acecho de las curiosidades milagrosas, esto era oro en barras. Continué soñando despierto y me veía ya capellán del Santo Prepucio, que hubiera sido un hermoso fin de carrera.
—Al día siguiente partí para Calcata. Mi iglesia y mi capellanía se vinieron al suelo. El cura me dijo que estaba prohibido hablar del Santo Prepucio, so pena de excomunión del Santo Padre, condenación eterna y otras bagatelas como dice Casanova, y que hacía falta para verlo autorización del obispo diocesano. Ni mi sotana de jesuita ni mis cabellos blancos obtuvieron una excepción de la regla. Me fui aquel mismo día a Civita Castellana, donde el obispo, hombre fino e inteligente, me confirmó todos esos misterios al entregarme la autorización. Ver la reliquia me urgía menos que el deseo de emanciparla. No tenía tiempo de volver a Calcata, cuyo acceso no es cómodo, y regresé a Roma. Esperaba superar todos los obstáculos gracias al cardenal Canali, del que dependo por mi domicilio (que no está, por suerte, en el Vaticano), pero el cardenal Canali me remitió al Santo Oficio. El único resultado ha sido agravar las consignas y la excomunión. Como no quiero recurrir de nuevo a quien así me ha descarriado, acudo al prefecto de Ritos, por mediación de usted, en solicitud de un consuelo: el de ver finalmente el Santo Prepucio.
—¿Y su autorización, padre?. ¿No es ya valedera?.
—Esperé para volver a Calcata a que se decidiera sobre mi instancia. Fui allí anteayer, provisto de mi papel, y el cura, en vista de las nuevas instrucciones, se consideró obligado a tenerlo por caduco, como anterior a ellas. Confiese que hay cosas bien guardadas. Se diría que la salvación de la Santa Iglesia Romana depende del Santo Prepucio, como la de Troya dependía del Paladión. Como no quiero molestar de nuevo al amable obispo ni estrellarme por tercera vez en el implacable cura, pongo en sus jóvenes manos la suerte de la expedición.
El abate se sentía dividido entre la curiosidad, la emoción y el estupor. Lo dejaba aturdido el que este hombre, al que nunca había visto, le hubiera hecho confesiones semejantes, al amparo de una canonización y una novela. Pero era un caso que también lo emocionaba: adivinaba las luces y angustias de la existencia que había desembocado en esta desenvoltura. Y era, finalmente, la primera vez que se encontraba con un viejo diablo convertido en eremita.