VII

La canonización se efectuaba al día siguiente en la basílica.

La multitud era tan densa como la víspera, pero hoy estaba en local cerrado. Renán no había tenido el don de la doble vista al decir que «el templo de Dios estaba ya atravesado de parte a parte» y que «el agua del cielo mojaba el rostro del creyente arrodillado». La multitud estaba contenida por barreras de madera que dejaban libre un pasaje central. Había tribunas cubiertas de paños rojos reservadas para los invitados: en el ábside para los personajes oficiales y junto a los pilares de la cúpula para los demás, con predominio de seminaristas y monjas. Los lugares vacíos indicaban la ausencia de la delegación obrera; había juzgado sin duda que ya bastaba de ceremonias de canonización. Delante de las tribunas oficiales había bancos revestidos de verde para los cardenales y obispos, a tono con la inmensa alfombra verde que se había extendido sobre las losas. Las pilastras estaban cubiertas por bandas de damasco púrpura con las armas pontificales. El retrato de Pío X había abandonado la fachada y, al fondo del ábside, se mostraba encima del trono papal. Colgaban de las loggias los cuadros de sus dos milagros.

Cuando entró el papa, las trescientas arañas se encendieron y las trompetas de plata hicieron oír el Tu es Petrus. Desde lo alto de su silla Pío XII contestaba con bendiciones a las aclamaciones y aplausos que lo saludaban como la víspera. Se olvidaba que Pío X, al que canonizaba hoy, los había prohibido en el interior de la basílica. Bajó de la silla delante del altar de la confesión, a una señal del marqués Sacchetti, y, después de orar brevemente, atravesó el ábside con la misma agilidad que el abate le había advertido en la Sala Clementina. Los dos viejos cardenales Bruno y Verde, que le sostenían las faldas de la capa, lo seguían con dificultades. Cerraba la marcha el cardenal Canali. Los guardias nobles, siempre con las espadas desenvainadas, se pusieron de guardia. El trono que el papa tenía aquí era el más hermoso que podía tener aunque no era, desde luego, el trono de mármol que le guardaba celosamente el reverendísimo capítulo de Letrán. La coronación de este trono vaticano era la silla del príncipe de los apóstoles que el Bernini había creado en un tumulto escultural. Estaba allí, dispuesto a intervenir, el oculista. Detrás de unos cortinajes, se había preparado un retiro para tal eventualidad.

El Santo Padre no había podido imponerse a la fatiga de la celebración y estaba reemplazado en el altar papal por el cardenal Tisserant. Este derecho insigne correspondía al decano del Sacro Colegio, conforme al breve que colgaba de una columna del altar. Pero no se le daban las veinticinco julias que cobraba el papa como precio de «la misa bien cantada». Era, en todo caso, una misa cantada por Francia: el diácono era monseñor Pimprenelle, cuyo rostro barbilampiño contrastaba con el hirsuto del cardenal, pero el canónigo de San Pedro tenía que inclinarse delante del sacerdote asistente, deán del reverendísimo capítulo de la basílica execrada.

El abate no tenía el estado de ánimo necesario para seguir con fruto esta misa imponente: Paola, cargada de opúsculos sobre los nuevos santos, estaba junto a él en la tribuna de Santa Verónica. Ayer no pudo tener acceso al atrio, pero le había sido más fácil conseguir para esta mañana un billete de la misma clase que el de Victor. Nadie los molestaba, porque el capellán acompañaba a Su Eminencia y el secretario seguía al personal de Ritos, que de nuevo estaba en el candelero. Hoy, en esta tribuna, bajo la cúpula de San Pedro, frente al altar papal y en presencia del papa, el abate Victor Mas podía decirse, junto a su querida, que era verdaderamente un sacerdote romano.

Sin embargo, no compartía completamente la satisfacción de Paola por el hecho de que el sacerdote asistente fuera el animador del colegio del culto de los mártires. Análogamente, había experimentado la víspera cierta turbación y al encontrarse en el palacio Belloro con el obispo de Versalles. Los cumplidos que le dedicó el cardenal y los que recibió de su antiguo pastor le habían hecho llorar y sus lágrimas fueron juzgadas prueba de su modestia. Había llorado, al contrario, por ver reunidos a los dos personajes a los que debía tanto y que de tal modo engañaba. Estaba muerto de vergüenza. Recobró pronto su sangre fría, pero no le molestó comprobar estos restos de pudor. Más que el joven Arcadio de Juvenal, tenía «algo que latía debajo de su tetilla izquierda». Pero ¡ay!, esto no era todo.

Comenzaba de nuevo la fastidiosa ceremonia de la obediencia. ¿Se suponía acaso que, en menos de veinticuatro horas, estos altos dignatarios de la Iglesia habían decidido no obedecer?. En cambio, el abate lamentaba perder las curiosidades de una misa celebrada por el papa, que le habían sido descritas por el capellán. El altar hubiera estado adornado con los candelabros de Cellini; la epístola y el evangelio hubieran sido cantados en griego y en latín; el vino hubiera sido probado por el credenciero y luego por el señor monseñor sacristán, que seguidamente tragarla tres hostias, con objeto de demostrar, como en tiempo de los Borgias, que el vino y la hostia eran sinceros; se hubiera puesto la estrella de oro sobre la hostia del papa, se hubiera vertido el agua en el cáliz con una cuchara de oro, el papa hubiera sorbido el vino por medio del canutillo del mismo metal… Todos estos utensilios habían sido admirados por el abate en el tesoro Sixtino.

Subsistía por lo menos el más pintoresco de los intermedios de las misas de canonización: el desfile de las ofrendas. El abate había obtenido una vaga idea de este desfile por una alusión de la sesión del Santo Oficio cuyo informe el cardenal había hecho leer a sus tres familiares. La confianza que les demostraba su jefe era la misma que había demostrado a éste uno de sus colegas del Santo Oficio. Indudablemente, no todos los cardenales tomaban en serio todos los secretos y excomuniones del tribunal. Era lo que permitía al abate recordar a Santa Brígida, su conocida santa, al ver las oblaciones con que se agradecía al papa que hubiera hecho santo a Pío X: los dos enormes cirios de treinta kilos y los tres de seis, el pan dorado y el pan plateado, con las armas de Pío XII en relieve, los dos barrilitos dorados llenos de vino, las tres jaulas, que contenían, respectivamente, dos tórtolas, dos palomas y dos canarios, ofrenda muy propia para el papa de los pájaros.

Junto a Paola, el abate meditaba en los símbolos de estas ofrendas, explicados por el capellán: las aves querían decir el espíritu celeste; los cirios, la sabiduría y la ciencia; los panes, la caridad; el vino, la fuerza… Los comentaristas que creían equivocadamente que uno de los barrilitos contenía agua añadían el símbolo de la templanza. Al capellán le hubiera agradado que hubiese habido también un ternero, como en la canonización de Santa Brígida, porque el ternero, decía, era muy rico en símbolos. El Cristo era el ternero de leche de la Escritura —vitulus lactens—, y esto explicaba los capiteles de Milán, donde se ve a terneros tocando la lira; como San Ambrosio, obispo de la ciudad, había dicho que la lira era el símbolo de nuestra carne, el ternero tocando la lira era Jesús procurando a nuestra carne un sonido agradable al darnos muchas y grandes virtudes.

Las virtudes del cardenal Tisserant no parecían procurarle un sonido agradable: estaba manifiestamente de mal humor. Tal vez le había enfadado tener que doblarse en dos durante el introito, que el papa había ido a recitar con él. Pero debía lamentar sobre todo no celebrar la misa de canonización de San Jerónimo de Valaquia, de San Maklouf de Antioquía o de San Chiron de Carcasona. Monseñor Pímprenelle parecía contento: exhibía su gloria a la vista de su émulo de Letrán, quien se sentaba no lejos de los obispos, con los reverendísimos capítulos de las basílicas mayores. Y detrás de su gloria de hoy se perfilaba igualmente su gloria de mañana: en esta misma iglesia, que vibraría todavía con las emociones de hoy, celebraría la misa de Santa Petronila en la capilla de Santa Petronila, delante del embajador de Francia, al que haría rendir los honores litúrgicos, y el embajador de Francia volvería a encender la lámpara de Santa Petronila en nombre de la nación francesa. ¿Qué importaba a monseñor Pimnrenelle que el deán de Letrán oficiara por encima de él?. Aunque tuviera que ceder en esta ocasión su corresponsalía de La Croix a un enviado especial, no se diría una sola palabra del sacerdote asistente y se recalcaría en cambio la amable sonrisa que el papa le había dedicado, a él. Pimprenellé, al invitarlo a cantar el evangelio. Cuando monseñor Pimprenelle tuvo que recibir del deán de Letrán el ósculo de paz —ósculo dado al deán por el cardenal Verde, quien, después de recibirlo del cardenal Tisserant, lo había transmitido al papa, antes de pasarlo a este deán, quien lo había comunicado a los cardenales, patriarcas y obispos—, se tuvo la impresión de que se hacían mimos, cuando en realidad hubieran querido morderse.

Siempre era así de impresionante el contraste entre las realidades y las apariencias. El abate había visto en el palacio Belloro el texto de la alocución que el decano del Sacro Colegio iba a pronunciar a la mañana del día siguiente en una audiencia que el Santo Padre concedía a los cardenales y prelados venidos a Roma. Era para felicitarlo, en un latín tachonado de juegos de palabras, por haber exaltado a Pío X, lo que hacía exultar a la Iglesia, y por haber recobrado una salud exaltante, de ío que exultaban especialmente los padres cardenales. El cardenal Tisserant, cuya antipatía por Pío XII era conocida, terminaba asociando en una misma invocación a San Pío X con San Eugenio; verdad era que este último era su santo patrono, como también de Pío XII, pero ello no hacía más caro a «Pacelli». Al oír al hirsuto decano mascullar la misa con su voz campesina, donde se arrastraban las escorias de su pronunciación francesa del latín, el abate se lo imaginaba modulando el cursus de esta alocución que presentaba votos tan sinceros. No se podía negar que se estaba en la escuela de la vida cuando se veía vivir al Sacro Colegio.

Otra cosa que divertía al abate eran los manejos del ceremoniario. Ya le había impresionado la importancia de este personaje en los oficios en que pontificaban los cardenales. Hoy le impresionaba todavía más, al advertir que el decano del Sacro Colegio y sus ministros ^penas sabían nada y tenían que ser soplados a cada paso. Constantemente, este ceremoniario, rollizo prelado que se agitaba como un diablo en la pila del agua bendita, hacía señales a éste para que se acercara y a aquél para que se alejara, se colaba entre ellos para volver la hoja del misal, decía algo al cardenal cuando éste parecía en un atasco, ofrecía un objeto, hacía ponerse o quitarse la mitra —unas veces la dorada y otras la preciosa—, y él mismo quitaba y ponía el solideo. Su arte se manifestaba especialmente con este último: lo mantenía por el rodete y lo hacía caer desde arriba en medio del cráneo, como el que se sirve una pizca de sal. No lograba, sin embargo, dar al cardenal la sensación de que se lo había puesto bien; el ilustre celebrante hacía cada vez el ademán de sujetárselo. Lo mismo sucedía cuando monseñor Pimprenelle le ponía la mitra; parecía que, orgulloso de sus dos cuernos, temiera que se los hubieran puesto torcidos.

Paola estaba contentísima: al final de la misa el papa dio su bendición y el cardenal Tisserant anunció, con un trémolo, que los asistentes acababan de ganar una indulgencia plenaria, aplicable a los difuntos.

Por la tarde, Pío X proporcionó una tercera molienda: desfiló por las calles, con un interminable cortejo, para ir a Santa María la Mayor, donde sería expuesto unos cuantos días. Aunque tenía por pretexto el Año Mariano, el favor concedido a esta basílica tuvo que ensombrecer al canónigo francés de Letrán: una nueva rival se atrevía con la madre y cabeza de todas las iglesias de Roma y del mundo. Detrás de los carabineros a caballo, que, en el límite de la plaza de San Pedro, habían reemplazado a los guardias suizos, marchaban enjambres de chicos exploradores con sus guiones. En una berlina dorada. San Pío X, en hábitos pontificales, mostraba un rostro y unas manos plateados, en su féretro de cristal. Su Eminencia había dicho que esta plateadura había puesto remedio a las alteraciones del embalsamamiento. El cadáver, «que había quedado milagrosamente intacto», como decía el capellán, se había enmohecido en las grutas vaticanas y había sido necesario mantenerlo durante semanas bajo secadores de peluquero.

Después de la cena, el cardenal epilogó con sus tres colaboradores las ceremonias de la jornada. Triunfaba porque había dicho infructuosamente al Santo Padre que la fecha fijada para la fiesta del nuevo santo había sido mal elegida. Los definidores generales y abades de los cistercienses acababan de telegrafiar su indignación: el 20 de agosto, San Pío X desahuciaba a San Bernardo, gloria de la orden. El capellán dijo que era imprudente irritar a los bernardos de la Santa Cruz de Jerusalén, que tenían el privilegio de fabricar los agnusdéi y eran capaces en su desesperación de romper el molde.

En cuanto a él, había logrado, a pesar de su emoción, seguir una parte de la misa como liturgista y enumeraba ahora los errores cometidos: el napa se había arrodillado o sentado fuera de compás, los dos viejos cardenales Bruno y Verde habían estado leyendo el breviario junto al Santo Padre como dos benditos curas de aldea, en lugar de permanecer hieráticos; los ósculos habían carecido de dignidad, etc. Reprochó al distinguido ceremoniario de Su Santidad, prefecto del Coledo Ceremonial y sustituto de Ritos, haber sido más blando en la tarea que el del cardenal Tisserant.

En cambio, habló con entusiasmo del cortejo de la tarde. Lo consideraba la manifestación religiosa mas importante que se hubiera visto en las calles de Roma desde el término del poder temporal. Parecía atestiguar, en efecto, mejor que la del 8 de diciembre, que este poder volvía insensiblemente. Hoy, el papa vivo no se había paseado por la ciudad, pero el papa muerto al que habían paseado representaba para el papado un desquite todavía más esplendoroso. El cortejo, añadió este hombre excelente, era una réplica al que había llevado, entre las rechiflas de los masones y los falsos patriotas, los despojos de Pío IX al cementerio de Roma. La berlina dorada delante de la que acababan de inclinarse los romanos de 1954 había sido prestada por la municipalidad de Roma, mientras que el cochero de la carroza fúnebre de Pío IX tuvo que sacar chispas a los cascos de sus caballos para salvar el féretro, que los romanos de 1878 querían arrojar al Tíber.

—«Roma sin el papa es un cuerpo sin alma», decía monseñor Dupanloup. Roma, pues —concluyó el capellán—, ha recobrado definitivamente su alma.

El secretario lamentaba que la Sacra Penitenciaría no hubiera enriquecido la procesión con algunas indulgencias. Lamentaba también que, en la misa de la canonización, el papa de los pájaros no hubiera hecho abrir las jaulas en la basílica, como los papas de antaño.

—Y a ti, Vittorio, ¿te ha gustado nuestra misa?. —preguntó el cardenal.

El abate se puso colorado; le hacía el efecto de que se había dejado sorprender con Paola. Buscó la respuesta más tonta para salir de su turbación.

—Me han encantado las trompetas de plata. Nunca las había oído. —El cardenal se echó a reír.

—No quiero que un familiar del prefecto de Ritos diga tonterías —dijo—. Las trompetas de plata no existen.

—¿Como Santa Filomena, Eminencia?.

—Cuando los trompeteros de San Pedro adoptaron la marcha de Silveri, hace unos cincuenta años, los periodistas ingleses comprendieron y escribieron ese nombre a su manera. La Santa Sede juzgó halagador el quid pro quo de las silver trumpets y lo dejó correr. Como nadie ve a nuestras valientes trompetas de cobre que, reforzadas por cornetas de pistón, resuenan de lo alto de la loggia o de la cúpula, la leyenda durará mucho.

—¡Es tan hermosa, Eminencia! —dijo el capellán—. Déjenos las trompetas de plata, símbolo de la inocencia.

—Es una lástima que no se hagan oír en la plaza, durante la oración muda al Espíritu Santo —dijo el secretario.

—¿En la plaza?. Pero si estaban en ella, tan mudas como nuestras oraciones y tal vez más eficaces. ¡Jamás se nos retrasan nuestros trompetas de plata!. Siempre están ahí, con nosotros, hasta cuando no se hacen oír. Tocan el Tu es Petrus y hasta el Tu es sanctus.

Desplegó un diario de la buena prensa y mostró una fotografía de la primera plana: Pío XII, en su silla gestatoria, parecía señalar con su mano bendecidora un cartelón mantenido en alto en medio de la multitud: «Banco Pío X».