VI

El abate, en el recinto de honor, veía cómo avanzaba hacia el atrio de San Pedro la procesión que cruzaba el centro de la plaza. Sobre la silla gestatoria, el papa, con hábitos pontificales, cubierto con la mitra gloriosa, un cirio en la mano izquierda, bendecía con la derecha a la multitud que agitaba los pañuelos y lo aclamaba. Luego, había subido los siete peldaños rituales del estrado y se había sentado en su trono de baldaquino, entre los siete candelabros y los dos abanicos de plumas de avestruz. Detrás de él, en el centro del pórtico, se habían tendido colgaduras rojas, como la alfombra sobre la que caían las faldas de su vasta capa blanca bordada de oro. Tenía una actitud que quería decir, como el papa de Dante: «Sabed que estoy revestido con el gran manto».

Era, en verdad, el gran pontífice, el soberano pontífice, el hombre que mejor justificaba la etimología del nombre: era el «puente» entre Dios y los hombres. Sus mejillas chupadas y sus ojos hundidos revelaban que su restablecimiento no databa de mucho tiempo. Su mirada tenía algo de alucinada. Una capa de albayalde acentuaba su palidez: Sor Pascualina no era buena maquilladora.

Una cortina verde ocultaba todavía el inmenso retrato de Pío X, héroe de la fiesta. Para realzarlo, se le canonizaba solo; a los otros cinco se les había aplazado en una quincena. Se mantenían de pie junto al trono los cardenales diáconos, el prelado portamitra, el marqués portaguión, el príncipe asistente y los guardias nobles, desnudadas sus espadas. También estaba allí cerca el archiatra, el famoso oculista, quien, exhibiéndose por primera vez después del famoso escándalo, oponía a los calumniadores una frente serena y unas gruesas gafas.

Enfrente, cuarenta y cinco cardenales y cuatrocientos cincuenta obispos, arzobispos y patriarcas, todos con mitras y ornamentos blancos, representaban la jerarquía de la Iglesia universal; sus caudatarios se mantenían cerca de ellos, ya no detrás, pues ya no había colas que llevar. El abate no había visto nunca tantas mitras y, como la mayoría eran italianos, su altura le impresionaba, así como la longitud de las ínfulas. Al recordar los comentaios del capellán, tenía que decirse que los dos picos, símbolos de la caridad y la justicia, y las dos ínfulas, símbolos del espíritu y de la letra de la ley, demostraban en los prelados italianos una caridad, una justicia y un conocimiento de la ley en su espíritu y su letra infinitamente superiores a los de los prelados extranjeros. Los abades —algunos de ellos mitrados—, comisionados, definidores, priores, maestros y ministros generales, con los hábitos de sus respectivas órdenes, representaban a los religiosos. Los caballeros de Malta, con sus mantos rojos de cruces negras; los caballeros del Santo Sepulcro, con sus mantos blancos de cruces rojas; los camareros secretos de capa y espada, los guardias palatinos y los gendarmes con colbach añadían animación y color a la escena. Eran invitados de honor el presidente de la República Italiana, los miembros del Gobierno, el cuerpo diplomático, los patricios, la emperatriz Zita y varios príncipes alemanes e italianos. También tenían sus puestos las delegaciones extranjeras y había hasta una delegación francesa para honrar al papa de la paz, perturbador de la Iglesia de Francia.

Al lado de estos altos personajes, los pequeños protegidos del cardenal Canali, que se desgañitaban gritando Viva il papa!, ponían una nota de juventud. Otro contraste era el ofrecido por una sobrina de Pío X. Esta amable viejecita de mirada luminosa y dulce rostro resultaba más impresionante, con su modesto velo y en igual lugar de honor que la emperatriz de Austria. El abate había oído decir que, al día siguiente de la canonización de la pequeña Goretti, a la que había asistido la madre de la joven santa —la única madre que, con la de San Luis Gonzaga, había visto en vida a un hijo suyo elevado a los altares—, el papa había recibido a la anciana en audiencia especial, con los honores que se rendían a las soberanas. Aunque sólo fuera un rasgo tendiente a valorar la institución, el hecho no lo enaltecía menos. Estaban también presentes el abogado calvo y la monja de toca blanca que el nuevo santo había curado. Sus expresiones decididas tenían el valor de un testimonio tan irrefutable como el del archiatra, presidente de la comisión médica superior de los milagros. Estaba allí igualmente una delegación de obreros, que el papa había hecho poner junto a los patricios, por espíritu de apostolado. Los demás invitados cubrían el tejado de la columnata y las terrazas del Vaticano.

Al pie de la escalinata, más allá de un recinto de banderas y estandartes, se extendía un mar de cabezas que ondulaba bajo los últimos rayos del sol. Esta multitud, que no estaba compuesta únicamente de habitantes de Roma, sino también de peregrinos, representaba al universo católico.

En esto, uno tras otro, desprovistos de sus mitras, avanzaron los cardenales y los mandatarios de los obispos. Iban a realizar su acto de obediencia. El abate admiraba el arte que posee la Iglesia para imponer el respeto por medio del que prodiga a su jefe y sus ministros. El papa se inclinaba amablemente hacia estos ancianos que, según su dignidad, le besaban la cruz de la estola o la paloma de la muía. Esta ceremonia, que la luz del día hacía más anacrónica, recordaba la adoración a un faraón. Dos micrófonos, colocados junto a los abanicos, devolvían a 1954.

Cuando comenzó el rito de la canonización, el abate se sintió orgulloso al ver a su querido y venerado maestro avanzar hacia el trono. Este gran día de la Iglesia era también un gran día para la Sacra Congregación de Ritos. Era su trabajo lo que desemboca en esto; su prefecto era el procurador del nuevo santo. Esta era la razón de que todos sus familiares, a los que el abate, por discreción, no había querido incorporarse, figuraran en el cortejo. No lejos del estrado, el capellán, quien, a pesar de su edad, se empeñaba en conservar las funciones de caudatario de Su Excelencia, torturaba a su pañuelo entre las manos, secándose de cuando en cuando una lágrima. El abogado consistorial, con su toga de seda negra, con el birrete de armiño en la mano, se hizo el vocero del cardenal. Con un tono tal vez demasiado suplicante y moviendo mucho la cabeza, pidió al soberano pontífice, «con encarecimiento, con más encarecimiento, con el mayor encarecimiento posible», que colocara en el catálogo de los santos al bienaventurado Pío X. Por medio del secretario de los breves a los príncipes, el papa contestó que «pronunciaría complacido tal oráculo, convencido de que Dios lo tendría por valedero en el cielo». Como para quitar su sentido pagano a la palabra oráculo, el cardenal Canali, primer diácono, invitó a todos a arrodillarse y a pedir en silencio el descenso del Espíritu Santo.

El abate lamentaba tanto aparato teatral para una decisión tomada hacia tiempo. La inanidad de esta oración muda perjudicaba a la gravedad de la ceremonia. El cuadro profano de una plaza pública, aunque fuera la de San Pedro, acentuaba lo ridículo de la escena, como había subrayado el anacronismo de la obediencia. El abate comprendía que el cardenal distaba de aprobar la agorafilia de Pío XII. Al repetir para el papa de la paz la iniciativa tomada para la mártir de la pureza, el soberano pontífice parecía creer en las virtudes del aire libre. Tal vez imitaba a los comunistas y quería demostrarles que tampoco él temía descender a la plaza pública. Tal vez había querido copiar las apoteosis de la Roma antigua, en la que los emperadores difuntos eran «canonizados» en el Campo de Marte, cuando no habían sido arrastrados a las gemonías.

La expresión santurrona que el Santo Padre afectaba, con los codos en el faldistorio y la mirada patética fija en el cielo, no lograba disfrazar las cosas. Sin embargo, su emoción parecía sincera y no cabía imaginarse que estuviera pensando en este momento en su propia canonización, a pesar de lo que había dicho un día el cardenal Belloro. Cuando la voz imperiosa del cardenal Canali gritó: «¡Levantaos!», no se supo si era el rito o si había decidido acabar. El Santo Padre se levantó en seguida con toda la concurrencia y entonó triunfalmente el Veni Creator. Luego, la mitra gloriosa, que había sido reemplazada por la mitra de orifrés, fue puesta de nuevo sobre su cabeza. Se le colocaron delante los micrófonos. En las ventanas de la basílica, los trabucos, reforzados por pantallas, difundieron sus palabras. No las hicieron más armoniosas que cuando bendecía desde su ventana, pero no por ello dejaron de ser solemnes: «En honor de la Santísima Trinidad indivisible, para la exaltación de la fe católica y crecimiento de la religión cristiana, por la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los apóstoles Pedro y Pablo y Nuestra, después de madura deliberación, habiendo implorado con frecuencia el socorro divino y el consejo de nuestros venerables hermanos, los cardenales de la Santa Iglesia Romana, los patriarcas, arzobispos y obispos, decretamos y definimos santo e inscribimos en el catálogo de los santos al bienaventurado Pío X, cuya fiesta será celebrada por la Iglesia universal el 20 de agosto».

Si había alguien al tanto de que el consejo de uno de los venerables hermanos cardenales había pesado muy poco, este alguien era el abate Mas. Sonreía interiormente ante la ironía de que fuera organizador de esta canonización quien había sido su adversario. Pero ¿no era acaso el cardenal un ejemplo de la disciplina simbolizada por el acto de obediencia, disciplina que era la fuerza de la Iglesia como era la de los ejércitos?. Por eso también habían venido en gran número, como lo había prometido el embajador de Francia, los cardenales y obispos franceses. Entre ellos estaba el obispo de Versalles, que debía cenar aquella noche con el cardenal Belloro. El abate no lo había vuelto a ver todavía y trataba vanamente de distinguirlo entre los prelados de mitras pequeñas. Experimentaba cierta emoción al pensar que el autor de su fortuna —una fortuna de la que tal vez no hacía buen uso—, estaba aquí.

Fue descubierto el retrato de Pío X y las aclamaciones resonaron. Como recordaba las combinazioni que habían hecho posible este acontecimiento, el abate lo juzgaba con cierta frialdad. Le parecía que había caído otro velo para él y que veía de pronto del revés todo este escenario. Entre los que ocupaban los lugares de honor, aunque estuvieran cubiertos con una mitra, alta o pequeña, ¿quién se dejaba engañar por todo esto?. ¿Quién creía verdaderamente que el Espíritu Santo acababa de descender?. Por grandioso que fuera, el título de vicario de Cristo parecía una supervivencia, como muchos de los que aquí brillaban. La emperatriz de Austria, el duque de Wurtemberg, el príncipe de Hohenzollern y la princesa de Borbón-Sicilia, invitados del papa, hubieran podido ser comensales de la cena de Cándido en Venecia. Entre los cientos de obispos y arzobispos, estaban, no solamente el arzobispo de Burdeos y el obispo de Versalles, sino el arzobispo de Pedacto y el obispo de Cufruta. En esta multitud, no había únicamente peregrinos de Pío X, sino personas venidas por pura curiosidad o con fines sospechosos. El capellán había dicho al abate que, en la canonización de Nicolás de Flüe, cientos de suizos, llegados para celebrar a su santo nacional, habían sido despojados de sus carteras, y el criado cínico, que en la de la mártir de la pureza se habrían cometido más de cien mil actos impuros entre los espectadores.

El abate escuchaba ahora la homilía, en la que el papa hacía el elogio de Pío X. También aquí, y entre los más íntimos. ¿Quién se dejaba engañar por las palabras?. ¿Aprobaba el embajador de Francia el elogio del papa de la paz?. ¿No lamentaba la última emperatriz de Austria que ese papa no hubiese dado mejores consejos al penúltimo emperador austríaco?. El enviado especial de una agencia soviética, cuya presencia —cosa totalmente nueva en una ceremonia pontificia—, había sido anunciada, tenía que reírse interiormente, pues Pío X había participado un poco en el hundimiento del zarismo. Pero cabía que la emperatriz de Austria se dijera que la suerte de Austria hubiera sido diferente, si Pío X hubiese tenido tiempo para canonizar a la archiduquesa Magdalena. Los ministros italianos y los diputados extranjeros, que oían alabar la comunión de los niños entre los grandes remedios que este santo había ofrecido para el mundo moderno, ¿no se decían acaso que el mundo moderno reclamaba, ay, remedios muy distintos?.

Y, sin embargo, el abate sentía de nuevo un impulso de veneración y amor hacia quien empleaba ese lenguaje. Saludaba en él a una religión que prometía a los hombres la panacea, pues les prometía la vida eterna. Estaba emocionado por el candor que hacía exhibir a plena luz un triunfo discutible. Pero ¿no era esto una manera de mostrar más claramente a la Iglesia militante la felicidad de los elegidos?. Pío XII quedaba justificado, lo mismo que Pío X, por este inmenso concurso, que parecía reclamar santos inútiles. La fe del carbonero reclama por lo menos un poco de carbón.