III

El nuevo subdiacono tuvo la decepción de no ver al Santo Padre celebrar la misa de Pascua, pero, durante la semana pascual, fue más de una vez a recibir la bendición papal en la Plaza de San Pedro.

Desde el último piso de su palacio, Pío XII bendecía a la multitud a mediodía y a las seis. Como su salud no le permitía reanudar las audiencias, consolaba así a los peregrinos que habían ido a verlo aprovechando las vacaciones. Era fantástica la aparición de esta delgada figura blanca en la alta ventana. Se veía en primer lugar el solideo blanco al nivel del barandado; luego se mostraban los hombros y, finalmente, el busto hasta la cintura. No era que hubieran tirado de un hilo: El Santo Padre había subido a un escabel. Abría y cerraba los brazos e inclinaba la cabeza a derecha e izquierda. Se gritaba: «¡Viva el papa!», se agitaban pañuelos y sombreros, se miraba con gemelos; los fotógrafos trabajaban con entusiasmo. Al cabo de unos instantes, el papa hacía un leve ademán de retirarse y, bruscamente, aparecía un micrófono delante de su boca. La voz más augusta del mundo no se embellecía en el aparato; con un ruido de chatarra, descendía rechinante y gangosa para dar la bendición apostólica. Se aplaudía y se gritaba de nuevo: «¡Viva el papa!». El papa volvía a mover los brazos y a inclinar la cabeza, decía otra vez junto al micrófono unas palabras ininteligibles, se achicaba progresivamente y desaparecía. Los espíritus austeros criticaban el hecho de que pareciera, al abrirse la ventana, que respondía al llamamiento de las bocinas. En efecto, los automovilistas norteamericanos que estaban a la espera de la aparición armaban un alboroto y daban la impresión de que la provocaban.

Una noche, después de la cena, en la suavidad nocturna de la primavera romana, los tres huéspedes del cardenal Belloro dieron un paseo hasta San Pedro. Como todo el mundo, estaban contentos de que el jefe de la Iglesia estuviera mejorando. También a esta hora avanzada había allí gente, con los ojos fijos en la ventana de largueros iluminados por tubos de neón, lo que también escandalizaba a los espíritus austeros.

—Su Santidad trabaja —dijo el secretario.

—Reza —dijo el capellán.

—Tal vez trabaja en una oración —apuntó el abate.

En esto, a la luz de un farol, se les apareció un eclesiástico que tomaba el fresco recitando el rosario. Era monseñor Pimprenelle, canónigo del reverendísimo capítulo de la basílica vaticana. En su rostro de rasgos regulares se dibujó una sonrisa llena de unción. El capellán lo felicitó por su nombramiento de asesor de la Congregación Consistorial.

—Un honor muy vano, que es para mí una mortificación más —contestó el canónigo.

Este tono melancólico era ya divertido para el abate.

—Los honores de la Iglesia —declaró el secretario—, son siempre recompensa de la humildad.

El canónigo tocó en un ojal de su sotana la roseta de la Legión de honor, como para comprobar que no la había perdido. El abate pudo comprobar por su parte que era una roseta muy grande.

—Mi deseo íntimo era ser camaldulense, cara a cara con Dios en una alta soledad —declaró el historiador de Santa Petronila.

—No se queje, monseñor —dijo el capellán—; vive usted a la luz del Santo Padre y hemos venido esta noche a compartir esa felicidad con usted.

—Cuando recito mi rosario en la plaza, me parece pe lo recito con él, Dios lo bendiga. Desciende de su ventana, tan hermosamente iluminada, una escala de Jacob.

—¿Ha coronado el reverendísimo capítulo a alguna nueva Madonna?. —preguntó el capellán.

—¡No me hable de eso!. Todas las iglesias de Italia quieren que coronemos a sus Vírgenes y ya no sabemos a quién escuchar.

El secretario dijo al abate, mezza voce, que uno de los privilegios del capítulo de San Pedro era coronar a las Madonnas.

—No es un privilegio sin interés —dijo el canónigo—; los derechos de cada coronación nos permiten poner un poco de manteca en nuestro pan. El Santo Padre no ata a sus canónigos con longanizas; Sor Pascualina y él son parcos con los dineros de la Iglesia.

—Su Eminencia el cardenal Grente acaba de recibir el palio —dijo el capellán—. Eso ha tenido que ser una gran alegría para Francia.

—Una alegría bien merecida —dijo el canónigo—. El palio del más ilustre de nuestros académicos acabará de ahogar las odiosas calumnias que antaño se lanzaron contra él. ¿No se atrevieron los masones a decir que uno de los inmuebles de su mensa episcopal era una casa de mala nota?. Pero ¿no se atreven a decir aquí lo mismo de uno de nuestros piadosos establecimientos en Roma?. Hay que avergonzarse de que haya franceses, hijos de Santa Petronila, que puedan dedicarse a bromas tan abominables.

El abate estaba impaciente por tenderle un lazo.

—Es para mí muy grato decirle, monseñor, que he sido ordenado subdiácono el sábado último en San Juan de Letrán.

La frente del canónigo se frunció.

—Lo felicito, joven, pero ¿cuándo acabará de proceder a las ordenaciones en una iglesia que puede considerarse desafectada?. ¡Hay otras iglesias en Roma, por Santa Juana de Francia!. Y ordenan en ellas tan bien como en ésa, si no mejor.

—¿Cómo, monseñor?. —exclamó el capellán—. ¡San Juan es, al fin y al cabo, la catedral de Roma!.

—No le dé ese título, que ya no corresponde a nada. Todo el mundo cree que la catedral de Roma es San Pedro y es hora de que todo el mundo tenga razón. Vox populi, vox Dei.

—Lo que propone es una revolución, monseñor.

—¡Vivir para ver!. Si no hubiera la bendición de las palomas mensajeras, más conocida que la de los clavos de especia, los romanos no sabrían que Letrán existe todavía. Todos los días me veo con franceses, lectores, sin embargo, de La Croix, que vienen a Roma y a los que tengo que enseñar el nombre de San Juan de Letrán. No habían oído hablar de esa iglesia.

El abate se dijo que, si los lectores de La Croix no habían oído hablar de San Juan de Letrán, el corresponsal romano de ese diario tenía algo que ver en el asunto.

—Sin embargo, monseñor —dijo con perfidia—, tengo entendido que Francia tiene en Letrán un canónigo de los más activos.

Monseñor Pimprenelle tuvo una risa sardónica.

—He ahí un canónigo al que más valdría quedarse quieto. Prefiero no calificar sus cursos de arte sagrado; en cuanto a sus investigaciones arqueológicas en las grutas de Letrán, mejor es pasarlas por alto. Y su abadía de Clairac es un escándalo o, mejor dicho, una farsa. Hay que estar enamorado de la mitra para ir a buscar una en un poblacho de herejes calvinistas, en recuerdo de una abadía difunta. Nuestro amigo de Letrán no es, desde luego, un segundo San Ambrosio que huyó para que no lo mitraran, ni un segundo San Gregorio el Grande, que se escondió en el bosque por la misma razón, ni un segundo San Claudio, que sólo pudo ser mitrado a viva fuerza. Ese santo obispo de Besangon debió haber inspirado más modestia al postulador de los mártires de la ciudad.

—Sin embargo, en recuerdo de esa abadía, ese postu-lador ha hecho designar canónigos honorarios a nuestros presidentes de la República.

Monseñor Pimprenelle echó la cabeza hacia atrás en una explosión de risa, homérica esta vez; su rosario saltaba sobre su vientre, donde estaba sostenido por las manos cruzadas.

—Espero —dijo—, que nuestros presidentes no se vanaglorien demasiado de ese honor, pues nuestros compatriotas tienen el sentido del ridículo. Los reyes de Francia eran considerados canónigos honorarios de Letrán y de otros sitios porque se suponía que la unción de la consagración los hacía subdiáconos. Por eso cantaban la epístola con dalmática cuando venían a Roma, pero yo no me imagino a los señores Auriol y Coty cantando la epístola con dalmática en San Juan de Letrán, como no me imagino sobre sus frentes las huellas de la Santa Ampolla. Nuestro amigo de Letrán se ha burlado, pues, de ellos y de Francia de un modo un tanto violento y hubiera debido recibir por la hazaña unos azotes en lugar de la Legión de Honor.

—Por lo menos —observó el abate—, eso ha valido al Letrán dos magníficos jarrones de Sévres.

—El subprefecto de Marmande, administrador de.

Clairac, no se ha consolado todavía de que se los hayan quitado a su chimenea.

—Sin embargo, llevan la inscripción «madre y cabeza…».

—Eso tal vez los destina a que vengan un día a San Pedro. Pero apostaría que nuestro amigo de Letrán lamenta hoy no haber dejado en paz a nuestros presidentes de la República. Hay que desconocer totalmente a Roma para mostrar en ella celo religioso en favor de Francia: se provoca así inmediatamente un celo dos veces mayor en los españoles. Cuando vieron, gracias a la intempestiva agitación de nuestro amigo de Letrán, que el jefe del Estado francés se dejaba poner un título reservado para los reyes de Francia, reivindicaron para el jefe del Estado español el título reservado para los reyes de España. La estatua de Felipe IV está bajo el pórtico de Santa María la Mayor, como la de Enrique IV está bajo el pórtico del Letrán. Pero, mientras el sucesor de Enrique IV se limitaba a enviar al Letrán dos jarrones de Sévres, el de Felipe IV ha hecho a Santa María la Mayor, sin ruido alguno, una donación verdaderamente regia que ha duplicado de golpe las rentas de los canónigos. Meten gallina en el puchero, como lo quería Enrique IV, y beben vino no aguado a la salud del rey de España, mientras que los canónigos de Letrán contemplan melancólicamente los jarrones de Sévres. Es una lástima que no tengamos más franceses en su capítulo; la actividad de nuestro amigo de Letrán hubiera por lo menos beneficiado a un compatriota.

—Ha estado mejor inspirado al restaurar la fiesta de Santa Lucía.

—Otra payasada. El «París bien vale una misa» no valía tantas misas. ¿Qué digo?. A la payasada hay que agregar un error histórico. Él día de Santa Lucía, que no es la fecha de la conversión de Enrique IV, quiere ser el de su nacimiento. Ahora bien, como se sabe desde hace tiempo que nació el 14 de diciembre y no el 13, tendríamos que dejar, el 13, que Santa Lucía se dedicara a devolver la vista a los ciegos, que es su especialidad, y honrar el 14 a San Espiridión o San Pompeyo.

—Yo me inclino por San Pompeyo, pues sus reliquias están precisamente en San Juan de Letrán —dijo el capellán.

—El brazo de San Espiridión… —comenzó el secretario.

El canónigo lo interrumpió:

—Pero ¿para qué remontarse al bearnés, si se tiene el prurito de celebrar, en los desiertos altares del Letrán, esa misa conmemorativa?. Napoleón III restauró la fundación de Enrique IV con rentas que el reverendísimo capítulo se apresuró a aceptar y fijó esa misa para el 20 de abril, fecha de su propio nacimiento; el día de Santa Lucía se convirtió en el de San Sulpicio, en nombre del martirologio. Nuestro amigo debió, pues, si hubiera sabido de historia algo más que de arte sagrado, pedir sucesivamente a los señores Auriol y Coty las fechas de sus nacimientos y tomarlas para la fiesta, a la espera de sus rentas.

—Si la fiesta de Santa Lucía no significa nada, la de Santa Petronila significa algo. No se olvide de venir a ella, joven, el 31 de mayo. Soy yo quien celebra. ¡Una hermosa fiesta!. Hago que se rindan a nuestro embajador los honores litúrgicos. Y habrá algo más este año: he conseguido, no saben a costa de qué esfuerzos, que Francia encienda y mantenga encendida la lámpara votiva de la nación francesa en el altar de Santa Petronila. También la lámpara votiva de la nación francesa significa algo, joven; es algo muy distinto de unos jarrones de Sévres. El reverendísimo capítulo pedía cincuenta liras diarias por el mantenimiento, pero, gracias a mis gestiones, ha acabado por rebajarlo a veinte liras. Para agradecérselo, el señor d’Ormesson distribuirá el día de la fiesta unas cuantas Legiones de Honor en la sacristía.

—He leído con admiración, monseñor, el librito que ha publicado sobre Santa Petronila —dijo el abate, incurriendo en una mentira piadosa.

—¡Una nonada!. Necesariamente, no es mucho el material que hay sobre la hija del príncipe de los apóstoles, pero preparo una historia monumental de Santa Juana de Francia, a la que tengo el honor de haber hecho canonizar. Me la han pedido para un premio de la Academia francesa; es una idea del cardenal Grente. Bien, mis saludos, señores. Mis respetos a Su Eminencia.

Se alejó, con el rosario desplegado, en un murmullo de avemarias.

—Es un santo —dijo el capellán.

Levantaron la vista hacia la ventana iluminada.

—El papa sigue trabajando —dijo el secretario.

—Sigue rezando —dijo el capellán.

—¡Qué trabajador incansable! —continuó el secretario—. Está en el décimoquinto tomo de sus discursos, alocuciones, mensajes y encíclicas. Es un genio universal, un Pico de la Mirandola. En un año ha hablado, sobre los respectivos congresos, ante oculistas, urólogos, cirujanos, comadronas, astrónomos, psiquiatras, periodistas, viajantes de comercio, industriales sederos, industriales siderúrgicos, cultivadores de tabaco, viticultores, orfebres, ceramistas, confiteros veterinarios, policías…

—Sin duda, al frente de los primeros estaría el oculista archiatra y al frente de los últimos el cardenal Canali —dijo el abate.

—El cardenal Tisserant hubiera podido estar al frente de los veterinarios —dijo el capellán—, y el cardenal Fumasoni-Biondi al frente de los confiteros. Este último, en recuerdo de una de las más hábiles estafas que se hayan realizado en Roma después de la entrada de los aliados. Un petardista, con la complicidad de un bedel de la Congregación de Propaganda Fide, se disfrazó de cardenal y, durante la ausencia del prefecto, recibió en lugar de él a los confiteros romanos a la busca de azúcar. Les dio su bendición, les hizo besar su anillo y consiguió que entregaran unos millones, a cambio de la promesa de unos vagones de azúcar norteamericana depositados en el Vaticano. Jamás hubo azúcar más amarga para estos confiteros.

—Sin contar que les habían robado cien días de indulgencias, pues habían besado un falso anillo cardenalicio —dijo el secretario.

—Lo que me extraña —repuso el capellán—, es no ver luz en las ventanitas del entresuelo, debajo del piso del Santo Padre. Es ahí (supongo que usted lo sabe, Don Vittorio) donde se esconden los jesuitas que dirigen todos los movimientos de Su Santidad. Es ahí donde preparan todos esos discursos, alocuciones, mensajes y encíclicas que llenan al mundo de estupor. Aunque no se vea luz, estoy seguro de que se está trabajando ahí. Es un sitio donde se trabaja día y noche. ¡Qué grandes trabajadores son también los jesuitas!. En cuatro siglos, han publicado veinte mil volúmenes. Hago rabiar a Su Eminencia a cuenta de ellos, del mismo modo que Su Eminencia me hace rabiar a cuenta de los esculapios. Pero reconozco que los jesuitas son gente de pro. Tiene usted suerte, Don Vittorio, siendo discípulo de esa gente. Irá usted muy lejps.

—Si quiere un consejo mío, no riña nunca con ellos —dijo el secretario.

—Pero ¿no cometen acaso un error al alejarse de la juventud?. —preguntó el abate—. ¿Por qué están cerrando algunos de sus colegios?.

—Los jesuitas no se alejarán nunca mucho de la juventud —dijo el capellán—. Cierran colegios, pero nuestros principales seminarios están en sus manos. Tienen dieciséis universidades en los Estados Unidos y no sé cuántas en la América del Sur. Tenían algunas en Asia. Dirigen más de mil revistas impresas en todos los idiomas. El Apostolado de la Oración, que dirigen también, tiene cuarenta millones de lectores. Su riqueza es fabulosa. Puede juzgarla por la de sus iglesias.

—Estoy convencido de que reconquistarán a Rusia —dijo el secretario.

El abate preguntó riéndose si sería con la oración de Santa Teresa del Niño Jesús.

—¿No ha oído, pues, hablar del Russicum, su colegio ruso próximo a Santa María la Mayor?. Hacen ahí un trabajo de zapa con los jesuitas ucranios, polacos y bálticos. Un día vi salir de ahí a un ganapán, con las alforjas al hombro: era el padre Urussof, que partía con destino a Rusia.

—Se acuerdan de su historia —dijo el capellán—. Cuando su orden fue suprimida en todos los reinos, sólo la gran Catalina los aceptó. Durante la primera posguerra, al ver que la ortodoxia quedaba allí decapitada, trataron de recoger su sucesión. Fue la obra de su compatriota monseñor d’Herbigny, Don Vittorio. Tenía a su cargo en el Vaticano la comisión de estudios sobre Rusia, creada por Pío XI y entonces muy activa, aunque ahora parezca dormida. Pidió al Soviet, como simple monseñor, la autorización para ir allí y la obtuvo. Antes de su partida, se le ordenó secretamente obispo, de manera que pudo consagrar a toda máquina obispos rusos y provocó un vasto movimiento católico. El Kremlin se conmovió hasta en sus cimientos.

—Monseñor d’Herbigny fue expulsado —manifestó el secretario—, y, por toda recompensa, se le privó de su título de obispo de Ilion. ¡Un hermoso título!. Obispo de Troya, en fin de cuentas. Murió en completa desgracia.

—Son cosas que pasan en el Vaticano… Verdad es que se le reprochaba haber causado la muerte de todos los obispos rusos que había consagrado y de todos los sacerdotes ordenados por estos obispos. Pero Sanguis martyrum, semen christianorum.

—La obra de ese apóstol ha sido continuada durante la guerra última por los sacerdotes que siguieron en Rusia a los ejércitos alemanes. ¡Y cuando se piensa que los soviéticos y sus secuaces han tenido la desfachatez de echar eso en cara a la Santa Sede!.

—Se es a veces muy injusto con nosotros —dijo el capellán—. ¿Es que el cristianismo no tiene derecho a aprovechar cualquier ocasión para avanzar?. Su tarea sublime es hacer que la verdad progrese. También se nos ha reprochado, con la misma mala fe, que distribuimos a nuestros sacerdotes por Croacia, cuando fue fundado ese reino efímero. Por lo visto, se esperaba que propagáramos allí la religión ortodoxa. Cuando Pío XII recibió durante la guerra a una delegación de obispos ortodoxos rumanos, ¿qué les dijo?. Que esperaba que Rumania fuera antes de mucho católica. Ha recibido este verano al príncipe heredero del Japón y pronto recibirá n su primer ministro. ¿Qué ha dicho o qué dirá el comunicado del Vaticano?. Que el Japón rinde homenaje a una religión cuya superioridad reconoce. La gente se olvida de que Cristo dio el globo a sus vicarios y de que, de una u otra manera, éstos tienen que recordarlo.

Acababa de desembocar en la plaza un automóvil norteamericano. Aparecieron en las portezuelas unos rostros alegres y se oyeron unos golpes de klaxon, dirigidos a la ventana papal. Acudieron unos carabineros para imponer silencio. Los norteamericanos suponían sin duda que el Santo Padre atendería al klaxon inmediatamente.

—¡Debió usted haber visto la misa de Navidad que el Santo Padre celebró para ellos el año de la liberación! —exclamó el capellán—. No creo que la repita jamás. Durante la guerra se había impuesto el deber de celebrar esta misa para el cuerpo diplomático en una de sus capillas privadas. El estado mayor norteamericano pidió el mismo favor para sus tropas destacadas en San Pedro. Fue un espectáculo inaudito. Imagínese la basílica completamente llena de soldados medio borrachos que voceaban canciones a grito pelado, llevaban a mujeres sobre los hombros, habían roto todas las barreras y sacaban películas de Su Santidad, bajo sus mismas narices, en la mesa del altar. El Santo Padre pudo venir en su silla gestatoria, pero le fue imposible el retorno. Tuvo que esperar a que la iglesia fuera evacuada manu militari.

—Las saturnales reemplazaron a la Navidad —observó el abate.

—El Santo Padre ha sabido comprender ese exceso de entusiasmo, pues es el padre de todos los hombres —dijo el capellán—. A este respecto, no he comprendido jamás la conmoción que causó en el mundo el hecho de que bendijera a cincuenta soldados alemanes de uniforme, al comienzo de las hostilidades. Hubiera bendecido del mismo modo a cincuenta soldados franceses, si hubiesen estado allí. Es como cuando bendice desde su ventana; ya no grita, como se hacía en la Iglesia primitiva: «¡Que los catecúmenos, los perros, los envenenadores, los impúdicos, los homicidas, los adoradores de los ídolos y los mentirosos se retiren!».

—Ya no quedaría nadie —dijo el abate—. Pero ¿no se ha reprochado al Santo Padre que no condenara los exterminios de los campos nazis?.

—No quería correr el riesgo de que se persiguiera todavía más a los católicos alemanes, pero, apenas terminada la guerra, ha estigmatizado en consistorio al diabólico nacionalsocialismo, que ha hecho morir…

—A diez millones de hombres —dijo el abate.

—No, «a dos mil sacerdotes polacos y a cuatrocientos sacerdotes alemanes».

—La estadística es graciosa —observó el abate.

—Es precisa. Las estadísticas del Santo Padre son siempre precisas, como son sus informaciones. Publica cifras que, según le consta, son inatacables; espera, para juzgar un acontecimiento, a conocer todos los datos. Durante la primera guerra mundial se atosigaba a Benedicto XV, Dios lo tenga en la gloria, para hacerle condenar el torpedeamiento del Lusitania. Contestó que estaba tanto más triste de lo sucedido cuanto que había perecido el capellán católico del barco, pero que no tenía medios para verificar las circunstancias. ¿Cómo quiere que el papa verifique un torpedeamiento?.

—Lo que admito —dijo el secretario—, es esa grandiosa continuidad del lenguaje de los soberanos pontífices, esa lección moral que prodigan a los hombres con incansable paciencia. «La causa de la guerra —decía Benedicto XV en su encíclica de noviembre de 1914—, es el olvido de los mandamientos de Dios». «La causa de todos los males (ha dicho Su Santidad Pío XII en su encíclica de noviembre de 1939) es el desconocimiento de la Divina Majestad». ¿No tienen razón el uno y el otro?.

—Pío XII sabe asumir sus responsabilidades —dijo el capellán—: acaba de condenar la bomba atómica en su mensaje de Pascua.

—Ya era hora —observó el secretario—. Ahora que los norteamericanos no son los únicos en tenerla…

—Otra buena noticia para la paz —dijo el capellán—: Alemania Occidental acaba de crear el ejército azul de María, que se consagrará por entero en setiembre a su Inmaculado Corazón. El cristianismo es el furriel mayor de la paz, como el marqués Sacchetti es el furriel mayor del Santo Padre. Sin el cristianismo, sin sus guerras victoriosas que han hecho reinar la paz de Cristo, los hombres se hubieran exterminado entre sí por completo hace tiempo. Sin los papas, Roma sería desde hace tiempo nada más que cenizas.

El abate mostró la inscripción que había a la entrada de la plaza: «Pío XII, salvador de la ciudad».

—Ha salvado a Roma en mayor medida de lo que podría usted creerlo, Don Vittorio —dijo el capellán—. Por de pronto, la salvó del hambre; fueron los camiones de la Santa Sede los que, antes de la entrada de los aliados, iban al campo en busca de alimentos para la población. Príncipes y plebeyos hacían cola para las sopas del papa. Luego, ha salvado a Roma de los bombardeos con sus protestas y su presencia.

—¿No cayeron, sin embargo, algunas bombas aisladas?. —preguntó el abate.

—San Lorenzo fue destruido, pero ya lo han reconstruido. El Santo Padre visitó las ruinas, todavía humeantes, sostuvo en sus brazos a los heridos y se volvió con su sotana blanca manchada de sangre. Es eso lo que le conquistó para siempre el afecto del pueblo romano.

—¿No le han reprochado que no protestara contra los bombardeos de Londres, Varsovia y otros sitios?. —preguntó el abate.

—Siempre hay quienes reprochan al papa lo que hace y lo que no hace —contestó el capellán—. Más valdría examinar lo que puede hacer. Los regatones quieren igualmente rebajar el mérito de la obra pontificia de ayuda, con el pretexto de que no cuesta nada al papa hacer la caridad. Si se le encarga a la Santa Sede la distribución de miles de millones, es que se le tiene confianza. Tenga la seguridad de que es muy poco lo que retiene para sí.

—Son esas mismas personas —observó el secretario—, las que reprochan a la Santa Sede que distribuya miles de millones que no le pertenecen y a los jesuitas de Roma que den a los pobres los jueves sólo diez liras por cabeza, pero diez liras que son propias.

En la ventana acababan de apagarse los tubos de neón.

—El Santo Padre va a dormir —dijo el secretario.

—Dormid, Santísimo Padre —dijo el capellán—. Nosotros vamos a hacer otro tanto, después de un día menos activo que el vuestro. El mundo cristiano os admira, os venera y os saluda.

Los tres eclesiásticos levantaron sus sombreros de castor en dirección a la ventana.