Paola, que tenía tres escapularios, reprochó al abate que no tuviera ninguno. Quiso saber cuál era el preferido de su seminarista. Éste contestó «el rojo», al azar: era precisamente un escapulario francés, el de la Pasión, propiedad de los lazaritas. Paola se ofreció para inscribirlo, para traerle uno. Toma y daca: la joven le reclamó un agnusdéi para la menor de las dos hermanas en cuya casa se veían y que carecía de él.
—He agotado mi crédito con mi tío —decía—. Si sabe que es para mí, no querrá pedir otro más a Su Eminencia.
Pero el abate esperaba precisamente ampararse de nuevo en el capellán, como lo había hecho para él mismo. Y aun así, su artificio no había resultado bien: no había olvidado la voz con que el cardenal le preguntó si tenía realmente necesidad de un agnusdéi. «Es para dar gusto al capellán, había contestado». «Si es así te lo daré». No se atrevía a pedir directamente un segundo.
Dijo al capellán que un seminarista de la gregoriana no tenía más afán que poseer un agnusdéi y no conocía a ningún cardenal.
—Su Eminencia no le niega nada —dijo el buen hombre—; le es, pues, muy fácil contentar a su compañero.
—Usted es capellán. Es asunto de su incumbencia, como las indulgencias del rosario.
—Mi sobrina, por sí sola, me ha hecho ya sonsacar tres agnusdéi…
—¿Para quiénes, pues?. —preguntó el abate, inquieto.
—Uno para ella, otro para su madre y el tercero para una de sus amigas del Aquila, una bonísima chica a la que conozco y que es secretaria de un abogado. Lamento, hijo mío, pero no volveré a cumplir sus encargos. Ya he arrancado demasiados agnusdéi a Su Excelencia. Acabará creyendo que los vendo. Si quiere molestarse por su compañero, vaya a la capellanía apostólica. Monseñor el capellán secreto, arzobispo titular de Adana, tendrá sus bolsillos llenos de agnusdéi, con toda seguridad.
El abate sonrió al advertir el nuevo circuito, esencialmente romano, que iba a recorrer: para dar gusto a su querida, que quería dárselo a su alcahueta, iría hasta el capellán secreto del papa, arzobispo de Adana.
Disfrutaba en estos momentos de cierta libertad. Los aguaceros primaverales hacian más raros los paseos del cardenal por el jardín de los pasionistas y su secretario adjunto quedaba frecuentemente franco. Cuando no tenía cita con Paola, el joven se entretenía en hacer largas visitas a las iglesias. Le parecía que se excusaba así de las visitas rápidas que les hacía otras veces para confesarse, todavía con el calor de los besos y de las caricias. La ocasión hubiera sido pintiparada para ganar y contabilizar indulgencias, pero un resto de galicanismo le impedía pensar en ello. Recitaba su breviario y luego iba de descubierta, de capilla en capilla.
Este día, al ir a la capellanía apostólica, dio un rodeo para volver a San Luis de los Franceses. Aunque se sentía ahora más romano que francés y no se relacionaba con sus compatriotas de Roma, experimentó cierto orgullo al entrar en esta hermosa iglesia de la nación francesa. Hacía juego muy dignamente con la Trinidad de los Montes, fundada por Carlos VIII sobre el Pincio. Aquí, la fachada estaba adornada por la salamandra de Francisco I. En el interior se representaba de modo diverso la continuidad de la historia de Francia: un fresco del bautismo de Clodoveo, un cuadro sobre la vida de San Luis, una estatua de Juana de Arco, el monumento de Claudio de Lorena, una inscripción concediendo treinta días de indulgencia a quien rezara por el rey, otra señalando la sepultura del cardenal d’Ossat, otra más señalando las entrañas del cardenal de Bernis, otra más en la que Chateaubriand conmemoraba a dos nobles víctimas de la revolución francesa, otra más en la que Pío XI conmemoraba a los soldados franceses caídos en 1849 a su servicio e instituía para ellos una misa perpetua y, finalmente, una que conmemoraba a los soldados franceses o indígenas caídos en 1944 en la guerra de Italia. Los Caravaggio desaparecían en la penumbra de su capilla; sólo las piernas de los personajes hacían una mancha de luz, como las de los chicos sobre el murete de la calle de la Rotonda. ¿Dónde estaban las reliquias de Santa Cordula, la oncemilésima virgen?. Pero ¿qué se ficieron las damas, sus tocados, sus vestidos, sus olores?.
El abate se interesó más por saber si la misa cotidiana fundada para los franceses caídos en 1849 se celebraba todavía. Fue a la sacristía y se sintió un poco confuso al tropezar allí con monseñor el rector, desnudo, a quien el sacristán, ligero de ropa, probaba una casulla de forma insólita, digna de las catacumbas. El joven iba a retirarse por discreción, pero este personaje, que había ido en varias ocasiones al palacio Belloro, lo reconoció e interpeló amablemente:
—¿Viene usted a espiarnos de parte de los Ritos?.
—Cae usted bien: estoy probándome una casulla gótica para el día de San José. Nosotros, los sacerdotes franceses de Roma, tenemos cierta debilidad por las casullas góticas. Son tan bonitas que es una lástima reservarlas para las catacumbas y la Congregación de los Ritos me perdonará sin duda que las utilicemos a plena luz para las grandes fiestas.
El abate había oído hablar de esta cuestión de las casullas góticas en relación con los eclesiásticos franceses de Roma y sabía del interés de sus compatriotas sobre este asunto. El cardenal le había dicho que los benedictinos franceses de San Jerónimo, una magnífica abadía fundada por Pío XI para la revisión de la Vul-gata, se ponían igualmente casullas góticas, a pesar de prohibiciones de la Congregación de los Ritos y de la vicaría. «No hay nada que hacer con los sacerdotes o los frailes franceses —decía Su Eminencia—. Han decidido que las casullas góticas se ajusten a su piedad gótica y no hay modo de hacerlos salir de ahí. Es su manera de mostrar ese espíritu de independencia que constituye el honor del clero francés. Probablemente, el día que adoptemos en Roma las casullas góticas, tendremos-finalmente la satisfacción de verlos adoptar las casullas romanas».
—¡Mire qué preciosa es esta casulla gótica! —dijo el rector extendiendo los brazos—. ¡Ah, Dios mío!. ¡Cómo me gustan las casullas góticas!.
El abate alabó la casulla gótica y expresó el objeto de su inocente curiosidad. El rector mostró una amplia sonrisa.
—Claro que sí, hijo. Celebramos todos los años la misa de Pío IX por los franceses de 1849, a pesar de que su fundación no supone ya más que fina fruslería. Pero damos así una lección a los sacerdotes romanos, que no hacen el mismo esfuerzo en los casos semejantes. Una de las cosas que nos amargan aquí a los sacerdotes franceses es ver cómo quedan olvidadas tantas misas a perpetuidad fundadas en todas las iglesias. ¿No es triste que las almas del purgatorio sean víctimas de la devaluación?. Los rectores entregan a la vicaría las poquísimas liras de esas misas; la vicaría forma un montoncito y, cuando la suma es suficiente, la ofrece a una orden mendicante, que salda con dos vueltas de vinajeras la deuda de la Iglesia con innumerables acreedores. ¡Ah, es una gran cosa que estemos aquí para mantener las tradiciones!.
—¿Cuándo celebran ustedes esa misa, monseñor?. —preguntó el abate.
—El 2 de noviembre, joven; no falte a ella la próxima vez.
—En resumen, conmemoran ustedes a los franceses de 1849 el día en que conmemoran a todos los fieles difuntos.
El párroco pareció fastidiado por esta observación.
—¿Qué mal hay en ello?. También son fieles difuntos los soldados de 1849. Y hasta añadimos gratis a los de 1944.
El abate se despidió y dejó al rector luchando más con su casulla gótica que con sus escrúpulos. Reconocía en él al clero francés, que se pone siempre como ejemplo e incurre en constantes trapisondas.
No podía entrar en todas las iglesias que se sucedían. Aunque las había visitado detenidamente, sabía que le quedaba por ver en ellas muchas curiosidades. Albergaban, en efecto, no solamente lo que indicaban las guías y lo que él descubría por sí mismo, sino también aquello cuya existencia se le revelaba en el palacio Belloro o en su nido de amor. El capellán y su sobrina especialmente eran inagotables en cuanto a los tesoros que encerraban cámaras y camarines. «¿Ha entrado usted en San Pantaleón?. —le decía el capellán—. Pero ¿ha visitado las habitaciones de San José de Calasanz?. ¿No?. Pues bien, es como si no hubiera visto nada. Pero tal vez usted, como Su Eminencia, desprecia al ilustre fundador de los escolapios, de los que tengo el orgullo de haber sido alumno. Hay la cámara donde se enseñaba y donde se le aparecieron la Virgen y el Niño Jesús para bendecir a sus escolares. Un relicario contiene su corazón y su lengua; otro, su bazo y su hígado».
—¿Has entrado en Santa María de Valicelle?. —le decía Paola—. Pero habrás visitado por lo menos las habitaciones de San Felipe Neri… ¿No?. Pues bien, es como si no hubieras visto nada. Están allí sus zapatillas, sus lentes, un trozo de madera que tenía entre sus manos en invierno para calentárselas, la cuerda que le servía de barandilla, el cartel que ponía en su puerta cuando sentía que iba a entrar en éxtasis, para rogar que no lo molestaran…
Hasta el secretario le señalaba aposentos nuevos y le aseguraba que no podía decir que conocía la Magdalena, donde tenía a su director de conciencia, hasta que hubiera visto las habitaciones de San Camilo de Lellis.
En la puerta Santa Ana, que llevaba a las oficinas de la capellanía, no tuvo que llenar formularios ni enseñar documentos. No tenía, en efecto, que penetrar en el Vaticano propiamente dicho y, bajo la mirada vigilante de los guardias suizos, se dirigió a la pequeña escalinata a la izquierda de la entrada. Esperaba que encontraría allí una fila de pedigüeños, si no de agnusdéi, por lo menos de limosnas. El limosnero secreto, arzobispo de Adana, no iba ya, como el de antaño, arrojando florines al pueblo: un aviso invitaba a quienes solicitaban una limosna que unieran a su solicitud el certificado de su párroco, indicara su dirección y esperaran la respuesta. La capellanía estaba desierta. El abate descubrió finalmente a un empleado de blusa negra que llevaba un paquete de bendiciones apostólicas. Eran pergaminos magníficos, con el retrato del papa de frente o de perfil, firmados por el capellán secreto, pues el papa sólo los firmaba en casos excepcionales. Como las reliquias, de las que sólo se pagaba el diploma, estas bendiciones eran gratuitas, pues no se cobraba más que el pergamino.
El abate declaró que venía en busca de un agnusdéi.
—Ya no los distribuimos —dijo el empleado—. Hemos puesto eso a cargo del capellán del marqués Sacchetti, furriel mayor del papa; no tiene más que dirigirse a él, en la calle Jules. Nosotros tenemos bastante con las bendiciones apostólicas: hay, no solamente los pergaminos que usted ve, sino también los rosarios y las medallas, que Su Excelencia también bendice, en nombre del Santo Padre, a cestos. Hoy ha tenido un calambre en el brazo, después de haber bendecido cincuenta mil rosarios y cincuenta mil medallas para las Hijas de María del Ecuador.
El abate no tenía más remedio que volver sobre sus pasos para ir al palacio Sacchetti. El propietario era uno de los cuatro marqueses romanos que, para agradecer a los papas que les hubieran concedido el derecho de tener en sus casas un baldaquino de príncipe, les prestaban a perpetuidad esos menudos servicios honoríficos de que había hablado el cardenal Belloro. Las funciones de furriel mayor consistían principalmente en decir: «¡Alzad!. ¡Bajad!» a los portadores de la silla gestatoria. ¿Descendía este Sacchetti de aquel del que no había sido vengado un antepasado de Dante que se lamentaba amargamente por ello en los infiernos?. Pero las fechorías de esta época remota eran hoy títulos de gloria que se añadían a otros para conferir las dignidades del Vaticano. El Crescenzio jefe de la aristocracia romana que había estrangulado al papa Benedicto VI en el castillo de San Ángel, no perjudicaba al marqués Serlupi-Crescenzi, caballerizo mayor de Pío XII. El Sciarra-Colonna, que había abofeteado a Bonifacio VIII, no impedía que un Colonna fuera asistente del trono.
Los patricios habían atormentado y presionado a la Iglesia, pero también le habían procurado fuerza y lustre. Se veían sus armas o los atributos de sus armas en los frontones de las iglesias que habían edificado, en las capillas que habían dedicado, en los pisos y los techos que habían refeccionado. Los tres calderos de los Pignatelli, el dragón de los Borghese, la columna de los Colonna y la paloma de los Doria-Pamphili eran tan familiares para los romanos como las reliquias o las indulgencias. A cambio de los favores que había recibido de la Iglesia, el patriciado de Roma y de otras ciudades de Italia le había proporcionado nobles santos o aspirantes a la santidad —figuraban todavía entre las instancias de la Congregación de los Ritos cuatro Carafa, tres Odescalchi, un Berberini y un Colonna—, y había ayudado a otros santos a hacer milagros: Santa Brígida había curado a un joven Orsini y San Felipe Neri había resucitado a un joven Massimo.
El día anterior precisamente se había celebrado en el palacio Massimo la ceremonia anual conmemorativa de este milagro, en la habitación, transformada en capilla, donde se había producido. El príncipe, cuyo día de gloría era, había hecho celebrar sesenta misas en los altares de esta capilla, situada inmediatamente debajo del alero. Abrió el fuego una Eminencia: el cardenal Belloro, que compartía con el dueño de casa la presidencia de los antiguos alumnos de Mondragone, era uno de los amigos fieles. Había habido este año especial empeño en que las cosas fueran así, porque el príncipe, superintendente de los correos vaticanos, acababa de decidir la emisión de un sello para el decimosexto centenario del nacimiento de San Agustín.
El abate, al ayudar a misa al cardenal en esta capilla Massimo, delante del príncipe y de la princesa, cuyos hijos, si ya no estaban en Mondragone, estaban en Roma en el colegio Massimo, pensaba en el muchachito Paolo Massimo resucitado por San Felipe Neri. Este santo quería mucho al chico, del que era confesor. Aunque predijo su nacimiento, no predijo su muerte y acudió cuando su joven penitente había entregado ya el alma. No se desalentó por esto; lo llamó tres veces y Paolino abrió los ojos. «Padre, no me había confesado de un pecado mortal», dijo, emocionado todavía de haberse sentido lamido por las llamas del infierno. El santo hizo salir a todo el mundo, confesó al chico, le preguntó si quería vivir y, ante la respuesta negativa, lo envió de nuevo al otro mundo, hacia un mejor destino. Paolino se había llevado un susto. Pero, se preguntaba el abate, ¿qué pecado mortal había podido cometer un chico de catorce años, por muy Massimo que fuera?.
Esta manifestación en esta mansión infinitamente noble podía inspirar otras reflexiones. El cardenal habría procurado al abate nuevas informaciones sobre los patricios de Roma, desde el día en que había dicho que el Santo Padre les reclamaba servicios, sin tener con ellos obligaciones. Tal era la razón de que algunos personajes se hubieran cansado de ser aristócratas «negros» y hubieran comenzado a lucir colores más vivos. Los Caetani habían roto con el papado desde la última lucha por el poder temporal, como para vengarse de la bofetada que había recibido un papa de su apellido. En la familia no menos famosa en la que era hereditario el cargo de director del Santo Hospicio, este cargo hubiera recaído en un joven príncipe de conducta desbaratada. El Santo Padre había cerrado el paso a esta eventualidad extrema modificando los estatutos referentes al cargo. Aunque imponía muchos uniformes a la nobleza romana, no podía estar seguro de sus herederos. Respecto a algunos de estos nobles, no estaba satisfecho de sus mujeres, sus hermanos o sus primos y se preguntaba si convenía mantener en estos puestos inamovibles a apellidos indudablemente halagadores pero que ya no garantizaban la tranquilidad.
En estos tristes tiempos, de mil vicisitudes,
¿Precisa Roma nombres o clama por virtudes?.
El abate pensaba todavía en el superintendente general de correos cuando llegó a la casa del furriel mayor. La portera, instalada en una espaciosa cabina al lado de un crucifijo, le rogó que esperara: monseñor el capellán no había bajado todavía de la oficina de los agnusdéi. Esperaban ya, sentadas en unos banquillos, unas mujeres a pelo; un sacerdote de barba blanca leía sus horas paseándose por el patio. Una de las mujeres parecía angustiada, como las beatas que acechaban en San Ignacio al padre Cappello. «Monseñor se hace esperar», dijo a la portera. «¿Tiene usted prisa?». «Es para mi marido, que está con unos dolores de vientre espantosos. Es un verdadero suplicio y pide el agnusdéi a gritos». El abate comprobaba que la fe popular reclamaba de los agnusdéi, no solamente protección, sino también curación; los piadosos objetos servían también de tópicos. «He hecho tomar a mi marido —continuó la mujer—, agua de San Francisco Javier, que distribuyen en el Jesús, pero no le ha surtido el menor efecto». «¿Ha ensayado usted el agua de San Ignacio, que distribuyen en San Ignacio?. —preguntó otra de las mujeres—. Dicen que es mejor, porque su bendición es mucho más larga». El abate, que había descubierto por casualidad uno de los secretos de San Ignacio, descubriría ahora otro. Podía decir otra vez que no es posible llegar a conocer todos los secretos de las Iglesias de Roma.
Llegaba con pasos menudos monseñor el capellán, un viejecito seco. Recibió las llaves de la portera, subió algunos escalones de una gran escalera, abrió varias cerraduras y entró en su oficina. Fue seguido por sus clientes. El abate y el sacerdote de la barba blanca se pusieron a un lado y dejaron pasar a las mujeres. «Monseñor, es para mi marido, que está enfermo», dijo la primera. «No pida a los agnusdéi lo que no pueden hacer», dijo el pequeño monseñor, que había quedado de pie detrás de la mesa. Monsignorino mío, usted no puede impedirles que hagan milagros. La resonancia de estas magníficas palabras hizo ceder al pequeño monseñor. Se volvió, abrió un mueble y, sin decir una palabra, ofreció un sobre que contenía un agnusdéi. La mujer le besó la mano y se eclipsó. Había sobre la mesa un cepillo para las limosnas, pero fingió que no lo había visto.
El pequeño monseñor dijo a otra de las solicitantes: «Creo que ya la he visto en otra ocasión». «Sí, pero la última vez era para mi hermano. Murió y quiso ser enterrado con el agnusdéi. Hoy es para mi hermana, que también está enferma». ¿Cómo no conmoverse ante confianza tan tenaz?.
Tocó el turno al anciano sacerdote. «Monseñor, soy misionero del Sagrado Corazón de Jesús y pronto regresaré a África».
—Le escucho, dijo el pequeño monseñor, que se había sentado, indiferente a este comienzo. Como no había asientos para los visitantes, se advertía que disfrutaba manifestando su superioridad delante de un colega, aunque fuera de edad venerable. El anciano sacerdote apoyó sus manos sobre la mesa, con un dedo metido todavía en su breviario, y bajó la voz confidencialmente: «Monseñor, desearía llevar, para un rey negro que he convertido, un agnusdéi de lujo, como esos que dan a los soberanos». «Usted bromea, padre», dijo el pequeño monseñor, desconcertado. «¿Me cree capaz de bromear, monseñor?. Por de pronto, no tengo ningún agnusdéi de lujo. Luego, ¿quiere que se burlen de mí?. No harán otra cosa, si pido para un rey negro uno de esos preciosos agnusdéi que Su Santidad reserva para las reinas católicas, cuando las haya. Además, padre, el clima de África no es bueno para los agnusdéi. En la misma Roma, no los distribuyo en verano, porque se funden. Los guardo al fresco». «El mío no se ha fundido, monseñor, y he vivido treinta años en África». «¿No se ha fundido?». «La imagen se ha deteriorado, pero el disco ha resistido». «¿De qué color es, por favor?». «De un hermoso color gris, monseñor». El anciano sacerdote hizo el ademán de abrirse la sotana para mostrar el elemento de prueba. El pequeño monseñor le hizo señas de que era inútil: «Hace ya medio siglo que no se fabrican de esos agnusdéi. El suyo procederá de alguna trastienda. La cera se mezclaba entonces con polvo de las catacumbas, que la hacía más sólida. Eran los agnusdéi de Santa Filomena, llamados también pastas de taumaturgos o pastas de mártires. Hoy son de cera virgen, muy frágil y que se funde muy fácilmente».
El nombre de Santa Filomena no hacía que disminuyera la estima del abate por los agnusdéi, aunque no fueran ya de color gris. Ese nombre hacía que los relacionara con todo el arsenal romano de la piedad y con sus secretos personales. El pequeño monseñor se había levantado. Había tomado al anciano sacerdote por los hombros, como en una efusión de cortesía, pero en realidad para llevarlo hacia la puerta. «Conserve su agnusdéi de color gris, reverendo padre; es una rareza». «¿Y qué ofreceré a mi rey negro?». «Una hermosa medalla de lujo que hará bendecir en la capellanía. Podrá ponérsela como una condecoración». Sonriéndose de sus propias palabras, el pequeño monseñor volvió sobre sus menudos pasos. «¡Hay que oír cada cosa! —exclamó—. ¿Adónde iríamos a parar si comenzaran a pedirnos agnusdéi para negros?». En cuanto el abate se anunció como secretario adjunto de su Eminencia el prefecto de la Sacra Congregación retuvo un agnusdéi en la mano y metió en el cepillo el billete que había preparado. Esto le valió la simpatía del pequeño monseñor, cuya lengua se soltó: —¿Le ha descrito Su Eminencia la maravillosa ceremonia en la que el Santo Padre extiende las gracias de su bendición sobre estas lindas figurillas de cera?. Es en la Sala Clementina. Comienza por bendecir el agua. Luego añadió, en forma de cruz, óleo y crisma, vierte el agua en otros cuatro recipientes, sumerge en ellos los agnusdéi con una cuchara de plata y los retira para que se sequen sobre lienzos blancos, todo ello mezclado con oraciones e incensadas, unas veces con la mitra y otras sin ellas, una veces con el gremial y otras sin él. Pero ¿cree que se ha acabado con esto, joven?; al día siguiente, los cardenales, arzobispos, obispos, abades mitrados, penitenciarios, maestros ostiarios de la vara roja y otros prelados secretos van apresuradamente a la Capilla Sixtina, presentan al papa un incensario en el que pone unos granos de incienso, se dirigen en busca de los agnusdéi a la Capilla Sixtina, donde habían sido puestos a secar, los atan en paquetes con un hilo morado, los colocan sobre una fuente de plata cubierta con un velo rojo, los llevan en procesión con la cruz y el guión y cantan tres veces delante del papa: «Santo Padre, he aquí los nuevos corderos, aleluya!». Después de lo cual, los cardenales le besan la mano y la rodilla, pero sin arrodillarse, y le tienden sus mitras, que él llena de esos paquetes. Los patriarcas, arzobispos y obispos sólo le besan la rodilla y, arrodillados, reciben igualmente sus paquetes en sus mitras. Lo mismo pasa con los abades mitrados, pero sólo le besan el pie. Los maestros ostiarios de la vara roja, los penitenciarios y los otros prelados secretos también le besan el pie y reciben sus paquetes en sus bonetes. No le extrañe que haya un descanso de siete años antes de comenzar de nuevo.