VIII

—¿El caso Cippico, Eminencia?.

—He estado varias veces a punto de contártelo, al hablar de la caja. Cuando te decía: «¡Ay de aquel que se atreva a mirarla!», tenía el nombre en los labios, pero el caso, sumamente complejo y rocambolesco, merecía examen aparte. Lamento que la Iglesia no haga en él un buen papel, pero, en cambio, se nos aparece en él a su verdadera luz. Es buena cosa saberlo para quien se prepara a servirla. Es una lección de prudencia.

—Monseñor Cippico, venido de Trieste, era un mozo muy inteligente, de buena familia y buena conducta. Fue él quien, para exponer a la opinión el drama de la infancia italiana de la posguerra, actuó de deus ex machina de esa admirable película titulada Sciusciá. Tenía en la secretaría de Estado las anodinas funciones de archivero y las sin duda más importantes de intermediario para los envíos de capitales al extranjero bajo los auspicios de la Santa Sede. Las administraciones de que te he hablado son los órganos oficiales de esta actividad secreta, pero existen también los órganos oficiosos, no menos activos. En realidad, es muy difícil saber en qué medida los órganos oficiosos no son oficiales. Es como antes en China, donde no había manera de distinguir los ejércitos regulares de los irregulares: cuando los soldados regulares cometían algún abuso con los europeos, la corte de Pekín vituperaba a los irregulares y el honor quedaba a salvo. Del mismo modo, ¿monseñor Cippico estaba o no habilitado por sus superiores?. ¿Podía sin que éstos supieran transferir los miles de millones que le entregaban los industriales, deseosos de saltar por encima del control de cambios, para poner más de prisa en marcha a la industria italiana?. En todo caso, los institutos religiosos en el extranjero no podían absorber por sí solos sumas tan grandes; fueron necesarios otros intermediarios para que proporcionaran la contrapartida, y algunos de ellos se aprovecharon. Los capitalistas que tenían recibos firmados por Cippico creyeron que éste no era honrado y se querellaron.

—En cuanto la Santa Sede tuvo el soplo de lo que ocurría, se apresuró a relevar a monseñor de sus funciones. Algunos días después se cometió en su domicilio un robo oportuno y desaparecieron cien millones en joyas que tenía en depósito. El horizonte se aclaraba: las tropas irregulares estaban cada vez más comprometidas. Así, para adelantarse a los comunistas, que se disponían a explotar el caso —era la víspera de las elecciones generales—, se llamó a Cippico al Vaticano y se lo encerró en la Torre de los Vientos. Cippico, que no tenía el menor deseo de acabar sus días en una prisión eclesiástica (tú no sabes seguramente que hay en Italia y hasta en Francia prisiones eclesiásticas para eclesiásticos, de las que es muy difícil escaparse), logró, a pesar de esta dificultad que te digo, fugarse. Encerró al gendarme que acababa de ayudarle a misa, atravesó corriendo el museo lapidario, con el que comunica la Torre de los Vientos, y salió por las puertas de bronce, donde los suizos, que no estaban en el secreto, le rindieron los honores.

—Había salido de Escila para entrar en Caribdis. El Osservatore Romano lo denunció públicamente como estafador y fugitivo y lo declaró reducido al estado laico. Sin embargo, no hizo más que volver a su domicilio, donde fue detenido por la policía italiana. Midió, durante tres años de cárcel, todo lo que la calumnia puede inventar contra un hombre, pues fue acusado además de haber simulado el robo de las joyas y de mantener a queridas. Con objeto de encubrir a sus superiores, tomó noblemente a su cargo todas las operaciones que había realizado. Un viejo prelado de la administración de bienes, que se vio envuelto en el escándalo, fue destituido y murió de pena. El sacrificio de estos hombres permitió salvar las apariencias, pero es de esperar que el papa haya lamentado haber aludido odiosamente a su antiguo archivero en su mensaje pascual de este año, para mostrar al cuerpo electoral que la Iglesia no tiene nada que ver con los manipuladores dé dinero.

El abate estaba asqueado.

—Pareces triste, hijo mío.

—La injusticia entristece, Eminencia.

—La razón de Estado es especialmente imperiosa para la Iglesia, porque la Iglesia tiene más secretos que defender que cualquier otro Estado. Tiene que ser implacable con quienes «descubren los altarejos», como decimos en Italia. Ya sabes cuál de esos «altarejos» es el más celosamente guardado. Hubiera sido mejor para monseñor Cippico tener amigas que hacer que la Iglesia fuera cogida con las manos en la masa.

—No repita eso muchas veces a los jóvenes, Eminencia —dijo el abate sonriéndose.

—Eso te confirma por lo menos lo que te he dicho sobre la poca importancia que se debe atribuir a las cosas de la carne. Respecto a eso, la Iglesia es con su personal mucho más indulgente que respecto a lo otro. Parte de un postulado notable que no hay ni puede haber escándalos en materia de costumbres entre los suyos. Estima, a justo título, que nadie piensa en abrazar el sacerdocio para dedicarse a una vida depravada. Observa a sus jóvenes reclutas, los pone de nuevo con dulzura en el buen camino si se apartan de él y deja luego que opere la gracia de Dios. No creería en el supremo sacramento que confiere si no juzgara que es un sacramento que protege al hombre contra la tentación. Sabe, ello no obstante, que la malicia humana se venga haciendo caer a veces sobre nuestras pobres cabezas la espada de Damocles que hemos suspendido sobre el mundo. Tiene, pues, el deber, le agrade o no, de defender ciegamente a sus miembros calumniados. No ha hecho otra cosa en el curso de los siglos y continúa haciéndolo con brillantez.

—Durante el Renacimiento, la calumnia se cebaba inclusive en los papas. La historia nos habla de sus supuestas queridas, de sus supuestos amiguitos. Vuestro Bellay se divirtió describiendo a un Ganimedes con lo rojo en la cabeza: era el cardenal Inocencio del Monte, que tenía entonces diecisiete años y llegó a decano del Sacro Colegio. Pero Bellay llevaba la calumnia a los límites de lo burlesco cuando añadía que el papa, Julio III del Monte, tenía más de cincuenta Ganimedes, refiriéndose a los cincuenta y pico de cardenales que formaban el senado de la Iglesia. No creo que el cardenal du Bellay revelara a su sobrino el poeta que la ceremonia de investidura de los cardenales incluyera ceremonias análogas a las que se reprocharon a los templarios.

—Por otra parte, cuando el poeta afirma que sólo puede juzgar a Roma quien,

en pleno día,

ha visto los galanteos de cardenales de manto,

me recuerda al Judío de Boceado, que se convirtió al ver reinar todos los vicios en la corte romana. Había allí algo más que vicios, como tú decías de la antigüedad.

—En aquellas épocas lejanas, la Iglesia podía tener muchas excusas para albergar en su seno a víboras lujuriosas. No era siempre el llamado de Dios lo que llevaba al clericato; había muchos que de sacerdote, obispo o cardenal sólo tenían el hábito. No he estudiado el expediente de ese obispo florentino cuyos mal protesi nervi han sido inmortalizados por la Divina Comedia. Pero desconfío de esas acusaciones de «nervios mal tensos» que forman parte del viejo caudal cómico de la raza latina. En los pueblos viriles es algo que merece honores especiales y, cuando se trata de ambientes de los que, en principio, están excluidas las mujeres, resulta de rigor. Un relato bien demostrado acusa a Alejandro VII Chigi de las mismas diversiones masculinas, entre efebos, de las que, un siglo antes, du Bellay acusaba a Julio III y de las que, todavía dos siglos antes, había sido acusado Sixto IV. Pero también aquí la exageración sirve de límite: el autor nos describe las escaleras del Vaticano llenas de mozos que suben y bajan y la plaza Navona llena de cortesanas que se lamentan de no encontrar ya clientela. En el siglo siguiente, Casanova ha intentado hacer creer que estas costumbres no han cambiado. Luego, los sonetos de Belli han dado a entender que el buen Gregorio XVI tenía esas mismas inclinaciones. Y en nuestros días, ¿qué no se ha dicho de Benedicto XV?.

—La Santa Sede no puede tomarse el trabajo de absolver a sus papas, pero he admirado la dignidad que ha revelado en la defensa del honor de sus prelados en algunos incidentes de orden moral de los que he tenido conocimiento. Un obispo húngaro riquísimo, en cuya casa se había preparado el putsch del emperador Carlos, fue calumniado, por venganza, en sus costumbres. Después de haberlo sostenido por todos los medios, el Vaticano le aconsejó que se retirara, pero lo nombró arzobispo titular. Uno de nuestros administradores apostólicos en Suiza se vio en el mismo caso y obtuvo la misma reparación. Uno de vuestros obispos, el más joven y, según dicen, el más brillante de vuestro episcopado, se encontró en una situación parecida y también fue nombrado arzobispo titular. Ni el sacro palacio apostólico se ha visto libre de la calumnia: uno de los más altos dignatarios de la familia pontificia fue acusado de excesivo apasionamiento corporal con una gran autoridad de la guardia suiza. Él mismo presentó su dimisión en cuanto se sintió manchado por esos rumores infames y Pío XI y también Pío XII, para manifestarle su estimación, dejaron su nombre en su sitio en el anuario pontifical. Finalmente, ¿no te he dicho ya que el cardenal Merry del Val había sido objeto de sospechas igualmente sin fundamento, a pesar de su profunda inclinación efébica?. La Iglesia, como sabes, le prepara una hermosa justificación.

—Nuestra buena madre tiene a gala no solamente defender y disculpar a sus hijos inocentes, sino también dar ocasión de desquite a sus hijos imprudentes. Hace dos años, uno de nuestros monseñores, consejero de una de nuestras mejores nunciaturas, tuvo, de licencia en Roma, el deseo apostólico de ir de noche a un lugar de pecado para atraer al buen camino a los descarriados. Cumplida su misión, no quiso pagar nada, pues es costumbre que no paguen los predicadores. La dueña del establecimiento discrepó y telefoneó a la policía. El santo apóstol buscó su salvación en la huida. Abandonando su solideo en manos de la arpía, abrió una ventana, corrió a lo largo de un colgadizo y alcanzó el tejado como un gato. Llegó la policía, rodeó el inmueble y acabó descubriendo allí arriba al fugitivo, quien les tendía con una mano su carta de identidad del Vaticano y con la otra su pasaporte diplomático. No creo que ningún prelado, ni diplomático, hayan sido encontrados nunca en lugar y situación tan extraños.

—Los diarios comunistas se apoderaron de esta historia, no hace falta decirlo, y se dedicaron muy a gusto a fustigar a los que «fingen ser Curios y viven entre bacanales». Debieron haber tenido más prudencia. Son muy imprudentes, en efecto, quienes explotan las costumbres de sus adversarios. Por nuestras relaciones, por los innumerables lazos que tenemos con el pueblo, por las confidencias que recibimos de la mañana a la noche, somos depositarios de secretos que nos permitirían, si lo deseáramos, hacer encerrar a la mitad de nuestros enemigos y a la mitad de nuestros partidarios.

—Y ten en cuenta que no hablo de lo que nos dicen en el confesonario, pues tenemos la orden de olvidarlo. Pero es sin duda este largo hábito lo que nos inclina a la indulgencia: hemos oído, como decía Lacordaire, «lo que jamás ha escuchado el oído de la esposa, lo que el hermano no sabrá jamás, lo que el amigo nunca ha sospechado». ¡Y cuando se piensa que todo ello es siempre la misma cosa!.

—Para volver a nuestro monseñor «de los tejados», te diré que la Iglesia ha escuchado su confesión con mansedumbre y se ha acordado de San Francisco Javier, que evangelizaba los lupanares. De todos modos, no se juzgó posible devolverlo triunfalmente a su nunciatura, y adivina lo que se ha hecho. Te apuesto uno a diez, a cien o a mi, a que no aciertas lo que ha hecho con él la Iglesia.

—Le ha nombrado obispo titular de Afroditópolis…

—Censor de costumbres en el Santo Oficio.