Un escándalo que llevaba meses incubándose adquirió de pronto dimensiones gigantescas. Recordó a los lectores de Tito Livio el de las bacanales. Las gacetas no hablaban de otra cosa, las conversaciones no tenían otro tema y los ministros se veían en aprietos. El hijo de uno de ellos estaba en un brete y, para colmo de males, corría peligro la vida del papa.
Una beldad había sido hallada muerta a orillas del mar, cerca de Roma. La versión oficial era que se había ahogado al lavarse los pies; la versión oficiosa, que había sido víctima de una banda de libertinos y toxicómanos. Las pericias eran tan contradictorias respecto a la causa de la muerte como respecto a la virginidad de la víctima. ¿Era integralmente virgen?. ¿No lo era más que a medias?. Las revelaciones de personas que buscaban camorra formaron pronto un monumento mayor que el de las de Santa Brígida. Comprometían, entre otras personas, a un marqués o falso marqués, administrador de una sociedad de caza, cuyo coto, próximo al lugar donde había sido descubierto el cadáver, pasaba por ser escenario de espantosas orgías, reforzadas por barbitúricos. Los nombres de los miembros de esta sociedad fueron maliciosamente publicados, como si tuvieran la tacha de la sospecha. Entre los muchos falsos títulos que adornaban la lista, había uno incontestable: el de archiatra del papa.
Cabe imaginar cómo utilizó la prensa de oposición nombre tan inesperado. Lo envolvió en sus hojas, como una pescadilla que hay que freír. Se murmuraba algo peor todavía: este asunto tan feo revelaba sobre todo un tráfico, del que el de los estupefacientes no era más que una rama y cuyo centro estaba entre los íntimos de Su Santidad. Entretanto, las acusaciones y las defensas acabaron equilibrándose: las revelaciones se contradecían, el marqués iba en peregrinación a la Madonna de Pompeya y la familia de la víctima se dedicaba al cine. Sólo quedaba en escena el Santo Padre.
El sensible Pío XII había sido fulminado por este escándalo, con cuyas salpicaduras se pretendía mancharlo. El mundo cristiano tembló. Se ordenaron oraciones. La investigación del escándalo fue perdiendo vigor. El Santo Padre había tenido el buen gusto de no retirar su confianza al archiatra, pero, en esta situación extrema, experimentaba el inconveniente de tener como archiatra a un oculista. Se excusaba de haber hecho esta elección diciendo que se había dejado llevar por los sentimientos: el oculista era, en efecto, el hermano del conde arquitecto. Parecía que estaba a la cabecera del papa únicamente para cerrarle los ojos. Llegaron de todas partes enviados especiales que acudían a seguir la declinación del augusto enfermo. Como les habían dicho que la muerte de un soberano pontífice sólo se anunciaba con cierto retraso, repartían sumas insensatas entre los barrenderos secretos «para pantalones» y entre los prelados palatinos «para un cáliz», a fin de que les informaran al minuto del último suspiro. Estaban preparados todos los artículos necrológicos. El título «El Papa ha muerto» había sido compuesto en todas las lenguas.
Fue entonces cuando se vió llegar desde las alturas a los curanderos del Cristo reencarnado, secta mística fundada en Francia por un empleado de correos. Con piadoso apresuramiento habían fletado un avión, a pesar de sus escasos recursos. Intentaron infructuosamente franquear las puertas de bronce, pero, mientras los suizos luchaban con el grueso de la tropa, uno de los expedicionarios consiguió colarse en el Vaticano, se orientó por inspiración hasta llegar a las habitaciones privadas, abrió una puerta y se vio ante Sor Pascualina, quien cayó de espaldas y pidió socorro. La misión no pudo ser cumplida; Sor Pascualina se había roto un fémur; a la enfermedad del papa, se añadía el accidente de su fiel enfermera. Pero la Providencia velaba: el oculista archiatra y los curanderos de Cristo reencarnado fueron reemplazados por un médico suizo, famoso por sus curas de rejuvenecimiento. Este buen protestante devolvió la salud al jefe de la Iglesia católica. Las aguas volvieron a su cauce.
La única persona a la que no afectó el escándalo fue el buen capellán. Decía que no podía comprender por qué se hacía tanto ruido por tan poca cosa. Una signorina había muerto: todos somos mortales. Había sido asesinada: había que buscar, pues, al asesino. No se le encontraba: que operara, pues, la justicia divina. Se hablaba de orgía, pero ¿qué era una orgía?. Había orgía de luces, de colores, de indulgencias. Unos viejos truhanes organizaban grandes jolgorios: no había que desesperar de un retorno a Dios ni en la edad más avanzada; el venerable Dragonetti había ingresado en la orden de los esculapios a los ochenta años de edad.
Los cardenales de Roma habían mostrado más filosofía: el cónclave estaba en el horizonte. Mientras duró esta eventualidad, los remolinos agitaron el lago apacible que parecía hecho para reflejar un cielo claro. El cardenal se divertía describiendo al abate este cuadro. Sus colegas hacían alarde de su tristeza: todo consistía en ver quién diría y haría decir más oraciones por la salud del papa. Pero el cardenal afirmaba que algunos de ellos habían sido vistos en San Juan de Letrán merodeando en torno al cenotafio de Silvestre II, que cruje cuando un papa va a morir. Todos ellos sólo pensaban en esto: iban a tener una oportunidad. Ajeno a esta ambición, el cardenal estaba en condiciones de juzgar mejor la de los otros.
Traía los rumores que habían comenzado a difundir para desacreditar a sus competidores. Era el procedimiento de la sussuratio, perfidia que estudiaba la teología moral. Se susurraba que fulano había sido puesto en su juventud a la puerta del colegio Capranica en unión de uno de sus camaradas. «¿Por qué?. Sólo Dios lo sabe». Se susurraba que zutano, que no había sido puesto a la puerta de ningún colegio, tenía los más apuestos ayudas de cámara del Sacro Colegio. «¿Por qué?. Sólo Dios lo sabe». Se susurraba que mengano había vuelto forrado de oro de su misión en los Estados Unidos. «¿Por qué?. Sólo Dios lo sabe» se susurraba que perengano, durante su nunciatura, había recibido en un parque público un balazo de un marido con cuya mujer se paseaba. «¿Por qué?. Sólo Dios lo sabe».
Según el cardenal Belloro, el cardenal Tisserant quedaba excluido de la competencia por la tiara porque era francés, el cardenal Piazza porque era carmelita, el cardenal Pizzardo y el Cardenal Ottaviani porque pertenecían al Santo Oficio, el cardenal Cicognani porque no tenía apostura, el cardenal Tedeschini porque su apostura era excesiva, el cardenal Masella porque tenía inclinaciones monárquicas, el cardenal Canali porque era un cómitre, el cardenal Mercati porque estaba ciego, el cardenal Fumasoni-Biondi porque resultaba demasiado financiero y el cardenal Costantini porque había tenido rozamientos con Francia en el Japón. «Y yo —añadía el prefecto de Ritos—, porque no tengo pelos en la lengua».
Sentía debilidad por el cardenal Micara, vicario de Roma, porque este purpurado era natural de Frascati y su tío bisabuelo, cardenal también en la época del primer cardenal Belloro, había sido el defensor de Lamennais. Era el único de los cardenales romanos que estaba por sus funciones en contacto permanente con el público. Tenía además la doble ventaja de la experiencia diplomática, pues había sido nuncio en Bruselas como el cardenal Belloro, y de la experiencia episcopal, pues había sido obispo de Velletri. Podía lamentarse su hociquito, los trémolos de su voz, sus ojos en éxtasis y sus maneras de petimetre. Su Eminencia también ponía al cardenal Valeri entre los papables. Pero el hombre que a su juicio merecía todos los sufragios no era cardenal: era el sustituto en la secretaría de Estado, Montini, quien era piadoso, trabajador e inteligente, pero al que su colega y superior, Tardini, había impedido, negándosela personalmente, obtener la púrpura. Sus partidarios pretendían que era el hijo espiritual de Pío XII y sus adversarios que era su pesadilla y que el Santo Padre lamentaba no haber podido aplicarle la fórmula vaticana de «ascender para alejar». Añadían que, aunque hubiese sido cardenal, no hubiera tenido asegurada la tiara, a causa de los enemigos que le habían creado sus intrigas políticas y sus bromas al episcopado italiano.
Entre los cardenales de provincias. Su Eminencia concedía probabilidades a algunos de ellos: el cardenal Siri, arzobispo y salvador de Génova, se había distinguido por su caridad, que le había conquistado el título de «obispo de las sopas», pero tenía el inconveniente de ser el último llegado al Sacro Colegio. El arzobispo de Bolonia, Lercaro, era hijo de marino, lo que se ajustaba a la profecía de Malaquías, «pastor y marino», que designa al próximo papa, pero desagradaba a sus colegas de Roma por sus audaces iniciativas, como el carnaval de los niños y los «curas-voladores», y por el diploma de «padre de los pobres» que le había otorgado el alcalde comunista. El cardenal Roncalli, patriarca de Venecia, estaba mal visto en los círculos intelectuales por sus disputas con la Bienal. El cardenal Mimmi, arzobispo de Napoles, y el cardenal Ruffini, arzobispo de Palermo, estaban en segunda línea. Después de haber examinado a estos candidatos como para una canonización, Su Eminencia declaró que la oscuridad de los otros cardenales no debía prejuzgar nada. Recordó la frase que antaño procuró la tiara al cardenal Lambertini: «Si lo que quieren es un buen coglione, tómenme a mí».
Tal vez surgieran nombres nuevos por poco que el papa durara todavía. Se le atribuía la intención de aumentar el número de cardenales para satisfacer a países remotos, sedientos de púrpuras. Aprovecharía indudablemente esto para restablecer la ventaja en favor de los italianos, que estaban ahora en minoría. El prefecto de Ritos terminó con el viejo epigrama de que «los papas daban capelos, pero no cabezas».
Rechazaba con todas sus fuerzas la idea de que pudiera ser elegido un cardenal extranjero. Entendía que hacía falta un italiano, si no un romano, para dirigir la Santa Iglesia Romana. Creía que los norteamericanos eran los únicos capaces de imaginarse que el cardenal Spellman sería papa. Decía también que los franceses eran los únicos que creían en los méritos de sus cardenales y sólo exceptuaba al arzobizpo de Toulouse, desgraciadamente inválido y con demasiados años. Echaba de menos la raza de esos grandes príncipes de la Iglesia como el cardenal Mercier o, más cerca de nosotros, como el cardenal von Galen, obispo de Munster, quien, cuando los nazis fueron a detenerlo, se presentó con el atuendo episcopal, tocado con la mitra y con el báculo en la mano.
Su Eminencia señaló la maniobra preparada por el cardenal Tisserant para la elección de un cardenal neutral en la persona del patriarca armenio, barbudo como él y con él identificado. Muy culto, muy inteligente, poseedor de muchos idiomas y no inquietado por ningún nacionalismo, podía reunir una mayoría, en el supuesto de que no se quisiera un papa italiano. Se anotaban en su haber la habilidad diplomática que había demostrado en el Cercano Oriente, una predicción de Pío X, los favores de Pío XI, el hecho de que Pío XII lo hubiera puesto al frente de su primera promoción cardenalicia y la presencia de un ancla en sus armas, que le aseguraba, mejor que al arzobispo de Bolonia, el concurso, nada desdeñable, de los partidarios de Malaquías. Se alegaba contra él que había nacido en Georgia, como Stalin, y que pertenecía al rito oriental, pero sus campeones enumeraban los papas orientales de los primeros siglos, quienes habían adoptado con toda naturalidad el rito latino al convertirse en obispos de Roma. También decían que su elección favorecería un acercamiento con la Iglesia ortodoxa.
—Lo que me pregunto —dijo su Eminencia—, es cómo se llegará al acuerdo entre los cardenales italianos, ahora que ya no tenemos al cardenal Granito di Belmonte. Fue él quien decidió la elección en todos los cónclaves en los que participó, hasta cuando no era todavía decano del Sacro Colegio. Su sucesor, Tisserant, tiene más prestigio, pero por fortuna, no tiene los mismos motivos para ejercer tanta influencia. El difunto Granito di Belmonte era el más inverosímil jettatore que haya habido jamás. Por eso sus colegas italianos se apresuraban en saber quién era el candidato que proponía. Se adherían inmediatamente a la candidatura por temor a contrariarlo. Este secreto, que no será confesado por nadie, puso sucesivamente en el trono a Benedicto XV, Pío XI y Pío XII. Es inútil que tal o cual embajador se haya jactado de haberles trabajado las elecciones o que tal o cual cardenal extranjero se haya creído el artesano de ellas: estos tres papas no han tenido abogado más persuasivo para la mayoría italiana que este italiano. Ninguno de nosotros queríamos mucho al cardenal Pacelli, pero el cardenal Granito di Belmonte nos obligó a actuar como si lo quisiéramos. En los tiempos en que las coronas atribuían mucha importancia a tener un papa que les fuera afecto, se hubieran disputado a semejante elector a fuerza de prebendas y de cordones. Este hombre incorruptible hubiera bastado para neutralizar, en el cónclave en que fue elegido Pío X, el famoso veto puesto por el emperador de Austria a la elección del cardenal Rampolla.
—Es verdad que, si hubiese tenido ambiciones personales, hubiera votado por sí mismo, con lo que la Iglesia hubiera tenido un papa Granito di Belmonte. El Pastor angelicus no ignoraba que le debía la ocasión de ilustrar el título, pero, si no le negaba nada, no era únicamente por agradecimiento. ¡Ay de aquellos que le negaran algo!. Todas las fuerzas de jettatura de esa dulce ciudad de Nápoles en la que había nacido fulminaban al imprudente, simple bocado para ellas. Se decía que algunas personas hábiles lo utilizaban para obtener del Santo Padre gracias que de otro modo jamás hubieran conseguido.
—Mucho antes de haber llegado a decano haciendo el vacío a su alrededor, se había señalado por rasgos dignos de atención. Murieron en un año un profesor que le había suspendido cuando era estudiante, un profesor que lo había violado cuando era seminarista, una superiora que lo había calumniado cuando era capellán de un convento de religiosas, un nuncio que lo había devuelto a Roma cuando era agregado de nunciatura, un agregado de nunciatura que lo había traicionado cuando era nuncio, un arzobispo residencial que había criticado su consagración de arzobispo titular y dos cardenales que habían condenado su designación de cardenal.
—Cuando estaba con sus colegas, éstos, como no podían hacer el ademán propiciatorio de los chicos de Roma, hacían los cuernos con el meñique y el índice con las manos a la espalda, metidas en los bolsillos o deslizadas en las mangas. Cuando asistía a un oficio celebrado por uno de ellos y hasta cuando, según la costumbre, estaba en una capilla con verja o velada, su presencia invisible no era perdida de vista por el celebrante, quien, resplandeciente de oro en el faldistorio, hacía los cuernos con sus enguantadas manos, puestas sobre el gremial. Más de uno añadía a los cuernos digitales uno de esos cuernecitos colorados que tantos italianos llevan en la cintura, muy cerca del sitio que conviene preservar especialmente del mal de ojo. Se afirma que el mismo papa no recibió nunca al cardenal Granito di Belmonte sin tener en la mano un cortapapeles de plata, pues el metal tiene para el caso las mismas virtudes que el cuerno. Y en la habitación inmediata, Sor Pascualina tenía encendido un cirio.
—Hubiera sido difícil que el público no hubiese estado al tanto de poder tan maléfico, comparable al de las tumbas del valle de los reyes o al de los hechiceros de la Edad Media. Al día siguiente de haberlos bendecido el cardenal, saltó un polvorín, se hundió un barco y se derrumbó una capilla. Un napolitano se hubiera dejado matar antes de pronunciar el nombre de ese príncipe de la Iglesia. Era para sus paisanos el innomminato. Cuando se veían obligados a tratarlo, los embajadores sabían que un criado volcaría una fuente sobre la espalda de una princesa, que un invitado padecería un ataque o que una cuchara de plata sobredorada desaparecería. Con todo esto, el cardenal Granito di Belmonte no carecía de ingenio y se citaba su célebre frase a una dueña de casa que le pedía perdón por estar demasiado escotada: «Esos bellos montes me dejan de granito». Pero no añadía que la propietaria de los dos montes tuvo que hacérselos arrasar dos meses después.
—Se señalaba que el decanato Granito di Belmonte había comenzado con la guerra de Etiopía y tenido como telón de fondo la segunda guerra mundial, que hizo a Italia combatir en todos los frentes y le devastó el territorio. Para tranquilizar a los romanos, el cardenal se había alojado fuera de la ciudad, en la casa de unas religiosas españolas de las que era el protector, o, mejor dicho, el terror. Cansado de celebrar sus exequias, se refugió en el Vaticano, como en un sagrado donde pudiera imponer más respeto a las fuerzas ocultas, y murió casi centenario, dejando detrás de sí una estela de catástrofes y de cadáveres. Y fue el día de su muerte cuando estalló el caso Cippico.