La existencia del seminarista se distribuía armoniosamente entre la voluptuosidad, la piedad y los estudios.
Se acercaba a su ordenación de subdiácono, pero esta idea no lo angustiaba. Vestía y desvestía al personaje de Iglesia y al personaje de alcoba sin la menor vergüenza. En Francia sería llamado hipócrita abominable; en Roma, le parecía tan sólo que estaba haciendo sus composiciones de dos maneras diferentes. Este desdoblamiento del alma, unas veces pagana y otras cristiana, ¿no correspondía acaso a lo que era el alma de la ciudad?. ¿Es que la eternidad de Roma no suponía la persistencia del paganismo en los espíritus y en las costumbres?. Se arrodillaban sobre las losas de las basílicas, pero miraban muy a gusto las pantorrillas de las chicas bonitas que tuvieran delante. No se arrodillaban para mirar, pero no se privaban de mirar por haberse arrodillado. Había miradas más audaces que tenían la excusa del mismo nombre de lo que las atraía: el criado cínico había dicho al abate, mostrándole cómo los chicos de la escuela se volvían detrás de una mujer, que lo que contemplaban se llamaba en Roma «bocado de cardenal». La vida y la religión se codeaban, como Paola había dicho que se codeaban los sacerdotes y las mujeres. La misa y el amor se sucedían sin dificultades. El criado cínico también había enseñado al abate el viejo proverbio: la mattina, una messetta; la sera, una donnnetta.
—Los paganos divinizaron la vida; los cristianos han divinizado la muerte. El abate se preguntaba cómo la hija de Necker había escrito esta frase en su hermoso libro sobre Italia. ¿Impedía acaso el cristianismo que se viviera en Roma?. Cabía amarse y desearse hasta en las catacumbas. También se decía el abate que, si «el cristianismo ha aprisionado nuestras almas en calzones», como dijo André Chénier, era indudablemente para que disfrutáramos más al ponernos al aire. Verdad era que Chénier hablaba sólo de almas. Pero la devoción a las almas del purgatorio, ¿no revelaba acaso que todo no estaba perdido después de la muerte del pecador?. La muerte eterna no existía para los habitantes de la ciudad eterna. El ángel que volvía su espada a la vaina, sobre las almenas del castillo de San Ángel, revelaba que, desde aquellos tiempos remotos, las iras del cielo se habían aplacado. La familiaridad con que presentaban en Roma las cosas del cielo acababa de convencer que nada tenían de terribles. Los «espantosos misterios» de que hablaba San Juan Crisóstomo al pueblo de Antioquía no inspiraban miedo aquí desde hacía tiempo. Muchas veces, las puertas de las iglesias estaban abiertas de par en par y se veía desde la calle, al pasar, a un sacerdote celebrando misa o dando la bendición. ¿Era un intento de provocar un concurso piadoso?. ¿De interrumpir la circulación con fines edificantes?. Eran pocas las personas que se detenían. Algunas esbozaban la señal de la cruz. Otras, pipa en boca, sin quitarse el sombrero, con las manos en los bolsillos, seguían los ritos sagrados como quien contempla un espectáculo.
Las innumerables iglesias hacían que el olor del incienso se mezclara con el de la menestra de las mesas de los hogares vecinos y representara el papel del benedícite. Muchos de estos hogares descansaban, como las iglesias, sobre cimientos antiguos y las familias que los ocupaban estaban así cerca de la antigüedad y podían olvidarse de cuál era la religión del día. Los religiosos formaban parte de estas familias y los monumentos paganos de su herencia. Una mujer del pueblo había expresado irreflexivamente los votos tradicionales de año nuevo a la superiora de Santa Brígida: «¡Mil felicidades e hijos varones!» y los «hijos varones» no hubieran vacilado, a pesar de Carducci, en «cazar mariposas bajo el arco de Tito».
Se habían acabado para el abate las luchas épicas, las noches de insomnio, las maceraciones que sorprendían a quienes lo rodeaban. En la lista de pecados contra la pureza formada por San Carlos Borromeo, había dos que le habían impresionado especialmente: gozar con la idea de cometer impurezas y gozar con la idea de haberlas cometido. Si gozaba, era, al contrario, por haberse liberado de esos dos pecados. Verdad era que cometía impurezas, pero ya no pensaba en ellas antes de cometerlas e, inmediatamente después de haberlas cometido, bajaba el telón, es decir, la sotana. Salía, serena la frente, de la casa del pecado; entraba en una iglesia, con la sonrisa en los labios, para confesarse y, con la sonrisa en los labios, se llevaba una indulgente absolución. Pero no acudía a su confesor ordinario. Ciertamente, no se confesaba por el placer de pecar; no era de «esos glotones que toman medicinas para tener más apetito». A su edad eran inútiles las especias. Paola le había aclarado todas las cosas. La joven se había ajustado a la tradición. Las relaciones entre ambos eran las de un capellán muy jovencito y una monja muy jovencita de los siglos pasados: el muy jovencito capellán de Su Excelencia el cardenal Belloro era el amante de la muy jovencita canonesa de Santa Brígida.
El abate volvía por esas callejas donde Roma acoge con más cariño que en el esplendor y el rumor de sus plazas. Cabía que estas callejas fueran cruzadas por una vespa ruidosa, pero pronto volvían a la calma de una columna de templo que formaba parte de un muro, a la dulzura de las guirnaldas que encuadraban una puerta, a la quietud de una Virgen iluminada detrás de una ventana. Esta paz era la imagen de la paz interior que Víctor Mas había encontrado: era la paz romana. El día del juicio final, si el Dios de San Sulpicio le buscaba pendencia, no tendría más que responder como el romano antiguo: Civis romanus sum y pasaría a figurar entre los elegidos. No era esta probablemente la manera en que el cardenal, el capellán y el secretario le habían prometido hacer de él un sacerdote romano, pero era tal vez la manera en que lo había entendido el criado cínico.
Comprendía ahora el abate por qué los jóvenes y las muchachas eran aquí tan hermosos. Su belleza no procedía únicamente de la raza, sino también del equilibrio entre las necesidades del cuerpo y las necesidades del alma. Vivían ni más ni menos como sus antepasados de la Roma cesárea y estaban interiormente iluminados por la fe de la Roma pontificia. La tranquilidad de su alma se reflejaba en sus rostros, a los que añadía una luz que los distinguía: no era la tranquilidad del prudente que ha domado sus pasiones, sino, al contrario, la alegría de quien cede a ellas sin hacerse violencia y las satisface sin tasa. Se complacían en su belleza y en el goce de su belleza, pero se advertía todavía en sus frentes la marca del sacramento, que no la había borrado, como no retiraban de su cuello la medalla de su infancia. Les coronaba la rosa mística y les perfumaba la de Pesto.
Era Paola quien había inspirado estas ideas a Víctor. Era en ella donde respiraba estos perfumes.