V

Su Eminencia se echó a reír al ver los magníficos cuadros que el abate le había compuesto. Las solicitudes de las órdenes religiosas, resumidas en cifras, se distinguían por tintas de diferentes colores: los mártires estaban en tinta roja, los confesores y doctores en tinta negra, las vírgenes en tinta azul, los ermitaños en tinta verde; los nombres de los venerables estaban en letras corrientes, los de los bienaventurados en letras mayúsculas y los de los más próximos a la canonización en letras de adorno.

Había sesenta y tres nombres en letras de adorno. La parte del león correspondía a los hermanos menores, con trece aceptados de ciento cincuenta inscritos. Los seguían los capuchinos, con nueve de cincuenta, los dominicos, con ocho de cuarenta y dos; los jesuitas con tres de cincuenta y ocho; los agustinos, con tres de catorce; los conventuales, con dos de veintiocho; los pre-monstratenses, con dos de dos; los barnabitas, con uno de diez; y los misioneros de la Preciosísima Sangre, con uno de uno. Los demás aceptados correspondían a órdenes menos famosas; los pasionistas tenían treinta causas, pero todas ellas dormían. Si se añadían los conventuales a los hermanos menores y los capuchinos, se veía que los franciscanos tenían, de un total de ciento cuarenta y tres inscritos, veintiséis candidatos a la aureola. Aun así, el capellán había dicho al abate que era muy de alabar la moderación de los franciscanos; para que no pareciera que atestaban las avenidas de la Sagrada Congregación de Ritos, no echaban mano de todas sus reservas. Sólo presentaban a veintiséis bienaventurados, cuando tenían doscientos doce. Con una discreción todavía más ejemplar, los jesuitas, que contaban con ciento cuarenta y uno, sólo postulaban a tres.

Cada orden tenía su postulador general, cuyo único cuidado era promover este género de asuntos. El león de estos postuladores generales era muy naturalmente el de los hermanos menores, el padre Scipioni. El abate había visto en una ocasión a este hombre, macizo, cuadrado, que soportaba el peso formidable de tantas virtudes heroicas, tantos escritos inatacables, tantos milagros probados. Se decía que estaba en condiciones, a dos milagros por cabeza, de exponer y defender frente a cualquiera los cincuenta y dos milagros de sus veintiséis candidatos. El cardenal se entretuvo en señalar, como prueba de los móviles secretos de las canonizaciones, el hecho de que fueran las órdenes mendicantes las que postularan el mayor número de santos: las canonizaciones eran una de las formas de la mendicidad.

El abate dijo que, a pesar de los móviles secretos, los franciscanos se llevaban la palma en el banquete de los elegidos, lo que podía inclinar a la conclusión de que su fundador tenía más méritos que los demás. Su Eminencia contestó que, como eran cuarenta y dos mil, proporcionaban necesariamente más santos que los premonstratenses, que sólo eran mil quinientos. Añadió que la explicación numérica, verdadera para ayer como para hoy, no había parecido siempre convincente para todo el mundo. Hubo un cartujo que, en una obra ingenua, se había preguntado por qué su orden tenía tan pocas canonizaciones, cuando tenía virtudes tan grandes y milagros cotidianos.

Como el papa quería este año contentar a los jesuitas quedaba excluida de rechazo toda candidatura franciscana; era inimaginable asociar en los gastos de iluminación y decoración a las dos órdenes enemigas. Los jesuitas no habían olvidado que habían sido suprimidos en el siglo XVIII por un papa franciscano. Tampoco lo habían olvidado los franciscanos; recientemente, habían publicado la apología de ese papa, retirada del comercio por presión de los jesuitas. Pero, en la iglesia de los Santos Apóstoles, Clemente XIV, sentado en su trono de mármol, parecía todavía dispuesto a fulminar a los hijos de Loyola. Su principal candidato para este año era precisamente quien les había restaurado la orden después de la borrasca: el bienaventurado Pignatelli. El abate sabía que un segundo título para la canonización del bienaventurado era que había barrido la calle delante de su puerta. El cardenal lo enteró de un tercero, incluido igualmente en el proceso apostólico: el bienaventurado Pignatelli, siendo como era todo un príncipe, había acudido, durante la ocupación francesa, a la citación de un comisario de Policía; así era de grande su humildad. La elección de este nuevo santo resultaba particularmente grata para Pío XII, quien, como secretario de Estado, había pronunciado en el Jesús el Panegírico del bienaventurado.

Como se había fijado en seis el número de las canonizaciones, incluidos Pío X y Pignatelli, había que elegir a cuatro más. Era indispensable contentar a los romanos adjudicando una de ellas a un natural de Roma. Tal era la razón de que el cardenal hubiera pensado en Gaspar de Búfalo, misionero de la Preciosísima Sangre. Por lo demás consideraba al apóstol del Lacio más interesante de lo que suponía el embajador de Francia. Era, decía, uno de esos santos como ya no se encuentran. Noble de origen e hijo de un cocinero, evangelizador de los bandidos del campo romano, se presentó audazmente, a comienzos del siglo XIX, con rasgos de santidad desaparecidos desde el Renacimiento. Había obligado a un asno a permanecer arrodillado mientras él predicaba en una plaza; había aparecido simultáneamente en dos lugares diferentes; era seguido por la paloma del Espíritu Santo, pero también por un murciélago, que era el Maligno; unas cadenas de oro levantaban su cáliz hacia el cielo.

El cardenal disfrutaba pensando que iba a lanzar este brulote contra la incredulidad contemporánea. «Ya que quieren que haga santos —dijo—, haré uno por lo menos de la vieja cepa». Estaba encantado de que tan hermosos milagros fueran impresos y distribuidos entre las multitudes de San Pedro. Le parecía que renovaba así los antiguos prodigios del asno de Ballaan, que hablaba a su amo, o del de Nuestro Señor, que cruzó los mares para ir a morir a Verona; de San Francisco Javier, que piloteó dos navios a varias millas el uno del otro durante una tempestad; de San Vicente Ferrer, que, mientras celebraba misa en Vannes, fue visto en Roma con su paraguas; de San Gregorio VII o de San Braulio de Zaragoza, a quienes una paloma hablaba al oído, lo mismo que a Mahoma; de San Lobo, en cuyo cáliz cayeron piedras preciosas; o de San Nicolás de Tolentino, en cuyo cáliz cayó una estrella. El cardenal confesaba que los milagros del bienaventurado Gaspar de Búfalo habían hecho fruncir el entrecejo a Pío XII, pero habían entusiasmado en cambio a Sor Pascualina.

La regla, lo mismo que la cortesía, exigía, por otra parte, que fuera canonizada una mujer La hermana Pascualina tenía su candidata: Sor María Crucificada de Rosa. El cardenal tenía afición a este nombre tan bonito, que designaba a la fundadora del instituto de las siervas de la caridad de Brescia. Sus milagros no llenaban un pliego. Vaya por Sor María Crucificada de Rosa.

Luego, el Santo Padre tenía empeño en que fuera canonizado un niño. Santa Goretti no le había bastado o, mejor dicho, como se había canonizado a una chica, quería ahora canonizar a un chico. La joven mártir de la pureza era una imagen trágica, digna de las Santas Inés, Ágata y Lucía, para no hablar de Santa Filomena. Tal vez convenía recordar que cabía mantenerse puro a menor costo. Al pedir al cardenal que lo probara con un chico, el Santo Padre le había impuesto una tarea muy difícil. No era que no hubiera entre los chicos tanta pureza como entre las chicas, sino que, al contrario, los candidatos eran muy numerosos y las rivalidades muy vivas. La palma de la pureza masculina era el sueño de las órdenes docentes. Los jesuitas, que, a pesar de ciertas impugnaciones, la poseían desde hacía siglos, habían tenido que ceder un folíolo de ella a los pasionistas, inventores de San Gabriel de la Virgen de los Siete Dolores. Y he aquí que surgían dos rivales todavía más temibles, como más jóvenes: Dominico Savio, entre los salesianos, y Amable Jacinto, entre los barnabitas. Delante de estos dos chiquillos de quince años, San Luis Gonzaga, San Juan Berchmans y San Estanislao Kostka parecían unos carcamales. Existía el peligro de que la palma de la pureza pasara a otras manos, llevándose con ella tal vez el patrocinio de la juventud y el cáliz anual que el ayuntamiento de Roma ofrecía a San Luis Gonzaga. Para eludir la estocada, los jesuitas habían planteado últimamente la causa de Guy de Fontgalland, pero habían tenido que batirse en retirada. Por muy atrayente que fuera este candidato, el prefecto de Ritos lo había torpedeado en una sesión antepreparatoria recordando esta frase del chico: «No quiero estudiar, porque sé que voy a morir pronto». Esto hubiera hecho de él el santo de los perezosos. Derrotados en la pureza masculina, los jesuitas se amparaban en la pureza femenina, a falta de cosa mejor. Eran ellos quienes habían imaginado a esa virgen india de la que el abate se maravillaba. Habían hecho que se aprobaran sus virtudes, pero no todavía sus milagros: Tekakwitka sería pronto una competidora para la Goretti de los opulentos pasionistas.

Entre los dos chicos bienaventurados que estaban en línea, el cardenal se inclinaba por Amable Jacinto. Entendía que los barnabitas necesitaban ayuda y que, en cambio, los salesianos iban viento en popa. Aunque sólo tenían un siglo de existencia, eran ya diecisiete mil y tenían una de las iglesias más prósperas de Roma. Era una orden rebosante; la estatua de San Juan Bosco, su fundador, tenía el honor singular de ocupar en la basílica vaticana el nicho situado encima de San Pedro, nicho que, por respeto, se había dejado vacío hasta entonces. Los barnabitas, que databan de tres siglos, sólo formaban un cuadro de quinientos setenta y dos profesos. Su iglesia, San Carlos de los Olleros, sólo tenía una Virgen poco conocida, la Madonna de la Divina Providencia; sus reliquias de Santa Febronia, que curaban la fiebre, y su anillo de San Blas, que remediaba los males de garganta, sólo procuraban a su olla un fuego mortecino.

Era el momento para que el abate preguntara cómo, siendo tan pobres los barnabitas, habían podido hacer los gastos de una beatificación y luego pagar las arras de una canonización. El cardenal contestó que había en este asunto un milagro y un misterio que le hacían interesarse especialmente en la causa: por mediación de un jesuita francés retirado en Roma, y una donante anónima había hecho frente a todos los gastos y hasta permitido que todo se hiciera con mucho ruido.

Finalmente, la regla quería que, entre los nuevos santos, figurase un mártir. San Chanel llenaba gloriosamente todos los requisitos. A falta de San Carlos de Foucauld, Francia y su embajador quedarían contentos. El cardenal no lo estaba menos, porque las canonizaciones de los mártires modernos eran cuestiones muy delicadas. La mayoría de ellas, en efecto, tenían matices políticos y podían causar más mal que bien. Los sacerdotes y religiosos martirizados en Europa durante las revoluciones no agradaban nada a la secretaría de Estado, aunque hubieran podido agradar a la Congregación de Ritos. Las víctimas de la revolución francesa tenían tan poco ambiente como las de la guerra civil española; se temía que, al exaltarlas, se despertaran las pasiones dormidas. Los eclesiásticos franceses de Roma y hasta el cardenal Tisserant se interesaban en algunas de estas causas, pero la Santa Sede tenía el arte de mantenerlos tascando el freno. Habían sido beatificados los dieciséis carmelitas de Compiégne, pero se prefería beatificar a los veintidós mártires de Uganda. China y África habían proporcionado desde hacía tiempo héroes que no escandalizaban a nadie y la serie, ay, no había terminado. Por lo demás, respecto a estas victimas de la fe y la política, lo más frecuente era que las cosas se detuvieran en los rayos que salían de la cabeza.

En su ingenuidad, el abate tuvo que expresar su sorpresa de que se tomaran tantas precauciones con causas tan excelentes. Pero quedó más sorprendido todavía cuando el cardenal le mostró con algunos ejemplos cómo se andaba con pies de plomo en materia de canonizaciones. Empezó Su Eminencia citando nada menos que las canonizaciones de San Luis y Santa Juana de Arco. La primera fue inspirada a Bonifacio VIII por el deseo de halagar a Felipe el Hermoso; el proceso de la segunda era bastante picaresco. León XIII, para oponer un dique a las fechorías del anticlericalismo en Francia, declaró a Juana de Arco venerable; Pío X, después del rompimiento diplomático, ofreció un cebo a los franceses proclamando a Juana de Arco bienaventurada; y Benedicto XV, cuando se previó la reanudación de las relaciones diplomáticas, se apresuró a hacer aprobar los milagros de la heroína y a inscribirla al año siguiente entre los santos. Así fue obtenida la designación de un embajador de Francia, «lo que demuestra —observó el cardenal—, que las canonizaciones sirven a veces para algo».

Poco antes de la primera guerra mundial, Su Majestad áulica, el emperador de Austria, rey apostólico de Hungría, quiso procurar a sus soldados una razón de más para creer en la victoria y la justicia de su causa y multiplicó los esfuerzos para que se canonizara a la archiduquesa Magdalena. Era su caballo de batalla. Pío X, papa de la paz, quiso agradar al más grande de los Estados católicos de Europa y aprobó los escritos de esta archiduquesa la víspera de las hostilidades. Pero esto no bastaba y el embajador de Austria-Hungría acosaba al secretario de Estado y al prefecto de Ritos en favor de la archiduquesa Magdalena. Se le concedió el decreto de validez en marzo de 1915 y, como, dos meses después, Italia entró en la guerra y, tres años después, no había ya ninguna Austria-Hungría, la archiduquesa se ha quedado con un pie en el aire.

El cardenal citó un último caso de estas risueñas «canonizaciones» políticas. Cuando fue decidida la guerra de Etiopía, Pío XI, papa de las democracias, proclamó el heroísmo de las virtudes de Justino de Jacobis, apóstol italiano entre los etíopes. Era una mañera de estimular a las tropas que iban a demostrar su heroísmo y sus virtudes «plantando la cruz de Cristo sobre las altas mesetas de un bárbaro país», como había dicho el cardenal Schuster, arzobispo de Milán, con olvido de que Etiopía era cristiana. En vísperas de la segunda guerra mundial, Pío XII no vio inconveniente en beatificar al apóstol de Etiopía; veía en ello hasta la ventaja de agradar al rey de Italia, que había llegado a ser, en el intervalo, emperador de Etiopía.

—No hace falta que te diga —concluyó el cardenal—, que Justino de Jacobis tendrá que seguir esperando pacientemente su canonización.

¡Ay, muchas veces ay!. Por mucho que se escrutaran las listas, por todas sus costuras y en todos sus colores, la más importante y urgente de las canonizaciones políticas no se mostraba aún en el horizonte: no había ni la sombra de un santo norteamericano.

Y el papa había reclamado uno cuanto antes.

—¿Cómo quiere que se lo procure —exclamó el cardenal—, si los norteamericanos no hacen santos?.

Pío XII esperaba que un santo norteamericano favorecería el establecimiento de relaciones oficiales con los Estados Unidos. La Santa Sede, a la que los diarios extremistas pintaban como un estipendiario de esta república, no había podido nunca lograr que Washington aceptara un nuncio y tenía que contentarse con tener allí a un delegado apostólico. Esta humillación estaba compensada por muchas cosas, pero un santo norteamericano lo hubiera arreglado todo mucho mejor. Verdad era que había santos franco-canadienses, pero sólo interesaban al Canadá, como Santa Rosa de Lima, patrona del Perú, y algunos otros santos sólo interesaban a la América del Sur, su patria. ¡Qué lástima que Sor María Crucificada de Rosa no fuera de Chicago en lugar de ser de Brescia!. Santa Gabrini, aunque canonizada para los Estados Unidos, no era más que una italiana y, al fin y al cabo, la patrona de los emigrantes dejaba fríos a los autóctonos. Sólo se veía elevarse, todavía pálida, la estrella de la viuda Seton, sierva de Dios en Baltimore. Se estaba todavía con ella en el breve del no-culto, atestiguando que la piedad norteamericana no se había anticipado a la decisión de la Iglesia. Se estaba todavía lejos del decreto de beatificación o de canonización, autorizando el culto de la viuda Seton como bienaventurada o como santa. Y en última instancia, la viuda Seton no era Juana de Arco.

Respecto a la virgen india, el cardenal Belloro percibía en esta postulación jesuítica la sombra del cardenal Spellman, gran evangelizador de pieles rojas.

—Mientras espera —dijo Su Eminencia—, yo le he propuesto que presente entre los pieles rojas a San Búfalo como el famoso Buffalo Bill, recibido antaño en audiencia por mi caro León XIII.

—¿León XIII recibió a Buffalo Bill?. —exclamó el abate.

—Lo recibió hasta con los indios que lo acompañaban. Como ves, el cardenal Spellman tiene el instinto de la raza. Hijo mío, los papas se aburren y les gusta que los distraigan. Pío XI inventó las audiencias para recién casados, que eran admitidos en cuanto presentaban la partida de matrimonio. No creo que los recibiera para darles unos últimos consejos, aunque sea cosa recomendada ahora a los curas en el cuestionario de la Sacra visita de nuestros obispos. Pío XII continuó con la costumbre, pero la guerra ha interrumpido las visitas de los jóvenes esposos. Recibe con entusiasmo, cuando su estado de salud se lo permite, cuanto es extravagante. En cuanto una figura del género chico, una reina destronada o un presidente exótico llegan a Roma, los emisarios del Vaticano van a proponerle que rinda homenaje al vicario de Cristo.

—Así, el año último tuvimos el placer de ver cómo llegaba ante San Pedro, al son del tantán, Su Majestad Salóte Tupu I, reina de Tonga. Los comediantes y las actrices, antes excomulgados y privados de sepultura eclesiástica, se han convertido en nuestros favoritos. Los bailarines comienzan también a hacer sus estrenos en la Sala Clementina: su antigua estrella morena, Josefina Baker, que había dejado en las puertas de bronce su cinturón de bananas, es una de nuestras últimas conquistas. ¿Sabes tú de qué ha sido tal vez la precursora?. Del día en que tendremos que resignarnos, con el alma hundida en la desolación, a hacer confesor, mártir o virgen a algún miembro de la raza de Cam. Mi colega de Nueva York se empeña en hacer pasar a Tekakwitka, virgen india, como quien echa una carta en un buzón, pero se expone con eso a que un santo negro provoque en su país un tumulto. Pero, si es cierto, como escribe el Osservatore Romano, que «cada día se convierten a la verdadera religión veintiún negros norteamericanos», es preciso que la verdadera religión les procure santos adecuados.

El abate dijo que estaba impresionado por los progresos del catolicismo en los Estados Unidos, y no únicamente entre los negros, y el cardenal le replicó contando una sesión de la Congregación de Religiosos. El eminente prefecto, cardenal Valeri, se felicitaba delante de sus colegas de los éxitos que, en todos los ámbitos de la república federal, obtenía la orden de la Trapa. «En 1944 —dijo—, había allí tres monasterios de trapenses con trescientos veinticinco monjes. Hoy hay diez con ochocientos cincuenta. Además, las hospederías de esos monasterios están llenas de jóvenes aspirantes que esperan la edad canónica para ingresar en ellos». ¡Qué hermosa réplica al «americanismo» condenado por León XIII y que alababa las «virtudes activas» del sacerdocio en detrimento de las «virtudes pasivas» de la vida contemplativa!. Las virtudes pasivas merecen todos los honores en el pueblo más activo de la tierra.

—Yo pregunté pérfidamente —dijo Su Eminencia—, cuántos norteamericanos auténticos había entre esos ochocientos cincuenta trapenses. Y cuando el cardenal Valéri me hubo contestado: «Casi la mitad», exclamé como cuando oí el número de católicos del Sahara: Per Baco!. No creí que fueran tantos.

Si los Estados Unidos no figuraban en la orden del día de las canonizaciones, a pesar del aumento en el número de trapenses, España tampoco estaba en ella este año. Se le haría ver que San Pignatelli había nacido en España, aunque fuera de origen italiano y hubiera muerto en Roma, y cabía contar con su participación generosa en las fiestas de San Pedro. El abate se asombró de que no fuera mejor tratado un país que había quitado a Francia el título de hija mayor de la Iglesia.

—Es que la Iglesia —dijo el cardenal—, se fija más en las ovejas descarriadas que en las fieles. Oí antaño a un miembro de la delegación enviada por Francia a las fiestas de la coronación de Pío XII asombrarse por algo parecido. El papa recibió a los delegados en audiencia privada y los interrogó uno a uno, como tú le has visto hacer. Cuando llegó a un senador que le dijo que tenía un hijo misionero y una hija religiosa, el Santo Padre inclinó la cabeza y pasó al siguiente sin decir una palabra. Lo mismo pasa con España, que está ahí, «con sus santos, sus hogueras y sus ensangrentados Cristos: basta inclinarse y pasar».

—Es así como el Santo Padre ha recibido con mucha pompa a un ministro japonés, es decir, pagano, y, en cambio, ha recibido a la chita callando el año último al ministro de Asuntos Extranjeros de la catolicísima España, quien acababa de firmar con su uniforme de gala un nuevo concordato. Y ese concordato, que España nos lo reclamaba en todos los tonos desde hacía quince años, lo hemos hecho esperar hasta que Estados Unidos hiciera un guiño al general Franco.

—¿No es eso un poco cínico, Eminencia?.

—Es política, hijo mío. El Vaticano tiene que andar siempre dando bordadas entre lo temporal y lo espiritual para que lo uno no comprometa a lo otro. Unos dicen que esto es falta de valentía y otros que es falta de escrúpulos. Lo que pasa es que el Vaticano tiene un sentido del matter of fact tan agudo como los anglosajones. Su fijeza aparente, su exterior medieval, cuidadosamente mantenido, es una tapadera muy conveniente para errores, incertidumbres, palinodias y traicioncillas. Cuando se lee el libro de la eternidad, nadie se toma la molestia de hojear el libro de este bajo mundo.