También el embajador de Francia vino a preparar el terreno. El cardenal estimaba mucho la distinción y la discreción de este diplomático. El conde de Ormesson, en contraste con otros embajadores, acosaba moderadamente al prefecto de Ritos en defensa de las causas nacionales. Por lo demás, tenía pocos motivos para quejarse: cada año y sin que él se esforzara mucho, había algún nuevo bienaventurado o santo francés.
No tenía más que una debilidad y ésta, más que de hombre, era de embajador: vigilaba con ojos de lince la causa del papa Inocencio XI. Era para vetarla, como el prefecto de Ritos vetaba la de Chiron. Inocencio XI Odescalchi habría muerto sin duda en olor de santidad, pero los embajadores de Francia de todos los regímenes se transmitían la consigna de cerrarle el camino de la beatificación. Lo castigaban, no por haber puesto en entredicho a la Iglesia galicana, sino por haber excomulgado al marqués de Lavardini, embajador del Rey Sol. Para complacer al pueblo de Roma, que consideraba milagrosos los despojos de Inocencio XI, éste había sido declarado venerable a los veinticinco años de su muerte, pero el embajador de Luis XV hizo prometer que las cosas se detendrían aquí. Desde entonces, los del Directorio, el Consulado, el Imperio, La Restauración, la Monarquía de julio, el Segundo Imperio y todas las Repúblicas no se olvidaron de decir al oído del Santo Padre, al presentarle las credenciales: «Al buen entendedor, pocas palabras bastan, Santísimo Padre: nada de beatificar a Inocencio XI, por favor». No se atrevieron ni a aprovechar las interrupciones en las embajadas, por miedo de desagradar al embajador que viniera, y, aunque el recuerdo de Inocencio XI seguía siendo muy caro para la Santa Sede y había dos príncipes Odescalchi que eran guardias nobles, nadie decía nada de esta causa, que continuaba figurando a título académico en las listas del cardenal Belloro.
El conde de Ormesson no venía a ver al cardenal para hablar de Inocencio XI. Al tanto de que no era de temer una sorpresa, nunca había abordado este asunto. En otro caso, el cardenal le hubiera aconsejado la única solución que veía para el problema y que ya había expuesto al abate: remitirse, por indulto, al juicio de Dios, como en el medioevo, y someter a un príncipe Odescalchi y al conde de Ormesson a las diversas pruebas del fuego, el hierro al rojo y la espada.
El embajador dijo que lamentaba tener que hacer una gestión que era nueva para él. Era enemigo de intervenir en las sagradas decisiones de la Iglesia, a menos que plantearan cuestiones de principio. Tampoco su Gobierno le había encomendado la menor intervención. La República aplaudía las canonizaciones francesas, pero no las provocaba. Sin embargo, como embajador de Francia y amigo de la Iglesia, creía que no podía callarse. Un grupo de parlamentarios franceses venidos hacía poco a Roma y los medios eclesiásticos franceses de la Ciudad Eterna estaban inquietos y murmuraban. Había muchas lamentaciones. La barba del cardenal Tisserant se perfiló sobre el noble rostro del embajador, quien ya no vaciló en exponer la tesis de la Iglesia de Francia:
—¿Qué va a recibir la Iglesia de Francia en las canonizaciones de mayo?. El gran Chanel, según me han dicho mis agregados eclesiásticos. Estoy encantado de que sea así, Eminencia, pero, al fin y al cabo, si se me permite emplear una expresión del juego de pelota, eso sólo es pelotear antes del partido. Por otra parte, ese nombre de San Chanel desconcertará un poco a los franceses, para los que es principalmente el de una casa de alta costura. —El cardenal veía que, por lo menos, el embajador tenía el sentido de los nombres y no apoyaría nunca, ni siquiera a título oficioso, la candidatura del cardenal Tisserant—. Hay algo más: nadie ignora, Eminencia, que Pío X está incluido en la hornada. No entusiasmará eso a la Iglesia de Francia. Recordará que los obispos franceses no acudieron precisamente en masa a la beatificación; me han dicho que se hará lo necesario para que sean más numerosos en la canonización. Las heridas que causó Pío X en nuestro clero, indudablemente necesarias, han sido abiertas de nuevo de otra manera por medidas recientes, no menos necesarias sin duda, pero igualmente crueles. La Iglesia de Francia se ve constantemente como un Cristo, constantemente en la cruz. Si hay que dejarla en ella, ofrézcanle por lo menos una esponja que no esté empapada exclusivamente en hiel. —El cardenal contestó que no se ofrecía a la Iglesia de Francia un San Verjus.
—He hecho examinar sus estadísticas —dijo el embajador sacando un papel—, y compruebo que Francia, ¿cómo es posible?, ha perdido su rango de hija mayor de la Iglesia. Me inclino delante de la abundancia de causas italianas: es muy natural que haya muchos futuros santos en un país tan católico y donde el ejemplo del estado mayor de la Iglesia, para no hablar de su jefe, crea naturalmente vientos de santidad. No ignoro tampoco que los postuladores de estas causas están mejor situados que los de otros países y que, como dicen en mi país, es una gran cosa estar al sol. No discuto, pues, la primacía de Italia; al fin y al cabo, Italia tiende cada vez más a confundirse con el Vaticano. Pero lo que me subleva es ver a España dar jaque a Francia y hacerle caer así en el rango de hija menor. A pesar del esfuerzo de París, esa ciudad de santos que les procura treinta causas, a pesar del esfuerzo de Burdeos, que les proporciona seis, y de Carcasona, que les proporciona cuatro, mi país recibe una afrenta que no merece. Ninguna ciudad española llega a la cifra de París; Toledo, con el mayor número, apenas llega a diecisiete míseras causas. Por último, aunque derrotados en la cantidad, conservamos la calidad. Por ello, teniendo en cuenta la antigua procedencia francesa, teniendo en cuenta la permanente calidad francesa, pido que la Iglesia de mi país reciba una compensación.
—Advierta, Eminencia, que Francia, como Francia, no pide nada. «Ayer soldado de Cristo, hoy soldado de la humanidad». —Como dijo Clemenceau—, será siempre soldado del ideal. Gesta dei per Francos. Sin embargo, Francia agradecería un rasgo, un regalo imprevisto. Es este regalo lo que acabo de tener el atrevimiento de indicarle a título personal y sé que su generosidad no tiene límites. Eminencia, dennos un buen santo, que será al mismo tiempo un gran santo: dennos a San Carlos de Foucauld. «No es todavía siquiera venerable, Excelencia». «Diga una sola palabra, Eminencia, y lo será». «El proceso sobre sus escritos, Excelencia…». «Eminencia, permítame que interrumpa, pero ya se puede imaginar que he estudiado el asunto antes de venir a molestarlo». «Por favor, Excelencia…, mis consejeros eclesiásticos y yo hemos estudiado a San Carlos de Foucauld, siervo de Dios y de Francia, apóstol del Sahara, y estamos convencidos de que su causa puede ser acelerada. Las canonizaciones van a ser proclamadas dentro de dos meses, pero las beatificaciones lo serán únicamente en noviembre. Está todo al rojo vivo para el gran Carlos. El proceso ordinario está a la espera en Chardaia, en el Sahara, donde tienen ustedes un vicario apostólico que es uno de los más fervorosos partidarios de la beatificación». «Pero nos faltarán todavía los milagros. Excelencia; voy a comprobarlo en seguida». «¿Sus milagros?. ¿Qué más milagro que nuestro imperio africano, del que fue uno de los constructores?. En los momentos en que la Unión Francesa recibe golpes tan violentos, ¡qué consuelo será para nosotros ver que uno de sus precursores recibe oficialmente el título de santo o por lo menos de bienaventurado!. Ya sé que se va a ceñir este año la aureola suprema al mártir de Oceanía, pero den también un nimbo al apóstol del Sahara». «Como sabe, Excelencia, los bienaventurados no tienen derecho a un nimbo, sino únicamente a rayos que salen de su cabeza». «Naturalmente. Y advierto, Eminencia, que se trata de santificar, junto al gran Chanel, a Gaspar de Búfalo, apóstol del Lacio. Me guardaré muy mucho de discutir los méritos de este apóstol, pero, al fin y al cabo, aunque el Lacio sea una de las más hermosas provincias de Italia y tenga la gloria de poseer la Ciudad Eterna, ¿puedo preguntar qué supone al lado del Sahara?. El Sahara tiene más de dos millones de kilómetros cuadrados, es decir, casi diez veces la superficie de Italia entera. Hay diferencia, a mi juicio, entre ser apóstol del Sahara y ser apóstol del Lacio». «¿Cuántos habitantes hay en el Sahara, Excelencia?». «¡Un millón, Eminencia, un millón de habitantes!». «¿Y cuántos católicos, Excelencia?». El embajador pareció un poco desconcertado. «Bien, no sabría decírselo». El prefecto de ritos hojeó el anuario pontifical: «Catorce mil sesenta y tres, Excelencia». Miró al embajador, que se atusaba el bigote, y repitió: «Catorce mil sesenta y tres». «Excelencia, Per Bacco!. Más de los que yo creía». El embajador respiró. «Como ve, Eminencia, hay que llevar a Carlos de Foucauld a los altares. Los intereses de la Iglesia y de Francia siguen confundiéndose». «Esta causa será para mí una causa personal, Excelencia. Le aseguro que va a ser acelerada». «Eminencia, los hijos de Santa Petronila le quedarán agradecidos». «Excelencia…, Eminencia…. Tal vez los franceses de la Cuarta República ignoren que Santa Petronila es en Roma la protectora de Francia desde los días de Pepino el Breve».