Su Eminencia recibió dos visitas que se complació en narrar a su joven confidente.
—Ha venido a verme a San Calixto el cardenal Tisserant. Forma parte de mi congregación, aunque yo no le devuelvo la cortesía en la suya. No estaba al parecer satisfecho de las últimas asambleas generales y quería verse a solas conmigo. Mentiría si dijera que me resulta muy simpático el decano del Sacro Colegio, secretario de la Congregación para la Iglesia Oriental, de la que el papa es el prefecto; pero es hombre que me merece la mayor veneración. Es un santo. Francia puede sentirse orgullosa de él; es, gracias a él, la única potencia que tiene un cardenal de curia. No había dado un decano al Sacro Colegio desde hace dos siglos, pero no creo que éste protegiera a Rabelais, como el cardenal de Bellay, que fue decano hace cuatro. Se dice que el capelo «se le ha subido a la cabeza» en todos los sentidos y yo lo he oído, precisamente en la embajada francesa, reprender agriamente a un obispo francés que osó sentarse en el mismo canapé que él. Ha tomado muy en serio, y esto lo enaltece, su dignidad de obispo suburbicario y ha hecho construir una catedral, a fuerza de millones, en su retirado obispado de Santa Rufina. Se ven sus armas parlantes hasta en las pilas del agua bendita y, como toda catedral supone un capítulo, ha descubierto una pequeña orden, recién salida del cascarón y muy rica, de canónigos regulares que está construyendo, cerca de la catedral, su vasta residencia. No hay razón para que los cardenales no se diviertan. Por lo demás, admiro la inmensa erudición de mi ilustre colega, la competencia que demostró cuando fue prefecto de la Biblioteca Vaticana y la habilidad con que ha arrebañado, durante una pacífica misión por Oriente, libros y manuscritos preciosísimos. Es así como se templó la mano para conducir la barca de la Iglesia oriental. No ignora que nuestra política con la Iglesia oriental es la de un abrazo fraterno que la ahogue. El nombre histórico del palacio donde están instaladas las oficinas del cardenal Tisserant, en la calle de la Conciliación, es una confesión sin el menor artificio: palacio de los Convertendi, de los que deben ser convertidos.
—El cardenal estaba muy excitado. Yo creí que era porque los obispos griegos le habían jugado una mala pasada. A hurtadillas, han ordenado sacerdote a vuestro célebre Massignon, del Colegio de Francia, personaje tan respetado por el Islam como por la Iglesia oriental. Después de esto, el decano del Sacro Colegio no puede dormir. «Es un escándalo», me dijo para entrar en materia. Yo estaba convencido de que iba a hablarme de esta ordenación, pero se había olvidado al parecer de sus instrucciones secretas de secretario y me habló como un oriental: «Es un escándalo que Charbel Maklouf no sea canonizado este año. No hay derecho a tratar con desdén a la Iglesia oriental; no hay derecho a burlarse de un siervo de Dios como Charbel Maklouf y de la orden antonina de los baladitas sirio-maronitas, que lo considera su gloria».
—La Iglesia oriental está harta de ser tratada como el pariente pobre y casi sospechoso de no tener derecho a las colectas ni a las indulgencias, de no tener siquiera el privilegio de las tres misas para la conmemoración de los fieles difuntos. Espera desde hace menos de medio siglo que la Santa Iglesia Romana decida hacer un santo de Charbel Maklouf. ¿Qué digo?. Espera desde hace dos siglos que el gran Mechitar, fundador de los mechitaristas, vea reconocidos sus méritos, como espera desde hace un siglo que Nematallah Kassab Al-Hardini vea reconocidos los suyos. Pronto mostrará la misma impaciencia respecto a ese otro gran maronita de fecha más reciente: Rifka Ar-Rais A-Himbaia Bikfaia. Siria y el Líbano se agitan. Ya no me voy a atrever a poner los pies en la calle Aurora, en la iglesia de San Marón; temo que los maronitas se arrojen sobre mí y me corten la barba. En cuanto a los mechitaristas, tienen todavía el genio más vivo. ¡Qué reliquias en perspectiva!, me dije para mi coleto. Y le pregunté por qué no se había hecho el ponente de las causas levantinas. —¡Hubieran avanzado a paso de carga!—, añadí con voz melosa.
—Era una perfidia, porque ninguno de los siervos de Dios en los que se interesa ha avanzado mucho. Él lo sabía tan bien como yo.
—¡Linda manera de ponerme en evidencia! —exclamó—. ¿Es que las causas latinas de las que soy ponente andan mejor?. ¿Y mis causas uniatas?. Dígame, ¿cómo anda la de Jerónimo de Valaquia?.
—«Le honra mucho, Eminencia, haber despertado una causa totalmente dormida. Fue presentada en 1627; las virtudes de Jerónimo de Valaquia han sido aprobadas, gracias a usted, en 1952. Todo está ahora en buen camino».
—Con los tiempos que corren —dijo—, un bienaventurado valaco sería un gran consuelo para los uniatos de Rumania. Pero también me agradaría que hicieran algo por la Iglesia de Francia.
—Cuando oigo esa expresión de Iglesia de Francia, siento cierta comezón, a pesar de mi simpatía por todo lo francés. Sentí que el dardo del galicanismo asomaba por la maleza que cubre los labios del cardenal y es esa una punta para la que son muy sensibles nuestras epidermis romanas. Le dije que, según todas las probabilidades y como él lo sabía, íbamos a hacer un santo del bienaventurado Chanel, mártir de Oceanía. «De acuerdo en lo referente al bienaventurado Chanel —me contestó—, pero, entre las diez o doce causas que están a mi cargo, hay una que me interesa muy especialmente: Chiron de Carcasona. Recuerdo mi alegría cuando hice aprobar sus escritos en febrero de 1940. Me sentía feliz, en los momentos en que Francia se preparaba para aplastar a Alemania, enviándole, como refuerzo espiritual, al venerable Chiron».
—Debes saber, hijo mío, que el cardenal Tisserant es un patriota de primer orden. Durante la guerra encarnó noblemente aqui, en unión de monseñor Pimprenelle, canónigo de San Pedro, el espíritu de la resistencia francesa. Solía decir al reverendísimo padre Gillet, que pensaba de modo distinto: «Esto le costará la púrpura». E hizo lo posible para que fuera así. Ten en cuenta que es todo un carácter y que, por ello, es odiado por el papa tanto como él lo odia. Lo llama Pacelli y Pacelli lo llama el barbudo. Pero bajemos cuanto antes el telón de púrpura.
—Yo dije a mi interlocutor: Recuerdo muy bien lo que hizo usted por Francia, pues no hay modo de olvidarse de su enfado, cuando hice aprobar en 1942 los escritos de Victrix de Eggenfelden, capuchino de Ratisbona. «Sea como fuere —me replicó con fastidio—, hay que sacar del atasco al venerable Chiron, Eminencia». Golpeó la mesa, lo que hizo vibrar su puño de celuloide, porque, si bien critica muchas cosas del Santo Padre, ha adoptado sus puños por economía. Quise que me pagara ese golpe a la mesa. «Lo siento, Eminencia, pero, mientras yo esté aquí, no habrá bienaventurado Chiron». ¿Y por qué?. ¿Se puede saber?. «Mientras yo viva, el bienaventurado Perboyre será el último de los bienaventurados ridículos. No quiero que se rían más de la Iglesia. Pongo el veto, no solamente a Chiron, sino también a los Poussepine, los Verjus, los Cristarosa y los Malinkroft, que nos quitarán más de lo que nos traerán, y los treinta mil jesuitas no me harán jamás canonizar a su bienaventurado Sautemouche. En el año de gracia de 1954, la Iglesia debe tener el derecho de no santificar al primero que le sea presentado». Lo comprendo. «Ustedes necesitan al bienaventurado de la Colombiére, a la vizcondesa de Bonnault d'Houet, a Teresa de Monaignac de Chauvance, a Francisco de Montmorency-Laval, a María Chappotin de Neuville. ¡Esas son las causas que agradan a la Congregación de Ritos!» «Se olvida, Eminencia, de la venerable Pinczon de la Salv». «Bien, ¿puedo saber qué hace falta para acelerar una causa en esta congregación de la que se supone que formo parte?». «Dinero». ¿Cómo?. «Vamos, Eminencia, parece que estoy hablando a un monaguillo y no al decano del Sacro Colegio. Sabe perfectamente que hace falta dinero, un poco de dinero, para hacer un venerable; dinero, mucho dinero, para hacer un bienaventurado; y dinero, todavía más dinero, para hacer un santo». «Me olvido de todo eso en el sereno ambiente de la congregación oriental». «Diga más bien que quiere olvidarlo». «Pero ¿dónde quiere que yo encuentre ese dinero?». Me incliné hacia él para decirle con una sonrisa inocente: «Haga esculpir menos blasones en su catedral». Se levantó y se marchó, en la actitud de quien no iba a volver a hablarme durante mucho tiempo de Maklouf de Antioquia e tutti quanti.