Admiraba la calma con que aceptaba esta mañana la idea de la cita. Desde que había dejado de luchar contra la tentación, experimentaba la misma paz que el día en que creyó haberla vencido. Ya no pensaba en las oraciones para pedir continencia. Admitía ahora que podía pecar sin destruir su ideal.
Penetraba en esta existencia secreta como en las catacumbas; sabía que no se quedaría en ella. ¿Tendría este día una continuación tan siquiera?. En todo caso, lo viviría. Probaría las cosas de este mundo. ¿Por qué tenía que impedírselo la ropa que llevaba?. No tenía más que las órdenes menores y la promesa de castidad se hacía únicamente en las órdenes mayores. No creía que esta modesta experiencia le impidiera ser un buen sacerdote. ¿No era esto acaso lo que habían querido decirle al prometerle hacer de él un sacerdote romano?. No un hipócrita, no un atormentado, sino un hombre que se ha elevado poco a poco por encima de su profesión. El mejor modo de elevarse era rebajarse.
Victor Mas estaba en paz, no solamente consigo mismo, sino con Dios. Al volver de San Sebastián, se había confesado en la Magdalena. Había hecho un enérgico acto de contrición, pasado una noche tranquila y comulgado esta mañana sin reservas. Esta noche, al volver de la cita, se confesaría de nuevo en otra iglesia: una mano lava la otra. Había puesto en su cartera el agnusdéi que le había dado el cardenal y no había enrojecido ni por el estreno que iba a tener el obsequio ni por las palabras del capellán: «Ahora ya está usted tranquilo».
Había sabido por adelantado que estaría libre a esa hora; el cardenal practicaba ahora mucho antes sus ejercicios de breviario y volvía en seguida a San Calixto, para atender las cuestiones urgentes que se planteaban en estos comienzos de año. Como tenía por principio no mezclar directamente a su joven secretario en los asuntos de la congregación, le dejaba al paso en la calle de la Rotonda. El joven había pedido permiso para ausentarse, con el pretexto de que iba a ver a uno de sus profesores. Desde luego, iba a una lección, porque estaba convencido de que allí sería el alumno. Pero ¿no había aprendido algunas cosas en las lecciones de la gregoriana?.
No era de los que seguían con el rostro congestionado los cursos de teología moral. La naturaleza le había enseñado tanto como sus maestros y se sonreía de todo lo que hacía la Iglesia para iniciar convenientemente a los futuros confesores. Mas, ¿no era un poco cruel formar tan bien a los jóvenes atletas para no ofrecerles después más palestra que el confesonario?. De todos modos, como en el caso de los sueños, el abate había admirado la profunda psicología de la enseñanza canónica y el viejo humanismo que los jesuitas en ella revelaban. Precedidos de sus famosos casuistas Sánchez y Fagúndez, escoltados por el dominico Billuart y el barnabita Bosso, avanzaban a través de todas las deshonestidades del corazón humano, como por el «camino de terciopelo» de su no menos famoso Escobar. Sus «cuestiones probables», planteadas antes como sugestiones más que como sentencias, les habían abierto este camino. Se comprende que las disputationes, disqisitiones y disceptationes referentes a los dos mandamientos tan caros a los señores de San Sulpicio hubiesen sido consideradas el equivalente de obras pornográficas. A comienzos del siglo, se habían añadido a una lista ya larga las de un antiguo superior del seminario francés de Roma, el espiritino Eschbach. La lista aumentaba sin cesar, como si estos problemas siguieran engolosinando a los teólogos, como una compensación para su virtud forzada o un desquite sobre el placer ajeno. Los últimos llegados, Aertnys y Damien, pasaron toda la guerra dedicados a estudiar los Amores, los Juegos y las Risas y proporcionaban material nuevo a los exegetas de la gregoriana. Por fortuna, sus obras estaban en latín, como se seguían en latín los cursos de la gregoriana, pero el latín, inclusive el de la Iglesia, ¿no ha tenido acaso el privilegio de desafiar la honestidad?.
Se aprendía, pues, en latín a distinguir, no solamente la castidad, el pudor y la continencia, sino también las partes del cuerpo honestas, menos honestas y deshonestas; no solamente los movimientos leves de la carne, que no son más que faltas leves, y los movimientos graves, que son faltas graves, sino también los movimientos voluntarios y los involuntarios, la repugnancia pasiva que los acepta con resignación y la repugnancia activa que los sofoca directamente, con procedimientos juzgados peligrosos, o indirectamente, con subdivisión en medios externos, como un cambio de posición, y medios internos, como las jaculatorias. El abate había recurrido a todos estos medios durante su período de repugnancia activa.
Se estudiaban también en latín la lujuria completa según natura, con sus variedades de fornicación simple y fornicación doble (adulterio, incesto, estupro), y la lujuria completa contra natura, con variedades no menos tristes. La Iglesia demostraba aquí que había que creer en el diablo, pues una de las variedades de la lujuria completa contra natura era el «ayuntamiento activo o pasivo con el demonio». Ya no se trataba de ilusiones, como en los sueños; se trataba de un hecho y de un hecho que causaba escalofríos. Se señalaba que si el demonio tomaba la forma de persona casada había la complicación de adulterio; si de un pariente próximo, la de incesto; y si de una persona sagrada, la de sacrilegio.
Se aprendían, siempre en latín, todos los matices del amor conyugal: lo que la mujer podía conceder al marido y lo que debía negarle, si cabía comenzar en los vasos ilegítimos a condición de acabar en el vaso legítimo, cuáles eran los tocamientos púdicos y cuáles los impúdicos, cuándo cabía pronunciar palabras inmundas y cuándo no. Los dibujos con tiza ilustraban las palabras en el tablero, se exponían planchas anatómicas y los profesores advertían que había moldes a disposición de los que no hubieran comprendido bien. ¿Acaso el mismo Pío XII no había entrado en el baile al hacer sus declaraciones famosas sobre los días en que la Iglesia se ponía finalmente a tono con la naturaleza y permitía el cumplimiento del deber conyugal sin la necesidad de engendrar?. Venus reaparecía en los lechos de los esposos cristianos sin la desesperante etiqueta de genitrix.
En realidad, la teología moral había mostrado ya cierta laxitud en cosas secundarias. Por ejemplo, cabía mirar las partes deshonestas del prójimo o las de los animales, pero de lejos y al paso. Se podía hasta mirar la cópula de animales, siempre que fueran pequeños y siempre al paso y de lejos. Se podían contemplar las estatuas y pinturas inmodestas, con tal que fueran antiguas, lo que hacía superfluas las hojas de parra de los museos pontificios y las «braguetas» con que habían cubierto algunos desnudos de la Sixtina. Todas estas miradas eran inocentes, a condición, desde luego de no poner en ellas ninguna malicia.
Estos distingos constantes, estas mensuras y estos matices erigidos en leyes hacían del amor una Contabilidad, como pasaba con las indulgencias. Pero ¿qué dominios no estaban sometidos a estos principios?. El abate los veía también aplicados en la nueva ordenanza referente al ayuno eucarístico. Si se habían recorrido dos kilómetros a pie una hora antes de comulgar, se tenía derecho, por la mañana, a una naranjada, pero no a una mermelada; a un huevo crudo, pero no pasado por agua; a un café con leche, pero no a un chocolate. Si se comulgaba por la tarde, se podía comer bien a mediodía, pero sin licores.
El abate se felicitó: la entrada del inmueble no estaba vigilada por el portero. Para no solicitar su ayuda —los porteros romanos guardan la llave de los ascensores—, subió a pie los cinco pisos. En las puertas de los departamentos se fijaba en los números, cada vez más altos. Una de las puertas se abrió y dio paso a un joven recadero, quien, al ver la sotana, hizo, con mucha insistencia, el ademán italiano de la Fortuna viril. A este respecto, el criado cínico había completado las observaciones que le habían inspirado los escolares del Panteón. Había dicho al abate que ciertos chicos del pueblo hacían ese ademán, no como proposición, antes bien, como un conjuro cuando se cruzaban con un sacerdote, porque el color negro era para ellos un mal augurio.
Llegado ante la puerta fatídica, el abate sintió que su corazón latía con fuerza, no únicamente a causa de la ascensión. Procuró recuperar el aliento antes de llamar. Para distraerse de su emoción, se imaginó que le abriría la puerta una dueña y que él diría: «Busco a una joven de Santa Brígida». Paola estaba allí delante.
—¡Cómo te esperaba! —le dijo la joven, tuteándolo inmediatamente.
Este tuteo recordó al abate su llegada al palacio del cardenal. El de hoy, en este departamento, representaba el otro polo de su existencia romana. Echó sobre una butaca su abrigo y su sombrero.
—¿Está segura de que no vendrá nadie?.
Como respuesta, la joven corrió el pestillo. Parecía que había dejado deliberadamente abiertas todas las puertas para demostrar que estaban solos. Desde el salón de entrada se veían una cocina a la derecha, el dormitorio enfrente y el cuarto de baño al fondo. Pero, más que para tranquilizar al visitante, ¿no estaba abierta la puerta del dormitorio para suprimir los preliminares, vencer los últimos escrúpulos y poner delante el hecho consumado?. Formaban la decoración del salón un diván y unas sillas tapizados con felpa, algunos objetos de arte baratos y unas vistas de Roma. Una tetera humeante, dos tazas de té y un plato de pastas en una mesita baja representaban una concesión al formalismo. Paola hizo sentar al abate en el diván y se sentó cerca de él.
—¡Qué contenta estoy de que hayas venido, a pesar de todo lo que habrás pensado de mí!.
—No he pensado nada, pues he venido.
La joven sirvió té y ofreció las pastas.
—¡Qué cosa más maravillosa es tener lo que se ha deseado! —dijo.
—¿Quiere terminar de burlarse de mi?.
La joven apagó la luz. El abate sintió unos labios que buscaban los suyos. Era el primer beso que daba y el primer cuerpo que abrazaba.
—Estoy desnuda debajo de mi vestido —le dijo Paola al oído—. ¿Y tú?.
No tuvieron necesidad de ir al dormitorio.
Víctor, vencido y vencedor, pensaba en la calma del placer, pero de un placer que ya no era un sueño. Comprendía que los hombres creyeran que valía la pena buscar un placer así, con afán que siempre superaría al de los teólogos en estudiarlo. Pero se decía también que, para los teólogos, si muriera en este momento, quedaría irremisiblemente condenado. Sin embargo, esta idea sólo le parecía una idea y la alegría palpable de su felicidad era más fuerte que la teología.
La luz que se filtraba por la ventana iluminaba vagamente la pieza. Se incorporó sobre el codo para contemplar a esta bella joven que le había hecho pasar por el aro.
—Querida mía… —murmuró. Saboreó estas palabras, que pronunciaba por primera vez en su vida—. ¿Quieres decirme, Paola, por qué te has encarnizado con este pobre seminarista?. Con tus atractivos y tu belleza, no podían faltarte las ocasiones. ¡Y hasta tienes un departamento a tu disposición!. Perdóname que te diga que, al ceder contigo, no creía que entregaba mi virginidad a una virgen.
Paola se echó a reír y lo abrazó.
—Te deseé porque me gustabas. Siempre me dije que una chica tenía derecho a conocer el amor antes de casarse. Tal vez no sea esto muy moral, pero no me impedirá ser luego una mujer honrada.
El abate abrazó a su vez con entusiasmo a Paola.
—Yo también me he dicho que esto no me impedirá ser un buen sacerdote.
—Estábamos hechos para entendernos.
—Sin duda, no has pensado que corrías el riesgo de destruir mi vocación.
—Confieso que no. Cuando te vi aquella mañana, en la capilla, con tu pelo rubio y tu naricita respingona, algo en mí me dijo: «¡Es él!». La sotana no me pareció un obstáculo, sino una recomendación. Me acercaba a ti todo lo que me alejaba de mis compañeros de universidad. Tú no podías ser un mujeriego, como yo no ando detrás de los chicos. Eras virgen como yo y también habías pensado en el amor: habías hecho de él un ideal tan hermoso que no lo veías en la tierra y lo buscabas en el cielo. Me juré que te haría bajar de las alturas. Finalmente, eras francés y rubio, doble ventaja que excita a las italianas, del mismo modo que nosotras excitamos a los franceses.
—Era francés, pero era sacerdote.
—Todavía no, a Dios gracias, y lo sabía. ¿Comprendes ahora mi descoco, mis cálculos, mi decisión?. Eras el Amor y yo lo soy tal vez para ti. Tal vez sólo quepa encontrarlo cuando no hay modo de fijarlo. Antes de conocerte, yo le había dado tu rostro, tu edad. ¿Qué importaba lo demás?. ¡Tenías que ser mío, aunque sólo fuera una vez!.
El abate la cubría de caricias. Todo lo que Paola le decía era lo que él necesitaba para embriagarse y tranquilizarse. Esperaba ya que este encuentro no fuera único.
—Entonces, ¿la sotana no te desagrada?. —preguntó.
—Sobre todo cuando te la quitas. Pero estamos tan acostumbrados en Italia a codearnos con sacerdotes, ¿qué digo?, a ver niños vestidos de sacerdotes, mejor dicho, no como tú, niños de apariencia, sino verdaderos niños, los chierichetti… Para nosotras, un sacerdote es un hombre como los demás y hasta está, por su ropa, más cerca de nosotras que los demás.
El abate, al acordarse del joven recadero con el que había tropezado en las escaleras, se dijo que, inclusive en Roma, un sacerdote no era un hombre como los demás para todo el mundo. Preguntó quién era la amiga que les ofrecía la hospitalidad.
—Es del Aquila y secretaria de un abogado. Vivía en otro convento, como muchas de las chicas que vienen a Roma a hacer sus estudios, pero unos primos de ella, los propietarios de este departamento, han tenido que irse al extranjero por mucho tiempo. La han instalado aquí con una de sus hermanas, que trabaja en la asistencia social. Ninguna de las dos está en casa por las tardes y nunca sabrán a quién recibo.
—¡Vivan las chicas del Aquila!.
Paola le dio un cachete y se apretó contra él.
—¡Cómo me gustas! —dijo.
—Y tú eres para mí más hermosa de lo que puede ser mujer alguna para hombre alguno: serás la única mujer de mi vida. No eres solamente la belleza y la juventud: eres mi parte de juventud y de belleza.
Se asombraba de su propia elocuencia y todavía más que fuera sincera. Había creído que acudía únicamente a una cita de lujuria y se había encontrado con algo mucho mejor. El monstruo de perversidad iluminaba la perversidad con una luz que le hacía cambiar de nombre. La perversidad es sombría; Paola era trasparente como una niña.
—¡Yo te imaginaba muy distinta!. Te veía atrayéndome a las catacumbas como a una misa negra y eres casi cándida.
—No hay pecado desde que se considera que todo es natural.
—¿Crees tú que tu tío encontraría natural lo que estamos haciendo?.
—Déjalo en paz. Adoro a ese tío querido. ¡Me ha llevado a tantas iglesias!. ¡Me ha mostrado tantas reliquias!.
—En verdad, no hay modo de tener amores en Roma sin hablar de reliquias.
—No somos un pueblo refinado; somos naturales. Apostaría a que nunca ha habido misas negras en Italia. Es una invención de vuestros climas. Pero si me siento tan tranquila junto a ti, debajo de esa imagen de la Madonna…
—¿Qué dices?. —exclamó el abate, tratando de distinguir en la penumbra la imagen que la joven designaba.
—Es el altar de la Virgen del Divino Amor.
—Confiesa que debiste ponerlo mirando a la pared.
—¿Qué mal hacemos?.
—Paola, no creo que estemos rindiendo homenaje al divino amor.
—El amor es divino en todas sus formas. Los dos conservamos al cuello nuestras medallas.
—Te confieso que yo no he tenido tiempo de quitarme la mía.
—Cuando nos las quitemos comenzará la hipocresía.
—¡Vamos, hija mía! —dijo el abate, parodiando al capellán—. ¿Dónde comienzan el cinismo y la inconsciencia?.
—Estamos en el país de la religión viva, Don Vittorio. No hacemos tantos distingos. Soy sinceramente piadosa, como se lo aseguraba a mi tío, y estoy sinceramente enamorada, te lo juro. Si crees que las dos cosas son incompatibles, te pruebo con mi ejemplo que estás equivocado.
—No te atrevas a decirme que das satisfacción al mismo tiempo a la piedad y el amor amando a un ensotanado.
—¿Quién sabe?. Iba a decir, cuando tú me interrumpiste, que me sentía tranquila junto a ti porque estamos debajo de esa imagen de la Madonna, porque he presenciado esta mañana la bendición de los corderos de Santa Inés y porque llevas seguramente contigo tu agnusdéi.
—En efecto. Y es, desde luego, lo más curioso de todo.
Juzgó inútil hablar de San Sátiro.
—¿No tengo razón al decir que estamos hechos para entendernos?. —dijo Paola—. ¡Ah, te perdiste una hermosa fiesta!. Los dos corderos que bendicen vienen, como sabes, de la abadía de San Pablo de las Tres Fuentes. Coronados de mirto, atados con lazos a una cesta, con sus vellones tachonados de rositas rojas y blancas, llegan ante el altar conducidos por las Hijas de María.
—Hubiera sido inverosímil que las Hijas de María no participaran en la fiesta.
—Sabes también que esos corderos van después a manos de los canónigos de Letrán, que los llevan al papa, del que reciben una bendición suplementaria. Finalmente, van a parar a las hermanas de Santa María del Trastevere, que los esquilan, se los comen y tejen los palios.
—Lo que tú no sabes es lo que me ha contado el cardenal esta tarde. Uno de sus colaboradores, con el que estaba almorzando, asistió por casualidad en la sala del Tronetto a la llegada de esos dos corderos que te han enternecido. Llegaron escoltados por los canónigos de Letrán, el abad de las Tres Fuentes y otros prelados. Entró el Santo Padre, recibió los cumplidos, bendijo a los corderos y se retiró, no sin llevarse una de las coronas de mirto para Sor Pascualina. Pero, apenas desapareció, canónigos y prelados se echaron sobre los corderos como arpías, para disputarse las rosas y la corona que quedaba. «¡Ay, me falta una rosa para las Hijas de la Cruz!», se lamentaba un prelado. «Pues yo ya no me atreveré a presentarme delante de las Hermanas de la Misericordia», gemía un segundo. «Por favor, monseñor, déme unas cuantas hojas de mirto: son para las paulinas». Y otro más, que sólo tenía en la mano un mechón de lana blanca, decía: «Miren lo que yo llevo…» ¿A que no sabes a quiénes, Paola?. «Miren lo que yo llevo a las hermanas de Santa Brígida. ¡Y no tejen ningún palio!».
—«Miren lo que yo llevo a las hermanas de Santa Brígida —repitió Paola abrazándolo, mordisqueándolo y devorándolo a besos—. Y no tejen ningún palio… No tejen ningún palio».