Era el día de San Sebastián y el abate, que ayudaba a misa al cardenal con más fervor que como lo hubiera hecho al Santo Padre, pensaba en el joven santo, al que siempre representaban tan gallardo y apuesto. Veía en las flechas que lo habían atravesado los sacrificios que se imponen a la juventud. Creyó perder el sentido cuando luego le dijo el cardenal:
—Dolce figlio, te dejo franco por esta tarde. Nuestros dos buenos amigos y tú iréis a representarme en la ceremonia que organiza el colegio del culto a los mártires en las catacumbas de San Sebastián, en honor del día. Monseñor Paschini, deán del capítulo de Letrán y maestro de ese colegio, me arrancó la promesa de que iría a oficiar allí, pero me es imposible hacerlo. Me he excusado y, a título de compensación, envío como delegación a casi toda mi casa y hasta en coche.
Bien pensadas las cosas, el abate se sintió más tranquilo. Esperaba encontrarse de nuevo con su enemiga, la pérfida Eva, la falsa corderita piadosa. De todos modos, no creía que se viera a solas con ella. Llegaría en grupo, como el cardenal había indicado. Tendría escudos a derecha e izquierda, delante y detrás. Y, ¿estaba seguro de que estaría allí esta mujer de perdición?. Parecía haber emprendido una retirada, pues ya no había oído de ella nada. Tal vez estaba devorada por la vergüenza y mordiéndose los dedos, como la Herejía pisoteada por la estatua de San Ignacio en San Pedro.
Durante el almuerzo, el secretario se felicitó del piadoso recreo que les habían concedido. El abate, que mandaba al diablo las catacumbas y el colegio del culto a los mártires, declaró que, como tenía mucho trabajo, debió haber dicho a Su Eminencia que conocía ya las catacumbas de San Sebastián y las ceremonias de ese colegio.
—Perdone que le diga, Don Vittorino —dijo el capellán—, que es usted un pícaro disimulador. Siempre rechaza lo que en el fondo más le agrada. Le gusta la buena mesa y, sin embargo, se impuso un régimen cotidiano que nuestra buena madre la Iglesia sólo nos ordena en días de abstinencia. Le gustan las catacumbas, como lo sé de buena fuente, y, sin embargo, se diría que hay que azotarlo para que vaya allí. No se resista más a esas nuevas catacumbas: le están tendiendo los brazos y usted no pide otra cosa que verse en ellos.
—Yo no pido absolutamente nada —dijo el abate.
—Cuando digo que es usted un pícaro disimulador.… Sea más franco, per Bacco!. No está en Francia, sino en Roma. Usted sabe que todos lo queremos y aquí tiene una nueva prueba: mi sobrina, Paola, me ha dicho que usted lloró como un niño en las catacumbas de Priscilla y, verdaderamente, no me asombra. Ese es el efecto que a mí me causan todas las catacumbas. Paola me hizo jurar que le guardaría el secreto, pero nada se opone ya a que diga que es a ella a quien debe usted esta agradable sorpresa. Fue ella quien me dio la idea de removerlo todo, desde el deán de Letrán hasta Su Eminencia, para que obtenga usted de San Sebastián tal vez más gracias aun que de las otras catacumbas. No sabe cómo complacer a los demás en cuanto se trata de religión.
El abate hubiera deseado lanzar una risa sardónica, si su indignación íntima se lo hubiese permitido. Le exasperaba la idea de que la joven no quería dejarlo en paz, por mucho que esta idea tuviera de halagadora. Levantó los ojos al cielo, como para pedir cuentas a Dios: ¿Qué os hice para ser su preferido?.
La detestaba y se sentía obligado a hacerle justicia: sabía lo que quería y no retrocedía ante nada. Admiraba esta astucia que, sin desanimarse, había sabido, otra vez, esperar el momento y calcular todos los detalles. ¿Quería conquistarlo a fuerza de impudencia y también de inteligencia?. ¿Estaba segura de que su seminarista iba a caer, porque había comprobado que le había causado una gran agitación interior?. El abate recordaba la escena a la luz de los cirios, las sonrisas, las actitudes; quedó asombrado de ver de nuevo a la joven con tanta precisión. Oía las palabras: «Tal calle, tal número, tal piso, departamento número tantos». No las había olvidado.
Esta voz cantarina que oía únicamente en su imaginación resonó de pronto en sus oídos y los desgarró. La joven hizo su entrada en el comedor con el rostro más inocente del mundo. Saludó al abate enternecida, como si recordara las lágrimas que le había visto derramar en las catacumbas. El abate pensó en un principio mirarla derechamente a los ojos, para ver si era capaz de avergonzarse, pero juzgó preferible no mirarla en absoluto y aparentar que no advertía aquella presencia. Llevó la mano al bolsillo de su abrigo para tocar su rosario y lamentó tomar allí la reliquia de San Sátiro.
—Es usted el ángel de las catacumbas, signorina —dijo el viejo secretario.
—¿Qué has hecho esta mañana?. —le preguntó su tío.
—He estado en la universidad.
—¿Y usted, Don Vittorio?.
—Yo también ——dijo el abate con tono avinagrado.
—Peor para ustedes, hijos míos; sus universidades respectivas, aunque muy respetables, les han hecho perder la ocasión de obtener una hermosa indulgencia plenaria terminando por San Sebastián las visitas consecutivas de siete iglesias. ¿No tengo razón cuando digo que se estudia demasiado y no se reza lo suficiente?.
Esta manera que tenía el buen hombre de decir «hijos míos» no alteraba ya al abate, pero le parecía un insulto.
—Yo —continuó el capellán—, no pierdo nunca ocasiones así. He empleado toda mi mañana, con el permiso y el coche de Su Eminencia, en ir de San Pedro a San Pablo, de San Pablo a San Juan, de San Juan a la Santa Cruz, de la Santa Cruz a San Lorenzo y de San Lorenzo a Santa María la Mayor. Cuenten con los dedos: una, dos, tres, cuatro, cinco, seis… y siete, San Sebastián. Un siete de triunfo. Gané la partida. —Se rio, pero, al ver que el abate se mantenía serio, creyó que le envidiaba la victoria—. Don Vittorino —dijo cariñosamente—, perdóneme. No se me ocurrió hablarle esta mañana de las siete iglesias. La idea me asaltó únicamente cuando estaba en la congregación y sólo me fue posible que la aprovechara nuestro amigo. No estaba en la universidad.
—Su Eminencia suele decir que hay un diluvio de indulgencias plenarias —dijo el secretario—, pero yo creo que nunca hay bastantes y lamento mucho haber perdido hoy la que se nos ofrecía materialmente a la boca.
—Entonces, ¿no ha acompañado a mi tío?.
—¡Ay signorina!. Tenía cosas que hacer en el palacio San Calixto y no tuve tiempo de hacer esa peregrinación. Pero como el reverendo y yo competimos a ver quién gana más indulgencias…
—Es una competencia leal, pues yo mismo le advertí las ventajas del día.
—Me escapé una hora escasa y tomé un taxi, ¿saben?. Fui a toda prisa a San Pedro y, mientras el reverendo ganaba en tres horas en seis iglesias las seis séptimas partes de su indulgencia plenaria, yo gané, en treinta y cinco minutos, sin salir de la basílica vaticana, la indulgencia de los siete altares. A cinco minutos por altar.
—¡Es usted un pillo! —dijo la joven.
—Por desgracia, la indulgencia de los siete altares es únicamente de siete años. La Sagrada Penitenciaría le ha negado inclusive las siete cuarentenas. Pero, al fin y al cabo, siete años son siete años.
—A falta de pan, buenas son tortas —dijo la joven.
Unió el ademán a la palabra, pero ya no se trataba de indulgencias, pues tomó una banana de la cesta de las frutas. El abate la hubiera abofeteado con placer.
—¿No has almorzado acaso?. —preguntó el capellán.
——Me han despertado ustedes el apetito con sus indulgencias. Pero ¿por qué esa cifra siete, que parece fatídica?. ¿Es porque hay siete pecados capitales y porque los justos pecan siete veces por día?.
—¡Vamos, vamos, hija mía!. El santo rey David cantaba siete veces al día las alabanzas del Altísimo. Esa cifra nos recuerda también los siete sacramentos, los siete coros de ángeles, los siete dolores y las siete alegrías, las siete horas canónicas, los siete escalones del trono papal, los siete cirios del altar episcopal y las siete unciones exteriores de las campanas, sin contar la Biblia, donde hay muchos sietes, y sin contar el Apocalipsis, donde todo marcha de siete en fondo.
El criado cínico se presentó para anunciar que el coche esperaba. El abate se acordó de una expresión romana que este hombre le había enseñado y que decía de tal o cual muchacho o muchacha que tenía las «siete bellezas». «Adivine cuáles», había añadido este desvergonzado.
El seminarista se sentó deliberadamente al lado del chófer. La joven abrió el vidrio de comunicación.
—Se diría que está usted haciendo penitencia, Don Vittorio —dijo, envolviendo este nombre en las inflexiones más dulces.
Pero su atrevimiento no llegó a emplear el diminutivo de Don Vittorino. Era la primera vez que hablaba al abate desde el saludo de la llegada. El abate, a pesar de sus resoluciones, no podía fingir que no la había oído. Se volvió con desabrimiento:
—Sería mejor para mí que hiciera realmente penitencia.
—No exagere las cosas —dijo el capellán—. No se hace penitencia por haber dejado escapar una indulgencia. Lo que se hace es tratar de obtenerla cuanto antes.
—Eso mismo creo yo —dijo la joven.
—Recójalas a manos llenas, sin hacerse ya de rogar, don Vittorio —añadió el secretario—; recójalas a manos llenas, lo mismo las plenarias que las parciales. Brotan en el árbol de la vida del jardín del paraíso. Llegará el día en que lamentará amargamente no haber hecho provisión de esos frutos jugosos para su tiempo de purgatorio.
—Eso mismo creo yo —repitió la joven.
—Yo —continuó el secretario—, cuando estoy debajo del árbol de las indulgencias, perdónenme la comparación, ando atropelladamente, como la corneja con las nueces.
—Y yo —dijo la joven—, lo sacudo con todas mis fuerzas.
El abate hubiera deseado volverse otra vez para gritarle: «¡Cállese!» Consideraba odioso que esta chica estuviera sentada en el asiento del mismo cardenal, en este coche que llevaba las iniciales del Vaticano. Para no oírla más, recordaba los chistes que estas letras inspiraban a los romanos. Recordaba que había oído decir al criado cínico que la presencia de mujeres en estos coches provocaba murmuraciones. Se reprochaba al cardenal Tisserant que prestara el suyo a su sobrina, que era sin embargo madre de familia, y he aquí que el capellán del cardenal Belloro encontraba muy natural llevar a la propia sobrina en el coche de su superior. Esto demostraba la inocencia de todos estos dignos personajes, del mismo modo que su desconocimiento de la psicología popular. Verdad era que la placa SCV tenía un título para figurar en el museo de la galantería: había participado en el encuentro de Mussolini con la mujer que había compartido su suerte. Hija del médico de Pío XI, utilizaba el coche paterno, matriculado en el Vaticano, y fue al verla bajar de este coche que el Duce, impresionado por su belleza y por la singularidad del caso, se enteró de quién era y halló el camino de su corazón.
Una vez más el abate se veía obligado a escuchar a la desvergonzada, que ahora le preguntaba si no había asistido, tres días antes, a la bendición de las palomas mensajeras por los canónigos de Letrán.
—No —contestó secamente.
—Yo no pude ir allí —continuó la joven, sin inmutarse—, porque estaba en la bendición de los gatos, perros, caballos y mulas en San Eusebio. Jamás he visto un caballo tan hermoso como uno de los que bendijeron entonces. Limpísimo, muy adornado, reluciente, lleno de vigor, tuve que contenerme para no montarlo. Sentía los entusiasmos de la Doncella de Orleáns.
—Reverendo, ¿qué es eso de la bendición de las palomas mensajeras?. —interrumpió el abate.
La intención que la joven ponía en sus palabras para estimularlo, en las mismas barbas de los dos beatos, tenía un efecto contrario al buscado y le daba asco.
—La bendición de las palomas mensajeras —dijo el capellán—, es una piadosa costumbre muy cara para el pueblo de Roma. El protector de las palomas es San Juan Bautista, que hizo descender al Espíritu Santo sobre la cabeza de Jesús.
—Tío, ¿vendrá usted mañana conmigo a la bendición de los corderos de Santa Inés?.
—Nunca estoy libre por las mañanas, pero ahí tiene usted, Don Vittorino, otra hermosa ceremonia para usted.
—Nunca estoy libre por las mañanas —repitió el abate como un eco.
Lamentó que pareciera una contestación insolente a aquel bendito, y añadió, para corregir el efecto:
—¿Qué significan todas esas bendiciones de animales, querido reverendo?.
—Ya se lo he dicho: piadosas costumbres a las que el pueblo romano se mantiene fiel y que se confunden con los orígenes del cristianismo. La bendición de los corderos de Santa Inés se hace el día de su fiesta, en su iglesia de la vía Nomentana. Su Eminencia no ve en la ceremonia más que la consecuencia de un juego de palabras, la relación entre el nombre de la santa y el del animal, pero sería el juego de palabras más bonito e impresionante del mundo, porque la lana de los corderos de Santa Inés sirve para tejer el palio con que el Santo Padre honra a patriarcas, arzobispos y obispos y que él mismo lleva, sujeto por esos alfileres de oro que hemos admirado. Pero, díme, Paola, ¿llevas siempre contigo tu agnusdéi?.
—Aquí lo tiene —dijo la joven.
El abate volvió la cabeza para ver qué era. Verdaderamente, estaba con personas que le enseñaban muchas cosas. La joven le tendió un bolsillito de cuero que acababa de sacar de su bolso y que contenía una gruesa lámina de cera blanca: estaba allí impreso en relieve el cordero místico, con estas palabras en el exergo: Ecce Agnus Dei… y el nombre de Pío XII.
—¿Contra qué protege esto?. —preguntó el joven con expresión sarcástica, devolviendo el objeto.
Le hubiera agradado oír que protegía contra la impureza.
—¡Un seminarista que no ha visto nunca un agnusdéi! —exclamó el capellán—. Esta misma noche pediré uno para usted a Su Eminencia. Todos tenemos el nuestro y ya me sospechaba que usted estuviera sin él.
—Reconozca, tío, que la educación de los jóvenes franceses está muy descuidada —dijo la joven riéndose.
—Hemos prometido hacer de usted un sacerdote romano, pero nos está usted dando muchos quebraderos de cabeza, Don Vittorio —dijo el capellán.
—Los agnusdéi son una más de esas sublimes generosidades de la Iglesia —explicó el secretario—. Los distribuye gratuitamente, como las indulgencias, pero son más raros, porque tienen que ser bendecidos por el papa, y sólo lo hace cada siete años. Son entregados a los miembros del Sacro Colegio y a otros dignatarios invitados a esta bendición. Es decir, no se encuentran en cualquier sitio.
—¿Y puede decirme para qué sirven?.
—¿Para qué sirven?. —respondió el capellán—. Para procurar un parto feliz a las embarazadas…
—¡Por favor, tío! —exclamó la joven.
—El agnusdéi —continuó el tío—, protege contra el rayo, la tempestad, el granizo, el viento, el incendio, las acechanzas del enemigo y las astucias del demonio. ¿Le basta esto, Don Vittorio?.
—Présteme el suyo, reverendo —dijo el abate, que había recobrado la sonrisa—. Hay demonios y enemigos por todas partes.
—Ya estamos llegando a San Sebastián —dijo la joven, como para desviar la conversación.
Acababan de dejar atrás las termas de Caracalla. Cabía ya leer el nombre del santo de Sebasto a la entrada del hermoso camino que seguía el coche. Las frondas se elevaban por encima de las murallas; las placas de mármol que señalaban sepulturas antiguas parecían un anuncio de la Vía Apia, que ya no estaba lejos.
—Me gusta mucho San Sebastián, hasta cuando es d’Annunzio quien lo hace hablar —dijo la joven.
—Madonna!. ¿Lees a un autor que está en el índice?.
—No sabía que lo estuviera.
—Ha sido puesto, muy en vida, no en el índice llamado expurgatorio, reservado para los autores de los que se espera que corrijan alguna frase malsonante, sino en el índice llamado purgatorio, definitivo, irremisible (el infierno y no el purgatorio), que prohíbe leer un libro so pena de pecado mortal, y estaba sancionado antes en España con la pena de muerte.
—Me da miedo, tío.
—Tu pecado es menos grave, porque no lo sabías, pero no te olvides de confesarlo. Conviene siempre tener a mano la lista del índice para saber lo que se puede leer. Por ejemplo, se pueden leer los Pensamientos de Pascal, pero no las Provinciales; no se debe leer Jocelyn, ni se puede leer nada de Descartes, de Benedetto Croce, de Maeterlinck…
—¡Pobres escritores, a los que el índice destroza la carrera o ahoga la fama! —dijo el secretario—. No hace mucho, nuestros editores hacían pleito al autor del libro que era puesto en el índice, porque ello hacía que la venta quedara cortada en seco.
—El índice se ha hecho más prudente desde que advirtió que sus condenaciones tenían el efecto contrario —declaró el capellán—. Pero si su congregación se ha fusionado con la del Santo Oficio, eso no quiere decir que se muestre menos vigilante. ¡Muy al contrario!. Monseñor Pepe (Monseñor Pimienta), que es el sustituto de ella, tiene, a pesar de su nombre, un paladar muy sensible para todo lo que es picante.
La puerta de San Sebastián, precedida de un arco de triunfo, se abría ella misma triunfalmente entre sus dos torres, hacia la más ilustre de las vías romanas. Los pinos extendían sus ramas sobre las rosadas ruinas.
—Henos ya en la región de las catacumbas —dijo el capellán—: San Calixto, San Pretextato, Santos Aquiles y Nereo. Siento ya que palpita en mí el alma de un apóstol. Pienso en los sepultureros que han abierto cientos de kilómetros de galerías para enterrar a sus muertos y celebrar su fe. ¿No es justo que pertenezcan todavía a la Santa Sede, pues hicieron que se derrumbara el viejo edificio putrefacto del paganismo?.
—Es allí, en las catacumbas de los Santos Marcos y Marcelino —dijo el secretario—, donde se fundó el colegio del culto a los mártires del que somos los invitados.
—Es un colegio del que siempre me acordaré, se dijo el abate.
—Pasaría mi vida en las catacumbas —declaró la joven.
—Eres como Santa Brígida, que se pasaba en ellas los días y las noches en oración.
Hasta Santa Brígida estaba allí. Bajaron del coche en el atrio de la iglesia. De este modo, por una fuerza de las cosas de la que no era responsable, el abate se veía de nuevo, a tres años y medio de distancia, delante de los cipreses de la iglesia de San Sebastián y, a veinte días de distancia, delante de otras catacumbas.
El capellán se dirigió apresuradamente al altar del Santísimo Sacramento para recitar cinco padrenuestros, cinco avemarías y cinco glorias a las intenciones del soberano pontífice y ganar así su indulgencia de las siete iglesias. Un prelado arqueólogo pronunció una alocución, como en San Silvestre. La joven contemplaba la estatua de San Sebastián, que, detrás de la verja, se extasiaba con sus flechas en el cuerpo tan voluptuosamente como Santa Teresa con sus dardos de amor divino en la iglesia de la Victoria. En medio del techo, otro encantador San Sebastián esculpido en madera sonreía con una expresión llena de promesas.
Cuando la procesión se puso en marcha, la joven, por más que hizo el abate, se puso delante de él. Iba precedida por el secretario y el tío cerraba la marcha. Éste obraba como si estuviese a sueldo de la diablesa; cuando el abate intentó esquivarse, lo retuvo por el brazo, diciéndole que los buenos amigos debían rezar juntos. El buen hombre estaba ya con lágrimas en los ojos.
El joven se abandonó a su destino. Estas tinieblas iluminadas por los cirios, que le recordaban su turbación en las catacumbas de la vía Salariana, le entregaban sin defensa a quien era más fuerte que él, a esta chica que había removido cielo y tierra para traerlo hasta aquí. Sabía lo que se hacía al traerlo de nuevo al ambiente del pecado o, por lo menos, de la tentación. Ya no se preguntaba por qué se había jurado la joven hacerlo caer; se lo agradecía, se entregaba en cuerpo y alma. San Sátiro perdía los efectos sedantes del bautismo y de la sacristía pontificia para recobrar su vigor mitológico. El abate seguía de nuevo la procesión, esta vez consintiendo, pero se decía que todos le habían preparado el camino, incluido el cardenal.
Como un obseso, esperaba que se repitiera la escena del otro día. La joven tenía que darse cuenta de que, como el otro día, el seminarista no respondía ya a las letanías, pero detrás, el capellán alborotaba como dos, con una fuerza multiplicada por la indulgencia de las siete iglesias. La joven tenía que sentir que, como el otro día, estaba siendo mirada y, en efecto, el abate la miraba y la deseaba; nunca había mirado y deseado así. «Va a volver la cabeza», se dijo, y, en efecto, la joven volvió la cabeza sonriente, con una sonrisa, no de invitación, sino de triunfo. «Va a fingir que contempla ese fresco», se dijo luego el abate, y, en efecto, la joven acortó el paso para fingir que contemplaba la pintura. Pero no dijo nada, a pesar del acercamiento. Ya no tenía necesidad de decir nada; estaba segura de que sería él quien hablaría. «Va a apagar su cirio», se dijo el abate, y la joven apagó su cirio y se volvió para encenderlo de nuevo.
—Iré —murmuró el abate.
—¿Mañana, a las cinco?.
—Sí.
El abate temblaba un poco y la joven no atinaba.
—Vamos, hijos míos —dijo el capellán—, Santa Gudula encendía su cirio con una oración.