Todavía muy emocionado con esta audiencia, a pesar de las pequeñas ridiculeces que había podido advertir, el abate se unió de nuevo al capellán en el patio de San Dámaso. Se habían citado allí para ir juntos a ver al monseñor sacristán. Como el buen hombre no había tenido nunca ocasión de admirar los tesoros y reliquias del papa, el cardenal se la había procurado tanto más gustosamente cuanto que un hombre de edad hacía pasar mejor el favor acordado a un mozalbete.
El capellán tomó las dos manos del abate y lo miró con ojos húmedos:
—¡Joven, veo en su rostro el reflejo del Santo Padre!. Se diría que está usted impregnado de santidad.
—No exagere, reverendo. Sólo estoy impregnado de indulgencias.
—¡Tunante!. No me recuerde que ha ganado trescientos días besando el anillo. En la última audiencia a la que asistí tenía tal avidez de esos trescientos días, que avancé mis labios demasiado de prisa y estuve a punto de romperme un diente en el diamante de Abdul Hamid.
—¿Por qué esa avidez?. Obtenía usted el mismo resultado con menos cansancio besando tres veces el anillo de Su Eminencia.
—Sí, pero trescientos días del papa son otra cosa.
El abate contó la escena del cura calabrés.
—Se ha olvidado —observó el capellán—, que podía obtener las mismas indulgencias para su crucifijo de un cardenal o de un obispo.
—Sí, pero cuando proceden del papa es otra cosa —replicó el ábate.
Tomaron una escalera que los llevó a la Sala Real. Unos empleados de la Florería estaban limpiando los tapices con aspiradores. El abate, al contemplar los grandes frescos de Vassari, vio con estupefacción que se conmemoraba en ellos la noche de San Bartolomé.
—Es muy natural —dijo el capellán—: San Pío V la preparó y Gregorio XIII la celebró con una medalla.
A la entrada de la Sala Ducal, una placa de cobre indicaba cerca de una puerta «Monseñor Sacristán». El capellán llamó y acudió un joven agustino. Era la orden a la que estaba tradicionalmente encomendada la sacristía del Santo Padre. Aun en el caso de que el capellán no hubiese conocido al monseñor sacristán, los dos visitantes se hubieran sentido a sus anchas: el cardenal Belloro era, no solamente titular de San Agustín, sino también protector de los agustinos. Fueron llevados a una oficina donde una mesa de varios metros de longitud estaba cubierta de papeles. Se les pidió que esperaran unos minutos: monseñor iba a venir.
—Nunca he visto una mesa tan grande —dijo el capellán—. ¡Qué de papeles!. No se puede decir que el monseñor sacristán esté cruzado de brazos.
El monseñor sacristán era un hombre alto y apuesto, que procuraba lucimiento al título de obispo de Pórfido, también tradicional para el cargo. Se mostró muy cortés con el capellán y muy amable con el abate. Se excusó de no servirles de guía él mismo y los encomendó al joven fraile que los había recibido.
Este último, armado de un enorme llavero, los llevó de escalera en escalera y de corredor en corredor, abriendo y cerrando muchas puertas. Los hizo detenerse finalmente delante de una puerta retirada, cerca de la cual vigilaba un gendarme; era la primera persona con la que tropezaban. Esta caminata había permitido al abate apreciar la inmensidad del palacio apostólico —se afirma que tiene miles de habitaciones y cientos de corredores y escaleras—, y comprobar al mismo tiempo que todo aquello estaba desierto. El gendarme plantado allí tenía razones para estarlo: la puerta con cuyas numerosas cerraduras estaba maniobrando el agustino era la que llevaba al Tesoro Sixtino o tesoro del Santo Padre.
Después que el fraile hubo echado cuidadosamente el cerrojo del interior, subieron por otra escalera y desembocaron en una sala bordeada de vitrinas. En las paredes, de techo a piso, brillaban vasos preciosos.
—No es más que plata sobredorada —dijo el agustino—• Pasemos a la otra sala.
Pero el abate se había inclinado sobre una vitrina baja que estaba en el centro y donde se exhibía una espada de plata sobredorada y guarnición con incrustaciones de piedras preciosas.
—Es réplica de la espada de «defensor de la fe», enviada por León X a Enrique VIII antes del cisma —dijo el agustino.
—Es una lástima que no lo traspasara de parte a parte —comentó el capellán.
—Es usted muy cruel, reverendo —dijo el abate.
—Hijo mío, tenemos que rezar cada día, a lo que creo, «por las intenciones del papa». Una de ellas es la extirpación de la herejía. ¿Tienen o no un sentido las palabras?. ¿Hace falta que le recuerde cierto fresco?.
La sala siguiente estaba rodeada de grandes armario parecidos a un colgadero. El monje abrió algunos de ellos. Contenían una extraordinaria colección de ornamentos sagrados, cuyas sedas blancas, rojas y moradas brillaban maravillosamente. Un gran surtido de guantes y mulas esperaban las manos y los pies del Santo Padre.
—Han visto en la sacristía del Santo Padre los ornamentos históricos —dijo el agustino—, pero éstos son los que se usan en las misas papales. No son piezas de museo, a pesar de su incalculable valor. Observen, además, que hay de cada cosa quince ejemplares, porque, cuando Su Santidad celebra, tiene catorce ayudantes.
—¿Dónde están los ornamentos verdes?. —preguntó el capellán.
El agustino bajó la cabeza.
—Ha puesto usted el dedo en nuestra llaga —dijo con voz sombría—. El papa no tiene ornamentos verdes. Es espantoso. Por suerte, nadie lo sabe.
—¿El papa no tiene ornamentos verdes?. —repitió el capellán empalideciendo.
—No; así es —repitió furioso el agustino—. El papa no tiene ornamentos verdes. No sé por qué, pero así es. No podría haber misa papal ni en los cinco domingos después de la Epifanía ni en el vigésimo-cuarto o vigésimoquinto después de Pentecostés. Por fortuna —añadió más tranquilo—, el blanco reemplaza a los otros colores, pero esta solución demasiado cómoda no deja de ser una derrota.
—¿Cómo no hay almas generosas que…?. —comenzó el capellán.
—Las hay, reverendo; las hay más que nunca. No hay año que no se ofrezca al Santo Padre una nueva colección de quince ornamentos blancos o rojos, como si no hubiera más que esos dos colores en la liturgia. Ya no sabemos dónde meter esos ornamentos, cada uno de los cuales representa una fortuna. Son raros los que ofrecen al papa ornamentos morados, porque es su color de luto, pero, en todo caso, desde hace tres siglos, nadie ha pensado en ofrecerle ornamentos verdes. Pero no es posible lanzar un anuncio por la radio del Vaticano. Ni se puede pedir a los obispos que lo señalen en sus sermones.
Abrió un profundo cajón.
—Sólo tenemos los guantes —dijo, mostrando un par de guantes verdes—. Fueron regalados a León XIII, pero no siguieron los ornamentos. Ni siquiera las mulas. Los guardamos como una adaraja, a la espera. En cambio, ofrecen constantemente al papa cosas que no puede ponerse. La generosidad de los fieles no siempre es acertada.
Mostró una colección de ornamentos azules.
—Un regalo de España, pero haría falta que el Santo Padre fuera a España para utilizarlo —dijo.
—Los fabricantes de ornamentos sagrados nos presionan mucho para que extendamos a Italia las misas de azul para la Madonna —dijo el capellán—. Eso activaría mucho los negocios en la industria de los paramentos. Pero ¡Cuando pienso que Su Santidad no tiene ornamentos verdes!.
El agustino mostró un inmenso estandarte pontificio, con la bordada imagen de la Virgen, ofrecido hacía poco por los católicos franceses:
—El Santo Padre les ha dado gracias muy efusivas, pero no les ha dicho que su estandarte quedará en el armario, pues han puesto los colores al revés.
—Cabría cambiarlos —observó el abate.
—Sí, pero la punta estaría en el asta y la Madonna con las piernas arriba.
En otra vitrina el agustino mostró capas de encaje:
—Son admirables, pero hay que preguntarse si las personas, que ofrecen al Santo Padre capas de encaje han entrado alguna vez en una iglesia.
Pasaron a la tercera sala, donde todo era oro reluciente. La primera vitrina encerraba numerosos báculos.
—Más inutilidades —dijo el agustino—, pero de peso.
—¿Qué quiere decir?. —preguntó el abate—. ¿Inutilidades?.
—Me está avergonzando, hijo mío —dijo el capellán—. ¿No sabe acaso que el Santo Padre sólo puede llevar báculo en la ciudad de Tréveris?.
—En resumen —dijo el abate—, Su Santidad tiene muchos viajes en perspectiva.
—El papa —repuso el capellán con tono sentencioso—, no ha llevado jamás báculo en Roma, porque San Pedro envió su cayado al primer obispo de Tréveris, cuyos sucesores se niegan a devolverlo y con razón: es que ese cayado los resucitaba.
El abate contemplaba ahora los asteriscos de oro que se ponen sobre la hostia papal, las fístulas de oro para aspirar el vino del cáliz papal, las patenas de oro, los platos de oro, las fuentes de oro, los alfileres de oro para sujetar el palio. El monje explicaba cómo se utilizaba la fístula, en la que el abate se asombraba de ver una guarnición y una triple cánula:
—El Santo Padre mete en la boca únicamente la cánula central, que es la única de circulación libre; el derrame cae a la guarnición y vuelve al cáliz por las dos cánulas laterales.
—Ahi hay sin duda símbolos que voy a averiguar —dijo el capellán—. ¡Madonna mía! —exclamó luego delante de la vitrina de las tiaras.
Había allí unas siete u ocho, a cual más resplandeciente.
—He ahí la ofrecida a Pío IX por la reina Isabel; está adornada con dieciocho mil diamantes y mil piedras preciosas. Esa otra es obsequio de Napoleón a Pío VII; estaba destinada a que se olvidaran un poco los golpes asestados a la sacristía de Pío VI, que tuvo que fundir todo su oro y casi todas las estatuas de plata de Roma para pagar la indemnización del tratado de Tolentino. La gruesa esmeralda que está en lo alto de la tiara era una de las joyas entregadas en virtud del tratado y Napoleón la devolvió así con elegancia.
En la vitrina de las mitras, el agustino mostró las denominadas gloriosas por su riqueza. La mitra regalada por Guillermo II a León XIII estaba constelada de diamantes como una tiara y merecía realmente ese calificativo.
—Para no ofender al rey de Italia, el káiser no quiso ofrecer una tiara, símbolo del poder temporal —dijo el monje.
—Entre otros símbolos —comentó el capellán—, ¡la rosa de oro! —exclamó, mostrando la vitrina inmediata.
La rosa de oro se alzaba llena de gracia, con sus doradas hojas, por encima de un jarrón también de oro. Un cartón incluía la lista de todas las rosas de oro concedidas por los papas desde que el francés Urbano II imaginó esta ofrenda en 1096. Ningún obsequio había sido más cuidadosamente sopesado, no solamente por los que lo habían recibido, sino también por los que lo habían hecho, pues apenas llegaban a ciento las distribuidas hasta hoy.
—La rosa de oro representa un importante papel —dijo el capellán—. Antes las reinas se peleaban por poseer una. En 1934, la reina de Italia… ¿qué digo?. El año último, querido Don Vittorio, la rosa de oro nos ha salvado de un rompimiento con Portugal. Como el papa hizo cardenal al arzobispo de Bombay, olvidándose del arzobispo de Goa, los portugueses se enfurecieron. La dignidad había pertenecido siempre, en efecto, al segundo, como patriarca de las Indias orientales. Parecía que ahora se confería a otro para alentar al nacionalismo hindú que amenaza a Goa. En pocas palabras, el embajador de Portugal en la Santa Sede se fue de Roma para no asistir a las fiestas del consistorio y el más ligero de los príncipes portadores de la rosa de oro corrió tras él con una rosa de oro para esa posesión portuguesa.
Una última sala contenía las colecciones de sortijas y algunas hermosas tabaqueras del Renacimiento que habían escapado al tratado de Tolentino.
—He aquí el anillo del pescador —dijo el capellán, emocionado.
Mostró un anillo de oro, en cuyo sello se había grabado a San Pedro arrojando sus redes. El abate se decía que, cuando arrojaba sus redes, el príncipe de los apóstoles no podía imaginarse, a pesar de toda su fe, que iba a sacar tantas cosas.
—Es el modelo del anillo que se quita al papa cuando muere —explicó el agustino—, y se devuelve al cardenal camarlengo con el plomo de las bulas, una vez que ha comprobado el fallecimiento. Todo eso se rompe en su presencia con objeto de que nadie lo utilice para falsificaciones.
Cuando volvieron a pasar delante de las vitrinas de los objetos de oro, mostró el martillo con el que el cardenal gran penitenciario golpea en la frente tres veces, llamándolo por su nombre de pila, al papa que acaba de expirar. El abate se imaginaba al terrible cardenal Canali conteniéndose a la espera de dar los tres martillazos.
—¿Quién es el cardenal camarlengo?. —preguntó.
—No lo hay —dijo el agustino. Añadió con preocupación que esta situación no se prolongaría indudablemente mucho tiempo.
—El Santo Padre, que había sido cardenal camarlengo de Pío XI, no quiso cubrir la vacante después de la muerte del cardenal Lauri en 1941 —explicó el capellán al abate—. Tal es la razón de que el más alto cargo de la Iglesia esté vacante desde hace trece años, lo que no tiene precedentes, y, si Dios llamara bruscamente a Él al Santo Padre, no sabemos quién comprobaría el fallecimiento y administraría la Santa Sede. Todo esto asombra más porque Su Santidad ha publicado, hace más de diez años, la constitución Vacantis Apostolicae Sedis. Tiene más de cien artículos y prevé hasta la menor minucia desde el día de su muerte: la descripción de sus exequias —desde entonces, ha hecho preparar su sepultura en las grutas vaticanas, enfrente de la de San Pedro—, la entrada al cónclave, el juramento de los conclavistas, la forma de las papeletas electorales, lo que hay que hacer o evitar en tal ocasión hasta el modo en que debe ser coronado su sucesor. Ha cuidado de determinar con antelación los poderes del camarlengo. Se ha olvidado únicamente de nombrarlo.
En la sala de los ornamentos, el agustino abrió otro cajón y mostró una gran pieza de seda blanca.
—He aquí la falda que cubrirá al Santo Padre en su lecho de muerte. Se la preparan desde el día siguiente de su elevación, es decir, desde que se tienen sus medidas.
Abrió otro armario, que contenía tres sotanas blancas de distintos tamaños, y explicó para el abate:
—Cuando, en la capilla Sixtina, se acaba de celebrar la votación y el humo de la chimenea donde se queman las papeletas la anuncia al pueblo de Roma, sólo el baldaquino del nuevo papa permanece inmóvil encima de su trono de la capilla, mientras que los de los otros cardenales se repliegan y el recién electo va a la «sala del llanto». Permanece en ella mucho tiempo llorando y orando; Pío X lloró y oró allí tres horas. Llevan allá al nuevo papa una sotana blanca poco más o menos de su talla (prevemos tres), y él se la reviste para mostrarse en la loggia o balcón y dar su primera bendición.
—Este martillo, esta falda y estas tres sotanas son el «Recuerda que eres polvo» —dijo el capellán.
Al pensar que el papa se resistía desde hace trece años a designar cardenal camarlengo, el abate se decía que no parecía haber mucho afán en recordar tal cosa. En todo caso, la frase parecía un preludio a la visita de las reliquias con la que iba a terminar esta exploración.
El agustino corrió todos los cerrojos y condujo a los dos visitantes por otros corredores a la capilla Matilde.
—Es en esta capilla —dijo—, donde el papa y los cardenales escuchan al predicador apostólico, que es siempre un capuchino, y a predicadores extraordinarios, especialmente reverendos padres jesuitas.
—Admiro a esos predicadores que creen que van a enseñar algo a un auditorio así —observó el abate.
La capilla era bastante grande, con un solo altar delante, vitrinas de reliquias alrededor y los bancos de los cardenales en el centro. El estrado del papa estaba en el hueco de una puerta, a la derecha; de este modo, no podía en teoría ser visto por los cardenales y parecía que el predicador, que predicaba delante del altar, sólo podía ser visto por él. La misma ficción hacía que los cardenales sólo asistieran en una capilla con velos o detrás de una verja al oficio celebrado por uno de ellos.
—¡Cuántos misterios! —exclamó el abate, cuando el agustino explicó todo esto.
—Misterios llenos de símbolos —dijo el capellán.
Subieron al estrado del papa para ir a ver, en la sala en cuyo umbral estaba el estrado, la cabeza de San Lorenzo. No cabía imaginar reliquia más impresionante: absolutamente intacta, descansaba en una arquilla de vidrio; las cuencas de los ojos parecían ver todavía las llamas del martirio y la boca, de dientes blanquísimos, estaba crispada por el dolor.
—Pío IX veneraba muy especialmente esta sagrada cabeza —dijo el agustino.
—¿Se sabe cuáles son las reliquias más caras para Pío XII?. —preguntó el abate.
—Las de San Grignion de Monfort. Tiene un relicario del santo en su habitación.
—¡Qué honor para Francia! —exclamó el abate.
—¡Qué conmovedor! —exclamó el capellán—. El Santo Padre tiene un culto por aquel a quien ha canonizado.
—La conservación de esta cabeza de San Lorenzo parece un milagro cuando se piensa en el suplicio que padeció —declaró el abate.
—Nunca el fuego ha acabado con los mártires —dijo el capellán—. Por lo demás, apenas acabada la obra de los verdugos, el cielo ha intervenido más de una vez para salvar las reliquias. Cuando se quemaba a San Juan Bautista en Sebasto, una lluvia milagrosa apagó las llamas y esto nos permite tener la cabeza de San Juan Bautista en San Silvestre de la Cabeza. Cuando se quemaba a San Marcos cerca de Alejandría, un viento milagroso apagó las llamas, en lugar de atizarlas, y esto nos permite tener aquí, en San Marcos, los restos de San Marcos, sin contar los que están en Venecia.
En las estrechas vitrinas de la capilla Matilde, estaban alineados relicarios más o menos antiguos. Se descifraban con dificultad los nombres escritos en trozos de pergamino pegados a ellos.
El agustino, manejando una vez más el llavero, abrió la puerta que estaba a la izquierda del altar. Se veían allí los relicarios de todas las beatificaciones y canonizaciones efectuadas por Pío XII y su predecesor.
—¡Dios mío, qué feo es todo esto! —exclamó el abate, al ver estos objetos piadosos.
Hasta el capellán admitió que estos relicarios causaban mejor impresión cuando se los veía fotografiados en el Observatore Romano. Aquí se advertía que las figurillas eran bizcas, el oro y la plata únicamente estuco, las piedras preciosas manchas de color fosforescentes y el marfil material plástico.
—¿Qué es esto?. —preguntó el abate, señalando una especie de falo plantado sobre un pedestal.
—Es un faro —explicó el fraile—. El faro relicario de Santa Cabrini, protectora de los emigrantes.
—Es el símbolo de América —manifestó el capellán—. Miren: la reliquia de Santa Cabrini está colocada en la punta en un corazoncito de vidrio rojo, símbolo de la caridad. La idea no es tonta.
El agustino confesó que el papa había dado orden de desembarazarse de la mayoría de estos relicarios, enviándolos a conventos de religiosas.
—Obran ustedes mejor que el custodio de la vicaría, que tiene el título oficial de «distribuidor de reliquias» —declaró el capellán.
—Nuestras distribuciones no se limitan a los nuevos santos. Tenemos reliquias de mil doscientos mártires de los primeros siglos, para los conocidos del Santo Padre que desean reliquias antiguas.
El capellán y el abate miraron a su alrededor; en la sala, aparte una especie de costurero, no había más que la vitrina de las reliquias.
—¿Dónde guardan ustedes a los mil doscientos mártires?. —preguntó el capellán.
Se oyó ruido de llaves. El agustino, sonriendo, bajó la cubierta del costurero y mostró varios cajones.
—Aquí están nuestros mil doscientos mártires —dijo.
Tomó de un cajón varias cajitas minúsculas y las puso sobre la mesa. El capellán se inclinó para leer una etiqueta.
—¡Si son las once mil vírgenes! —exclamó.
—Las había olvidado —dijo el agustino, un poco confundido.
—¡Realmente! —dijo el capellán—. Con mil doscientos mártires y once mil vírgenes, no puede usted quejarse. Puede contentar a mucha gente.
—¿Están en esta cajita todas las reliquias de las once mil vírgenes?. —preguntó el abate.
—Por lo menos, lo que queda de ellas —contestó el agustino.
—Permítame que le diga —observó el capellán—, que sólo tienen lo que queda de diez mil novecientas noventa y nueve. Las de Santa Cordula, están en San Luis de los Franceses. Santa Cordula se escondió mientras pasaban a cuchillo a sus compañeras, pero tuvo vergüenza de su cobardía y se presentó al día siguiente a los verdugos, quienes la acuchillaron en seguida.
El agustino levantó la tapa: había en el interior un montoncito de arena.
—Sic transit… —murmuró el capellán.
—¿Qué es eso?. —preguntó el abate, como delante del faro.
—Ya lo ve —dijo el monje—. Son las once mil vírgenes, menos una.
—¿Se imaginaba acaso que eran los polvos de la madre Celestina?. Reliquias ex ossibus —declaró gravemente el capellán—. ¡Señor!. ¡Reliquias del bienaventurado Pío X! —añadió, señalando otra caja.
—¡Oh!. No son más que unos cuantos pelos que le hemos arrancado, unos cuantos cabellos que le hemos cortado.
—Reliquias ex pilis —dijo el capellán.
—No conocía esta clase de reliquias —confesó el abate.
—Amigo mío, a los santos se les toma lo que se puede.
—No hemos podido recoger gran cosa del bienaventurado y futuro santo Pío X —repuso el agustino—. El Santo Padre nos ha prohibido que le rompamos los huesos y hemos tenido que contentarnos, aparte de los pelos y los cabellos, con trozos de piel que se desprendieron cuando lo cambiamos de ataúd. Pero los trozos de piel son por derecho de los cistercienses, que se han hecho generosamente los postulados de su causa.
—¿Y qué hacen con ellas?. ¿Las venden?. —preguntó el abate.
—Usted bromea, Don Vittorio. Vender reliquias es simonía. Sólo se cobra el diploma. Pero, aparte las reliquias ex pilis y ex carne, supongo, hermano, que tienen tantas reliquias ex vestibus como quieran.
—¡Por suerte!. Hemos cambiado varias veces los vestidos. El mismo ataúd antiguo nos proporciona una reliquia importante que desmenuzaremos para felicidad de los fieles.
—Reliquias ex capsa —observó el capellán.
—Tenga en cuenta que siempre tenemos el recurso de hacer que toquen la carne, los vestidos o los ataúdes, objetos que se convierten así en otras tantas reliquias.
—Reliquias a contactu —declaró el capellán.
—Sin todo esto —manifestó al agustino—, hubiéramos tenido que cortar los pelos en cuatro partes, se lo aseguro. Se han inscrito ya aquí casi mil conventos para las reliquias de Pío X.
El abate contemplaba las cajitas que encerraban tantas cosas.
—No me atrevería ya —dijo—, a soplar sobre un grano de ese polvo, por temor a que una de las once mil vírgenes se escapara.
—Se queda realmente confundido —declaró el capellán—, cuando se ve lo infinitamente grande de la santidad representado por lo infinitamente pequeño. ¡Ah!. Le envidio, hermano, este manejo de las reliquias. Mi pena es que, en la Congregación de Ritos, donde nos ocupamos de ellas, no tengamos ni una migaja de todo esto. Pero muéstreme, por favor, cómo hacen los relicarios. Tiene que ser interesantísimo.
El agustino abrió otro cajón y sacó de él los más diversos útiles: una lupa de relojero, unas pinzas de depilación que tal vez habían depilado al bienaventurado Pío X, un disco de vidrio, un círculo de metal dorado con dos orificios y adornado con dos palmas, una base plateada con revestimiento de satén rojo que se adaptaba al círculo, una lista alfabética de los santos de la colección —lista impresa con caracteres minúsculos y en la que cada nombre se repetía varias veces—, un pote con cola, una caja de papel picado, un ovillo de seda roja, un bastoncito de cera roja, un sello con las armas del monseñor sacristán, obispo de Pórfido…
—¿Qué santo quieren que elijamos?. —dijo el fraile.
—¡San Sátiro! —exclamó el abate, al leer el nombre en una caja.
—Hace tiempo que ese santo descansaba —declaró el agustino—. Es una ocasión excelente para que haga un poco de ejercicio. —Abrió la caja.
—San Sátiro está en granos, como las once mil vírgenes —comentó el abate.
—Está entero en cada uno de estos granos; no lo olvide —dijo el capellán.
El fraile pegó uno de los confetis al fondo de satén rojo, puso sobre el confeti una gota de cola, adaptó la lupa de relojero a su ojo, tomó las pinzas, atrapó delicadamente un grano de San Sátiro, lo colocó sobre la gota de cola, hojeó la lista impresa, recortó en ella el nombre del santo, pegó el recorte bajo el grano de hueso, encajó el disco y la base en el círculo, pasó por él un hilo de seda roja, encendió una vela, calentó el bastoncito de seda, frotó con él los dos extremos del hilo, los unió y los selló con las armas del monseñor sacristán, obispo de Pórfido. Se quitó la lupa y, sonriente, ofreció el relicario al capellán.
—¿Cómo?. ¿Era para mí?. —dijo éste.
—Claro que sí, reverendo.
—Es demasiado honor. Yo no puedo…
—Se lo ruego.
—No quisiera privarlo… Tal vez haya otros que se interesen por San Sátiro más que yo.
—No hay tal cosa, reverendo. Ya le he dicho que descansaba desde hace tiempo y usted mismo ha podido comprobar en la lista que continuaba virgen, mientras que las once mil vírgenes están siempre muy solicitadas. Hay una moda para los santos como para lo demás.
—En esas condiciones, ya no me resisto más y le doy las gracias.
Besó el relicario y lo metió en su bolsillo. El agustino ordenó cajas y objetos, cerró el costurero, la sala y la capilla Matilde y, después de haber acompañado de nuevo a los dos visitantes por los innumerables corredores y las innumerables escaleras, se despidió de ellos junto a su puerta.
En la Plaza de San Pedro, el capellán puso el relicario en la mano del abate:
—Tome, Don Vittorio: San Sátiro lo protegerá. Es como un regalo que le hiciera el papa. Pero no diga nada a Su Eminencia: es capaz de hacer un chiste inconveniente.