IV

Al día siguiente el cardenal hizo ir a su biblioteca al abate y lo invitó a tomar una silla a su lado. El joven, emocionado por estos preparativos que anunciaban una conversación confidencial, se emocionó todavía más cuando Su Eminencia le dijo paternalmente:

—Hijo mío, te estoy observando desde mi regreso y advierto un cambio en ti. Estás pálido, tienes ojeras, no bebes más que agua y me dicen que ya no comes carne y que has pedido un jergón de hojas de maíz. ¿Qué significa todo eso?.

El abate estaba confundido. Así como fiaba en la presencia de su maestro para curarse, recordando cómo la sombra de San Pedro curaba a los enfermos, no quería en modo alguno que sus ínfimas desdichas llamaran la atención de una persona a la que veneraba. Por esto precisamente había hecho ayer una breve alusión frívola a su régimen. Con la cabeza baja, contestó que seguía consejos de higiene leídos en la Enciclopedia Católica.

—Adivino en qué artículo, aunque no lo haya leído… ¿Te pones encendido?. No me he equivocado, pues.

Los ojos del joven seminarista se llenaron de lágrimas.

—Hijito querido, todos hemos pasado por eso. Todos hemos sido «abofeteados por la carne», como dice San Pablo. El mejor modo de dominarla es no concederle la menor importancia. Sólo toma lo que se le da. Es propio de tu edad que se dedique a ti, pero despreciándola, mejor que tiranizándola, conseguirás pronto olvidarla.

—Corrías peligro de extraviarte al seguir el camino de la austeridad. Las visiones de los ascetas son peores que las de los voluptuosos. Uno de ellos, el santo jesuita Rodríguez, autor de la célebre Práctica de la Perfección Cristiana, fue obsesionado toda su vida por visiones de mujeres desnudas que le ponían los pechos bajo las narices. ¡Pobre hombre!. San Jerónimo, en los desiertos de Judea, consumido como estaba por la penitencia, evocaba, como nos dice, «las danzas de las vírgenes romanas». Para resistir las tentaciones hay que mantener el equilibrio físico. La vida que llevamos, que está al margen de la vida, supone por sí misma un serio peligro de que acabemos en el desequilibrio moral; cuidemos de no fomentarlo con un desequilibrio físico.

—Espero por tu bien que no tengas la tonta pretensión de llegar a santo; se llega a santo sin saberlo. Si comienzas con el jergón de hojas de maíz, que he ordenado, por cierto, que te lo retiren, pronto querrás el lecho de piedra en el que dormían San Gregorio el Grande y otros santos de los que el capellán te dará la lista. Te arrojarás en un estanque helado, como hizo San Bernardo para apagar su concupiscencia. Te administrarás trescientos mil azotes en seis días, como un Santo Domingo apodado el Acorazado, por la coraza que se remachó al cuerpo para tratar con más rigor las partes que dejaba libres. Prefiero creer que los ardores de tu temperamento no son los de un santo del siglo XI. Tal vez esos relatos espantosos hayan inspirado por reacción a ese cardenal italiano del Renacimiento que decía de las mujeres: «Sólo la que haya pecado veintitrés mil veces puede ser llamada una verdadera p…. Que esa cifra te procure ánimos».

El joven, cuyas lágrimas se habían transformado poco a poco en sonrisas, miraba con gratitud afectuosa a este hombre que tan bien sabía comprenderlo y explicarlo todo. La paz había vuelto al abate por medio del intérprete con el que había contado, sin haber pensado jamás en una intervención tan directa.

—¡La castidad! —exclamó el cardenal—. ¡Qué admirable desafío lanzado por el cristianismo a la fuerza del hombre y al deseo de la mujer!. Ese mundo antiguo, cuyas virtudes tú admiras tanto como yo, había, sin embargo, concedido demasiado sitio a la voluptuosidad. Nosotros hemos caído en el exceso contrario. A la imagen del museo secreto de Nápoles que representa un falo con la inscripción Hic habitat felicitas, hemos puesto un velo con la inscripción Hic habitat abominatio. Orígenes tomó este anatema a la letra y se mutiló para ser digno del cielo. Es asombroso que no haya sido santificado, pues la Iglesia ama la extravagancia más que la razón, la locura de los santos más que la cordura del Evangelio. «¡Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios»!. Jesús no ha dicho los cuerpos, sino los corazones. No tenemos poder para mandar a la naturaleza, sino para mandar a nuestro espíritu.

—Fue San Pablo quien lanzó al cristianismo a esta continencia furiosa, para vengarse de no haber podido él mismo observarla. Fue el primero de esos grandes obsesos de la continencia. Míralo llegar a esa ciudad de Iconio de la que el cardenal Tisserant fue arzobispo titular: entra en casa de Onesifón, «muestran su júbilo, se arrodillan, rompen el pan y hablan de continencia»: Era la idea fija del apóstol de los gentiles. Iba derechamente al grano, como la madre que implora a un soldado en el fresco de la matanza de los Inocentes, en la Trinidad de los Montes. Yo me he imaginado siempre que el genio del cristianismo es algo distinto de una conversación de braguettibus, como dice Rabelais, y creo que la madre de los Santos Inocentes pudo no haber puesto su mano en una bragueta.

—¡La castidad!. Ese desafío lanzado a la naturaleza es para nosotros, los sacerdotes, el objetivo. Va a ser el tema de una encíclica del papa en honor de la primavera: será la encíclica Sacra virginitas, mechada en abundancia con citas de los Padres. Nuestro sacerdocio —había dicho antes que ellos Lacordaire—, es un sacerdocio de vírgenes… La castidad es un muro de cristal que se eleva entre los enemigos de la Iglesia y nosotros. Hasta veía en el odio que nos tienen el odio a esa divina virtud que debe ser nuestro patrimonio. Pero —añadía—, aunque el sacerdote sea avaro, orgulloso o farisaico, mientras el signo de la castidad siga en su frente, Dios y los hombres le perdonarán mucho. Nosotros somos con frecuencia los primeros en odiar esta castidad, por los sacrificios que nos cuesta; pero ¿hay en el hombre algo más bello que vencerse?. Un poco de orgullo no viene mal a quien quiere permanecer casto. Pero me gustaría saber, aparte los remedios de la Enciclopedia Católica, cuáles te ha indicado tu confesor.

—El cordón de Santa Filomena, Eminencia.

Per Bacco!. ¡Vaya un confesor anticuado!. ¿Dónde lo has descubierto?.

—En la Magdalena. Es un camilo.

—¿Y has podido conseguir el cordón?.

—No he tenido tiempo todavía de ir a los hermanos de San Vicente de Paúl, que tienen el monopolio.

—No es necesario que vayas. Como hombre que cree en la virtud de los cordones, tu camilo hubiera hecho mejor en recomendarte los de Santo Tomás de Aquino, San Francisco de Asís, San Francisco de Paula o San José, que yo supongo más eficaces. Si es verdad que la fuerza del diablo se oculta en esa parte de nuestro cuerpo, como dice San Jerónimo, convendría en todo caso oponerle el cordón de un verdadero santo.

—¿Cómo, Eminencia?. Santa Filomena…

—Nunca ha existido.

—Y el santo cura de Ars…

—El santo cura de Ars ha muerto antes de que hayan interpretado la inscripción que hizo creer en el descubrimiento de una Santa Filomena…

—¡Después que había hecho todos sus milagros invocándola!.

—Lo que le asombró un poco fue precisamente haber hecho uno antes de haberla invocado. Se ha probado a comienzo del siglo que la inscripción de las catacumbas de Priscilla había sido, no solamente mal comprendida, sino también mal aplicada, sin que correspondiera a la sepultura que designaba. El asunto resultaba más fastidioso porque acababa de celebrarse el centenario del descubrimiento y de beatificar al cura de Ars. Los restos de Santa Filomena habían sido transportados a Mugnano, cerca de Nápoles, donde se le levantó una iglesia, meta de peregrinaciones y centro de milagros. La vida de la santa había sido escrita por revelación: le fueron dedicados un poema en cuarenta y tres octavas y una cantilena en treinta y dos cuartetas. La Congregación de Ritos acordó a la santa un oficio, una novena, un himno y cánticos y letanías que todavía creo oír: «Santa Filomena, hija de bendición… (había revelado que era hija de un rey de Grecia); Santa Filomena, que has despreciado con valor heroico los más grandes honores… (había revelado que Diocleciano quiso casarse con ella, pero que ella lo rechazó); Santa Filomena, modelo perfecto de las vírgenes cristianas… (había revelado que salió triunfante de la prueba del lupanar), ruega por nosotros».

—Santa Filomena de Mugnano, como se la llamaba, fue durante un siglo el equivalente de Santa Teresa de Lisieux. León XII y Gregorio XVI la llamaban la «gran santa», como Pío X y Pío XI llamaron a Santa Teresita «el ángel de su pontificado». Todo el mundo llevaba el cordón de la santa, que era blanco y rojo, por su doble título de virgen y mártir. Cuando se supo la verdad, revelada por católicos valientes, hubo un tumulto en las iglesias de Roma. Algunos curas bajaron a Santa Filomena de los altares y los devotos pretendían instalarla de nuevo en ellos; en otros sitios, fieles escrupulosos pretendían que bajara y los curas se empeñaban en que siguiera donde estaba. La batalla estaba al rojo vivo en la vicaría y en Ritos. Se anunció prematuramente que el culto iba a ser suprimido, pero si teníamos a Roma teníamos también a Nápoles y teníamos también en Ars la célebre capilla dedicada a Santa Filomena y en París su archicofradía. Ante la indignación de quienes creían con tanta mayor razón en la santa cuanto que vivían de ella, la Santa Sede dio marcha atrás y dispuso inclusive una ceremonia de reparación y homenaje en la iglesia de Santa Prudencia.

—El tiempo es un gran maestro para los escándalos de la piedad, como para los demás escándalos. Se ha hecho poco a poco el silencio en tomo a Santa Filomena. Sus efigies han sido llevadas poco a poco de los altares a los armarios de las sacristías. Creo que todavía hallarás algunas en provincias, pero aquí, en Roma, donde todas las iglesias estaban provistas, buscarás vanamente. El camilo que te ha alabado ese olvidado cordón, aunque esté todavía inscrito en el ritual de las bendiciones, es un hombre de los tiempos antiguos, sin duda el último de los romanos, conmigo, que sabe las letanías de Santa Filomena.

—Tal vez sea un napolitano —dijo el abate.

—Cierto es que esa santa ha sido proclamada por Pío IX copatrona del reino de las Dos Sicilias y que sus reliquias de Mugnano tienen muchos parroquianos y son más milagrosas que nunca. Las buenas almas pueden decirse que, si no son las reliquias de Santa Filomena, son las de un mártir o una mártir al que el anónimo o el seudónimo no han hecho menos diligente.

El abate declaró que esos milagros ilustraban la teoría del capellán, según la cual el mayor prodigio de la religión es hacer que las reliquias falsas sean tan milagrosas como las verdaderas.

—Ya conoces la frase de Montaigne a propósito de los milagros hechos por las reliquias —dijo el cardenal sonriéndose—: «Es una audacia peligrosa despreciar lo que no concebimos». Para la Iglesia, lo falso y lo verdadero se parecen como dos gotas de agua; sabe que el error de hoy es tal vez la verdad de mañana, pero su fuerza estriba en no reconocer jamás sus errores. A duras penas admitió, mucho después de haber condenado a Galileo, que la tierra giraba. Lo mismo sucede con los santos: uno de más o de menos no cuenta para ella. ¡Tiene tantos!.

—Cuando estaba en lo más fuerte la disputa sobre Santa Filomena, fui a ver, en nombre de la secretaría de Estado, al cardenal vicario y hallé en su antecámara a un pintor que rehacía una inscripción. En el pedestal de una estatua de la santa de Mugnano borraba estas últimas palabras y ponía en lugar de ellas «de Ancira». Era que teníamos ya en el martirologio a tres Santas Filomenas, con anterioridad a la de las catacumbas. El cardenal vicario estaba haciendo dar a la falsa los documentos de identidad de una de las verdaderas. ¡Qué lección de sabiduría en esos pincelazos!. Se quería decir: «Nos están ustedes discutiendo una Santa Filomena. ¡Qué poca cosa son ustedes!. La Iglesia es tan rica que no sabe qué hacer con sus riquezas. Tiene Santas Filomenas para regalar. Aquí tienen a la de Ancira. ¿O es que prefieren a la de Tracia o de otro sitio?. Dejen, pues, en paz a la de Mugnano».

—La Iglesia es grande, hijo mío. Nada ni nadie la inquieta por mucho tiempo; dura más que las inquietudes y los inquietadores. Tiene respuestas para todo, y cuando no puede responder se las arregla para que se olvide la pregunta indiscreta. Piensa en el ruido que hizo antes la cuestión de la gracia, que nadie había comprendido, ni siquiera las monjas testarudas con las que se agarró por esta causa Luis XIV a brazo partido. Por lo demás, no fue él quien destruyó Port-Royal, sino las canciones sobre Sor Perdigón. La Iglesia quiso hacer creer que había tomado en serio esta tempestad en un vaso de agua: creó la congregación de la gracia. Esta congregación parió una serie de infolios, guardándose de pronunciarse en un sentido u en otro, hasta el día en que juzgó que la cuestión de la gracia no atormentaba ya a los franceses, con lo que pudo morir plácidamente.

Dolce figlio, con la cuestión del amor pasa lo mismo que con la cuestión de la gracia. Deja que pase el tiempo, sin inquietarte demasiado, y verás cómo todo se soluciona. También eso morirá plácidamente.