III

Por fin Su Eminencia estaba de regreso. El abate sintió tanta satisfacción al ver de nuevo al que consideraba su protector espiritual, en no menor medida que temporal, que hasta se alegró también de volver a ver al capellán, causa de todos sus fastidios. Pero ver a este inocente hacía más odiosa a la hipócrita que se burlaba de los dos.

El cardenal criticaba al Santo Padre por no haber querido recibir las felicitaciones tradicionales de año nuevo del patriciado romano:

—Su preocupación es conquistar los corazones de los obreros; pero ¿cree que va a lograrlo tan fácilmente?. Por lo demás, ofende al patriciado, pero no tiene el menor reparo en continuar pidiéndole servicios. Debería tener más consideración con los hombres que continúan ejerciendo, para darle gusto, las funciones anacrónicas de príncipes asistentes del trono, furriel mayor, gran gentilhombre, portadores de la rosa de oro, gran maestre del santo hospicio, mariscal de la Santa Iglesia Romana y del cónclave, superintendente de postas. El papa los trata sin miramientos, pero no los ha reemplazado todavía con sindicalistas, titulares de la medalla del trabajo y héroes con ropa de faena. Le gustan estas medias tintas, que descontentan a todos, sin que resulten edificantes para nadie.

—Así se le ocurrió hace un año cortarnos la cola a los cardenales, que no le habíamos hecho nada, que, muy al contrarío, lo habíamos hecho papa. También en este caso debió tener más miramientos con hombres que se comprometen, al prestarle juramento, a la lealtad y la obediencia «hasta la efusión de sangre». No parece creer mucho en nuestra promesa, pues nos declara inútiles y deja entre nosotros vacantes escandalosas. No nos quiere, y nosotros le correspondemos, desde luego.

—En este asunto se cuidó mucho de anunciarme la jugada que nos estaba preparando. Como los ministros que, según un novelista francés, se enteran en los diarios de los asuntos de Estado, yo me enteré una noche en el Observatore Romano de que nos habían hecho correr la suerte del perro de Alcibíades. Si he de decir la verdad, cuando leí por de pronto este título: De Sanctae Romanae Ecclesiae Patrum Cardinalium Habitu, me pregunté si se trataba de nuestro hábito o nuestros hábitos. ¿Iban a prohibirnos a unos los huérfanos y a otros los coches norteamericanos?. El exordio, que no he olvidado, no me dejó menos perplejo: «En extremo preocupados por las condiciones particulares de los tiempos presentes, que hacen más vivas las inquietudes y más imperiosas las aspiraciones generales. Hemos creído que es Nuestro deber recoger el grave consejo que de ello se deduce, el de un género de vida más sobrio, más mesurado y más austero». Esta trompeta de Jericó y del juicio final era para llegar a esto: que los padres cardenales debían recortarse la cola de su sotana, reducir a la mitad la de su capa y reemplazar, en cuanto fuera posible, la seda por la lana.

—Hay que ser verdaderamente optimista para imaginarse que esta reforma, completada por la de las tocas de las religiosas, va a devolver su serenidad al mundo. Lo más bonito es que se invita a los padres cardenales a emplear en «obras de culto, caridad, educación y apostolado» la economía de este trozo de tela. Aunque se hicieran un hábito cada día —la capa les dura por lo general toda la vida—, sería poca cosa lo que podrían emplear en tantas buenas obras.

—Además, el Santo Padre se atreve a pretender en ese trozo literario que ha sido el primero en dar el ejemplo de vestir de manera «más sobria, más mesurada y más austera». Nunca la hermana Pascualina lo ha cubierto con más encajes; los otros papas llevaban un poco de encaje en sus roquetes, pero éste los lleva hasta en los pies y, en las ceremonias pontificales, llega siempre envuelto en la falda, que tiene varios metros de largo y ha de ser sostenida por cuatro dignatarios. Acordándose de la fábula de la zorra que tenía la cola cortada y quería cortar las de las otras, los maliciosos han propalado la fábula de la zorra que corta la cola a las otras para que admiren más la suya. Vulpis angélica….

—Las contradicciones de Pío XII tienen la desdicha, en efecto, de pasar por cálculo mezquino y dan pábulo a los rumores más feos en los asuntos de importancia: después de esas truhanerías caudales, no sabemos qué replicar a los que dicen que el papa ha hecho que se vote por la república en el plebiscito para quedar como único soberano de Italia. Sea como fuere, en su afán por castrar al Sacro Colegio, se olvidó de los obispos, arzobispos y patriarcas, que continúan exhibiendo triunfalmente sus colas al pueblo, mientras que nosotros hemos tenido que recoger vergonzosamente las nuestras. Yo he puesto las cosas en su lugar, por respeto para la lógica, y un decreto de Ritos ha extendido para ellos la decisión que las inquietudes y aspiraciones de los tiempos presentes han inspirado al vicario de Cristo en lo que concierne a los cardenales. Se suele señalar que, de la misma manera, ha prohibido a los obispos usar títulos de nobleza agregados a sus obispados, sin que haya prohibido a sus sobrinos que usen el título de príncipe que hizo que la monarquía les concediera. Sixto V publicó una bula para decir que no se debía en adelante nombrar cardenales demasiado jóvenes, pero fue después de designar cardenal a su sobrino Peretti, bello mozo que tenía catorce años.

El capellán y el secretario dejaban oír risitas discretas mientras escuchaban esta diatriba. Por una vez, el abate se permitía un pensamiento un tanto malicioso respecto a su maestro, diciéndose que no se debía pisar ni la cola de una serpiente ni la de un cardenal.

—Bien, queridos amigos, tenemos algo que constituye un gran consuelo —dijo Su Eminencia—: la canonización de Pío X es cosa hecha. Han terminado los interrogatorios del proceso y han sido aceptados los milagros. Aunque hemos santificado ya a setenta y siete papas, Pío XII quiere que haya entre ellos un santo más. La canonización de un hombre que tiene como estado civil la santidad, pues le llaman el santo padre, me parece cosa tan superflua como proclamar reina a la Virgen o rey a Cristo. Pero la mediocridad esplendorosa de Pío X debió haberle permitido quedarse entre los siete papas bienaventurados. «Si necesitamos uno —dije yo—, tomemos a Víctor III, que espera la canonización desde hace ochocientos sesenta y siete años». Pero mis esfuerzos han resultado por completo inútiles. El vencedor ha sido el cardenal Canali.

—Eminencia —se atrevió a preguntar el abate—, ¿es que no bastan los milagros para vencer?.

—Hijo mío, siempre se encuentran cuantos milagros se deseen. Lo que es más difícil de encontrar son los médicos que los verifiquen. Hemos previsto esto constituyendo nosotros mismos una comisión médica superior para los milagros. Está presidida por un hombre de confianza: el archiatra de Su Santidad. Por el honor de la Iglesia, deseo que no sea publicada la relación integral del proceso apostólico de Pío X. Interrogatorio de un prelado: «¿Ha conocido al bienaventurado Pío X?». «Sí, yo hacía mis estudios en Roma cuando él era papa». «¿Lo trató?». «No, pero lo vi con frecuencia, cuando bendecía desde el balcón del patio de San Dámaso». «¿Qué impresión le causaba?». «La de un santo varón». Interrogatorio de un padre abad: «¿Ha conocido al bienaventurado Pío X?». «Sí, acompañé a mi superior a una de sus audiencias». «¿Qué impresión le causó?». «La de un santo varón». Interrogatorio de uno de sus familiares: «¿Ha conocido al bienaventurado Pío X, pues vivió a su lado?». «Viví a su lado varios años». «Está, pues, en condiciones de aclarar la duda más importante: ¿bebía su vino mezclado con agua?». «Sólo lo bebía puro cuando recibía a viejos amigos de Venecia». «¿Qué impresión le causó?». «Era un santo varón».

El abate, después de haberse reído de buena gana, dijo que se felicitaba de beber únicamente agua, pues esto parecía un título para la canonización.

—No exageremos —dijo el cardenal—. No se reprueba el uso de esto o de lo otro, sino el indicio de inclinaciones voluptuosas, incompatibles con el espíritu de mortificación. La causa de San Vicente de Paúl estuvo a punto de quedar detenida porque se supo que tomaba rapé.

—Si Don Vittorio aspira a la santidad —dijo el secretario—, hay que recomendarle que cuide su escritura: el padre Laínez, sucesor de San Ignacio al frente de la compañía de Jesús, no ha podido ser canonizado porque no ha habido medio de descifrar sus papeles, escritos como con patas de mosca.

—Sí, sí —observó el cardenal—, el examen de los escritos es muy minucioso y cada cual tiene el deber de entregar a la Iglesia las cartas que posea del siervo de Dios cuyo proceso se está instruyendo. Por fortuna, hay todavía personas discretas.

—Reverendísimo —preguntó el abate—, ¿qué razón tiene el cardenal Canali para interesarse tanto por la canonización de Pío X?.

—Me pides, hijo mío, que te haga penetrar en los arcanos del corazón humano. Mi eminente colega ha sido el colaborador y el íntimo amigo del cardenal Merry del Val, que fue secretario de Estado de Pío X, y se ha hecho el abogado del uno para serlo mejor del otro. Ha padecido más que nadie con las calumnias a las que han estado expuestas las costumbres de un hombre notable, al que había conocido mejor que cualquiera. Se ha dedicado, pues, a esta tarea sublime: justificarlo de una manera definitiva elevándolo a los altares. La canonización del papa no es más que el trampolín para la futura canonización del secretario de Estado, y, en cuanto la primera sea un hecho consumado, veremos los anuncios de la vicaría abriendo el proceso diocesano, primer jalón de la segunda. Es indudable que jamás amigo hizo favor tan grande a amigo y que jamás hubo calumnia mejor vengada. Entretanto, San Pío X será el beneficiario de la combinazione.

El mismo cardenal se rió de su última frase, pero con la expresión de quien ve en ella más de un sentido.

—Lo que me divierte en esta canonización de la que soy resignado artesano son precisamente todas las combinazioni que representa. El cardenal Canali ha vencido todas mis resistencias gracias a un supremo apoyo: ha atraído a Pío XII a la causa de Pío X fomentando en el primero una secreta esperanza. Canonizar a Pío X es hacer que entren de nuevo los papas en la carrera de las canonizaciones, de la que se había juzgado decoroso retirarlos desde el siglo XVI. Se anuncia ya que van a ocuparse de Pío IX, y en seguida de Pío XI, a la espera de que se continúe la serie. Cabe que sea mayor de lo que nos imaginamos la tentación de ser un santo a secas en lugar del santo padre. Se señala ya el paralelo: Pío X ha condenado el modernismo y Pío XII el comunismo; Pío X es el papa demócrata y Pío XII es el defensor de la libertad; Pío X ha hecho milagros y Pío XII ha visto que el sol giraba sobre sí mismo; Pío X y Pío XII, papas de la paz.

—Será para los dos el título más bello —dijo el capellán—, y tan incontestable como el de papa.

—Pío X —observó el secretario—, merece algo más que el titulo de papa de la paz: es el mártir de la paz, pues murió de dolor a causa de la guerra.

—La leyenda es bonita —dijo el cardenal—, y debemos alegrarnos que haya reemplazado a la historia. Pío X murió probablemente de alegría al ver cómo estallaba la guerra que había fomentado, en lo que sus medios alcanzaban, para que la católica Austria y la apostólica Hungría abrieran al catolicismo la Servia y la Rusia ortodoxas. Esta loca ilusión fue todavía compartida por su sucesor, quien, después de la entrada en la guerra de Italia, negociaba con Alemania el restablecimiento del poder temporal y pedía al mismo tiempo a franceses e ingleses Santa Sofía, que temía cayera en manos de los rusos.

—Ese bendito Benedicto XV, del que acabarán por hacer un santo como papa de la paz, estuvo también a punto de morirse de pena durante esa guerra; fue al enterarse de que los Santos Lugares acababan de ser liberados. Saberlos en posesión de los herejes ingleses era para él mucho más penoso que saberlos en posesión de los turcos. Sin embargo, todas las campanas de Italia saludaron esta victoria; sólo permanecieron mudas las de San Pedro. ¡Vivan los papas de la paz!.