Las marcas de las almas del purgatorio no eran nada al lado de la que habían dejado en su piel. Estuvo a punto de olvidarse del día en que lo habían hecho acólito y exorcista.
Guardaba rencor al capellán por haber sido el autor inocente de este desorden, pero también le debía una relativa compensación. En los cursos de teología moral había aprendido a distinguir la continencia, el pudor y la castidad, pero sin el capellán hubiera ignorado que había catorce oraciones y siete jaculatorias para obtener, con esos tres matices, la virtud de los ángeles. Después de haberse asombrado que hubiera en favor de ella más oraciones que en favor de la paz, se lamentaba ahora de que no fueran más numerosas. Las cambiaba, las entremezclaba y les pedía un efecto inmediato, en lugar de un crédito en indulgencias. Parecía, ay, que este efecto era más difícil de obtener que el crédito.
Lamentaba el abate no poder recitar una decimocuarta oración muy larga y tal vez decisiva, pero reservada para quienes hubieran recibido las órdenes sagradas. ¿No era acaso en las órdenes menores donde la continencia resultaba más frágil?. Las jaculatorias, lanzadas como disparos, permitían combatir los malos pensamientos y hasta los movimientos de la carne, cuando éstos eran breves y leves, como decía la teología moral. Pero las oraciones, estuvieran dirigidas a la Virgen o a San José, a San Juan Bautista de la Salle o a los siete fundadores de los servitas, no eran siempre capaces de domar estos movimientos cuando eran graves y persistentes, como la misma teología moral decía. Tenían a veces contradicciones: invocar el «inmaculado manto» de San Labre parecía extraño, si se recordaba que el santo no se había lavado en toda su vida.
Por otra parte, las invocaciones en demanda de la pureza dirigidas a las Santas Inés, Lucía, Catalina de Siena, Margarita de Cortona o Teresita del Niño Jesús parecían referirse más bien al otro sexo. Pero ¿por qué San Luis Gonzaga y San Juan Berchmans no ayudaban más eficazmente a su admirador?. Aunque les multiplicaba las visitas, en no menor medida que las invocaciones, los protectores de la pureza masculina se mostraban impotentes frente al «eterno femenino».
Sin embargo, el abate no había vuelto a ver a la joven y nada más había pasado entre ellos. Mas, ay, los sentidos, adormecidos por la dulce vida romana, se habían despertado bruscamente. La belleza de las jóvenes con las que se cruzaba en la calle había sido como la de los chicos de la escuela vecina: un placer de la vista que no le causaba la menor turbación. Para él, la belleza romana se había fusionado con la belleza de Roma. No le había costado antes resistir a las solicitaciones del colegio, porque no eran de su agrado; luego, en las tristes delectaciones del seminario, sólo había sido tentado por él mismo. Ahora tenía delante un rostro, un bello rostro de ojos negros, y un cuerpo cuyo calor le había quedado impreso como una «marca de fuego». Sentía que aquella mano que se había apoderado de la suya avanzaba por su cuerpo.
Durante el día, sus estudios le servían de derivativo, mejor aun que las oraciones, pero, por la noche, los sueños oficiosos, hijos de sus deseos, revoloteaban alrededor de su lecho, del lecho que el capellán había llamado virginal. Por lo demás, esto era una nueva ocasión para que admirara la cordura de la Iglesia, ilustrada por la casuística de la compañía de Jesús. Había escuchado con una atención especial el curso de moral referente a los sueños, porque había una moral para los sueños como para lo demás. El asunto tenía importancia en relación con el derecho a comulgar o celebrar al día siguiente. Si el «error nocturno» procedía de una imagen complacientemente acariciada antes de dormirse, estaba prohibido celebrar o comulgar. Pero no existía esta prohibición si aquél procedía de una ilusión diabólica, a menos, añadía la teología moral, que esta perturbación física no hubiera dejado una excesiva perturbación en el alma.
El abate procuraba, pues, no acariciar complacientemente ninguna imagen antes de dormirse. Cuidaba de ponerse en su cama de costado, no de espaldas, postura señalada por la teología moral como una de las causas que podían inducir a la lujuria, como la bicicleta, el caballo y los trajes o la ropa interior estrechos. El abate no utilizaba la bicicleta, a pesar del ejemplo de algunos seminaristas que iban así y hasta en vespa a la gregoriana; tampoco montaba a caballo, y su ropa, exterior e interior, era muy amplia. Después de haberse puesto de costado y de invocar a su ángel de la guarda, se consideraba, pues, en paz con su conciencia. Lo que sucediera después ya no dependía de él. Si un bello rostro se inclinaba demasiado cerca de su virginal almohada o si una bella mano se insinuaba en su lecho virginal, ¿qué podía hacer contra las ilusiones diabólicas?. Ni su mismo ángel de la guarda podía hacer nada.
El joven se esforzaba luego para que estas perturbaciones del cuerpo no le dejaran perturbaciones en el espíritu, pero, por desgracia, éste quedaba muy trastornado. Se felicitaba de haber elegido confesor fuera de la familia cardenalicia. Esto lo libraba de las mortificaciones del amor propio y tal vez de los escrúpulos. En estos momentos, en que se hallaba solo con el viejo secretario, le hubiera resultado sumamente molesta la idea de tomarlo como confesor.
En efecto, el cardenal, que había ido a felicitar al Santo Padre la víspera de Navidad, había pedido autorización para ausentarse durante las fiestas. Protegía, como sus colegas de curia, a cierto número de órdenes o institutos y era de cuando en cuando su invitado en las villas que poseían en los alrededores. Le agradaban estas ocasiones de descansar un poco. Lo acompañaba el capellán.
Llegado el almuerzo de San Silvestre, el abate seguía en la mesa sin más compañía que el secretario, cuyas reflexiones escuchaba distraídamente.
—Estamos muy a nuestras anchas, pero imagínese, Don Vittorio, lo que era la casa de un cardenal de antaño. Alimentaba en su palacio de cuatrocientas a quinientas personas, tenían seis clases de oficiales, una servidumbre de librea y varios coches de gala y llamaba a los reyes «querido primo». El «plato cardenalicio», es decir, la manutención, era entonces una cosa muy distinta: todo venía gratis al palacio apostólico, hasta la nieve de los sorbetes, sin contar la gruesa anguila que hubiéramos comido a la marinera en la cena, pues era obsequiada para la circunstancia. ¡Ah, era buena cosa vivir «a cargo de la cruz», como se decía!.
Ahora los cardenales tienen derecho a abastecerse en la anona pontifical, pues son considerados ciudadanos del Vaticano, pero pagan todo lo que retiran.
—Supongo que los precios serán de favor —dijo el abate.
—¡Naturalmente!. La Santa Sede compra todo en condiciones especiales, no paga derechos de aduana y, en principio, sólo vende a sus ciudadanos. Se murmura que hay mucho comercio entre bastidores. Siempre hay malas lenguas.
—¿Comercios con los cirios?.
—No, con automóviles norteamericanos. Como habrá visto, algunos cardenales tienen coches de ésos.
—Creo que Su Eminencia hace bien en tener un coche más sencillo.
—La placa de matrícula del Vaticano es S C V, Stato Cittá Vaticano, y los romanos la traducen Se Cristo Vedevessi (Si Cristo os viera) y concluyen al revés Vi Caccierebbe Súbito (Os expulsaría en seguida).
El abate se estaba riendo todavía cuando la puerta se abrió. El rostro del seminarista quedó helado: acababa de entrar, muy sonriente, la joven.
—¡Qué agradable sorpresa! —exclamó el secretario—. ¿No está usted de vacaciones, signorina?.
—Vuelvo de ellas, por el contrario, pero un poco más pronto. Soy asociada del colegio del culto a los mártires y no quiero faltar a la ceremonia de San Silvestre en las catacumbas de Priscilla. Esperaba que mi tío me acompañara, pero ustedes dos lo reemplazarán.
El secretario se excusó: tenía que ir a dar la bendición del Santísimo Sacramento, a las celadoras del Sagrado Corazón, protegidas de Su Eminencia. El abate concentró todas sus fuerzas para también excusarse: tenía que asistir al Tedéum del cardenal vicario en la Iglesia del Jesús, un Tedeum solemne que sería coronado por la triple bendición eucarística.
—No será menos solemne en la iglesia de San Silvestre de las catacumbas —dijo la joven—, y también recibirá allí la triple bendición eucarística. En lugar de recibirla del cardenal Micara, la recibirá del cardenal Masella, patrón del colegio.
—Hay también en la iglesia del Jesús un sermón que me interesa —dijo el abate, con un nudo en la garganta.
—Don Vittorio, no sea niño —dijo el secretario, con más oportunidad que prudencia—. Aproveche la ocasión. Tiene usted todo el año para escuchar sermones. No hay nada más emocionante que una ceremonia en las catacumbas.
—Tiene usted que ser de esa misma opinión, Don Vittorio —dijo la joven. El abate no podía resistirse más sin provocar en el anciano sacerdote sospechas injuriosas para la joven. Esperaba que la inocencia de quien lo obligaba a aceptar le sirviera de protección. Sin embargo, después de haber disfrutado tanto de la libertad de la vida romana, veía a qué peligros esta libertad podía exponer. Pero sin duda era que hallaba almas capaces de afrontarlos. El que el abate iba a correr era cierto; el joven estaba seguro de estar ante una tentativa de seducción. La muchacha sabía que su tío no estaba allí; había venido, pues, en busca de él, de Víctor Mas.
Pidió unos momentos para prepararse. En su habitación se arrojó a los pies del crucifijo e imploró la fuerza necesaria para no ser un traidor al ideal abrazado ni a la confianza con que se le había recibido en esta casa, aunque le tendieran en ella estas emboscadas. Repasó en su mente las jaculatorias para la continencia, comprobó que no se olvidaba de su rosario, arma sagrada, roció su pañuelo con agua bendita y hasta bebió de ella un trago. En este instante, su inquietud se disipó y comprendió los milagros. Se rió de felicidad y se dio un cachete llamándose estúpido, como San Vicente de Paul se lo había dado llamándose bergante. Acababa de advertir que todo su tinglado se apoyaba en la presunción de creerse seductor y que, si admitía que no lo era o que no podía serlo a causa de su sotana, la amenaza de seducción desaparecía. No había allí más que una muchacha, tal vez un poco viva, que pertenecía al colegio del culto a los mártires, y esta muchacha iba a ser acompañada a una ceremonia en las catacumbas por un seminarista recién ordenado, huésped de un cardenal cuyo capellán era tío de ella. ¿Qué compañía más segura podían desearse uno y otra?. Ese pellizco en la mano que había tenido para él efectos tan desastrosos, ¿no podía ser una ironía, provocada por esas firmas de las ánimas benditas, o un ademán nervioso, debido al temor del purgatorio?. Era él quien había querido percibir en el asunto sabor a infierno y, como luego no se había atrevido a mirar a la joven, nada podía probarle que ella no hubiese quedado igualmente confundida. Y finalmente, como habían vuelto caminando, nada podía probarle que, si hubiesen vuelto en coche, el contacto de la joven no hubiera sido menos insistente. «La imaginación es la loca de la casa», se dijo con Malebranche.
No se sintió molesto al tomar un taxi con la joven. En la ventana, el viejo secretario y el criado cínico les sonreían. El abate no trató de analizar el contraste entre las dos sonrisas. Se alegró de todos modos de que el coche pasara delante de San Ignacio. Desde el primer instante podía recomendarse como vecino a San Luis Gonzaga y San Juan Berchmans. Ahora, recobrado el valor, contaba más con la protección de los dos santos. Por lo demás, todo confirmaba su optimismo. La muchacha, modestamente, se mantenía lo más alejada de él que le era posible. Parecía que quería demostrarle que se había engañado totalmente acerca de sus intenciones y que estaba dispuesta a dominar sus menores movimientos. Esta larga travesía de Roma en dirección a la Vía Salariana comenzaba bajo los mejores auspicios.
La futura abogada preguntó al abate si había visitado las habitaciones de San Luis Gonzaga. El seminarista se estremeció al oír la palabra habitaciones, aunque se tratara de las de un santo.
—Sólo he visitado su sepultura —dijo—, pero su tío me ha hablado de las habitaciones.
—Se sube a ellas por una interminable escalera en caracol. San Luis Gonzaga, que recitaba una avemaria en cada escalón, tenía que necesitar todo un día para llegar hasta allí. Pero sus habitaciones son dignas de verse; hay en ellas, en medio de innumerables reliquias, los restos del aceite con que se llenó milagrosamente un recipiente al que habían agregado su imagen; Un trozo de tela que, por su intercesión, se agrandó en tres colores para guarnecer las camas de un hospicio; algunas hojas y unas cuantas nueces de un nogal que, al ser invocado el santo, brotó como un hongo; y un puñado de harina que, de la misma manera, quedó instantáneamente depurada de insectos.
—Italia es la tierra de los milagros.
—¿Cuál tiene sus preferencias?.
—El de San Nicolás de Tolentino, cuando resucitó y devolvió sus plumas a una perdiz asada.
—Como parecido a ése, no me desagrada el de San Gregorio el Grande: decidido a convencer a una mujer que, en la mesa de la comunión, dudaba de la presencia real, transformó el pan en carne y, cuando la mujer no tenía ya duda alguna, transformó la carne en pan para que la incrédula comulgara. Verdad es que en su época se veían otros muchos. Nos habla de una religiosa que masticó al diablo con la lechuga en la que se había escondido. ¿Ha leído usted a Santa Brígida?.
—Es usted como La Fontaine, que preguntaba a quemarropa si se había leído a Baruch. No he leído a Santa Brígida, pero tengo sus indulgencias en mi rosario. Su tío hizo que me las diera el cardenal. Pero ¿cómo, en nombre del cielo, lee usted a Santa Brígida?.
—Porque vivo en su casa.
—¿Tiene también sus habitaciones en Roma?.
—En el convento que lleva su nombre, en la plaza Farnesio, donde tengo yo mi propia habitación. Ya sabe que las brigidinas figuran entre las protegidas de Su Eminencia y tienen a mi tío como confesor. Aunque sólo reciben a jóvenes suecas, porque la orden es sueca, como su fundadora, yo he podido, con esos títulos, beneficiarme con una excepción.
El abate respiraba: los pantanales del demonio se alejaban cada vez más. ¿Podría el palacio Belloro temer nada del convento de Santa Brígida?.
—Las Revelaciones de esta santa son uno de mis libros de cabecera —continuó la joven—. Son un monumento prodigioso. Cuando se lee una frase como «El Hijo de Dios os habla», se recibe una sacudida.
—¿Hay algunos milagros curiosos de Santa Brígida?.
—Detuvo un desbordamiento del Tíber y resucitó a un joven Orsini.
Para cambiar de conversación, pues no había ya peligro, el abate preguntó a la joven dónde había pasado las vacaciones. Había sido en Aquila, capital de los Abruzos, de donde era ella. En seguida, la joven alabó las iglesias de su ciudad.
—¿Por qué el cardenal gasta siempre bromas a su tío a costa de los Abruzos?.
—Tienen fama, totalmente injusta, de ser una región atrasada. La mejor prueba en contrario la tiene usted en que es la patria de d’Annunzio. Entre nosotros, el bautismo se hace por inmersión, lo que nos abre muy pronto los ojos.
El abate no tuvo tiempo de meditar sobre esta fórmula: estaban delante de las catacumbas de Priscilla.
Se extendían debajo del parque de la antigua villa real, que las hcía poco accesibles en tiempos de la monarquía. Y esto era causa también de la singularidad de que la iglesia levantada sobre las catacumbas no tuviera puertas: se entraba en ella por debajo.
El abate y la joven siguieron una galería, subieron por una escalera y llegaron a ese santuario, que estaba ya lleno de gente. Construido en los primeros siglos por el papa San Silvestre, cuyo nombre había conservado, había sido restaurado conforme a la sencillez de aquella época. Los fragmentos de esculturas y epitafios eran manchas blancas a lo largo de los muros de ladrillo. Las palmas clavadas con guirnaldas sobre el arco triunfal recordaban a los mártires a los que se estaba honrando. No había asientos y los fieles escucharon de pie la breve conferencia de un prelado arqueólogo. La asamblea estaba compuesta por personas de todas las edades y de aspecto burgués, religiosos y religiosas. Estas últimas eran las benedictinas del convento situado al otro lado del camino.
En medio de la multitud, el abate tenía apretado contra sí el cuerpo de la joven. La turbación renacía. Le parecía, como el otro día en el coche, que la muchacha no hacía nada por apartarse. Se esforzaba por escuchar lo más atentamente posible la historia de las catacumbas de Priscilla: la diferencia que había entre esta Priscilla y la judía homónima, huéspeda de San Pedro; la descripción de los frescos frente a los que iban a detenerse; el descubrimiento hecho aquí, en 1802, de los restos de Santa Filomena, virgen y mártir, de la que el santo cura de Ars había sido devoto entusiasta. Terminada la conferencia, se distribuyeron cirios a los asistentes —antorchas a los sacerdotes con sobrepelliz—, y se bajó procesionalmente a las catacumbas.
La paz había retornado al alma del abate. Recordaba su visita del Año Santo a las catacumbas de San Sebastián. Sentía de nuevo la emoción que lo había invadido entonces, cuando avanzó por primera vez por los cementerios subterráneos que habían visto nacer al cristianismo. Pero era hoy cuando vivía realmente la vida de las catacumbas. Esta procesión que avanzaba con el canto de las letanías mayores no estaba compuesta de turistas o de curiosos, sino de personas dedicadas al culto a los mártires. La llama de los cirios iluminaba excavaciones en arco donde habían sido inhumados los gloriosos cuerpos cuya sangre había sido semilla de cristianos; las tumbas más estrechas, que habían guardado restos de niños, también eran en arco y revelaban que el martirio no había tenido en cuenta la edad. ¿Dónde estaba la de Santa Filomena, martirizada por las varas, el hierro y el fuego a los catorce años?. Muy de trecho en trecho la galería se ensanchaba y se veía uno de esos altares en los que, según había dicho el conferenciante, acudían a celebrar cada mañana sacerdotes de todos los países. El abate se prometió imitarlos un día, para impregnar su sacerdocio de esta poesía trágica, terrenal y celeste, de las catacumbas.
Los fieles se detuvieron un instante bajo el fresco que representaba a la Virgen con el Niño Jesús y el profeta Isaías. Era, según los especialistas, la más antigua imagen de la madre del Salvador y su contemplación en el Año Mariano emocionaba de modo inevitable. Hubo otra pausa en la tumba del mártir San Crescencio.
Cuando volvieron a ponerse en marcha, la joven, que estaba delante del abate, detuvo un momento el paso, volvió, a medias el rostro hacia la pared y dijo de una tirada estas insensatas palabras: «Lo esperaré mañana y pasado mañana a las cinco, en tal calle, tal número, tal piso, departamento número tantos». En seguida volvió a las letanías.
El abate se preguntó si, aunque despierto, en procesión bajo sagradas bóvedas, con un cirio en la mano, un rosario en el bolsillo y agua bendita en el pañuelo y hasta en el estómago, no era juguete de una ilusión diabólica. Sabía bien que no, a menos que el diablo hubiera adoptado la forma de esta joven que había parecido no creer en él. Murmuró Vade retro… La forma no cambió y el seminarista advirtió que era tan atrayente como el rostro. Ya no podía ignorar que era la de una mujer dispuesta a entregarse. ¡Había cambiado sus dudas en certidumbres, como resultado de aquel atroz descaro!. También ella tenía una certidumbre: que él la estaba mirando y estaba turbado, pues va no contestaba a las-letanías. Como si sintiera frío, la joven apretó su abrigo contra sus caderas. Fingió interesarse en una lámpara de arcilla adosada al muro, en una inscripción, en un fresco, y todo fue para dedicar a quien cuidaba de no mirar una leve sonrisa que confirmaba las palabras. Su gracioso perfil parecía una nueva invitación. El deseo que se había apoderado del abate se mezclaba con una especie de rabia. Hubiera deseado que se hundieran estas sombrías murallas, entre las que va no avanzaba como imperátor espiritual, como un hijo de la luz, sino como un esclavo de Príapo, detrás de una hija de Suburra.
Al amparo de otra detención, la joven apagó su cirio, en fingido descuido, y se volvió para encenderlo de nuevo con el de su compañero. Y le repitió en un soplo: «Mañana y pasado mañana, a las cinco, en tal calle, tal número, tal piso, departamento número tantos». Era la letanía sacrílega de una religión infame: para que quedara bien grabada en la memoria, fue repetida dos veces más antes de que volvieran a subir a San Silvestre. Pero ¿no sabía ella acaso que había quedado todo muy grabado desde la primera vez?. ¿Lo repetía tal vez por el placer impuro de ensuciar las dos imaginaciones?. Parecía complacerse en alimentar en este lugar, en este cortejo, pensamientos que eran un insulto y una bravata.
La iglesia ofrecía un aspecto que el abate juzgó paradisíaco a la salida de aquel infierno. Al entrar, cada uno apagaba y depositaba su cirio, pero los del altar iluminaban la capa pluvial y la mitra resplandecientes del cardenal Masella y las dalmáticas y tunicelas no menos brillantes de sus ministros. Durante la procesión se habían puesto sus ornamentos en las benedictinas y luego, para ir a la iglesia, habían recurrido a un pasaje subterráneo que la unía al convento. La amplitud de estos ornamentos, reservados para las ceremonias en las catacumbas, recalcaban su riqueza y eran un timbre de orgullo para estas religiosas, cuya obra eran. La distinción del celebrante, a pesar de su poca estatura, era digna de la del cardenal Belloro. La imagen de su maestro esfumó las obsesiones del abate. La joven no le había vuelto a decir nada y hasta trataba de no acercarse demasiado. Cantaron el Tedeum. Recibieron de rodillas la triple bendición eucarística.
En el barullo de la salida, la joven desapareció.