IX

Los tres comensales hablaban de indulgencias. El abate señaló que en Francia parecían dar a las indulgencias menos importancia que en Roma.

—Es un resto de jansenismo —dijo el capellán.

—Los franceses no saben lo que es bueno —dijo el secretario.

—Y sin embargo, es su gran Bourdaloue quien lo declara: «La herejía ha comenzado por el menosprecio de las indulgencias». A pesar de los santos y doctores que la han hecho ilustre, la Iglesia francesa conserva cierto dejo de herejía.

—Nosotros consideramos un poco las indulgencias como las buenas notas que se dan a los niños —observó el abate—. Recuerdo haber visto a más de uno de nuestros curas anunciar a los fieles con una sonrisa irónica las indulgencias del Año Santo.

—Nada me asombra en el país de los sacerdotes obreros —dijo el capellán.

—Apenas llegan a ciento…

—Pero hacen más ruido que los cuatrocientos cincuenta mil que hay en el mundo. En lugar de hacer ruido, más les valdría ganar indulgencias.

—¡Desgraciados!. ¡Desdeñan las indulgencias! —exclamó el secretario—. Se diría que los franceses creen que la Sacra Penitenciaría se ha hecho para los perros. Antes de que fueran de su competencia, las indulgencias eran la materia de una congregación aparte y esto demuestra la mucha estima en que siempre las ha tenido la Iglesia.

—El libro de las indulgencias es aquí, con el rosario, la primera arma que se pone en manos de un seminarista.

—Un rosario indulgenciado, desde luego —aclaró el secretario—. Pero preguntemos a nuestro seminarista francés cuáles son las indulgencias del suyo, cuáles son las indulgencias francesas.

—¡Vaya!. No lo sé. Yo rezo el rosario; es todo.

—¿No está tan siquiera «brigidado»?.

—¿«Brigidado»?.

—Enriquecido con las indulgencias de Santa Brígida —dijo el capellán—. El hecho de que yo sea el capellán de las hermanas de ese nombre es una razón de más para que las tenga. Cien días de indulgencias por cada cuenta no son de desdeñar. Como su Eminencia tiene, como cardenal, el privilegio de conceder todas las indulgencias de la Sacra Penitenciaría, pídale ésas cuanto antes.

—Solicítelas usted en mi nombre, reverendo.

—Que le den al mismo tiempo las indulgencias de los padres cruzados —dijo el secretario—. Quinientos días por cuenta. Eso es todavía mejor.

—No quisiera abusar —murmuró el abate.

—No es abusar —replicó el capellán—; es aprovechar los medios que nuestra Santa Madre Iglesia nos da para nuestra salvación y la de los demás. Veamos, Don Vittorio, cuando besa el anillo de nuestro venerado cardenal, ¿cuántos días de indulgencia gana?.

—Cincuenta —contestó el abate, recordando lo que había aprendido en Versalles para el anillo del obispo.

—No, amigo mío, cien para el anillo de un cardenal.

—Si besa alguna vez el anillo del papa, ganará trescientos días —agregó el secretario.

—Hagamos otra experiencia —dijo el capellán—. Repita conmigo: «¡Dios mío!» —El abate repitió: «¡Dios mío!».

—Acaba de ganar veinticinco días de indulgencia.

—Y si hubiese añadido «te amo», hubiera ganado trescientos días —observó el secretario.

—Repita conmigo «¡Jesús!» —El abate así lo hizo—. ¿Se imagina —continuó el capellán—, que ha ganado otra vez veinticinco días?.

—Tal vez sean únicamente doce y medio, pues sólo era una palabra en lugar de dos.

—Nada de eso; acaba de ganar trescientos días —declaró el secretario, quien parecía haber estudiado muy bien esta tarifa.

El capellán estaba en la gloria.

—Nuestro joven francés cayó en la red —dijo—. Confiese que no hay nada más fácil que ganar indulgencias y que sería tonto privarse de ellas.

—Si yo no tuviera su apoyo —dijo el secretario—, hace tiempo que hubiera renunciado al oficio.

—¿Quién, pues, fija el baremo?. —dijo el abate—. Me parece un poco fantástico.

—La Sacra Penitenciaría tiene sus razones y se remite únicamente al papa: el poder de indulgencia está unido al de las llaves.

—Pero, veamos, ¿para qué tantas indulgencias?.

—¡Pregunta para qué! —exclamó el capellán—. Don Vittorio, ¿se ha olvidado usted de que existe un purgatorio?.

—No lo he olvidado, pues rezo todos los días por los difuntos.

—¿Dice usted la oración de Pío VII o la de Pío XI?.

—El De profundis, simplemente.

—¡Ah!. No está mal elegido; gana usted tres años cada día, cinco años en noviembre y una indulgencia plenaria cada mes.

—¡Jesús!. (Trescientos días). No me creía tan rico.

—Su riqueza empieza a correr desde hoy. No se pueden ganar indulgencias sin saberlo. El canon 925, párrafo 2, exige la intención. Pero ¿qué le han enseñado en el seminario de Versalles?. ¿Qué le enseñan en la gregoriana?.

—No hemos estudiado todavía la cuestión de las indulgencias.

—Lo maravilloso —dijo el secretario—, es que no hace falta la intención para ganarlas desde que uno queda habituado a ellas. Los canonistas son rotundos en esto. Las ganamos implícitamente desde que sabemos que existen. Verdaderamente, al ver el recelo que les inspiran, se diría que los franceses temen que les cuesten algo. La Iglesia no vende ya las indulgencias, Don Vittorio; las entrega a manos llenas, las prodiga.

—Por lo menos he ganado, hace tres años, las del Año Santo, pues he visitado deliberadamente las cuatro basílicas mayores en el mismo día. Como era agosto e iba a pie, espero que eso haya duplicado el precio de tales indulgencias.

—Puede ganarlas en coche, pero a condición de visitar tres basílicas más y, en tiempo de cuaresma, las iglesias de las estaciones.

—Mejor todavía —observó el secretario—: si pasa usted delante de una iglesia cualquiera y ve un cartel o una placa de mármol con estas palabras: «Indulgencia plenaria», ¡láncese de cabeza!. ¡Ah!. La vida no ofrece demasiadas satisfacciones.

—Además —explicó el capellán—, para la mayoría de las indulgencias que se ganan en las iglesias, tenemos, como familiares de un cardenal, el gran privilegio de poder ganarlas hasta en zapatillas, es decir, en su oratorio. Seamos agradecidos con Su Eminencia y seamos agradecidos con Su Santidad, que vierte ahora sobre nosotros todas las gracias del Año Mariano. Báñese en ellas, joven; saldrá convertido en otro Aquiles, pero invulnerable de pies a cabeza, hecho un Aquiles cristiano.

—San Aquiles —dijo el joven.

—Un gran santo, que la Iglesia asocia con San Nereo, para formar uno de los más bellos titulos cardenalicios de Roma.

—Quien lo posee es el arzobispo de Filadelfia —manifestó el secretario—: un hombre admirable.

—Don Vittorio, ¿ha pensado alguna vez en lo que representa la «comunión de los santos», esa ley de amor que hace de todos los hombres una sola familia cuyo jefe es Jesucristo?. Pone en común las ganancias de los que ganan mucho para ayudar a los que ganan menos y los que no ganan nada. Es eso lo que forma el tesoro de la Iglesia: los méritos de Jesucristo y los méritos de los santos la han alimentado para siempre y la alimentarán sin cesar. De ahí sacamos las indulgencias cuando las ganamos: es el «tesoro inagotable de las indulgencias», como dice Clemente XIII en su carta apostólica que comienza con las palabras Inexhaustum indulgentiarum thesaurum, tesoro no agotado e inagotable…

—¿No sabe que lo primero que hace un papa, cuando es elegido, es decretar nuevas indulgencias, valederas para todo su pontificado y llamadas apostólicas?. Pío XII, felizmente reinante, fue elegido el 2 de marzo de 1939. El 11, la víspera de su coronación, publicó sus indulgencias apostólicas, que Dios se las devuelva. Veintiséis nuevas indulgencias plenarias y parciales de cinco y tres años, quinientos, trescientos y cien días. No estaría de más que se dedicara a ellas. Píense que los pobres cristianos de Oriente sólo tienen ésas para llevarse a la boca, mientras que usted puede hartarse con ésas y con otras.

—¿Cómo?. —exclamó el abate—. ¿Los que están bajo la jurisdicción del cardenal Tisserant sólo tienen derecho a las indulgencias apostólicas?.

——Así es, amigo mío. ¡Cuánto les agradaría estar en el lugar de usted!. Del mismo modo que no pueden hacer colectas en el territorio de la Iglesia latina, no tienen derecho a las generosidades de la Sacra Penitenciaría.

—Un cristiano de Oriente puede decir y repetir «¡Jesús!» —explicó el secretario—, pero no gana con eso los trescientos días que acaba usted de ganar. ¡Necuácuam!.

—Pero ¿los méritos de Jesucristo y los santos…?.

—¡Necuácuam, le repito!.

—Pero ¿el cardenal Tisserant…?.

—Tisserant, con su apellido de tejedor, haría más fácilmente un palio con los pelos de su barba. Le sería mucho más difícil procurar trescientos días a uno de esos orientales haciéndole decir «¡Jesús!». Pero ¿me permite, Don Vittorio, que le pregunte a usted, que es latino, qué oraciones indulgenciadas reza?.

—¡Cáspita!. No sabría decirle si las oraciones que rezo están indulgenciadas.

—Tranquilícese; lo están casi todas. Es para «espolear a los fieles», como ha dicho León XIII. ¿Qué reza usted, pues?.

—La oración por los bienhechores.

—Eso revela un alma buena. Trescientos días.

—La oración de los candidatos al sacerdocio.

—No está mal. Otros trescientos días.

—La oración por las misiones.

—Excelente: siete años y siete cuarentenas. Pero ¿reza usted la oración por la conversión de Rusia?.

—¿La oración por la conversión de Rusia?.

—¿Cómo?. ¿Un francés que no recita esa oración?. Resulta un poco fuerte, pues está dirigida a Santa Teresita del niño Jesús.

—Y ¿recita usted —preguntó el secretario—, la jaculatoria de Su Santidad por la paz?.

El abate, desconcertado, movió negativamente la cabeza.

—¡La cosa se pone cada vez más fea! —exclamó el capellán.

—Yo sé, como todo el mundo, que Pío XII es el papa de la paz, pero no sabía que hubiera compuesto una jaculatoria.

—Pues es así. Una jaculatoria para el restablecimiento de la paz; está inclusive fechada en la Navidad de 1939 y el Santo Padre la publicó, después de madura reflexión, el 15 de enero de 1940. No es tan fácil como se cree hacer una oración por la paz.

—Y especialmente una oración jaculatoria —agregó el secretario.

—Benedicto XV supo mucho de eso —continuó el capellán—. Compuso, durante la otra guerra, una oración por la paz, una oración un poco larga y que provocó un tumulto, por lo menos entre los aliados: creyeron ver en ella cierta simpatía por los imperios centrales. El cardenal arzobispo de París tuvo que retocarla. Fue asunto muy enojoso. Pío XII ha sido más prudente.

—Además, ¿qué harían los papas, si no rezaran por la paz?. —comentó el secretario—. Rezan constantemente por ella, hasta cuando no lo dicen a nadie, hasta cuando no nos dan a conocer sus fórmulas.

—Los libertinos le dirán —repuso el capellán—, que las oraciones de los papas nunca han impedido las guerras, pero ¿qué podrán replicar si usted les dice que hicieron esas guerras más breves y menos crueles?. Los libertinos le dirán también que la oración a San Emidio contra los terremotos no impidió la destrucción de Messina y de ochenta mil de sus habitantes en 1907, pero…

—¿Hay una oración a San Emidio contra los terremotos?. —preguntó el abate maravillado.

—Y está enriquecida con cien días de indulgencia —contestó el secretario.

—¿Quién le dice —prosiguió el capellán—, que no retrasó la catástrofe de Messina y hasta que no impidió el aniquilamiento del resto de la población?. ¿Quién le dice que no ha impedido desde entonces otros terremotos?.

—Es incontestable —dijo el abate.

¿Fue por asociación de ideas con los terremotos por lo que el capellán le preguntó, llevándolo a un rincón, si tenía cuidado de rezar, a su edad, las oraciones para obtener la continencia?. En actitud modesta, el abate le contestó que no las olvidaba.

—Pero estoy seguro de que no las conoce todas. Tengo la seguridad, por ejemplo, de que usted no sabe que se pide a San Felipe Neri la pureza el martes y la paciencia el lunes, ni que se pide a los siete santos fundadores de los servitas la pureza el domingo y la pobreza el lunes. Y ¿sabe usted que hay los nueve martes de Santa Ana y los quince martes de Santo Tomás de Aquino, los cinco domingos de San Francisco de Asís y los seis domingos de San Luis Gonzaga, un santo, sin embargo, al que usted tiene cariño?. Y todo ello chisporroteante, desbordante, saturado de indulgencias. Voy a prestarle algunas obras que completarán esta conversación. Son más útiles que las que usted estudia. Sin fatiga, con sólo un poco de atención, hará de sus días una larga oración llena de indulgencias. Llegada la noche, al dormirse en su lecho virginal, tendrá la impresión de respirar el perfume de una brazada de lirios.

—¿Para qué tantos detalles y para qué tan siquiera un poco de atención, si se ganan las indulgencias desde que se sabe que es así?. —preguntó el abate.

—Cuando se tiene cuenta en el banco y se la alimenta sin cesar, es agradable conocer el saldo. Tampoco deja de ser útil, pues cabe hacer un giro en beneficio de alguien, es decir, una donación gratuita a algún santo. En las habitaciones de San Luis Gonzaga, encima de la iglesia de San Ignacio, puede usted ver un pergamino iluminado que publica los actos de piedad ofrecidos en un año a ese santo ilustre por los jesuitas del Brasil. Voy a buscar el cuadernillo donde he anotado esas cifras edificantes. Y salió.

—El apetito viene comiendo, Don Vittorio —dijo el secretario—. Cuando haya probado las indulgencias, no se hartará nunca de ellas. El capellán y yo hemos organizado a veces torneos entre nosotros y recuerdo el día memorable en que, a pesar de que es muy duro, lo vencí por mil novecientos cincuenta años. Y fue precisamente durante el Año Santo 1950. Las indulgencias, las oraciones indulgenciadas, son lo mejor que hay en el mundo, don Vittorio. El viejo proverbio Lex orandi lex credendi tiene un sentido muy profundo. Sus sacerdotes obreros ganarían mucho meditándolo.

—Se ríen de las cuentas bancarias. Sólo creen en el capital-trabajo.

—Déjelos, déjelos. Se verán bien fastidiados cuando se presenten en el otro mundo, con las manos ungidas, desde luego, y callosas, sin duda, pero también vacías o con un cheque sin fondos.

El capellán volvió cargado de libros. Hojeó su cuadernillo.

Escuche: «4628 misas, 4780 comuniones sacramentales, 46.178 comuniones espirituales, 26.892 actos de atrición, 28.984 actos de contrición, 26.910 visitas al Santísimo Sacramento, 4984 recitaciones del rosario, 99.892 actos simples de caridad, 8514 actos heroicos de caridad, 25.565 actos de humildad, 35.826 actos de obediencia, 71.265 actos de mortificación interior, 5472 actos de mortificación exterior, 68.207 actos de respeto, 73.747 obras pías, 210.170 oraciones jaculatorias».

Ad majorem Dei gloriam! —exclamó el abate—. Pero esas cuentas de boticario serán sin duda del siglo XVIII, ¿verdad?.

—Nada de eso; son de antes de la última guerra.

—Me asusta, reverendo, con esas cifras.

—No son nada al lado del número de indulgencias que representan. Como ve, sólo depende de usted ser antes de mucho un pequeño Creso en el cielo.

El abate sonreía y no se sentía seguro de convertirse en un coleccionista de indulgencias. Pero se sentía orgulloso de pertenecer a un mundo que proponía una oración jaculatoria para restablecer la paz, una oración a Santa Teresita del Niño Jesús para convertir a Rusia y una oración a San Emidio para impedir los terremotos.